A mi hija Isabel García Santiago y a su esposo, Ángel Marrodán.
Sin olvidar a Jorge y a Marcos.
A todos los que se enfrentan con sus fantasmas.
A todos los que ven la luz en la oscuridad.
A todos los que creen en la magia.
Todos llevamos en nuestro interior un reino de oscuridad que nos produce miedos y pesadillas. Sabemos que esos fantasmas que nos asustan somos nosotros mismos. Por eso nos atrae la oscuridad. Por eso la tememos.
ME LLAMO ARTURO ADRAGÓN Y VIVO EN LA FUNDACIÓN QUE LLEVA MI NOMBRE. ES UN GRAN EDIFICIO, PROPIEDAD DE MI FAMILIA, CONVERTIDO EN UN EXTRAORDINARIA BIBLIOTECA ESPECIALIZADA EN LIBROS MEDIEVALES.
EL DESTINO QUISO QUE NACIERA UNA NOCHE DE TORMENTA EN UNAS RUINAS PERDIDAS, EN EL DESIERTO DE EGIPTO. MI MADRE MURIÓ ALGUNAS HORAS MÁS TARDE, DESPUÉS DE HABERME ENVUELTO EN UN PERGAMINO MEDIEVAL, ESCRITO MIL AÑOS ANTES, QUE MI PADRE ACABABA DE DESCUBRIR.
LAS LETRAS DEL PERGAMINO SE TRANSFIRIERON A MI PIEL, QUE QUEDÓ TATUADA PARA SIEMPRE. ADEMÁS, EL DIBUJO DE UN DRAGÓN APARECIÓ SOBRE MI FRENTE Y, A VECES, INUNDA TODA MI CARA, COBRA VIDA Y ME PROTEGE CUANDO ESTOY EN PELIGRO. Y ES QUE EN EL INSTITUTO, MIS COMPAÑEROS, DIRIGIDOS POR HORACIO MARTÍN, SE BURLAN DE MÍ, HACIÉNDOME LA VIDA IMPOSIBLE. HASTA QUE METÁFORA LLEGÓ A MI CLASE, MIS ÚNICOS AMIGOS ERAN SOMBRA, QUE AYUDA A MI PADRE EN SUS INVESTIGACIONES, Y PATACOJA, UN MENDIGO CON MUCHOS SECRETOS QUE PASABA LAS HORAS ANTE LA BIBLIOTECA, PIDIENDO LIMOSNA.
ACOSADO POR LAS DEUDAS, MI PADRE HA CEDIDO A LA PRESIÓN DE STROMBER, UN AMBICIOSO ANTICUARIO QUE, SECUNDADO POR EL SEÑOR DEL HIERRO, UN BANQUERO SIN ESCRÚPULOS, HA TOMADO EL CONTROL DE LA FUNDACIÓN. QUIZÁS PARA ESCAPAR DE TANTOS PROBLEMAS, CADA NOCHE ENTRO EN UN MUNDO DE FANTASÍA MEDIEVAL EN EL QUE ME SUEÑO A MÍ MISMO...
... CONVERTIDO EN ARTURO ADRAGÓN, JEFE DEL EJÉRCITO NEGRO.
LIBRO SEXTO
DESOLACIÓN
I
El drama de Arturo
a página más oscura de la leyenda de Arturo Adragón, el joven caballero que dirigió al Ejército Negro y que creó Arquimia, el mayor reino de justicia jamás conocido, se escribió durante la terrible batalla de Emedia. Allí ocurrieron dos graves acontecimientos que le partieron el corazón: la muerte de la princesa Alexia a sus propias manos y la derrota de su ejército.
Un profundo deseo de venganza se instaló en su espíritu; continuamente pensaba en matar a Demónicus, al que hacía responsable de tanta desgracia, y en castigarse a sí mismo, por haber fallado a sus hombres y por haber matado al gran amor de su vida. Las imágenes de la feroz batalla, en la que los soldados del Ejército Negro morían bajo las armas envenenadas de los demoniquianos, devorados por bestias carnívoras y abrasados por el fuego de feroces dragones, mientras él luchaba contra Alexia, poblaban sus sueños cada noche y le atormentaban sin descanso.
Desde entonces, Arturo se había convertido en un ser que no conocía la paz; pasaba muchas horas aislado, intentando ordenar sus ideas y tratando de dominar los sentimientos de rabia y frustración que le oprimían.
Arturo Adragón se encontraba ahora en la gruta subterránea del monasterio de Ambrosia, envuelto en un silencio tan profundo que hasta los más leves ruidos producidos por los pliegues de su ropa se amplificaban como un trueno y resonaban hasta en el último rincón.
Acababa de destapar el féretro de Alexia. Se inclinó sobre el ataúd, introdujo la caja de madera con el pergamino secreto que Arquimaes le había confiado y la puso entre las inertes y rígidas manos de la princesa. Sabía que el documento aquí estaría bien protegido.
Comprobó con satisfacción que su maestro había hecho un buen trabajo de embalsamamiento y había aplicado sus mejores técnicas para conservar el cuerpo sin vida de su amada, sobre cuyo rostro pasó los dedos en señal de despedida.
Ajustó la tapa y la apretó con fuerza; los cerrojos de seguridad diseñados por Arquimaes se cerraron y el ataúd quedó definitivamente sellado. Le tranquilizó saber que nadie podría volver a abrir el féretro salvo él o su maestro, que eran los únicos que conocían la forma de hacerlo. Ahora, Alexia y el pergamino con la fórmula de la vida eterna yacían juntos en una caja fortificada, inexpugnable.
