A Julia Santiago Martínez.  

Por su apoyo y su paciencia.

Todos llevamos en nuestro interior 

un reino de amor, justicia, valor y honor. 

Es el reino de nuestra luz. 

Luchemos por él.

ME LLAMO ARTURO ADRAGÓN Y VIVO EN DOS MUNDOS. 

 

EN EL REAL, MI VIDA SE HA COMPLICADO ENORMEMENTE: NO TENGO PRUEBAS CONCLUYENTES, PERO MIS INVESTIGACIONES APUNTAN QUE, AL MENOS, STROMBER Y UN MISTERIOSO HOMBRE DE UNA SOLA PIERNA ESTÁN DETRÁS DE VARIOS INTENTOS PARA ACABAR CON MI VIDA. INCLUSO NOS HAN PUESTO UNA BOMBA QUE HA DESTROZADO COMPLETAMENTE LA FUNDACIÓN, LA BIBLIOTECA MEDIEVAL QUE HA SERVIDO DE HOGAR A MI FAMILIA DURANTE GENERACIONES. AUNQUE LO PEOR ES QUE MI PADRE, SOMBRA, MAHANIA, MOHAMED Y NORMA HAN RESULTADO GRAVEMENTE HERIDOS A CAUSA DE LA EXPLOSIÓN.  

 

SI YO SIGO VIVO ES GRACIAS A ADRAGÓN, EL DIBUJO QUE LLEVO PINTADO SOBRE EL ROSTRO. SIEMPRE QUE ESTOY EN PELIGRO COBRA VIDA Y DIRIGE AL FABULOSO EJÉRCITO DE LETRAS MEDIEVALES QUE TENGO IMPRESAS SOBRE MI CUERPO DESDE EL DÍA EN QUE NACÍ, CUANDO ME ENVOLVIERON EN EL PERGAMINO DE ARQUIMAES, EL ALQUIMISTA. 

 

DEBIDO A LA EXPLOSIÓN, EL SEPULCRO DE MI MADRE HA QUEDADO ENTERRADO BAJO LOS ESCOMBROS DE LA FUNDACIÓN Y YA NO TENGO SIQUIERA EL CONSUELO DE PODER HABLAR EN SU PRESENCIA. ME ENFADÉ MUCHO CON MI PADRE Y CON SOMBRA CUANDO, CON LA AYUDA DEL PERGAMINO DE ARQUIMAES, INTENTARON RESUCITAR A MI MADRE EN EL CUERPO DE NORMA. PERO LO CIERTO ES QUE, EN UN RINCÓN DE MI CORASÓN, DESEO QUE LO HAYAN CONSEGUIDO, PUES NADA ME GUSTARÍA MÁS EN EL MUNDO QUE VERLA DE NUEVO, AUNQUE SOLO FUESE PARA DARLE UN BESO.  

 

EL RECIENTE DESCUBRIMIENTO DEL PALACIO DE ARQUIMIA, EN EL SUBSUELO DE LA FUNDACIÓN, NOS HA LLEVADO A PENSAR QUE FÉRENIZ PUEDE SER, EN REALIDAD, EL REINO MILENARIO CREADO POR ARQUIMAES. 

 

PATACOJA ESTÁ CONVENCIDO DE QUE FÉRENIX SE CONSTRUYÓ SOBRE LOS CIMIENTOS ARQUIMIANOS Y DE QUE, CON EL PASO DEL TIEMPO, SE CONVIRTIÓ EN LA CIUDAD INDEPENDIENTE EN LA QUE AHORA VIVIMOS. ADEMÁS, MI AMIGO CREE QUE A LO LARGO DE LOS SIGLOS, A MEDIDA QUE ARQUIMIA SE CONVIRTIÓ EN LEYENDA Y CAYÓ EN EL OLVIDO, SE FUERON DEFINIENDO LAS FRONTERAS DE NUESTRO PEQUEÑO PAÍS, HASTA QUE QUEDARON DELIMITADAS DE FORMA NATURAL EN LOS BORDES DEL VALLE DOMINADO POR EL MONTE FER, QUE DIO NOMBRE A FERÉNIX.  

 

EN ESTOS DÍAS DE OSCURIDAD EN INCERTIDUMBRE, SOLO LA COMPAÑÍA DE METÁFORA ME RECONFORTA. CADA DÍA ESTOY MÁS ENAMORADO DE ELLA. POCO A POCO, NOS ENTENDEMOS A LA PERFECCIÓN. SEREMOS UNA GRAN PAREJA.  

 

EN EL OTRO MUNDO, EN EL DE LOS SUEÑOS, LAS COSAS NO ME VAN MEJOR. EL CONDE MORFIDIO, CONVERTIDO EN REY, ME HA QUEMADO LOS OJOS Y ME HA DEJADO CIEGO. DESDE ENTONCES ESTOY SUMIDO EN UN POZO DE DESESPERACIÓN DEL QUE CREO QUE NO VOY A SALIR NUNCA.  

 

DESPUÉS DE LIBERAR A CARTHACIA DE LAS GARRAS DEMONIQUIANAS, ENCONTRÉ A LA JOVEN AMAROFET, QUE NOS AYUDÓ A RESUCITAR A ALEXIA, PERO ALEXANDER DE FER NOS TRAICIONÓ, SECUESTRANDO A LA REINA ÉMEDI Y ENTREGÁNDOSELA A DEMÓNICIA, LO QUE NOS HA OBLIGADO A EMPRENDER UNA TERRIBLE GUERRA PARA RESCATARLA.

en la lucha contra la hechicería, el ejército negro ha obtenido una gran victoria al destruir el cuartel general de demónicia, pero lo hemos pagado caro. el infortunio se ha cebado con nosotros: ¡la princesa alexia y la reina émedi han muerto asesinadas sin que yo haya podido impedirlo! 

 

ahora, mi única aspiración es encontrar a arquitamius, el gran alquimista que fue maestro de arquimaes y el único que puede devolver la vida a las dos mujeres que más amo. 

 

si no consigo traerlas de vuelta al mundo de los vivos, he prometido que me reuniré con ellas en el abismo de la muerte.

Libro undécimo Conspiración

 

I

EL VIAJE DE ARTURO

 
L

a página más gloriosa de la leyenda de Arturo Adragón, rey de Arquimia y jefe del Ejército Negro, empezó a escribirse el día en que, a pesar de su ceguera, partió en busca de Arquitamius para que le ayudara a resucitar a Émedi y a Alexia.

