III
La llamada de los muertos
–Ahora respóndeme con toda franqueza –dijo el Mago–. ¿Dejarías todo lo que aprendiste hasta entonces, todas las posibilidades y todos los misterios que el mundo de la magia te podría proporcionar, para quedarte con el hombre de tu vida? ¿Abandonarías todo por esa persona? (...)
–Yo abandonaría –dijo Brida finalmente. (...)
–Has dicho la verdad. Te enseñaré.
Portadilla
Cita
I Saevin
II La profecía
III Su verdadero cuerpo
IV Salamandra
V El dilema
VI La huella del lobo
VII De vuelta a casa
VIII La puerta
IX Trance
X El acólito
XI Sangre de Fénix
XII Caminando entre sombras
XIII Espectros
XIV EL guardián de la puerta
Epílogo
Los señores de los lobos
Créditos
I
A TORMENTA DE NIEVE azotaba con fuerza el Valle de los Lobos. Dos figuras ascendían penosamente por el camino, inclinadas hacia delante para tratar de vencer la fuerza del viento.
Cualquiera en el pueblo habría sabido que era una mala noche para andar al descubierto, pero al viajero de mayor edad eso no le importaba. Su urgencia estaba motivada por el miedo, y su terror al muchacho que caminaba junto a él era mayor que el que podía provocar en él la ventisca.
El chico, cubierto por una gruesa capa, percibía aquel miedo. El hombre lo sabía; aunque a veces habría dado cualquier cosa por desentrañar qué rondaba por la mente del muchacho, en la mayor parte de las ocasiones decidía que era mejor seguir ignorándolo.
En cualquier caso, pronto se solucionaría todo. Estaban a punto de llegar.
Habían partido dos meses atrás; en ningún momento le dijo al chico adónde se dirigían, y él tampoco había preguntado. A lo largo de todo el trayecto apenas había hablado, mirándole con esa extraña mirada suya y con una leve sonrisa en los labios.
El hombre se estremeció, pero no a causa del frío. Se volvió un momento para observar al muchacho, y él le devolvió una mirada inescrutable.
Siguieron su camino, hasta que el hombre se detuvo bruscamente y miró al frente, alzando el farol.
Ante él se erguía una alta verja de hierro.
–Hemos llegado –anunció secamente.
El chico despegó los labios por primera vez en muchos días.
–La Torre –murmuró.
El hombre se estremeció. ¿Cómo lo había sabido?
–Bien, pues... –empezó, indeciso–. Ya estamos aquí. Supongo que habrá una campanilla para llamar o algo por el estilo...
Alzaba el farol para buscarla cuando súbitamente se oyó un gran resoplido que parecía venir de las entrañas de la tierra. El hombre dio un salto atrás. Entonces, una gran nube de humo ardiente que procedía del otro lado de la verja los envolvió. Sin poder evitar un ataque de tos, el extranjero levantó la luz en alto, intentando ver algo, y lo que vio lo dejó absolutamente aterrado.
Por encima de la verja se alzaba lentamente un enorme bulto vivo, una gigantesca cabeza unida a un largo cuello escamoso, una cabeza con cuernos y colmillos enormes, cuyo hocico aún echaba humo y que se inclinaba hacia ellos con los ojos entornados.
El forastero gritó, aterrado ante la visión de la criatura, que siguió pasando el cuello por encima de la verja hasta que sus ojos y sus fauces estuvieron prácticamente a la altura de los dos humanos. El pavor impidió moverse al mayor, mientras que el joven permanecía impasible.
–Buenas noches, viajeros –dijo entonces el dragón, amablemente; sus ojos verdes brillaban divertidos y burlones al ver la expresión horrorizada del recién llegado–. Bienvenidos a la Torre.
–No... nosotros... –balbuceó él–. Ya... ya nos íbamos.
–No nos vamos, padre –intervino entonces el muchacho, con voz suave pero autoritaria.