Entonces, se puso en pie, se despojó de su ropa de guerra, quedándose únicamente con el faldón y dejando su cuerpo tatuado al descubierto. Extendió los brazos hacia los lados, como si fuesen alas, y susurró una palabra que solo él pudo escuchar: «Adragón». Lentamente, sus pies se despegaron del suelo y su cuerpo se elevó, ligero como una pluma.
Suspendido en el aire, como si estuviera colgado de un hilo invisible, cerró los ojos y se adentró en sus recuerdos.
La visión de un guerrero que cabalgaba sobre un dragón, vestido con la armadura del príncipe Ratala, y que luchaba ferozmente contra él, dispuesto a matarle, se hizo tan real que sus puños se cerraron involuntariamente para eliminarla.
Su enemigo manejaba la espada con la habilidad de un guerrero experto y le forzaba a evitar sus mandobles. El filo de su arma le rozó varias veces y, después de asestarle un peligroso golpe, Arturo aprovechó un descuido de su rival y le clavó la espada alquímica con tanta furia que lo atravesó por completo y lo mató.
Los rugidos de alegría de los hombres del Ejército Negro le compensaron por los malos ratos pasados durante el infernal duelo, a lomos de un dragón, convencido todavía de que luchaba contra Ratala, que le había desafiado.
Arturo recordó cómo la muerte de Ratala había mermado las fuerzas de Demónicus. Todo estaba a favor del Ejército Negro, que recuperó la confianza en sí mismo y se vio con ánimo para ganar aquella terrible batalla contra el Mago Tenebroso. Pero después algo había salido mal.
Una vez en el suelo, Arturo Adragón quitó el yelmo de su enemigo muerto y descubrió con horror que aquel cadáver pertenecía a Alexia y no a Ratala. El mundo se oscureció y todo dejó de tener sentido para él. ¡Acababa de matar a la persona que amaba! Lo había hecho con sus propias manos, con la espada alquímica. Un arma mágica a la que había jurado servir con honor y justicia. ¡Y su primera víctima había sido precisamente Alexia! Si el mundo se hubiera derrumbado en aquel momento, ni siquiera se habría dado cuenta.
Rememoró otra vez aquella horrorosa escena y se dejó llevar por los recuerdos. Intentó nuevamente desviar el curso de los acontecimientos, sin conseguirlo. Aquella tragedia estaba grabada en la eternidad a sangre y fuego y nadie podía cambiarla. Ahora solo quedaban los remordimientos, que le corroían las entrañas.
Con el corazón destrozado, Arturo descendió lentamente y se posó sobre la arena. Se acercó al riachuelo y vio su cabeza reflejada en el agua transparente. Su rostro, enmarcado con la letra adragoniana, se balanceaba suavemente sobre el espejo cristalino, dividiendo su rostro en pequeñas ondas que se alejaban.
* * *
Esa noche había bajado hasta el río para bañarse en soledad, como hacía cada vez que la desesperación le atenazaba. La mansa corriente que balanceaba su cuerpo le proporcionaba un consuelo pasajero y le ayudaba a enfrentarse a sus fantasmas, cada vez más poderosos. El agua fría era buena compañera para alguien que deseaba desaparecer de este mundo, reunirse con su amada y acompañar a sus hombres muertos.
De repente, el ritmo de la corriente se alteró y le devolvió a la realidad. Arturo se preguntó si esa repentina crecida del río se podía deber al deshielo, pero en seguida descartó esa posibilidad. Alguien estaba cruzando el lecho del río un poco más arriba y, a juzgar por la fuerza de las olas, se trataba de algo grande.
Entonces se alarmó.
Salió velozmente del agua, se acercó a su caballo, se ajustó el calzón y se puso el faldón de la túnica, y escuchó un relincho contenido, acompañado del paso de varios caballos. Medio desnudo, agarró su espada y se subió a un frondoso roble.
Gracias a la luz de la luna llena pudo ver cómo unos cuarenta hombres, envueltos en capas negras y fuertemente armados, se dirigían sigilosamente hacia Ambrosia.
«Demoniquianos», pensó con acierto...
No dudó ni un instante. Saltó del árbol y, de una carrera, se encaramó a una roca que cortaba el camino de los invasores.
–¡No deis ni un paso más! –ordenó enérgico cuando los intrusos entraron en el claro–. ¿Qué buscáis aquí, hombres de Demónicus?
El general Nórtigo escuchó aquella voz con sorpresa. Sus hombres ya habían aniquilado dos patrullas emedianas de vigilancia y le habían asegurado que el camino estaba libre, que no encontrarían centinelas en esta parte del bosque.
–¿Cómo te atreves? –preguntó el general–. ¿Quién te envía?
–Responde a mi pregunta –exigió Arturo, señalándole con la espada–. ¿Qué queréis?
Nórtigo observó la oscura silueta que le cerraba el paso. Pronto se dio cuenta de que se trataba de un solo hombre y de que no tenía precisamente una complexión fornida. El asunto se resolvería enviando a un par de sus mejores soldados.
–Súrfalo, Estiquio, quitad de en medio a este estúpido –ordenó.
Dos hombres de aspecto feroz, armados con una maza y un hacha vikinga de doble filo, se acercaron a él.
Arturo se quedó quieto. Sabía que esos dos guerreros querían acabar con él rápidamente. Confiaban demasiado en sus habilidades.