Después de la encarnizada batalla de Demónika, Arturo había caído en un oscuro pozo, repleto de recuerdos tenebrosos, y se había encerrado en sí mismo. Allí pasaba horas luchando contra sus propios fantasmas, con los que mantenía una dura contienda.  

El joven caballero partió en compañía de Crispín, su fiel escudero. 

Siguiendo el consejo de Arquimaes, ambos cabalgaron hacia el Sur, hasta que llegaron a un territorio conocido como Tierra de Fuego, que formaba parte del reino de Rugiano.  

Una noche, después de una dura jornada, acamparon al abrigo de una formación rocosa que ofrecía una protección excelente. 

–Esta tierra está maldita –advirtió Crispín–. El cielo está oscuro, la luna apenas se distingue y las estrellas están escondidas. 

–Ya no importa –respondió el caballero Adragón, con un tono de amargura–. Mis estrellas son Alexia y Émedi, y temo que nunca volveré a verlas. 

–Encontraremos a Arquitamius. Él te las devolverá y te dará la luz que necesitas. 

–Será difícil encontrarlo en estas condiciones. Tierra de Fuego es un verdadero infierno. Y por si fuera poco –añadió Arturo–, dicen que el rey Rugiano está sediento de sangre. 

–Nuestra misión no es sencilla –reconoció Crispín–. Pero la llevaremos a cabo.  

Después de cenar, se acostaron bajo el techo de piedra junto a una hermosa fogata y se envolvieron con gruesas mantas para protegerse del intenso frío de la noche. 

–¿Qué haces, Crispín? –preguntó Arturo–. ¿A qué se debe ese ruido que nos acompaña cada noche? 

–Estoy tallando una espada de madera –explicó el muchacho–. Es una copia de la que Arquimaes te regaló. 

–¿Estás haciendo una réplica de la espada alquímica? Déjame tocarla. A ver si soy capaz de reconocerla. 

Arturo cogió la talla con la mano derecha y pasó sus dedos por la empuñadura. 

–Es una obra de arte. La cabeza de Adragón es perfecta. ¿Para qué la quieres? 

–Algún día espero ser caballero, como tú. Y formar parte del Ejército Negro. Esta espada tallada me da esperanzas. 

–Lo serás antes de lo que imaginas. Has crecido mucho y has aprendido las artes de la caballería. Ten paciencia. 

–Sí, Alexander de Fer me enseñó... 

Crispín se calló de golpe. Acababa de nombrar al traidor que Arturo odiaba con toda su alma. 

–Perdona, Arturo. He hablado más de la cuenta. 

–Sé que no lo has hecho a propósito –le disculpó–. Duerme tranquilo. 

El escudero se recostó bajo la manta y se quedó quieto, mientras observaba en silencio cómo el joven caballero se disponía a dormir. Arturo, pese a vivir inmerso en la oscuridad, no podía conciliar el sueño. El nombre de Alexander le había despertado dolorosos recuerdos. 

Se quitó la máscara de plata que Arquimaes le había prestado para ocultar su rostro quemado. Mientras la guardaba en la bolsa de piel,
recordó, entre otros, a Alexia, Demónicus, Demónicia y Alexander. Todos vagaron como espectros enfurecidos en su desbordante imaginación. 

Absolutamente agotado, Arturo cayó en la liberadora inconsciencia del sueño y entró en el mundo de la fantasía. Se hundió en un abismo profundo, donde los fantasmas convivían con los recuerdos, y durmió algunas horas, intranquilo y nervioso, bajo la mirada protectora de Crispín. 

Al día siguiente siguieron su camino bajo una intensa lluvia. Arturo, que seguía perdido en sus recuerdos, parecía ausente. 

–Anoche te oí hablar con alguien a quien querías mucho –dijo por fin el escudero. 

–Lo habrás soñado. 

–Hablabas mientras dormías –insistió Crispín–. Estoy seguro. 

–¿Con quién? 

–Con tu madre... 

–Es lógico... –reconoció Arturo–. ¿Tú no hablas nunca con la tuya? 

–Apenas la conocí. Pero, es verdad, a veces necesito hablar con ella. 

–Todo el mundo habla con sus seres queridos. ¿Qué le pides a tu madre, Crispín? 

–Le ruego que ayude a mi padre, ahora que ha perdido el brazo; y también que le dé fuerzas para seguir adelante.  

–Es posible que yo también le pida algo a la mía. 

–Puedes pedirle que nos envíe una pista para encontrar a Arquitamius. Nos ayudaría. 

Arturo sonrió. 

–Lo tendré en cuenta. Le rogaré que nos envíe un mapa para localizarle... Se lo diré de tu parte.

* * *

Muy lejos, el Ejército Negro caminaba trabajosamente bajo una densa lluvia que dificultaba su marcha. El caballero Leónidas, que sustituía a Arturo, iba en cabeza. Más atrás, Arquimaes vigilaba los dos carros que transportaban los ataúdes de Alexia y Émedi, caídas durante la batalla de Demónika. La reina había muerto a manos de la princesa Alexia, quien, a su vez, había sido asesinada por Demónicia, su propia madre. Las dos muertes habían supuesto un drama tanto para Arquimaes como para Arturo.  

Los emedianos se dirigían ahora hacia Ambrosia. Allí Arquimaes protegería los cuerpos sin vida de Émedi y Alexia de cualquier ataque imprevisto por parte de los demoniquianos o de la propia Demónicia, que había jurado venganza. 

El alquimista tenía intención de esconder ambos cuerpos en las profundidades de la gruta de las rocas negras, donde estarían a salvo. 

Ahora, después de la conquista de la fortaleza demoniquiana, y tras haber ayudado a Arturo a penetrar en ella, Rías se encontraba solo y abandonado. Tenía que hacer algo con su vida, y quizá por eso empezó a acariciar la idea de trabajar con el alquimista.

* * *

Arturo y Crispín vagaron durante muchos días en busca de alguna pista que pudiera llevarles hasta Arquitamius, pero siempre encontraban las mismas respuestas. 

