El sol de los venados

Gloria Cecilia Díaz

ILUSTRACIÓN DE PORTADA
Carlos Puerta

 

 

 

 

 

A Dora B.

 

 

Los días que más me gustan son los días de sol o aquellos en los que llueve, pero uno sabe, no sé por qué, que no va a llover mucho porque el sol no se va, se queda ahí, testarudo.

Y si mamá barre la sala en ese momento, el sol se cuela por los postigos de la ventana y el polvo se vuelve como de oro y forma un rayo de luz como los que se ven en los cuadros de los santos.

A Tatá le da igual que llueva o que haga sol. Una vez se fue a caminar en medio de un aguacero y, cuando volvió hecha una sopa, mamá le pegó con una pantufla y le dijo que era una vergüenza semejante grandulona dando mal ejemplo a sus hermanos menores, que estaba buscando enfermarse seguramente para no ir a la escuela.

No me gusta que le peguen a Tatá ni a nadie, y a mí menos. Bueno, no me pegan mucho porque soy debilucha y por nada tengo fiebre. Pero hace un tiempo no me escapé de una palia, con correa y todo. Fue cuando vino la tía Alba a visitarnos. Ella es una mujer muy bonita, con el pelo largo y ondulado, alta y elegante. La tía lucía, muy orgullosa, una cadena de oro que su marido le había regalado. Era una cadena gruesota, con una estrella de David, un señor que está en la Biblia. La tía nos mostró qué resistente era su cadena: ¡levantó una silla con ella! Todos abrimos unos ojazos…

Por la noche, al acostarse, la tía se quitaba la cadena y la guardaba debajo de la almohada. Un día se levantó y se le olvidó ponérsela. Por la tarde vino a casa Guillermo, el hijo de un amigo de papá. Correteamos por todas partes jugando al escondite. En una de esas carreras, Tatá cayó sobre la cama de la tía Albita y levantó la almohada. Por la noche, cuando la tía fue a buscar su cadena, no la encontró. Se puso pálida como la pared y llamó enseguida a mamá. Mamá nos hizo buscar a todos por cuanto rincón hay en la casa, sin resultado. Hasta Nena, tan chiquitita, buscaba o hacía que buscaba, pues ni siquiera entendía a qué se debía tanto barullo.

Cuando papá llegó, se armó la gorda. Nos interrogó como hacen los policías. Tatá le dijo que ella, como Guillermo como yo, había visto la cadena bajo la almohada. Bueno, sin más ni más, papá se quitó el cinturón y nos pegó con él. Nos mandó a la cama sin comer, y nosotras, que no entendíamos por qué nos castigaba, lloramos hasta quedarnos dormidas.

Al día siguiente, muy temprano, papá fue a visitar todas las joyerías del pueblo y encontró la cadena en la joyería de don Tabaco, que en verdad no se llama así, es un apodo que le puso la gente porque siempre tiene en la boca un cigarro enorme. Papá supo que Guillermo había vendido la cadena a don Tabaco por muy poco dinero. Esa misma suma le dio papá al joyero para recuperarla.

Cuando papá volvió a casa por la noche, miró largamente la cara triste de la tía Alba y le dijo mientras le entregaba la cadena:

–¡Toma, descuidada!

La tía se puso feliz, su cara parecía un sol. Papá y mamá rieron y Tatá y yo nos miramos en silencio. Papá nos había pegado injustamente y no nos pidió perdón. ¿Por qué no nos pidió perdón? Me di cuenta de que siempre son los niños los que deben pedir perdón a los mayores, pero al revés no. ¿Por qué?

Y esa noche los mayores estaban alegres, y Tatá y yo tristes y solas como si estuviéramos en un mundo aparte.

 

ISMAEL ME DIJO que las brujas existen, él vio una en el patio de don Samuel. Una noche fuimos a apostarnos allá, en el patio, cerca del palo de mangos, a ver si podíamos verla. Casi todos los niños de nuestra calle se enteraron y muchos querían ir, pero Ismael no estuvo de acuerdo y decidió que iríamos por turnos. Primero Tatá, Carmenza, Rodrigo, él y yo.