Súrfalo se acercó por la derecha, y Estiquio por la izquierda. Planeaban un ataque cruzado. Una táctica infalible. Y sonrieron para hacer saber a su víctima que no tenía escapatoria.
El hacha de Estiquio inició un movimiento ascendente mientras la maza de Súrfalo formaba un remolino de aire a su alrededor.
La espada de Arturo se movió con tal rapidez que los reflejos plateados de la luna apenas pudieron mostrar su trayectoria. Cortó el cuello de Súrfalo y rajó el vientre de Estiquio sin que tuvieran tiempo de gritar. Únicamente la cabeza del primero, que rebotó en el suelo, hizo un pequeño ruido que estremeció a todos.
–¿Quién eres? –preguntó Nórtigo, al ver cómo sus dos mejores hombres habían sido vencidos con tal facilidad.
–Me llamo Arturo Adragón. Soy el jefe del Ejército Negro, al que habéis vencido en las llanuras de Emedia.
Nórtigo sintió un nudo en la garganta. Ahora le reconocía. Le había visto luchar en el campo de batalla y se había sentido deslumbrado por él.
–Somos muchos contra uno solo –le advirtió el general invasor–. Es mejor que arrojes la espada. No podrás con nosotros.
–La vida ya no tiene valor para mí –respondió Arturo, masticando las palabras–. Me haréis un favor si me matáis.
–Será un placer para nosotros –aseguró el jefe de los guerreros.
–No retrocederé ni un solo paso –aseguró Arturo con firmeza mientras blandía la espada ensangrentada–. Aquí os espero.
Nórtigo no daba crédito a sus oídos. ¡Un solo hombre se atrevía a desafiar a sus más curtidos guerreros! Hombres elegidos, cuya ferocidad estaba más que probada. Todos habían participado en la batalla de Emedia y habían vencido a ese extraño Ejército Negro, que había confiado su victoria a letras de tinta y libros de papel.
–¡Rodeadle y acabad con él! –ordenó Nórtigo, convencido de que sus hombres no le dejarían escapar con vida–. ¡Matadle!
Cuando los guerreros dieron un paso adelante, dispuestos a cumplir la orden de su jefe, Arturo alzó los brazos y lanzó un grito:
–¡Adragón! ¡Ven a mí!
Ese grito de guerra heló el corazón del general demoniquiano. Se sintió tentado de ordenar la retirada, pero contuvo su impulso de cobardía. De repente, el cuerpo de Arturo se vio envuelto en una extraña nube negra que salió de su pecho. Como si un millón de pájaros oscuros hubieran acudido a su llamada. El zumbido que acompañaba a esas extrañas formas hizo detenerse a los guerreros, que, sorprendidos, no sabían a qué atenerse.
Arturo alzó la espada hacia las estrellas, y las letras se colocaron como un gran batallón disciplinado recortado en el cielo, sobre la luna blanca. Un ejército dispuesto a atacar.
–¡Adragón! –volvió a gritar Arturo, señalando a sus enemigos con su espada alquímica–. ¡Adragón!
Las letras se lanzaron contra los guerreros demoniquianos. Después de rodearlos por completo, se infiltraron silenciosamente en sus filas e iniciaron un inesperado ataque que los soldados fueron incapaces de repeler.
Nórtigo, atónito, escuchó los gritos de sus hombres con impotencia. Esas malditas letras los estaban aniquilando sin piedad y pronto comprendió que sus guerreros no podrían con ellas. La batalla estaba perdida. Miró a Arturo, esperando que alguno de los suyos le hubiera disparado una flecha o una lanza, pero lo que vio le horrorizó: ¡la negra figura de un dragón protegía a Arturo! ¡Era una alucinación diabólica!
Dispuesto a acabar con aquella horrible magia, espoleó a su montura y se lanzó contra Arturo, blandiendo una espada envenenada. Nórtigo consiguió acercarse, tras sortear a los heridos y moribundos que se revolvían entre los caballos caídos; incluso saboreó un momento el triunfo cuando advirtió que el muchacho estaba al alcance de su arma. Pero, otra vez, las cosas cambiaron de rumbo.
El dragón que protegía a Arturo se abalanzó sobre él y le lanzó por los aires como a un pelele. Mientras volaba, y como si se tratase de una visión infernal, contempló a sus hombres rugiendo de dolor, mientras las letras negras los mataban a todos, sin contemplaciones.
–¡Maldito seas! –exclamó al caer sobre una roca, a los pies de Arturo–. ¡Condenado Arturo Adragón!
–¡Malditos son los que atacan de noche y a traición! ¡Malditos los que transforman a los hombres en bestias y atacan a mujeres y niños inocentes! –respondió Arturo, apuntándole con su espada alquímica–. ¡Malditos los que robáis la vida! ¿A qué habéis venido esta noche?
–¡No lo sabrás, perro!
–¡Habla o muere! –le increpó Arturo–. ¿Cuáles son vuestras intenciones? ¿Qué buscáis en Ambrosia?
–¡Moriré antes que revelar el objeto de mi misión! –respondió, clavándose su propio cuchillo en el corazón–. ¡Por Demónicus!
Antes de morir, Nórtigo pudo ver cómo Arturo enarbolaba su espada señalando al cielo, y las letras se colocaban de nuevo sobre su cuerpo, igual que una coraza.
La noche recuperó su silencio.
Arturo caminó hasta el borde del río, se lavó, terminó de vestirse, montó su caballo y se dirigió hacia Ambrosia, donde todos dormían tranquilamente, ajenos a lo que acababa de suceder. Los centinelas le dejaron cruzar la puerta del recinto fortificado, levantado alrededor de los restos de la abadía, sin darse cuenta de la excitación que le embargaba.