La búsqueda empezaba a ser desalentadora y estaban a punto de perder la confianza. Pero un día, casi de casualidad, un estrecho sendero les condujo hasta un pequeño valle donde reinaba un silencio sepulcral. Ni siquiera se escuchaba el canto de los pájaros.  

–Extraño lugar –comentó Arturo–. Nunca he estado en un sitio tan silencioso. Tengo un mal presentimiento. 

–Ojalá encontremos algún poblado –respondió Crispín–. Necesitamos provisiones. Además, está anocheciendo y va a haber tormenta. 

Siguieron el camino que se internaba en un bosque hasta que, entre la vegetación, se toparon con un hombre que cuidaba ovejas. 

–¿Podéis indicarnos un lugar para pernoctar? –le preguntó Crispín–. ¿Hay algún pueblo cercano? 

–Al final de este sendero hay un villorrio. Pero no es recomendable. ¡Está embrujado!  

–¿Cómo se llama ese poblado? 

–Nadie recuerda su verdadero nombre. Ahora lo llaman Boca del Diablo –respondió el hombre–. La miseria se ha apoderado de él, lo han maldecido. Se ha convertido en la escoria del reino de Rugiano. La tierra tiembla, está hendida y sus grietas arrojan fantasmas y monstruos. ¿Lo veis allá abajo? 

Escudriñando entre los árboles, Crispín distinguió los tejados del pueblo, compuesto por una treintena de casas. 

–No es un buen día para visitarlo. Por vuestro propio bien, os aconsejo que deis un rodeo. He oído gritos durante toda la noche. Es un mal augurio –añadió el pastor. 

–Gracias por vuestro consejo, buen hombre, pero no tememos a fantasmas ni a hechiceros –respondió Arturo, espoleando a su caballo. 

El pastor observó cómo los dos jinetes se alejaban pendiente abajo. Cuando los perdió de vista, volvió a lo suyo y reagrupó a sus ovejas, que se habían esparcido más de la cuenta. 

–¡Volved aquí! –gritó–. ¡Venid a mi lado antes de que los fantasmas de esta tierra maldita acaben con nosotros! 

 

Cuando se acercaban a las primeras casas, Crispín se dio cuenta de que pasaba algo inusual.  

–Creo que hay soldados, Arturo –advirtió el escudero–. Me parece que no llegamos en buen momento. 

–Cuéntame todo lo que veas –le pidió el caballero ciego. 

Llegaron a la plaza del pueblo, donde se llevaba a cabo un espectáculo estremecedor: sobre una pila de ramas y encadenada a un poste de madera, se encontraba una muchacha ensangrentada. A su lado, un verdugo que sujetaba una gran antorcha, estaba dispuesto a prender la pira en cuanto le dieran la orden. Cerca de treinta soldados rodeaban a la joven con las lanzas preparadas, listos para impedir la intervención de los habitantes de Boca del Diablo. Montado en un caballo, provisto de cota de malla, el capitán Voracio gritaba: 

–¡Esta prisionera ha sido hallada culpable de prestar ayuda a los alquimistas! ¡La tierra se mueve por culpa de sus hechizos! ¡Atrae a esos seres que salen de los agujeros del infierno! ¡Ha enviado sortilegios oscuros contra nuestro rey Rugiano!  

La mujer tenía la cara amoratada y presentaba signos de haber sido torturada. Tenía la ropa destrozada y la mirada extraviada. Apenas se sostenía en pie. Crispín aprovechó la pausa del oficial para describirle a Arturo los pormenores. 

–¡Por eso, esta bruja está condenada a morir en la hoguera! –añadió el capitán–. ¡Será quemada viva por bruja! 

La fiel descripción que Crispin hacia de aquella escena y los gritos que llegaban hasta sus oídos, despertaron un violento recuerdo en la mente de Arturo. Para él, aquella mujer a la que estaban a punto de ajusticiar hacía las veces de Alexia. Rememoró cómo, meses atrás, en la ciudad de Orinox, la había liberado instantes antes de que falleciera asfixiada Y se irritó. 

–¡Si alguien quiere defenderla o avalar su inocencia, puede hacerlo ahora! –gritó Voracio, convencido de que nadie osaría salir en su apoyo.  

No se alzó ni una sola voz. 

–¡Verdugo, preparado! 

–¡Un momento! –gritó Arturo, mientras levantaba la mano derecha–. ¡Yo respondo por ella! 

El capitán, que estaba a punto de dar la orden al verdugo, se quedó de piedra. 

–¿Qué? ¿Quién osa interrumpir una acción de justicia de los soldados del rey?  

–¡Yo, señor! Me llamo Arturo Adragón y quiero conocer las pruebas que condenan a esta mujer a la hoguera.  

–¿Por qué ocultáis vuestro rostro tras una máscara? ¿Acaso sois un perseguido de la justicia? 

–Soy un caballero y no tengo nada que ocultar –respondió Arturo–. ¡Mostradme esas pruebas! 

Un rumor se extendió entre la pequeña población. El inesperado incidente podía traer malas consecuencias al pueblo entero. 

–¡Ella provoca temblores de tierra con la ayuda de los alquimistas! –gritó el capitán, visiblemente irritado–. ¡Hemos examinado las pruebas y la hemos hallado culpable! ¡Debéis saber que estáis a punto de hacerle compañía, caballero Adragón!  

–¡Quiero que la soltéis ahora mismo! –ordenó Arturo. 

–¿Con qué fuerzas contáis para hablar así? 

–¡Con las que mi nombre indica! ¡Y con mi espada! 

–¡Y con mi maza! –añadió Crispín. 

–¡Sargento! ¡Detened a estos dos cómplices de la condenada y atadlos junto a ella! 

Arturo desenfundó su espada y preparó su escudo. Crispín, a su izquierda, armado con su maza, adoptó una posición de combate . 

–Solo son unos treinta soldados –explicó el joven escudero–. Y un verdugo... Y el capitán... 

–No permitiremos que ajusticien a esa chica en nuestra presencia. ¿Verdad, Crispín? 

–No, mi señor. No lo permitiremos. 

El sargento, acompañado de diez hombres, se acercó a los extranjeros, con las lanzas dispuestas para ensartarlos si se resistían. 

–¡Podéis elegir, caballeros! –dijo–. ¡O bajáis de los caballos ahora mismo o pido a mis hombres que os obliguen! 

–¡Venid vos mismo a cumplir esa amenaza! –le retó Arturo. 

