A Óscar, que quiere ser ingeniero,

y a su abuelo, que quería viajar al espacio.

DATOS DE MEMORIA 1

 

VEO LA LUZ por primera vez.

Soy un prototipo de androide niño de compañía, modelo 3X23.

Sé que mi función robótica será acompañar a un niño humano de nombre Isaac, hijo del ingeniero que me ha programado. Estoy a punto de conocerlo. En mi campo de visión entra un hombre alto con el cabello oscuro, rizado y alborotado. Me observa a través de unas gafas de visión interna. Lo reconozco como el ingeniero.

–Veo que todos tus circuitos funcionan –me dice–. ¿Puedes oírme?

–Puedo oírle –respondo.

–¡Excelente! –exclama eufórico–. Tu mecanismo parece perfecto. Ahora falta saber si puedes cumplir la difícil misión que te voy a encomendar. Eres un prototipo de robot niño de compañía y deberás encargarte de Isaac, que tiene nueve años.

No sé por qué me cuenta esto si ya lo sé, y él sabe que yo lo sé, pero asiento con la cabeza.

–Bien, veo que me entiendes. Enseguida va a venir mi hijo; quiero decir, Isaac. Debes llamar su atención y ganarte su confianza. Lo necesito.

El ingeniero baja la cabeza y resopla. No puedo identificar el significado de sus gestos.

–Isaac es bastante indómito...

«Indómito: que no se puede o no se deja domar. Difícil de sujetar o reprimir».

¡Vaya! Un niño complicado. ¿Estoy programado para esto? Tendré que rebuscar en mi memoria activa.

–Tus circuitos contienen una enorme cantidad de información y una memoria ampliable mayor que la de otros androides de compañía. Conoces juegos de manos y de magia, eso te servirá para llamar su atención, al menos al principio –me dice el ingeniero.

Vuelve a mirar al suelo y se queda un rato en silencio, muy serio.

–Es difícil para un niño criarse sin madre –eso no acabo de entenderlo, pero cuando el humano habla, yo callo–. Le hemos fabricado varias niñeras robot, pero siempre acababa cortocircuitándolas.

Suena mal esa última palabra, debo evitarla.

Un golpe seco nos interrumpe. Giro la cabeza 90 grados en dirección al estruendo. Hay un sillón caído en el suelo y, al lado, un niño con los brazos cruzados y una expresión rara en el rostro. «Enfado», me dice mi memoria implantada. Lo reconozco aunque no lo haya visto nunca: es Isaac. Ventajas de poseer un chip de última generación.

–¿Quién es este? –pregunta el niño mirándome.

Veo su rostro cada vez más enojado, se pone rojo como si se fuera a fundir su circuito de refrigeración. Algo que en realidad no podría ocurrir porque él es humano.

–Es tu nuevo amigo –le dice el ingeniero–. Lo he diseñado especialmente para ti. Te hará compañía, jugará contigo, estudiaréis juntos...

–Me vigilará –añade, cada vez más rojo–. Estoy harto de que me vigilen.

–Te divertirás con él. Ya verás la de cosas que sabe hacer. ¡Demuéstraselo! –me ordena–. Haznos algún truco.

Mis circuitos reaccionan a la orden. Saco unas pelotas de goma de colores de un bolsillo y las hago girar en el aire. Parece que consigo captar la atención de Isaac, de eso se trata. Veo que cambia su expresión: ya no está rojo y sonríe. Voy más allá y hago desaparecer la pelota de color rojo, luego la azul. El niño ríe y hace palmas.

–¡Es electrizante! –exclama–. ¿Y qué más sabe hacer? ¿Me podrá enseñar a hacerlo a mí?

Isaac hace muchas preguntas. Será que desconoce casi todo y que su memoria humana tiene menos capacidad que la mía.

–¿Y hará lo que yo le diga? –me mira con una sonrisa extraña mientras se lo pregunta a su padre–. Sé que la segunda ley de la robótica dice que un robot debe obedecer las órdenes dadas por los seres humanos.

¡Vaya! Parece que Isaac sabe más de lo que aparenta.

–Bueno... –el ingeniero parece dudar–. He hecho algunas modificaciones, pero recuerda también que esa segunda ley añade que obedecerá excepto si estas órdenes entrasen en conflicto con la primera ley...

–Ya sé –replica el niño–. La primera ley dice que un robot no puede hacer daño a un ser humano o permitir que un ser humano sufra daño.

–Eso me tranquiliza: sé que nunca te lastimará, y tampoco a otros niños, le ordenes lo que le ordenes –suspira el ingeniero.

Isaac vuelve a mirarme, esta vez con más detenimiento. Me rodea y yo giro la cabeza siguiéndole.

–Parece casi humano –afirma–. Lo único que le falta es el pelo, pero si le pusiera una peluca podría pasar por un niño de verdad.

–Ya sabes que...

–Lo sé –interrumpe Isaac–. Siempre debe ser posible distinguir a un robot de un ser humano. Lo dice la cuarta ley robótica. También por eso lleva ese uniforme gris tan feo.

–Por si se te ocurre lo de la peluca, que sepas que tampoco puede cerrar los ojos: no tiene párpados. Como el resto de los androides que he diseñado hasta ahora.

El niño se acerca más a mí y lanza su mano en dirección a mis ojos.

–Es verdad –dice–. No los cierra. Pero sigue pareciendo humano. Sí, puede ser divertido.

–Prométeme que no lo estropearás y que harás buen uso de él. He invertido mucho tiempo y todos mis conocimientos para construirlo.

–Gracias, papá. Va a ser un juguete muy divertido.

Juguete. En mi memoria no aparece esa palabra aplicada a los robots. Dice la segunda ley robótica que somos herramientas diseñadas para lograr los objetivos humanos. No dice nada de juguetes.

El ingeniero también lo sabe, e intenta que su hijo lo entienda:

–¡No es un juguete!

Creo que el niño no le ha escuchado. Me agarra del brazo y le pregunta a su padre:

–¿Me lo puedo llevar al parque burbuja para que lo vean mis amigos?

El ingeniero parece dudar. No sé si es buena idea que me deje solo y fuera del laboratorio con el niño, pero no digo nada. Obedezco órdenes.

–Está bien. A ver qué pasa. Os observaré por el visor tridimensional. Pero no se te ocurra salir de la burbuja. ¡Y ten cuidado!

Se ve que no se queda muy tranquilo, porque le oigo murmurar:

–Alguna vez tenía que ser la primera y mejor que yo esté cerca. A ver qué pasa.

Sus palabras alteran levemente mis circuitos. Creo que esto significa que yo tampoco estoy muy tranquilo.