Acababa de matar a cuarenta demoniquianos y se sentía aliviado. Solo la muerte de sus enemigos ayudaba a mitigar el dolor por lo que le había hecho a Alexia y por la derrota de sus hombres.
Pero una pregunta rondaba su mente: ¿qué buscaban esos demoniquianos?
II
Stromber toma el poder
e llamo Arturo Adragón y desde lo más alto de la cúpula de la Fundación observo en silencio la ciudad de Férenix, que se extiende a mis pies. Pienso en la manera de arrancarle los secretos que oculta bajo su vientre de cemento.
Mi mano derecha sujeta con fuerza la espada que utilicé, días atrás, para luchar contra Stromber, allá abajo, en los sótanos de este edificio medieval que el anticuario intenta arrebatar a mi familia. Y recuerdo la terrible lucha que mantuve con él. No puedo olvidar el momento en el que creí morir, atravesado por su espada.
Después de todo lo que ha ocurrido desde mi último cumpleaños, sé con seguridad que nada me asusta. Ahora sé que tengo la fuerza del dragón sobre mi frente y que tengo poder para luchar contra todo lo que intente destruirme, tanto si se trata de personas como de fantasmas.
Elevo la espada y apunto al cielo. Se está formando una gran concentración de robustas y oscuras nubes que anuncian tormenta.
También he aceptado que tengo sueños dolorosos y extraños que me hacen sufrir mucho, pero he terminado por admitir que forman parte de mí y los recibo con resignación. Si tengo esos sueños, será por algún motivo y no voy a renegar de ellos. Solo tengo dos temores: que mis sueños desaparezcan y que pueda volverme loco, igual que mi abuelo paterno.
Pero reconozco que mi mayor deseo sería volver a ver a mi madre.
La tormenta acaba de empezar y un rayo se ha reflejado en la afilada hoja de la espada. Si alguien me viera ahora, seguramente me confundiría con una estatua de piedra como las que adornan el tejado de la Fundación.
Mi vida ha cambiado. Todo ha sucedido tan deprisa que apenas he tenido tiempo de asimilarlo. He pasado de ser un niño a convertirme en casi un adulto. Ahora, por fin, empiezo a comprender que los sueños me transportan a un lugar en el que todo es más real que la realidad misma. A un territorio desconocido en el que me reencuentro una y otra vez.
Pero, volviendo a la realidad, sé que me voy a embarcar en una misión difícil y complicada: tengo que ayudar a mi padre a recuperar la Fundación.
Dejaré mi vida en el empeño, pero no permitiré que nadie se adueñe de este edificio en el que mi madre tiene su última morada. Nadie la sacará de aquí. Ahora que la he encontrado, no la perderé.
La tormenta ha llegado a Férenix y descarga su lluvia sobre la ciudad. Siento cómo mi cuerpo recibe las primeras gotas de agua helada que caen de las nubes.
Espero que mis sueños me ayuden a comprender toda la verdad sobre mí. Necesito saber si, tal como sospecho, mi madre dio la vida por mí. Y también quiero averiguar qué pasó la noche en que Stromber me clavó su espada y me sentí morir. Lo que sucedió en la gruta es un misterio que no he conseguido resolver. Por eso me sigo haciendo preguntas que no tienen respuesta: ¿Soy inmortal? ¿Lo soy gracias a mi madre? ¿Soy un esclavo del dragón?
Llevo más de una hora bajo la lluvia, haciéndome preguntas y especulando sobre mi pasado y mi futuro. Ahora que falta poco para el amanecer, vuelvo a entrar en la cúpula, en busca de la reconfortante protección de la Fundación.
Han pasado unas cuantas horas desde que salió el sol, y ahora intento prestar atención a lo que sucede a mi alrededor.
Estoy en el salón de actos de la Fundación, donde nos hemos reunido convocados por Del Hierro y su abogado, el señor Terrier. Stromber está sentado entre ellos dos y, a juzgar por la seguridad de su semblante, podría decirse que preside la mesa.
Releo la copia de la citación que han distribuido y que Sombra me ha prestado:
Rogamos su presencia en el salón de actos el lunes, a las diez horas, para tratar un asunto de la máxima importancia.
Mi padre, Sombra, los guardeses Mahania y Mohamed, Adela la jefa de seguridad, así como los demás empleados de la Fundación y yo, estamos sentados en las butacas, dispuestos a escuchar lo que nos van a contar.
Desde la mesa que han colocado en el escenario, Del Hierro se inclina hacia delante, conecta su micrófono y abre la sesión.
–Buenas días a todos los presentes. Esta reunión tiene por objeto informarles de los cambios que se avecinan. A continuación, nuestro abogado, el señor Terrier, les va dar todos los detalles.
–Como abogado del banco que representa Del Hierro, tengo el deber de informarles de que en el día de hoy, y a partir de este momento, el señor Stromber toma posesión de su cargo como Administrador General de la Fundación Adragón. El señor Arturo Adragón, antiguo propietario de este edificio, pasa a ocupar el puesto de asesor y sus funciones quedan limitadas a las decisiones que el señor Stromber tenga a bien aceptar –dice antes de hacer una pausa para beber un trago de agua. Intenta ocultar que está muy nervioso, pero no puede–. Por lo tanto, señoras y señores, desde este instante, todas las decisiones deben contar con la aprobación personal del nuevo administrador, Frank Stromber. Sin excepciones.