–¡No queremos matar a nadie! –le avisó Crispín–. ¡Es mejor que soltéis a esa mujer, tal y como mi señor os ha ordenado! 

–¡Solo cumplimos órdenes del rey! –respondió el capitán–. ¡Rendíos ahora mismo! 

Los soldados dieron un paso adelante y la espada alquímica describió un tajo rasante que cortó la punta de dos lanzas. Mientras, la maza de Crispín golpeaba la mano de un soldado que se había aproximado demasiado. 

–¡Vamos! –ordenó el sargento–. ¡A por ellos! 

Los soldados, que conocían y temían la ferocidad de su capitán, se lanzaron con decisión contra los dos extraños, convencidos de que acabarían con ellos sin problemas. Arturo y Crispín hicieron avanzar sus caballos y obligaron a los soldados a separarse, lo que les hizo perder confianza en sí mismos. Entonces, empezó la lucha. 

A pesar de que estaban en inferioridad de condiciones, Arturo y Crispín hicieron retroceder a sus enemigos. El sargento llamó a otros seis soldados que abandonaron la protección de la hechicera y se abalanzaron con arrojo hacia los dos intrusos. 

Arturo y Crispín se habían limitado a mantenerlos a distancia; no querían matar a nadie, pero tampoco estaban dispuestos a morir. Un soldado temerario fue atravesado por la espada de Arturo y otros dos cayeron al suelo tras recibir el mamporro de la maza del escudero. Los soldados, que vieron a sus compañeros envueltos en sangre, se enfurecieron. 

–¡Matadlos! –ordenó el capitán–. ¡Matad a esos dos! 

Arturo arremetió con más fuerza, acabando, inexorablemente, con la vida de otros dos. Crispín terminó con un tercero. 

Como las cosas no le iban bien, el capitán Voracio tomó una horrible decisión: 

–¡Verdugo! ¡Lanza la antorcha! ¡Quema a esa hechicera! ¡No la liberarán! 

El verdugo cumplió la orden y arrojó la antorcha a los pies de la prisionera. En pocos segundos, la mujer estaba envuelta en llamas y un humo negro la rodeaba. Seguramente, moriría asfixiada. 

–¡Mi señor, han encendido la pira! –gritó Crispín–. ¡Hay que liberarla! 

–¡Adragón! –gritó Arturo, mientras separaba ligeramente la máscara de su rostro para facilitar su salida–. ¡Sálvala! 

Mientras la gente se preguntaba qué ocurría en la frente del caballero de la máscara, el dragón se despegó y emprendió el vuelo. Unos creyeron ver un espejismo; otros, que se había interpuesto un pájaro, pero algunos supieron de inmediato que se trataba de hechicería. 

–¡Eres un brujo! –gritó el capitán, al observar cómo el pájaro negro volaba hacia la mujer, que estaba a punto de ser envuelta por las llamas–. ¡Acabarás en la hoguera, como ella! 

–¡Soy un caballero protegido por el Gran Dragón! –respondió furioso Arturo–. ¡Soy un caballero que no mata mujeres! 

Adragón se había acercado a la prisionera. Con los dientes, había retorcido las cadenas hasta hacerlas añicos. Crispín se dio cuenta de que la chica iba a perder el conocimiento de un momento a otro, así que dirigió su caballo hasta donde ella se encontraba. Cuando llegó a la pira, desmontó, se adentró en el fuego y la cogió en brazos. Los soldados que le perseguían, admirados por su valor, bajaron las armas. Pero Voracio les presionó para que siguieran adelante. 

–¡Matadlos y arrojadlos al fuego! –ordenó–. ¡Quiero ver cómo arden! 

–¡Capitán! –gritó Arturo–. ¡Ven a por mí, si te atreves! ¡Ven! 

Crispín depositó a la joven en el suelo mientras Adragón mantenía a raya a los soldados. Estos, que aún estaban desconcertados, no se atrevían a acercarse al dragón negro que, mostrando sus dientes, les impedía el paso. El sargento Simbolius trataba de taponar el tajo que Arturo había abierto en su brazo.  

–¡Voy por ti, maldito entrometido! –gritó el capitán, que no podía rehusar la invitación de Arturo–. ¡Acabaré contigo! 

–¡No eres capaz de matar a un hombre armado, miserable! –respondió Arturo, mientras agudizaba todos sus sentidos para tratar de calcular a qué distancia se encontraba y cuáles eran los movimientos de su adversario. 

Ambos cruzaron las espadas con gran estruendo. El oficial, de manera fortuita, golpeó la máscara de Arturo. Cuando esta cayó al suelo, su sonido metálico retumbó sobre las piedras.  

La cara de Arturo quedó al descubierto y un clamor de asombro se extendió por toda la plaza. La gente le miraba aterrorizada. ¡El caballero negro no tenía ojos! ¡Un hombre ciego que luchaba con semejante destreza tenía que ser, a la fuerza, maléfico! 

Superando la repulsión que el rostro de Arturo le producía, el oficial arremetió con más fuerza. Los aceros lanzaban chispas debido a la dureza con la que se libraba el combate.  

El capitán notó una fuerte punzada y se preocupó. ¡Arturo acababa de romperle su poderosa cota de malla y le había rasgado el costado!  

–¡Vas a morir, perro! –exclamó Voracio, agitando su espada con más furia que habilidad–. ¡Nadie hiere a un capitán del rey!  

–¡Inténtalo, capitán! –rugió Arturo, enfurecido por el innoble acto de ordenar al verdugo que matase a la chica. 

Arturo le hizo creer que solo manejaba la espada con destreza por el lado derecho. El torpe oficial se confió y poco después recibió un mandoble desde la izquierda que le rajó el cuello. Al principio se quedó paralizado, pero poco a poco su cuerpo empezó a perder el equilibrio y se cayó del caballo, produciendo un gran ruido al golpear el suelo empedrado de la plaza. El sargento acudió presto en ayuda del oficial, pero el capitán Voracio ya estaba muerto. Todos los soldados se quedaron quietos, a la espera de órdenes. Ninguno estaba dispuesto a poner su vida en peligro, a menos que les obligaran a hacerlo. 

Entonces, la tierra tembló.

