El hombre es el único ser en la naturaleza que tiene conciencia de que morirá. Aun sabiendo que todo ha de acabar, hagamos de la vida una lucha digna de un ser eterno.
Prólogo
ORD Clayton cogió una de las pistolas de la caja con gesto torvo. Sin vacilar, Jeremiah tomó la otra. No dejó de notar que ambas eran armas magníficas, repujadas en oro y plata, con la culata finamente labrada. Lord Clayton cargó la suya. Jeremiah lo imitó. Se miraron a los ojos.
No había expresión en ellos. Ni odio, ni rabia, ni desafío, ni orgullo. Solo la insondable profundidad del cosmos.
—Quince pasos –dijo el juez, el único testigo del duelo que iba a tener lugar en aquella oscura calleja londinense. Se removió, inquieto. Había algo en aquellos dos hombres que no le inspiraba confianza.
Los dos alzaron las armas y dieron media vuelta. Por alguna razón, el juez se sintió algo mejor cuando perdieron el contacto visual.
—¡Uno! –exclamó.
Jeremiah avanzó un paso. Estaba solo a catorce del momento decisivo, pero su mente insistía en retroceder atrás en el tiempo, hasta lo que había sucedido en la subasta, apenas una hora antes. Siguió obedeciendo mecánicamente, como un autómata, las indicaciones del juez, mientras recordaba cómo se había desarrollado la puja por el más extraordinario objeto que jamás se hubiese visto en aquel salón.
—¡Dos!
Jeremiah había entrado en la sala justo cuando subastaban aquel cuadro de Botticelli y se había reunido allí con la persona que lo estaba esperando, una joven pelirroja de gesto preocupado. Los dos se habían quedado al fondo de la habitación, expectantes, sin llamar la atención; ella le había señalado en silencio la primera fila, donde se hallaba sentado lord Clayton, y después había salido al exterior, dejando el asunto en manos de Jeremiah.
El joven sabía que había llegado a tiempo, pero no por ello bajó la guardia. Podía sentir perfectamente la impaciencia de lord Clayton. Sabía lo que sucedería si se interponía entre aquel hombre y lo único que ansiaba en el mundo, pero no tenía otra opción.
—¡Tres!
Por fin el objeto había hecho su aparición sobre el mantel de terciopelo que cubría la mesa. Lord Clayton había tenido que contenerse para no saltar sobre él.
Era un reloj.
El legendario reloj de Madame Deveraux, una cortesana que había vivido en el París del siglo XVII y que había recibido aquel lujoso regalo de manos del mismísimo rey de Francia. Aquel objeto era una joya: se trataba de un reloj de mesa caprichosamente labrado en oro y adornado con figuras de querubines que sostenían el sol, la luna y los planetas, y giraban con lentitud, ejecutando una pausada danza, en torno a la esfera, de manecillas de oro y cuajada de refulgentes piedras preciosas.
—¡Cuatro!
El reloj Deveraux no tenía precio, pero lo habían sacado a subasta aquel día. Desde su puesto al final de la sala, Jeremiah casi podía visualizar a lord Clayton frunciendo el ceño y clavando las uñas en los brazos de su asiento. Para todas las personas reunidas en aquella sala, el reloj Deveraux era una joya de incalculable valor. Para dos de ellas, en cambio, contenía un secreto que jamás había sido desvelado. Uno de los dos deseaba descubrirlo; el otro, ocultarlo.
—¡Cinco!
Los más poderosos pujaron por el reloj. Lord Clayton permaneció callado, en tensión, mientras las cifras ofrecidas por aquel extraordinario objeto se disparaban una y otra vez. Finalmente, cuando parecía que el reloj Deveraux iba a caer en manos de un nuevo rico que no lo encontraba bello, pero que deseaba demostrar que estaba a la altura de los nobles más encopetados, la voz de lord Clayton se alzó entre la multitud, fría y desafiante, ofreciendo por el reloj mucho más de lo que nadie estaba dispuesto a pagar.