Se produce un silencio abrumador.
Sombra está rígido como una estatua.
–El señor Stromber toma la palabra para explicarles las nuevas normas que regirán esta institución.
Terrier desconecta su micrófono y hace una seña a su compañero, que aprieta una tecla. El anticuario espera unos segundos antes de acercarse el micro:
–Buenos días, señoras y señores –dice el señor Stromber con su voz más seductora–. Antes de nada, y para su tranquilidad, les anuncio que sus puestos de trabajo están asegurados. Mantendremos a las personas que trabajan aquí, aunque es posible que contratemos nuevos empleados. Por lo demás, las cosas seguirán igual. La Fundación mantendrá su actividad habitual, aunque ampliada para aumentar los ingresos. A partir de ahora, habrá más visitantes. Hemos recibido buenas ofertas de algunas agencias de viajes que desean traer turistas para conocer este edificio. Como saben, solo tenemos potestad sobre la parte superior del edificio, pero no descartamos acceder en breve a los sótanos, que encierran muchos elementos de valor histórico que harán las delicias de los turistas. Por lo tanto, la Fundación ofrecerá turismo cultural y pasará a denominarse Fundación Stromber Adragón. ¿Alguien tiene alguna pregunta?
Todo el mundo se mira, pero nadie dice nada. Sin embargo, noto que Sombra está alterado.
–¡Esta casa se ha llamado siempre Adragón! –protesta al fin–. Esto es un abuso intolerable. ¡Llenar la Fundación de turistas degrada la labor que hemos hecho aquí durante años! ¡Una infamia! ¡Usted está desprestigiando el apellido Adragón!
Del Hierro y Stromber se miran e intercambian una sonrisa maliciosa.
–Querido señor Sombra –advierte el abogado–. Lo que estamos haciendo es completamente legal. Ha sido negociado con el señor Adragón.
Papá pone la mano sobre el hombro de Sombra para tranquilizarlo.
Stromber espera pacientemente a que la situación se serene. Solo cuando hay un silencio absoluto vuelve a hablar.
–Dentro de poco vendrán algunos arquitectos. No deben preocuparse, solo van a hacer algunas reformas. Es necesario modernizar este edificio. Reforzaremos los sistemas de seguridad, renovaremos los ascensores y el cableado eléctrico, cambiaremos algunas paredes y mejoraremos la decoración… En fin, estaré a su disposición en mi nuevo despacho, el que pertenecía al señor Adragón, que ahora pasa a ocupar el pequeño despacho de la planta primera. Por mí, eso es todo.
–Bien, pues si no hay ninguna pregunta, levantamos la sesión –ordena Del Hierro–. Gracias por su asistencia.
Los tres se ponen en pie, bajan del escenario y salen del salón, dejándonos sumidos en el más absoluto desconcierto. Stromber, que cojea, me ha lanzado una fugaz mirada que he tratado de evitar, aunque no lo he conseguido.
–Arturo, es mejor que te vayas al instituto –me dice papá–. Todavía puedes aprovechar alguna clase.
–Haz caso a tu padre, Arturo –insiste Sombra–. Es lo mejor.
Miro mi reloj de pulsera y veo que puedo llegar al instituto a la hora del recreo. Así que tomo mi mochila y salgo corriendo.
Cuando estoy llegando a la puerta de la Fundación, un vigilante se acerca a mí:
–El señor Stromber desea hablar contigo, Arturo. Quiere que subas a su despacho.
–Tengo que ir al instituto. Luego iré a verle.
–Haz lo que quieras, pero no deberías olvidar que es el gran jefe de todo esto –responde–. Tú mismo.
–Está bien, subiré ahora –digo, obediente–. Pero no me gusta perder clases.
–Buen chico. Está en su despacho.
Subo las escaleras con cierta lentitud para ganar tiempo y tratar de imaginar de qué querrá hablar conmigo. Desde nuestro duelo en el sótano no nos hemos vuelto a ver, y supongo que tenemos que recordarnos mutuamente lo que ha pasado. Un duelo a muerte requiere algunas explicaciones y provoca cierto rencor.
Doy un par de golpes en la puerta y espero. Apenas han pasado unos segundos cuando una voz me autoriza a entrar.
–Entra, Arturo; entra, muchacho.
–Señor Stromber, ¿me ha mandado llamar?
–Pasa, pasa, que no te voy a comer…
–Es un poco tarde. Tengo que ir al instituto.
–Es un poco tarde para todo, chico. Debiste darte cuenta de que no es bueno enfrentarse conmigo. ¿Te acuerdas de lo que pasó allí abajo?
–Oh, sí, claro que me acuerdo. Sobre todo cuando le veo cojear, señor Stromber.
–Vaya, así que estamos de buen humor, ¿eh?
–Usted ha sacado el tema. ¿Para qué me ha mandado llamar?
–Para hacer un trato. Ya has visto que ahora soy prácticamente el amo de este edificio y no puedes hacer nada para impedirlo. Conseguiré el poder absoluto sobre lo que hay encima de la tierra. Y conseguiré apropiarme también de lo que hay debajo. Y va a ser muy pronto.
–Vale, sí, venga…
–Si me entregas el secreto que estoy buscando, os devuelvo todo esto y me voy.
–¿Secreto? ¿De qué secreto habla?
–¡Hablo del secreto que te devolvió la vida cuando te maté ahí abajo! ¡De eso hablo!
–Usted delira, señor Stromber. Su sed de poder le ha vuelto loco. ¡Yo nunca he estado muerto!