El hombre se volvió hacia él, temblando violentamente. Uno no habría sabido decir qué le aterrorizaba más, si el inmenso reptil o su propio hijo.
–Ya veo –comentó el dragón–. Habéis venido a hablar con la Señora de la Torre, ¿no es así?
–S... sí.
El dragón se retiró un poco, y la verja se abrió. El hombre de más edad parpadeó, confuso, porque estaba convencido de que nadie se había acercado a la cancela. Su hijo, en cambio, no parecía sorprendido en absoluto. Lo observaba todo pensativo y en calma, sin que nadie pudiese llegar a adivinar qué había tras la mirada de aquellos ojos de un color azul tan claro que semejaba hielo.
–Bienvenidos –dijo entonces otra voz, una voz femenina.
De entre las sombras surgió una figura envuelta en un resplandor centelleante. El muchacho no se movió, pero su padre retrocedió unos pasos. Cuando la mujer cruzó la verja para acudir a su encuentro, vieron que no había nada sobrenatural en ella, por lo menos a simple vista. El brillo que habían visto se debía a la luz reflejada en los pliegues de su túnica dorada.
La mujer les dedicó una suave sonrisa. Tenía poco más de treinta años, el pelo negro como el ala de un cuervo y unos ojos azules profundos y serenos como el mar en calma.
–Buscamos a la Señora de la Torre, la Dama del... Dragón –dijo el hombre, lanzando miradas recelosas al dragón, que se erguía impasible tras la verja.
–Yo soy la Señora de la Torre y la Dama del Dragón –dijo ella–. ¿Qué se os ofrece?
El hombre miró a su hijo y se estremeció.
–Es él –dijo, señalándolo con un dedo ligeramente tembloroso–. No lo queremos más en casa. Su lugar no está con la gente normal...
Calló de pronto, dándose cuenta de que tal vez había dicho algo inconveniente. Pero la Señora de la Torre no le prestaba atención. Observaba al muchacho con expresión pensativa.
–Ya veo... –murmuró.
–La misma historia de siempre –gruñó el dragón desde la oscuridad.
–No, vos no lo entendéis... –dijo el hombre, negando con la cabeza.
La mujer lo miró a los ojos y vio terror en ellos, pero también súplica... Volvió de nuevo su mirada hacia el muchacho.
–¿Cómo te llamas?
–Saevin –respondió su padre por él.
Hubo un largo e incómodo silencio, solo enturbiado por el sordo rugir de la tormenta de nieve.
–Bienvenido a la Torre, Saevin –dijo ella entonces–. Te acogemos como a uno de nosotros.
El hombre dio un suspiro de alivio. El muchacho no dijo nada. Su rostro seguía siendo impenetrable.
–¿Crees que tiene aptitudes, entonces? –preguntó el dragón.
La Señora de la Torre no contestó en seguida. Se limitó a seguir contemplando el paisaje, asomada a uno de los balconcillos de la primera planta de la Torre. Hacía rato que la tormenta había amainado; la nieve caía ahora mansamente sobre el Valle de los Lobos.
–No lo dudo, Kai –dijo ella entonces.
–Entonces, ¿qué te preocupa?
Ella frunció el ceño, pensativa.
–No estoy segura. Tal vez su aura. Tal vez su mirada. Tal vez el terror que provoca en su propio padre...
–Los no iniciados siempre tienen miedo de lo que no comprenden, Dana. Tú misma lo has dicho muchas veces.
La Señora de la Torre se volvió hacia el dragón. Él seguía en el jardín, pero era tan grande que su cabeza quedaba a la altura de la de ella. Ambos se miraron a los ojos. Fue una mirada intensa, que culminó en una caricia por parte de la mujer. El dragón cerró los ojos para disfrutarla.
–Pero él sabía quién era yo –prosiguió ella–. Y no me temía a mí, sino a Saevin. Resulta extraño que un chico tan joven, que además nunca ha sido instruido, pueda aterrorizar a su familia de esa forma, por mucho poder que tenga.