 

II

DETENCIÓN ILEGAL

 

Me llamo Arturo Adragón y siempre he vivido en la Fundación, una gran biblioteca medieval que pertenece a mi familia desde hace cientos de años. Ahora, mientras mi padre está en el hospital, vivo en casa de Metáfora...

A

cabo de despertarme y trato de situarme en la realidad que, como no es muy estimulante, hace que volver de mis ensoñaciones me resulte muy difícil. Espero no estar volviéndome loco, como mi abuelo.

Tengo la cabeza llena de batallas medievales, secuestros, traiciones, asesinatos, hechicería y desesperación... Creo que Arturo Adragón, el personaje de mis sueños, está peor que yo.  

Metáfora me enseñó anoche su cuerpo lleno de letras, que son iguales que las mías. A pesar de mis preguntas, no he conseguido averiguar su procedencia. Ni ella misma lo sabe. 

Ahora, mientras desayunamos, planeamos ir al hospital a hacer una visita a papá y a Norma. Con solo pensar en lo cerca que ha estado de la muerte, me tiemblan las piernas. 

–Estoy preocupado –digo mientras abro una caja de donuts–. Hace tiempo que no sabemos nada del general Battaglia. 

–Seguro que está bien –responde Metáfora, a la vez que me sirve un café–. Cualquier día aparecerá por aquí. Ya lo verás. 

–Tienes razón, pero a veces echo de menos sus consejos. 

–Lo sé, Arturo, pero no podemos quedarnos de brazos cruzados, esperando. Tenemos que seguir con nuestros asuntos. ¿Te parece que después del hospital pasemos por el cementerio? La búsqueda de la tumba de mi padre me está quitando el sueño. 

–Tranquila, daremos con ella, te lo prometo. 

Metáfora me mira agradecida y me toma de la mano.  

–Bueno, y de tu amigo Horacio, ¿qué me cuentas? –bromeo para quitar un poco de hierro al asunto. 

–¡Sabes perfectamente que no quiero nada con él! –dice mientras se hace la enfadada. Ella también está de broma. 

–Anda –digo con una sonrisa de oreja a oreja–, pues bien que le utilizaste para ponerme celoso. 

–¡Y tú coqueteabas con Mireia! ¿O no te acuerdas? 

Estoy a punto de seguir con el pique, pero suena el timbre de la puerta. 

–¡Qué raro! ¿Quién puede ser a estas horas? –dice Metáfora mientras se levanta. 

Abre la puerta y escucho la voz de un hombre. 

–¿Vive aquí Arturo Adragón? 

–Sí, ¿qué quieren? 

–¿Está aquí ahora? 

–Sí, pero... 

Es extraño que alguien venga a buscarme aquí. Casi nadie sabe que vivo en esta casa. Como no sea alguien del instituto... 

–Arturo, ¿puedes venir un momento, por favor? –me pide Metáfora. 

Me acerco a la puerta, donde dos agentes de policía uniformados esperan con un papel en la mano. 

–¿Arturo Adragón? –pregunta uno. 

–Sí, soy yo. 

–¿Puede venir con nosotros a comisaría? El inspector Demetrio quiere hablar con usted. 

–¿Tan urgente es?  

–Tiene que acompañarnos ahora –dice el otro agente, agitando una hoja–. Tenemos una orden de detención contra usted. 

Metáfora y yo nos miramos sin comprender nada. 

–Yo no he hecho nada... 

–Tenemos que llevarle a comisaría –interviene cortante el primer policía–. O viene por las buenas o le llevamos esposado. ¿Qué prefiere? 

–Vamos, yo te acompaño –dice Metáfora–. Ya habrá tiempo de aclarar este embrollo. 

–No lo entiendo –refunfuño–. No hay motivos. 

–Tenga cuidado con lo que dice –me advierte el segundo agente–. Es mejor que se mantenga en silencio. En comisaría podrá decir todo lo que quiera. 

–Metáfora, llama a Adela –le sugiero–. Que venga a buscarme.

* * *

El comisario Demetrio me mira como si yo fuese culpable de todo lo peor que ocurre en el mundo. Hay mucho desprecio en su mirada. 

–El señor Stromber te ha denunciado por amenazas –dice, mostrando una carpeta de documentos–. Tiene testigos que aseguran que le has amenazado de muerte. 

–Eso es una tontería –digo–. Yo no he amenazado a nadie. ¡Miente! 

–Tengo dos alternativas. O te encierro hasta que te juzguen o te dejo en libertad bajo la promesa de que no volverás a acercarte a él. 

–También puede pedir una orden de alejamiento en sentido contrario, para que él no se acerque a la Fundación... o lo que queda de ella. 

–Arturo, no estás en condiciones de ser sarcástico. Esta denuncia te puede costar cara –advierte en plan paternalista. 

–Usted sabe muy bien que esa acusación es una falsedad –respondo–. Yo no he hecho esa amenaza ni ninguna otra. 

–Tú nunca sabes nada –dice en tono irónico–. ¿A que tampoco has oído hablar de la explosión de un coche que se produjo en la zona residencial hace unas noches? ¿Verdad que no sabes nada?  

–Comisario, no querrá responsabilizarme de todo lo que ocurre en Férenix, ¿verdad?  

–Férenix se está llenando de maleantes que creen que aquí pueden hacer lo que les venga en gana –responde, tras dar un sorbo a su taza de café–. Pero se equivocan. Férenix aprecia mucho su tranquilidad. Y nadie la pondrá en peligro. 

–¿Qué tengo yo que ver con todo eso, inspector? 

–¡Te lo voy a explicar! –exclama, removiéndose en su silla–. Últimamente están pasando cosas muy raras. Esa bomba en la Fundación, el coche que explotó... Mi olfato me dice que estás involucrado hasta el cuello en esos sucesos. 

–¡Eso es una locura, inspector! ¡Usted delira!  

–¡No! ¡Sé lo que digo! ¡Sé lo que pretendes! ¡Menos mal que hay gente como Stromber, Del Hierro y otros que nos han alertado sobre ti y tus amigos! 

–¿Amigos? ¿Qué amigos? ¿A quién se refiere? ¿De qué habla? 

–No hace falta que disimules conmigo. Lo sabes muy bien... Lo sabes perfectamente. 

En ese momento, un agente llama a la puerta. 

–Perdone, comisario, pero hay una señorita que quiere entrar. Se llama Adela... 

Demetrio sonríe irónicamente. 