–Claro, y yo nunca he recibido un sablazo tuyo y jamás hemos luchado con espadas. No me tomes por idiota, chico.
–Es un poco tarde. Tengo que irme. Adiós.
–¡Te equivocas! ¡Tu padre lo pagará muy caro! ¡Muy caro!
–¡Deje a mi padre en paz!
Abro la puerta con furia y salgo del despacho acompañado por sus amenazas.
–¡Os echaré de aquí a todos! –grita, desde el otro lado de la puerta.
Cuando llego al primer piso, veo que Sombra está discutiendo con un funcionario del banco, un hombre vestido con un traje negro que lleva en la mano una carpeta donde lo apunta todo.
–¡Le digo que estoy haciendo mi trabajo! –grita el hombre–. ¡Haga el favor de no molestarme!
–¿Su trabajo? ¿A eso le llama hacer su trabajo?
–¿Qué ocurre, Sombra? –pregunto, acercándome.
–¡Este individuo ha estropeado un pergamino! ¡Lo ha roto!
–¡Se ha roto solo! –se defiende el funcionario–. ¡Yo apenas lo he tocado!
Papá se acerca y coge el papel destrozado.
–¡Esto es un desastre! –se queja–. ¡Acaba usted de destrozar un documento muy valioso!
–¡Le digo que se ha roto solo! –se defiende el hombre.
–¡Eso es porque usted no ha sabido tratarlo debidamente! –grita Sombra, fuera de sí–. ¡Usted no está preparado para manejar estas cosas!
–¡Me quejaré a sus jefes! –añade papá.
Adela se acerca y se interpone entre Sombra y el hombre.
–¡Ya basta! –ordena–. ¡Aquí no quiero discusiones!
Agarro a Sombra del brazo y le arrastro escaleras abajo, mientras papá y Adela siguen con la riña. Cuando llegamos al portal, le advierto:
–Las cosas están muy mal, Sombra. Intenta no crear conflictos o nos echarán de aquí. Están esperando la más mínima oportunidad para deshacerse de nosotros. ¿Entiendes?
–¡Es que me indigna ver lo que hacen con nuestras cosas!
–Escucha, ahora tenemos que ser pacientes. No podemos darles opción a que no nos permitan acceder a la biblioteca. Hazme caso, por favor.
Se queda quieto, sin decir nada.
–Está bien, ve tranquilo –dice finalmente–. No haré nada que nos pueda perjudicar. Me dedicaré a cuidar los sótanos.
–Gracias, Sombra. Y cuida de papá. Me preocupa.
Salgo a la calle y me pongo la capucha para protegerme de la lluvia. La situación es insostenible. No sé cuánto tiempo podremos seguir así. Tengo la impresión de que todo está a punto de explotar.
Veo a Patacoja en la acera de enfrente, refugiado en un portal, y cruzo la calle para saludarle.
–Hemos perdido la batalla, amigo –le digo–. Lo hemos perdido todo.
–Nunca se debe decir eso –me responde, en tono paternalista–. Nunca hay que darse por vencido.
–Tengo que irme a clase. Luego hablaremos.
* * *
Cuando llego al instituto, mis compañeros están saliendo al recreo. Mercurio me abre la puerta y me deja entrar. Está lloviendo.
–Vamos, Arturo, entra antes de que nos vea el director y me regañe.
–Gracias, amigo. Es que hoy hemos tenido una reunión importante en la Fundación.
–Venga, no me cuentes historias, que ya me las conozco todas –dice en plan gruñón, pero simpático.
Cruzo el patio de entrada y voy al de Secundaria. Pero, como casi siempre, me encuentro con Cristóbal, que tiene la habilidad de cruzarse conmigo cuando menos me lo espero.
–Eh, Arturo, ¿cómo es que llegas tan tarde?
–Hemos tenido una reunión con los del banco. No me ha quedado más remedio que asistir.
–Ya, tú que te habrás enrollado.
–Bueno, se trata de mi casa, ¿no? Venga, ya hablamos luego, ahora tengo que ver a Metáfora.
–Oye, Arturo, me ha dicho mi padre que quiere volver a hablar contigo sobre lo de tus sueños. Quiere que le llames para una nueva sesión.
–Los psicólogos son tenaces, ¿eh?
–Ya te digo. ¿Vas a seguir con la terapia?
–Claro, dile que esta noche le llamo. Hasta luego.
–¡Ten cuidado con Horacio!
Salgo corriendo esquivando los charcos. La lluvia ha arreciado.
–¡Arturo! –grita Metáfora–. ¡Estoy aquí! ¡Aquí!
Cuando me acerco, se separa del grupo de amigas que la acompañan.
–¿Qué ha pasado? ¿Cómo ha ido todo? –me dice.
–Mal. Muy mal. Stromber ya es el administrador de la Fundación. Va a haber cambios drásticos y ha amenazado con echarnos. Sombra está furioso.
–Lo siento. Lo siento mucho por vosotros. ¿Puedo hacer algo?
–Nadie puede ayudarnos. Las cosas se han complicado y ya es demasiado tarde. Me temo que lo peor está por venir.
–Vamos a ver a mi madre. Está deseando saber en qué ha quedado todo.
Nos asomamos a la sala de profesores, y Norma sale en cuanto nos ve.
–Acabo de hablar con tu padre –nos dice–. Lo siento mucho.
–Todo está perdido –me lamento–. Es el final.
–No digas eso –dice Metáfora cogiéndome la mano–. Ya verás cómo ocurre algo. Ten confianza.