Las clases se me hicieron larguísimas. La señorita Remedios me pareció más aburrida que de costumbre y me pasé toda la clase de geografía bostezando. Salimos corriendo cuando tocaron la campana, aunque de todas maneras teníamos que esperar hasta las siete de la noche para ver a la bruja, y apenas eran las cuatro.

Cuando llegamos a casa, la abuela nos dio una taza de chocolate con un pedazo de torta, de esas que ella llama “bizcochuelos”. Nos pusimos luego a hacer la tarea. Tatá y yo estamos en el mismo curso. Ella es grande para su edad y yo chiquita para la mía, y cuando la gente sabe que estamos en la misma clase, miran a Tatá como diciéndole: “¿No te da vergüenza estar en el mismo curso que tu hermanita?”. Creo que eso a Tatá no le importa mucho, porque ella es la mejor en todo: en matemáticas, ciencias, historia, geografía, geometría, hasta en costura. Todas las maestras la quieren. Bueno, las maestras quieren siempre a los mejores alumnos; a los malos, les gritan y a veces hasta les pegan. Qué culpa tienen los pobres de no ser tan inteligentes como Tatá. Además, hay muchos que no son aplicados porque no comen bien: sólo toman agua de panela por la mañana y, a veces, cuando estamos en fila, se desmayan. Por eso, en el recreo nos dan una taza de leche, pero no de leche de verdad, sino de una en polvo que preparan con agua en unas ollas gigantescas. Todas las mañanas hacemos cola para recibirla. Yo la odio, pero me obligan a tomarla. Tiene un sabor horrible y, a veces, la vomito. Ni Tatá ni yo necesitamos esa leche, pues en casa hay leche de verdad y por la mañana comemos huevos, arepas y chocolate caliente. Hasta los niños muy pobres, los que sólo toman agua de panela, la detestan. Una de las maestras nos dijo que debíamos tomarla porque un país muy rico se la regalaba al nuestro. Me pregunté por qué, con tantas vacas en nuestro país, teníamos que tomar esa leche tan asquerosa que, además, era como una limosna.

Siempre hago la tarea pegadita a Tatá. En especial los problemas de matemáticas, que son tan horriblemente difíciles. Tatá me ayuda con los problemas, sobre todo cuando vamos a tener una prueba escrita. Como no quiero equivocarme, pregunto a Tatá sin cesar: “Y si de pronto el problema es así, ¿cómo se resuelve? ¿Y si de pronto es asá?”. Tatá se arma de paciencia y me explica todos los “y si de prontos”.

Mamá nos dejó salir a jugar después de la tarea. Nos encontramos con Ismael y Carmenza en la casa de Rodrigo. Ismael parecía muy serio, tenía cara de profeso o, como dice la señorita Elvira, que es muy estirada, “tenía cara de circunstancias”. “Circunstancias” debe de ser algo muy importante cuando hace poner a la gente una cara tan seria.

–Nada de gritar cuando aparezca la bruja –nos dijo Ismael.

–¿Qué pasa si gritamos? –le preguntó Carmenza mientras se comía las uñas.

–¿Qué pasa? Pues que nos arrastra con ella en su escoba o nos convierte en sapos.

Carmenza se puso lívida.

–Yo no voy –dijo con voz temblorosa.

–Eres una gallina –le dijo Rodrigo, que estaba tan pálido como ella.

Carmenza no le respondió y se fue a su casa.

A mí algo me cerraba la garganta y me agarré de la mano de Tatá, que estaba helada.