Hubo murmullos en el salón. Todos conocían la inmensa fortuna de lord Clayton; sabían que podía comprar cualquier cosa que deseara. Tras un breve forcejeo verbal, el acaudalado burgués bajó la cabeza y reconoció su derrota: se veía incapaz de mejorar la oferta del noble.
—¡Seis!
El pequeño mazo estaba a punto de descender anunciando que el aristócrata era el nuevo propietario del reloj Deveraux, cuando Jeremiah se sintió obligado a intervenir. Se había ofrecido una auténtica fortuna por aquel objeto, pero Jeremiah y los suyos ya lo habían previsto, y disponían de un fondo nada desdeñable para rescatar el reloj de manos de lord Clayton.
Cuando la voz de Jeremiah resonó por la sala, doblando la oferta del noble, todos se volvieron hacia él. El joven sintió como si le hubiesen lanzado una puñalada desde la primera fila cuando lord Clayton clavó en él sus ojos como pozos sin fondo, pero sostuvo su mirada sin vacilar.
No era aquella la primera vez que se encontraban.
—¡Siete!
Lord Clayton habría debido suponer que Jeremiah o alguno de sus amigos tratarían de impedir que se hiciese con el reloj. Así había sido en otras ocasiones. Pero el reloj siempre había burlado a ambos bandos, desapareciendo y reapareciendo, comprado, vendido, regalado, robado por unos y por otros, pero nunca tocado por nadie que, como ellos dos, conociese su verdadero valor.
Había resurgido de nuevo, como un fantasma, en el catálogo de aquella subasta. Lord Clayton estaba allí. En esta ocasión, creía haber llegado antes que nadie, pero Jeremiah había frustrado de nuevo sus esperanzas.
—¡Ocho!
En los minutos sucesivos, el destino del reloj Deveraux pasó de unas manos a otras, mientras las cantidades ofrecidas por ambos se multiplicaban hasta extremos insospechados.
Finalmente, lord Clayton escupió una cifra que superaba todas las previsiones. En la sala reinó el silencio, y todos miraron a Jeremiah, esperando su reacción.
El muchacho frunció el ceño y apretó los labios, pero permaneció callado. El golpe seco del mazo entregó la propiedad del reloj Deveraux a lord Clayton.
—¡Nueve!
Los dos habían aguardado con impaciencia el final de la subasta; lord Clayton deseaba desaparecer cuanto antes con su nueva adquisición. Jeremiah esperaba poder interceptarlo a tiempo. Lord Clayton intuía lo que sucedería si los dos se encontraban, y quería evitarlo a toda costa.
Jeremiah fue rápido, y lo detuvo en el vestíbulo. ‘‘Quiero ese reloj’’, le había dicho. ‘‘Te desafío’’. En torno a lord Clayton se elevaron murmullos escandalizados. Todos habían reconocido en Jeremiah al jovenzuelo que había disputado el reloj al noble en la subasta, pero aquella manera de dirigirse a él era del todo inapropiada.
—¡Diez!
Sin embargo, lord Clayton había palidecido. ‘‘Conoces las reglas’’, añadió Jeremiah. ‘‘No puedes evitar un enfrentamiento conmigo’’.
Nadie entendió las palabras de Jeremiah, pero para lord Clayton debían de tener sentido, porque asintió, con rabia.
Jeremiah sintió que alguien le tocaba el brazo. Al volverse, vio junto a él a la joven pelirroja, que lo miraba como solo ella sabía hacerlo. ‘‘Ten cuidado’’, había dicho.
—¡Once!
Ella sabía que para llegar a aquel extremo Jeremiah había tomado una importante decisión. Las normas del Desafío no hablaban de formas; cualquiera era válida, sin importar las armas a emplear, el momento ni el lugar. Lo único que no podía variar eran las consecuencias del encuentro. Fuera quien fuese el vencedor, sabía que nunca más conocería un solo momento de paz.
—¡Doce!
Pero, si Jeremiah había dado aquel paso, lord Clayton no tenía más remedio que aceptarlo. Los dos eran conscientes de que lo que estaba en juego era mucho más que un simple reloj, mucho más que sus vidas o sus almas. Y no importaba quién de los dos hubiera ofrecido más dinero en la subasta. Ambos tenían otros métodos menos convencionales para alcanzar sus objetivos. Sin embargo, sus normas de actuación habían pasado siempre por la más absoluta discreción.