–No creo. Hay cosas que no tienen arreglo... Creo que mi padre está empeorando. Le veo demasiado nervioso. Si sigue así...
–Tu padre hace lo que puede.
–Mi padre, mi padre… ¡Mi padre ha perdido la razón, Metáfora! ¡Ya no sé si puedo confiar en él!
–No digas eso, por favor –dice Norma–. Tu padre es un buen hombre que lucha por lo suyo y se esfuerza para que las cosas mejoren.
–Pero me ha mentido. Le quiero, me preocupo por él, pero no sé a qué atenerme. Estoy confundido.
Es posible que Norma tenga razón, pero yo estoy bastante desanimado con esta situación. Y la ha provocado él. No sé, empiezo a pensar que está perdiendo facultades mentales. Espero que no acabe como el abuelo, en un manicomio. Todavía no he entendido bien esa historia de querer resucitar a mamá. ¡Es una verdadera locura!
III
Los temores de Arturo
rquimaes estaba adormilado en el interior de su tienda cuando, de repente, sintió una punzada en el pecho. Aquello le indicaba que algo relacionado con la fuerza del dragón acababa de suceder. Entonces se levantó y salió en plena noche, dispuesto a encontrar la respuesta.
–¿Pasa algo? –preguntó la reina Émedi, despertándose.
–No lo sé. Duerme tranquila. Volveré pronto –respondió, saliendo de la tienda.
Después de dar algunas vueltas entre carros y casuchas, sin saber muy bien qué estaba buscando, vio que Arturo Adragón franqueaba el puesto de centinelas y entraba en el campamento.
–Arturo, ¿qué ha pasado? –preguntó el sabio, sujetando las bridas del caballo–. ¿Estás bien?
–Sí, pero he tenido un tropiezo con los demoniquianos.
–La verdad es que hace días que esperaba algún ataque –reconoció Arquimaes–. Demónicus no cejará en su empeño de acabar con nosotros.
–Me temo que se trate de una avanzadilla que venía para preparar el terreno al ejército demoniquiano –dijo Arturo desmontando–. Dentro de poco lo tendremos aquí. Debemos preparar la defensa.
–Pero ¿qué ha pasado con esos hombres? –preguntó el alquimista–. ¿Dónde están?
–Las letras se han ocupado de ellos –respondió tajante–. Hay que atrapar a sus caballos antes de que se pierdan. Nos vendrán bien.
Arquimaes comprendió lo que había sucedido y se sintió culpable. Aún no le había explicado a Arturo que su poder no se lo permitía todo. También asumió que Demónicus, ahora que los había encontrado, no les daría tregua.
Dejaron el caballo en manos de un palafrenero y entraron en la tienda, donde la reina Émedi les esperaba impaciente.
–Arturo ha tenido un enfrentamiento con soldados demoniquianos –explicó Arquimaes–. Han muerto todos, pero suponemos que vendrán más.
–Arturo, no debes salir solo de noche –le sugirió la reina–. Es demasiado peligroso.
–No les temo –respondió–. No tengo miedo.
–Lo sé. Pero Demónicus podría usar alguno de sus hechizos y sorprenderte.
–Esta noche has salido bien librado –explicó Arquimaes–. Pero la reina tiene razón. Es posible que ese hechicero use estratagemas más poderosas que enviar a sus guerreros al amparo de la oscuridad. Debemos extremar las precauciones.
Arturo apretó con fuerza la empuñadura de su espada, preguntándose si debía contar los detalles. Ese ejército de letras le había sorprendido incluso a él.
–Solo me da miedo la soledad –murmuró Arturo–. Me asustan los fantasmas que hay dentro de mí. Debo recuperar a Alexia o me volveré loco.
–¿Qué pretendían exactamente esos soldados? –preguntó Émedi–. ¿Venían a atacarnos?
–Estoy convencido de que buscaban algo más –respondió Arturo–. Pero no he conseguido descubrir qué.
–Nuestro punto débil –dijo Arquimaes–. No hay más motivo de preocupación para ellos que ese.
–Demónicus quería recuperar el cuerpo de su hija Alexia –añadió Émedi.
–Pero no saben que está aquí –objetó Arturo–. No tienen ni idea.
–Para eso habrán enviado a esos espías, para asegurarse –determinó Arquimaes–. Cuando vean que no vuelven, enviarán otros. Debemos estar preparados.
–Lo estaremos –dijo Arturo–. Doblaremos la vigilancia.
* * *
Demónicus, el Gran Mago Tenebroso, estaba desolado por la pérdida de su hija Alexia. Su maquiavélica mente no había dejado de buscar la manera de vengarse, y hubiera dado cualquier cosa por tener a Arturo Adragón encerrado en una de sus cámaras de tortura.
Reunido en plena noche con sus generales en la gran sala de la cúpula de fuego, planeaba el asalto definitivo.
–Los emedianos se han refugiado en el valle de Ambrosia –informó un hombre de larga barba llamado Tibérides–. Se están reagrupando.
–Todavía representan una fuerza peligrosa. Incluso podrían estar en condiciones de atacarnos –añadió Átila, el jefe de una de las tribus de los hombres de las aguas pantanosas–. Mis hombres quieren resolver el asunto inmediatamente y recuperar el botín que se nos escapó en la batalla de Emedia.
–Todo el mundo debe saber que nuestros enemigos perecen cuando se enfrentan a nosotros –añadió Tibérides–. ¡Acabemos con ellos de una vez!
Demónicus escuchó las opiniones de los generales. Todos estaban de acuerdo en exterminar a los emedianos.