Kai ladeó la cabeza y estiró su largo cuello escamoso para acercarse más a ella.
–¿Recuerdas a Salamandra?
La Señora de la Torre sonrió.
–¿Cómo iba a olvidarla?
–Bien, su poder también era terrible cuando llegó aquí. ¿Recuerdas lo que estuvieron a punto de hacerle sus vecinos cuando la descubrieron, Dana? Si Fenris y Jonás no hubiesen llegado a tiempo...
–Lo sé.
–Y era apenas una chiquilla de trece años que no sabía nada acerca de sí misma.
–Eso es lo que me preocupa, Kai –la Señora de la Torre se volvió hacia el dragón, muy seria–. Saevin lo sabe.
Era ya muy tarde cuando Jonás subió hasta los aposentos de la Señora de la Torre. Se trataba de un joven de unos veinte años, moreno y serio, y vestía una túnica de color rojo.
Era el alumno más antiguo de Dana en la Torre.
Después de subir lentamente la larguísima escalera de caracol que vertebraba el edificio, Jonás llegó por fin a su cúspide. Se detuvo en la última planta. Allí había cuatro puertas: el despacho de Dana, su laboratorio, su habitación... La cuarta puerta estaba siempre cerrada, y muy pocos sabían qué se ocultaba detrás.
Jonás lo sabía, pero ahora no estaba interesado en ella. Como había imaginado, se filtraba luz por debajo de la primera puerta, la del despacho. El joven suspiró. La Señora de la Torre llevaba años pasando muchas noches en vela, buscando en los libros el conjuro que podría devolverle la felicidad perdida...
Llamó suavemente.
No respondieron en seguida, y Jonás temió que Dana se hubiese quedado dormida sobre sus libros. Ya iba a marcharse cuando la puerta se abrió.
–Pasa, Jonás –dijo ella–. Te esperaba.
Jonás frunció el ceño, pero obedeció.
Dana había cambiado su túnica dorada por una más sencilla de color blanco, indudablemente más cómoda. Sobre su mesa había un gran número de gruesos y viejos volúmenes sacados de la biblioteca, apilados en un montón. Uno de ellos estaba abierto.
–Has venido por Saevin, ¿no es así? –preguntó ella.
Jonás respiró hondo.
–Maestra, he pasado la mitad de mi vida en la Torre. Sabes que siempre me ha gustado recibir a los nuevos alumnos. Pero esta vez...
Calló un momento, pensativo. Dana esperó, en silencio, a que continuase.
–Saevin es diferente –prosiguió Jonás–. No parece contento, ni nervioso, ni siquiera hace preguntas. Tampoco está asustado. Se comporta de un modo...
–¿Indiferente? –lo ayudó Dana.
–Sí... No, no exactamente. Es como si todo le resultase ya conocido. No le sorprende nada. Sé que podría atribuirse al hecho de que está cansado, pero... no sé, hay algo más. Me da mala espina.
–Buena percepción –murmuró Dana.
–¿Quién es, Maestra? –preguntó Jonás.
La Señora de la Torre clavó en él sus ojos azules.
–Ojalá lo supiésemos, Jonás.
La llegada del nuevo alumno a la Torre ocasionó cierto revuelo al principio, sobre todo entre los más jóvenes. Jonás dejó a un lado sus obligaciones por un día para atender al recién llegado y mantenerlo apartado de la curiosidad de los pequeños.
–Supongo que ya sabes lo que es la Torre –empezó; como Saevin no hizo ningún comentario, añadió–: La Torre es una de las pocas Escuelas de Alta Hechicería que quedan en el mundo. Ahora mismo hay aquí cerca de quince alumnos, lo cual no está nada mal, teniendo en cuenta los tiempos que corren. La fama de la Señora de la Torre ha contribuido a que los magos estemos mejor vistos que hace algunos años.