–Adela Moreno... Sí, ya sé quién es. Dígale que pase. 

El agente deja entrar a Adela, que viene hecha una furia. 

–¡Quiero ver esa orden de detención! –exclama–. ¡Ahora mismo! 

–¿Orden de detención? Usted se equivoca, solo es una citación –explica Demetrio. 

–Pero el agente dijo que venían a arrestarme –digo.–¡Ha abusado usted de su cargo, comisario! –grita Adela–. Voy a quejarme a sus superiores. ¡Hablaré con quien sea necesario! 

–Vamos, vamos, no hace falta armar tanto escándalo por un malentendido –responde Demetrio para tranquilizarla–. No se ponga así, señorita Adela. A su jefe, el señor Stromber, no le va a gustar enterarse de que ha entrado usted en mi comisaría de este modo. 

–¡Y a nuestros abogados no les va a gustar saber que ha arrestado ilegalmente a un chico! –responde Adela–. ¡Esto le va a costar un disgusto! 

–¿Arrestado? Le digo que se equivoca –insiste Demetrio–. Solo quería hacerle algunas preguntas. 

–Bueno, ¿qué va a hacer conmigo? ¿Me va a encerrar o qué? –le increpo, deseoso de terminar esta horrible reunión–. ¡Dígamelo ya! 

–Te voy a dejar libre. Tus abogados tardarían pocas horas en sacarte de la cárcel. Pero no te vayas del país sin mi permiso. Sabemos lo que pretendes, Arturo Adragón, pero no te lo vamos a permitir. Adiós, señorita Adela. Buenos días.

* * *

Metáfora, Adela, y yo hemos entrado en una cafetería para ordenar nuestras ideas. Patacoja acaba de llegar. Ha venido en cuanto le hemos llamado por teléfono. Pedimos unas consumiciones y esperamos a que nos las sirvan. 

–¡Es inaudito! –exclama Adela–. Nunca he visto nada igual. ¡Y encima dice que solo era una citación! 

–Yo he oído muy bien cómo el agente decía que era una orden de arresto –explica Metáfora. 

–¿Os dieron copia de esa orden? –pregunta Patacoja

–No, pero... 

–Entonces no hay nada que hacer –dice nuestro amigo–. Dirán que lo entendisteis mal. 

–Pues yo os digo que vinieron a arrestar a Arturo –insiste Metáfora. 

–Eso ahora ya no importa –explica Adela–. Lo que hay que hacer es descubrir a qué viene ese acoso por parte del comisario. Es evidente que persigue algo. 

–O que actúa por orden de alguien –digo. 

–¿En quién piensas? –pregunta Patacoja

–En Stromber. Lo ha nombrado. Lo conoce y forma parte de su plan –afirmo–. Estoy seguro de que son amigos y cómplices. 

–Pero ¿por qué? –pregunta Adela–. ¿Qué buscan? ¿Qué pretenden? ¿Para qué hacen todo eso? 

–Stromber dijo que quería ser Arturo –nos recuerda Patacoja–. Sabemos que quiere ocupar tu lugar. 

–Ya, pero eso es una fantasmada. Lo dice en sentido figurado, ya que no puede ser de otra manera –dice Metáfora–. ¿Qué quiere decir eso de que quiere ser Arturo? 

–Quiere quedarse con la Fundación –digo escuetamente–. Se refiere a eso. 

–La Fundación ya no existe. Seguro que piensa en otra cosa –dice Patacoja

–A ver, Juan, cariño, ¿a qué otra cosa crees que se puede referir?  

–¡El apellido! –exclama de súbito Metáfora–. ¡Quiere quedarse con el apellido Adragón! ¡Eso es lo que quiere! 

–Para eso no le hace falta la complicidad de Demetrio –deduce Adela–. Eso es una cuestión legal que se resuelve con abogados, en juicios. ¡Hacedme el favor de no divagar, que nos vamos a volver locos! 

–¿Locos? ¿Que vengan dos policías a detenerte es volverse loco? –pregunto. 

–Lo que quiero decir es que hay que pensar en cosas concretas –explica Adela–. Stromber quiere algo preciso. Y si Demetrio es socio suyo, tiene que ser por algo tangible, no por un apellido o un trastorno de la personalidad. ¿Entendéis lo que quiero decir?  

Yo sé que Adela tiene algo de razón. Pero ella no sabe lo que nosotros sabemos. Y es muy difícil explicárselo. Si se lo contáramos todo, pensaría que estamos locos. 

–Adela, ¿tú crees en la inmortalidad? –le pregunto. 

Me mira desconcertada.

 

III

LA HECHICERA

 
E

l terremoto llegó acompañado de un ruido estremecedor y, aunque apenas duró unos segundos, el pánico se extendió por doquier. La gente empezó a gritar y a correr; varias personas se pusieron de rodillas para clamar al cielo. Algunos tejados se desprendieron y los caballos, espantados, no dejaban de relinchar.

–¡Es culpa de la bruja! –gritaron. 

–¡Y del hechicero ciego! 

–¡Malditos sean! 

–¡Vamos a morir!  

El temblor reavivó los peores temores de los más supersticiosos. La gente del pueblo creía que con la muerte de la muchacha se terminarían aquellas terribles sacudidas. Pero aquella ejecución se impidió con la llegada de Arturo y Crispín. 

Cuando todo volvió a la normalidad y la tierra dejó de moverse, Arturo descabalgó y, tras encontrar la máscara de plata, se la volvió a colocar. Después, lentamente, se acercó a Crispín, que se mantenía cerca de la muchacha para protegerla.  

–¡Soldados! –exclamó–. ¡Es mejor que os marchéis de aquí! ¡Llevaos a vuestro capitán y a los heridos! ¡La contienda ha terminado! 

–Cuando informemos al rey de lo que has hecho, mandará tropas para apresarte –amenazó el sargento Simbolius–. No podrás huir. 

–No rehuiré el combate. Pero sabed que vuestro sentido de la justicia deja mucho que desear. ¡No se puede condenar a una persona sin haberla juzgado! ¡Y mucho menos, condenarla a muerte! ¡Ella no puede ser culpable de estos temblores de tierra!  

–¡Claro que sí! –gritó una mujer–. ¡Hace pactos con el diablo! 

–¡Hay que quemarla o este pueblo desaparecerá!  