Nos pusimos en camino. Atravesamos la cerca que rodea por un costado el solar de don Samuel. La maleza lo cubría todo. A mamá no le gusta que nos metamos allí porque, según ella, nos puede picar un bicho. Llegamos sin problemas hasta el árbol de mango, gracias a la linterna de Ismael. Nos acurrucamos allí alrededor del tronco. Hubiera dado la vida por estar en casa al lado de mamá y de la abuela. “¿Por qué diablos he venido aquí?”, me decía para mis adentros. Rodrigo estaba pegado como un chicle a Ismael, y yo, a Tatá. El croar de las ranas me puso la piel de gallina. Esperamos una eternidad. Allá, muy arriba, la luna nos miraba. Pensé que si salía con vida, iría a la iglesia al día siguiente a rezar un padrenuestro frente a la imagen de Cristo, que seguramente debía de estar muy enojado con nosotros por andar metiéndonos con brujas.

–¡Ahí está! –dijo Ismael con voz ahogada–. ¡Ahí está!

Al principio no vimos nada, a pesar de que la luna alumbraba con su cara bien redonda.

–¡Allá, en el árbol de enfrente! –dijo Ismael con rabia, porque seguíamos sin ver nada.

De pronto, oímos una risa y el ruido de una rama al quebrarse. Entonces la vimos. Estaba sentada en una de las ramas más bajas, echando mangos en un saco. Nos quedamos todos con la boca abierta y los ojos como platos, quietecitos, sin atrevernos ni a respirar. Recordé que la abuela decía cuando le contaban una cosa rara: “No hay que creer en brujas, pero ¡que las hay, las hay!”.

Pues bueno, ahí teníamos una. No podíamos ver bien su cara, pues tenía puesto un sombrero. No llevaba un vestido negro como yo me imaginaba, sino uno de flores; a lo mejor eso de los vestidos negros es puro cuento.

Una vez llenó el saco, se montó en la escoba y, cuando creíamos que iba a alejarse, vino hacia nosotros y nos gritó:

–¡Los he visto! ¡Los he visto! ¡Muchachitos curiosos!

Nos tiró unos mangos a la cabeza. Rodrigo sencillamente se desmayó. Ismael se puso furioso.

–Y tú que has llamado a Carmenza gallina, más gallina eres tú –le decía mientras le echaba aire con las manos.

Tatá empezó a llamar a Rodrigo con voz angustiada. Rodrigo fue abriendo lentamente los ojos.

–Eres una gallina, Rodrigo. Nunca más te vuelvo a llevar a ningún lado –afirmó Ismael.

–Déjalo tranquilo –le dijo Tatá.

Finalmente, salimos del solar y cada uno regresó a su casa más muerto que vivo. Mamá, en cuanto nos vio, nos preguntó si nos sentíamos mal. Nos dijo que debíamos de estar tan pálidas porque no pensábamos sino en jugar y nos olvidábamos de algo tan importante como la comida. Nos hizo sentar a la mesa, pero a duras penas pudimos probar bocado.

Al día siguiente le contamos a la abuela que habíamos visto una bruja, pero no nos creyó.

–¡La vi con esos dos ojos, abuela! Y la vieron también Ismael, Rodrigo y Tatá.

–Es verdad, abuelita –le dijo Tatá sin salirse de sus casillas como yo.

–¡Cuentos, puros cuentos! –nos respondió.

Me dio rabia. Si hubiese sido una persona mayor la que lo hubiera dicho, con seguridad le habría creído. Don Silverio, un amigo de la casa, le contó una vez abuela, mientras se tomaban un café en la cocina, que en su finca rondaba un aparecido. La abuela puso una cara muy seria y se santiguó mientras decía:

–¡Válgame Dios, don Silverio, el diablo anda por todas partes! Hay que regar con agua bendita los alrededores de la casa.

Y a nosotros, que de verdad verdad vimos una bruja, no nos creyó ni una palabra.

Tatá me dijo que había que tomar las cosas con filosofía.

–Filo… ¿qué?

–Filosofía –me respondió.

–¿Y qué es eso?

–Bueno, quiere decir que uno no debe hacer mucho caso de lo que digan los otros.

No parecía muy segura de lo que me decía. Yo creo que Tatá ni siquiera sabe lo que significa la palabra esa. Seguro que Ismael sí lo sabe.