Saevin seguía sin hablar. No era un silencio hosco; al contrario, parecía que escuchaba a Jonás con cierta amabilidad, pero el joven tenía la sensación de que también le atendía con la paciencia del que está escuchando algo que ya sabe.
–Bien, veo que ya llevas puesta la túnica blanca –prosiguió, algo incómodo–. Ese color indica que eres un aprendiz de primer grado. Habrás visto que te hemos dejado en tu habitación el Libro de la Tierra. Será tu primer manual de hechizos. Si no sabes leer...
–Sé leer –repuso Saevin calmosamente.
–Muy bien. Pero tendrás que aprender el lenguaje arcano, de todos modos. Sin embargo, si realmente la magia es algo innato en ti, no tendrás problemas.
»Cuando la Maestra juzgue que estás preparado, te someterá a tu primer examen. Si lo apruebas, pasarás a segundo grado y cambiarás tu túnica blanca por una verde, lo cual simboliza que ya dominas el elemento Tierra. Entonces estudiarás el Libro del Aire, el Libro del Agua y el Libro del Fuego, por este orden. Y el color de tu túnica pasará del verde al azul, del azul al violeta y del violeta al rojo. Cuando logres la túnica roja, cosa que se consigue tras superar un examen llamado la Prueba del Fuego, ya serás considerado un mago de primer nivel. Saevin asintió sin una palabra.
–Así que ya conoces la razón por la cual los aprendices llevan túnicas de diferentes colores –concluyó Jonás.
No hizo referencia a su propia túnica, de color rojo. Jonás había superado la Prueba del Fuego el año anterior y aún sufría pesadillas por las noches, pero no quiso asustar a Saevin en su primer día. Aunque, por el aspecto impasible del recién llegado, parecía que nada podía llegar a asustarle.
Esperó la pregunta que hacían todos al llegar: ¿por qué, pues, vestía Dana una túnica dorada? Jonás estaba acostumbrado a ella, y, por supuesto, conocía la respuesta. Hablaba entonces de aquellos que estaban por encima de los simples magos: los Archimagos. La Señora de la Torre era una Archimaga, y su color era el dorado, aunque a menudo vistiese también túnicas de otros colores. Su favorito era el blanco, un color que, para los magos, era algo así como el luto; con él vestían a sus aprendices hasta que superaban la primera prueba que demostraba que habían despertado a la magia y comenzado una nueva vida.
Jonás nunca contaba a nadie los motivos que Dana podía tener para preferir el color blanco, precisamente ella, que era una poderosa hechicera.
De todas formas, en aquella ocasión la pregunta no se presentó. Saevin se limitó a asentir sin hacer un solo comentario.
Jonás mostró al nuevo aprendiz los lugares más importantes de la Torre, como la enorme biblioteca, el observatorio, la cocina, que se hallaba en la planta baja, y los establos, donde aguardaba a Saevin su nuevo caballo.
–No te lo enseño todo porque nos llevaría todo el día –le explicó–. La Torre tiene doce pisos y es inmensa. Hay muchas habitaciones que no se han usado en años, porque somos muy pocas personas viviendo aquí... aunque ahora mismo, y como ya te he dicho, hay más aprendices que nunca.
»Ya has visto la Torre desde fuera. ¿Te has fijado en la pequeña plataforma con almenas que la remata? Un poco más arriba están los aposentos de la Señora de la Torre. Podemos subir a verla siempre que sea necesario, pero es mejor no molestarla con tonterías.
Jonás le explicó que el aprendizaje de la magia era algo tan personal que no era conveniente enseñarlo en clases magistrales. Cada alumno tenía, junto a su habitación, un pequeño estudio que hacía las veces de laboratorio, y la biblioteca estaba abierta para todo el mundo. Los mayores enseñaban el lenguaje arcano a los recién llegados, y a partir de ahí, cada uno estudiaba sus manuales por su cuenta, siguiendo paso a paso las instrucciones para cada hechizo. La Señora de la Torre supervisaba el progreso de cada uno de sus alumnos y solucionaba las dudas que pudiesen tener.