–¡Quemadla! ¡Quemadla! 

Arturo alzó su espada y las voces se acallaron de inmediato. 

–¡Nadie va a ser quemado! –advirtió el caballero negro–. ¡No lo permitiré! 

Los ánimos se tranquilizaron definitivamente.  

–¡Marchaos con vuestros hombres! –ordenó a Simbolius–. ¡Retiraos! 

El sargento, que ya había perdido todo el interés por la bruja y por el caballero de la espada invencible, ordenó a sus hombres que recogieran los cuerpos del capitán y de los soldados abatidos, que los cargaran en el carro y que salieran del pueblo. 

De repente, un hombre salió de entre la multitud. Muy nervioso, abrazó a la joven, que empezaba a recobrar el sentido.  

–¡Amedia, hija! –exclamó el hombre–. ¡Hija de mi vida! 

–¡Padre! ¡Padre! 

–Tranquila, mi pequeña Amedia, estás a salvo –aseguró el hombre–. Estos caballeros te han salvado. 

–¿Te encuentras bien, muchacha? –preguntó Arturo–. ¿Podemos hacer algo por ti? 

–Quiero ir a casa. Me duele todo el cuerpo. Apenas tengo fuerzas.  

Dédalus –que así se llamaba el padre de la chica– y Crispín la ayudaron a caminar. Cruzaron la plaza y llegaron a las afueras del pueblo, desde donde pudieron ver cómo la caravana de soldados se alejaba lentamente.  

–Hemos llegado –indicó Dédalus, señalando una casucha que estaba situada a escasos metros de un cobertizo medio derruido–. Vivimos aquí. 

Crispín ató las riendas de los caballos a una argolla que estaba clavada en la pared. Después, los cuatro entraron en la casa. 

–Creo que puedo daros algo de comer –ofreció el padre de Amedia. 

–Gracias, amigo Dédalus –respondió Arturo–. Ahora, lo importante es que vuestra hija se recupere de las heridas. 

Amedia se tumbó en su camastro. Dédalus la examinó.  

–Tiene el cuerpo lleno de golpes y latigazos. Está totalmente magullada. Necesita reposo. 

–Te recuperarás –la animó Arturo–. ¡Has sido muy valiente! 

–Gracias por vuestra ayuda, caballero –respondió la muchacha–. Nadie hubiera hecho eso por mí.  

–¿Qué pruebas tenían para acusarte? 

–Ninguna. Me dijeron que la gente del pueblo me había denunciado. Aseguran que soy bruja y que mi padre conoce las artes alquímicas. Hace tiempo que nos acusan de ser amigos de los alquimistas. 

–¿Es verdad? –preguntó Arturo–. ¿Lo sois? 

–Aunque nunca supe su nombre, hace tiempo conocí a uno de ellos, le di abrigo y cobijo –confesó Dédalus–. La gente del pueblo nunca me lo perdonó. 

–¿Practicas la alquimia? –le preguntó Crispín. 

–Qué va. No sé leer ni escribir –explicó el padre de Amedia–. ¿Cómo voy a practicar un arte cuyos secretos desconozco? Estoy diciendo la verdad. Os lo aseguro. 

–Los hechiceros han hecho creer a la gente que los alquimistas son malvados –explicó Amedia.  

–Siento que os hayan hecho pagar el precio de esta gran mentira. Espero que podáis recuperaros enseguida –aseveró Arturo–. Y que no hayáis confesado crímenes que no habéis cometido. 

–Me torturaron durante horas hasta que me obligaron a decir todo lo que ellos querían oír –reconoció Amedia–. Perdí el conocimiento varias veces. Tengo el cuerpo destrozado.  

–Esos soldados no se andan con bromas –advirtió Crispín–. Estaban dispuestos a quemaros viva. 

–En estos tiempos queman a cualquiera que sea sospechoso de ser amigo de los alquimistas. Dicen que buscan al supuesto sabio que embrujó al rey y que provoca estos extraños temblores de tierra –explicó Dédalus–. Están tan desesperados que han convocado a todos los brujos que puedan eliminar esos hechizos para que devuelvan la normalidad al reino. Odian y temen a los hechiceros, pero los necesitan. 

–Sí; con una mano los arrojan a la hoguera y con la otra aceptan su ayuda y usan sus ung¸entos curativos –sentenció Crispín–. ¡Es una locura!  

–Curiosa manera de solucionar problemas –terció Arturo–. Ahora todo el mundo busca hechiceros, magos, brujos... y alquimistas. 

–¿Vosotros también? –preguntó el padre de Amedia–. ¿Andáis en busca de hechiceros? ¿O sois amigos de los alquimistas? 

–Buscamos a un mago que, según dicen, es capaz de recomponer un rostro destrozado como el mío –explicó Arturo–. Necesito encontrarlo. 

–Hay muchos magos y hechiceros que podrían haceros ese trabajo, caballero. Y por poco dinero. 

–El que yo busco es especial. Me han dicho que podría devolverme la vista –añadió Arturo, sin dar demasiadas pistas. 

Amedia hizo un breve silencio. Arturo tuvo la rara impresión de que estaba a punto de decir algo. 

–¿Acaso lo conocéis? –preguntó. 

–No, pero si lo encontráis mandádmelo, que yo también necesito recomponer este cuerpo maltrecho –bromeó Amedia–. ¿Necesitáis alguna otra cosa? 

–Comida –dijo Crispín. 

–Y alojamiento para esta noche –añadió Arturo. 

–Lo primero os lo podemos dar –aseguró el anciano–. Lo segundo no os conviene. Los últimos viajeros que se alojaron en este pueblo se quedaron para siempre... en el cementerio. Es mejor que os marchéis. 

–Solo queremos descansar –repuso Arturo–. Mañana seguiremos nuestro viaje. 

–Si descansáis una noche aquí, no continuaréis vuestro trayecto –insisitió el hombre–. Eso os lo aseguro. 

–¿Qué o quién puede impedírnoslo? 

–La noche, caballero de la máscara –respondió Dédalus–. ¡La noche! 

–La noche por sí sola no mata a nadie –respondió Arturo. 

–Sí las noches de Boca del Diablo. Son implacables. Se llenan de bestias que salen de caza. Buscan carne fresca; es como si supieran cuándo llega alguien de fuera. A nosotros, los que vivimos aquí, nos dejan en paz. Les basta con atemorizarnos. Nos tienen sometidos. 