–Eso es lo que haremos –ronqueó Demónicus–. No debe quedar ni un emediano. Pero quiero vivo a Arturo Adragón, y que recuperéis el cuerpo de mi hija. Es posible que Tránsito, el hermano renegado de Arquimaes, nos pueda decir algo. Él conoce muy bien a ese sabio. Hacedle venid.
Y añadió:
–He enviado un destacamento, al mando del general Nórtigo, con una misión que nos ayudará a conseguir el dominio de esos malditos emedianos.
–¿Qué misión es esa? –preguntó Átila.
–¡Secuestrar a la reina Émedi! A estas horas ya estará en poder de Nórtigo –respondió Demónicus–. Os aseguro que dentro de unos días la victoria será nuestra. Los historiadores pensarán que nunca existieron. ¡Los borraremos de la faz de la tierra!
–Con ella en nuestro poder, no se opondrán a nuestros deseos. ¡Es un gran plan! –reconoció Tibérides–. ¡Se rendirán sin condiciones!
Los generales brindaron por la decisión de su jefe.
–Pero recordad –añadió–: ¡Quiero a Arturo Adragón vivo! ¡Vivo! ¿Habéis entendido?
* * *
Mientras tanto, muy lejos de allí, en las lindes del bosque de Amórica, el antiguo conde Morfidio, ahora convertido en el rey Frómodi, estaba siendo transportado por sus hombres sobre unas toscas parihuelas de madera. Había perdido el brazo derecho en la encarnizada lucha contra Arquimaes, en la batalla de Emedia, y se encontraba muy débil, al límite de sus fuerzas.
–Mi señor, es mejor detenernos aquí –propuso Escorpio, su servidor y consejero–. Si entramos en ese bosque, podríamos morir todos.
–¿Tienes miedo? –preguntó Frómodi–. ¿Es eso?
–Rey Frómodi, gracias a mi miedo he sobrevivido muchos años. Y ahora conviene ser precavido. Estos proscritos tienen mucha puntería. Pueden atravesar la garganta de un hombre antes de que se dé cuenta. Son muy peligrosos, y son muchos, mi señor.
–¿Quieres que nos quedemos aquí hasta que mi brazo se pudra y se convierta en carroña para los bruitres? –ironizó el rey–. ¿Olvidas que necesito encontrar a esa maldita Górgula para que vuelva a unirlo a mi cuerpo?
–Lo sé, mi señor, pero os sugiero que acampemos aquí y enviemos un emisario a vuestro castillo –propuso Escorpio–. Es lo mejor. Lo más seguro.
Frómodi sintió un agudo dolor en el muñón de su brazo derecho. Después observó la tela que envolvía su miembro cercenado y se sintió preocupado por el repugnante color que había adquirido.
–Tenemos que encontrar a esa bruja lo antes posible –apremió.
–Enviad a uno de vuestros soldados al castillo, mi señor Frómodi –insistió Escorpio–. Si se da prisa, puede traer refuerzos en pocos días.
–Enviaré un mensajero. Pero entraremos en el bosque y fingiremos ser amigos de esos proscritos. Una vez allí, esperaremos a mis soldados. No podemos perder más tiempo. Mi brazo se está pudriendo y yo estoy perdiendo la paciencia.
Escorpio no discutió. El olor del miembro de Frómodi hablaba por sí solo.
* * *
La reina Émedi observó con inquietud el rostro de Arquimaes. El sabio, que tenía la mirada vacía y se mantenía en un extraño silencio, llevaba un par de días encerrado en sí mismo.
Arquimaes apenas había probado bocado.
–Estás preocupado por Arturo, ¿verdad?
El alquimista levantó la cabeza y la miró fijamente, como si ella le hubiera sorprendido en sus más íntimos pensamientos.
–Sí, creo que debo hacer algo. Está desesperado y nunca se perdonará haber matado a Alexia. Debe recuperarla o se quitará la vida –Arquimaes se quedó quieto durante un instante–. El problema es que tendríamos que hacer un largo viaje y no es un buen momento para dejarte sola, mi reina. Los demoniquianos pueden atacar en cualquier momento.
–Es a Arturo a quien no debes dejar solo. Ve con él, yo estaré bien. Mis hombres aún tienen fuerza suficiente para enfrentarse a ellos.
–¿Estás segura? Me había jurado no volver a separarme de ti –dijo el alquimista.
–Y yo, Arquimaes, he jurado no interferir en tus obligaciones. Arturo debe recuperar la alegría de vivir o nunca dirigirá ese gran reino de justicia que quieres crear. Si me devolviste la vida a mí, debes hacerlo también con Alexia. A pesar de ser la hija de Demónicus, hay que hacerlo por el bien de nuestro... de nuestro querido Arturo.
–Lo sé, mi reina. Sé que tienes razón. Yo también he dudado mucho, pero estoy de acuerdo contigo. Arturo es lo más importante –aceptó el sabio–. Pero es necesario esperar un poco.
–¿Esperar a qué?
–El momento oportuno. Arturo no está listo.
De repente, escucharon cómo varios caballos se acercaban a galope y se detenían ante la tienda. Leónidas entró de sopetón, acompañado de un centinela y de otros dos caballeros.
–¿Qué ocurre, amigo mío? –preguntó la reina, poniéndose en pie.
–¡Los demoniquianos! –exclamó el fiel caballero, sudoroso y fuera de sí–. ¡Vienen hacia aquí! ¡Un ejército entero! ¡Mañana estarán ante nosotros!