Jonás acabó con Saevin antes de lo previsto. El muchacho murmuró unas palabras de agradecimiento y, seguidamente, se retiró a su habitación.
El joven mago se quedó quieto en medio del pasillo, pensando que aquel era el aprendiz más extraño que había tenido la ocasión de recibir.
Aquella noche, la Señora de la Torre bajó de nuevo al balcón de la primera planta para hablar con Kai, el dragón.
–¿Algún problema? –preguntó él en cuanto la vio llegar–. Pareces preocupada.
Ella no respondió en seguida. Cerró los ojos un momento para concentrarse, alzó la mano hacia el dragón y murmuró unas palabras en idioma arcano. Su mano se iluminó brevemente con un suave resplandor azulado.
Cuando Dana abrió los ojos de nuevo, el dragón se había quedado profundamente dormido sobre el suelo del jardín, y frente a ella se hallaba un muchacho rubio de unos dieciséis años cuyos ojos verdes la miraban con seriedad. Sin embargo, su figura era claramente incorpórea, hasta el punto de que se podía ver a través de su cuerpo translúcido lo que había tras él.
La Señora de la Torre suspiró, exasperada.
–¿Por qué no lo consigo? –murmuró.
–Bueno, has logrado mucho en todo este tiempo –dijo el muchacho–. Al principio, tu magia ni siquiera podía evocar mi imagen. De todas formas... –vaciló un momento, pero no dijo nada más.
–Sé lo que piensas, Kai –dijo ella–. Sé que crees que nunca podré devolverte tu verdadero cuerpo.
Kai movió la cabeza.
–Dana, mi verdadero cuerpo murió hace más de quinientos años, lo sabes. También es frustrante para mí, pero no tanto como antes. Deberías alegrarte por el hecho de que tengo un cuerpo de nuevo, aunque sea un cuerpo de dragón.
–Una extraña reencarnación –murmuró Dana–. Lo sé, Kai. Es una historia complicada la nuestra. Nos conocemos desde que éramos niños; yo estaba viva y tú no, y siempre he deseado cambiar eso, poder darte un cuerpo para que volvieses a la vida. Pero cuando la oportunidad se presentó...
Dana no añadió nada más. Kai dirigió una breve mirada al cuerpo del dragón dormido, el cuerpo que le permitía quedarse en el mundo de los vivos junto a la Señora de la Torre.
–Pero algún día encontraré la manera, te lo juro –dijo ella.
Kai movió la cabeza, preocupado.
–Dana, verdaderamente...
Un agudo chillido interrumpió sus palabras. Dana levantó la cabeza hacia los pisos superiores de la Torre. Cuando se volvió para mirar a Kai, la imagen del muchacho ya no estaba allí, pero él la miraba desde los ojos del enorme dragón dorado, que se había despertado.
–Es Iris –dijo él.
Dana no hizo ningún comentario. Su mano realizó un pase mágico, e inmediatamente, sin ruido, la Señora de la Torre se esfumó en el aire.
Se materializó de nuevo en la habitación de Iris, una alumna de segundo grado que no aparentaba los doce años que tenía. La niña temblaba en un rincón de su cuarto. Su rostro, marcado por el terror, estaba semioculto por la manta en la que se había envuelto. Emergió de su refugio cuando vio aparecer a la Señora de la Torre.
–¡Maestra! –exclamó, abriendo al máximo sus grandes ojos castaños–. Un horrible demonio estaba en mi cuarto, pero ya se ha ido. Él lo ha echado.
Dana volvió la vista hacia la persona a la que señalaba Iris.
El muchacho le devolvió la mirada, sereno, tranquilo, como si expulsar a los demonios fuese algo que uno pudiese hacer todos los días.
La Señora de la Torre se quedó sin habla.
Era Saevin.