–De todas formas, nos quedaremos –afirmó Arturo–. ¡Y que la noche y esas criaturas no intenten nada contra nosotros! 

–No nos gusta que interrumpan nuestros sueños –añadió Crispín. 

–Corréis el peligro de pasar al sueño eterno sin enteraros de nada –vaticinó Dédalus–. Es peligroso dormir aquí. 

–¿Dónde podemos alojarnos? Todo indica que lloverá en breve y queremos cubrirnos –dijo Arturo, haciendo caso omiso de la advertencia. 

–Tendremos mucho gusto de alojaros en mi casa, aunque, como veis, es muy pequeña –ofreció Amedia–. Mañana os daremos comida para llevar... Queso, pan, carne y fruta. 

–Quizá podíais dejarnos un hueco en el cobertizo –sugirió Crispín, mirando por la ventana–. No molestaremos a los animales y, de paso, los vigilaremos. 

–No os hagáis ilusiones –suspiró Amedia–. Otros tan fuertes como vosotros cayeron en las garras de esos seres.  

–Mañana por la mañana veréis brillar esta máscara sobre mi rostro –aseguró Arturo. 

–Eso espero.  

–Ah, por cierto, creo que hay un alquimista llamado Arquimaes –dijo el anciano Dédalus–. A lo mejor es quien buscáis. Dicen que ahora se aloja en Ambrosia, junto a la reina Émedi. 

–Arquimaes no es a quien buscamos –respondió Arturo–. Y la reina Émedi... ha muerto. 

–Lo siento por ella. Era una reina justa –dijo con pena–. Sufrió mucho. Dicen que tuvo un hijo que nació muerto. 

–Os aseguro que su hijo está bien vivo –afirmó Arturo–. No os quepa duda.

* * *

Al borde del agotamiento, los emedianos llegaron a Ambrosia, donde la gente salió a recibirlos. La noticia de la victoria ya había llegado, así que la satisfacción por el reencuentro fue extremadamente dichosa. 

No obstante, muchos tuvieron que lamentar la pérdida de algún ser querido. La batalla había sido cruenta y muchos miembros del Ejército Negro habían caído. 

–Declararemos diez jornadas de luto –ordenó Arquimaes a sus generales y caballeros–. En esta ocasión se han perdido muchas vidas. Esta victoria la hemos pagado cara. 

–Nuestra querida reina Émedi dio su vida por nosotros –añadió Puño de Hierro–. ¿Cómo olvidarlo? 

–Guardaremos su cuerpo como si fuese nuestro tesoro más preciado –aseguró Arquimaes–. La pondremos junto a Alexia, que también ha sido una víctima de esta guerra contra la hechicería. 

–Si queréis, maestro Arquimaes, me ofrezco para ayudaros –propuso Rías, al finalizar la reunión–. Serví a la princesa en vida y me gustaría seguir haciéndolo mientras pueda, junto a vos. 

–Gracias, amigo Rías –respondió el alquimista–. Sé que ayudaste a Arturo cuando entró en Demónika, y tengo plena confianza en ti. 

–Si lo consideráis conveniente, puedo serviros como ayudante. La alquimia me fascina desde que contemplé de cerca el cuerpo de Arturo Adragón, repleto de letras y con el dragón en el rostro. Conozco el arte de la caligrafía y soy capaz de hacer hermosos dibujos. 

–Intentaré complacerte. Pero ahora debemos ocuparnos de ellas. Quizá cuando esta etapa oscura sea un recuerdo... 

–Tendré paciencia, maestro Arquimaes –dijo Rías–. Espero poder serviros.

* * *

Después de comer, Amedia, haciendo un gran esfuerzo y con la ayuda de su padre que, inútilmente, trató de disuadirla, se obstinó en acompañar a Arturo y a Crispín hasta el andamiaje. 

–Este agujero surgió cuando empezaron los terremotos –les explicó–. A veces, salen de aquí seres que se llevan a los vivos. Es terrible.  

–¿Qué hacen con ellos? ¿Adónde los llevan? 

–Supongo que al infierno. Dicen que este pueblo lo levantaron los hechiceros –respondió con naturalidad–. Este reino está maldito, os lo digo yo.  

–¿Qué tiene que ver el rey Rugiano con esto? –quiso saber Arturo. 

–Es un impostor. No es de sangre real y su linaje está condenado. Pertenece a una casta de asesinos. Ha desatado la furia de la naturaleza –dijo Dédalus–. Yo creo que es él quien ha provocado los temblores de tierra. Dicen que se alimenta de sangre. 

–Conozco a muchos reyes que se coronaron a sí mismos –reconoció Crispín–. Reyes que se han convertido en tiranos que abusan de sus súbditos. Mi padre tuvo que huir al bosque para escapar de la ferocidad de uno de ellos. No nos olvidemos de nuestro amigo Frómodi. 

–Un rey sin linaje es una maldición para su pueblo –insistió la muchacha–. Dentro de poco, este reino estará sumido en el caos, rebosará de hechiceros perversos y corruptos. Se llenará de agujeros como este y acabaremos devorados por las bestias de las profundidades. 

–Las convenceremos de que no les conviene salir de su guarida –aseguró Crispín. 

–¿Habéis intentado taponarlo? –preguntó Arturo. 

–Sí. No hemos dejado de hacerlo, pero ha sido inútil. Es como si no tuviera fondo –intervino el padre de la joven–. Nunca termina de cegarse.  

–¿Alguien ha visto a esos fantasmas? –preguntó Crispín. 

–Quienes los han visto no han vivido para contarlo –dijo la chica. 

–Eso significa que nadie los ha visto –dedujo Arturo–. Son una leyenda. 

–Solo hay una forma de saberlo –añadió Crispín–. ¿Verdad, Arturo? 

–Sí, tienes razón. Esta noche, en el cobertizo, estaremos muy atentos. Desde allí podremos comprobar lo que ocurre. Si esos fantasmas salen, se encontrarán con nosotros. 

–Os jugáis la vida si dormís en ese lugar –les advirtió Amedia. 

–Tú reponte de tus heridas. Nosotros nos ocupamos del resto –respondió Arturo–. ¿Verdad, Crispín? 

–Sin duda, mi señor.