Por eso, tanto uno como otro se comportaban siempre con la mayor normalidad posible, para pasar desapercibidos, y por eso habían participado en la subasta por el reloj Deveraux. Aunque lord Clayton era demasiado especial como para no llamar la atención de alguna manera, estuviera donde estuviese.
—¡Trece!
El aristócrata eligió el duelo con pistolas. Sin embargo, y en contra de lo que dictaba la tradición, en esta ocasión no habría testigos ni padrinos, y el lugar de la cita se mantendría en secreto. Solo tres personas estarían presentes en la disputa por el reloj Deveraux: Jeremiah, lord Clayton y un juez que no conocía a ninguno de los dos, y del que se esperaba fuese imparcial.
—¡Catorce!
Jeremiah volvió a la realidad. Sus dedos se cerraron en torno a la pistola hasta que sus nudillos estuvieron blancos. Respiraba tranquilo, sin embargo. Debía mantener la cabeza fría. Tal vez solo dispusiera de unos minutos después de la detonación, unos minutos preciosos que no debía desaprovechar. Sentía también, a sus espaldas, la tensión de lord Clayton, casi treinta pasos más allá. Y entonces la voz del juez se elevó sobre ellos:
—¡Quince!
Jeremiah dio media vuelta y disparó. Sintió un violento dolor en el hombro cuando el tiro de lord Clayton le golpeó con toda la fuerza de su odio. Jeremiah retrocedió unos pasos y vio cómo el noble se desplomaba hacia atrás, con los ojos abiertos de par en par y una mancha carmesí floreciendo en su pecho.
El juez se santiguó. Junto a él, sobre un paño en el suelo, el reloj Deveraux relucía misteriosamente.
Ignorando el dolor, Jeremiah corrió hasta el objeto, lo envolvió en el paño y lo agarró con ambas manos.
—¡Un momento, muchacho! –trató de detenerlo el juez–. ¡Estáis herido!
Jeremiah no lo escuchó. Cargó con el reloj, apartó al hombre de un empujón y echó a correr callejón abajo.
—¡Eh! ¡Eh!
No hizo caso de los gritos del juez. Sabía que no disponía de mucho tiempo. Corrió desesperadamente, oprimiendo con fuerza el reloj Deveraux contra su pecho, en dirección al río. No se detuvo ni siquiera cuando los mástiles de los barcos aparecieron recortados contra el cielo al fondo de la calle, ni cuando una bofetada de aire húmedo le golpeó el rostro. No se detuvo hasta que se encontró a salvo a bordo del Victoria, el barco que habría de llevarlo a tierras lejanas, y no se sintió tranquilo hasta que los edificios de la ciudad no fueron más que sombras desfiguradas por la niebla que se alzaba desde el Támesis.
Entonces, y solo entonces, apartó la ropa para examinar la herida. Exhaló un profundo suspiro al comprobar que estaba completamente curada. Los restos de sangre seca manchaban una piel perfecta, sin un solo rasguño ni cicatriz, en el lugar donde el disparo de lord Clayton lo había golpeado.
Lejos de allí, en el callejón, el juez había cerrado piadosamente los ojos del muerto y se disponía a cubrir su cuerpo con una manta. Pese a que lord Clayton era un individuo misterioso que no inspiraba confianza a nadie, el hombre se santiguó por segunda vez ante su cuerpo. Iba a tapar su rostro con la manta cuando, de súbito, lord Clayton abrió los ojos y lo miró.
El juez retrocedió, tan aterrorizado que no pudo gritar.
Lord Clayton se incorporó. Se palpó la herida del pecho para comprobar que había sanado milagrosa y espontáneamente. Sin sorprenderse en absoluto por ello y sin prestar atención al horrorizado juez, que había retrocedido hasta la pared, lord Clayton miró a su alrededor en busca de Jeremiah y el reloj Deveraux.
No los encontró.
El resucitado emitió un aullido de odio y frustración que se alzó por encima de los tejados de Londres y se desparramó hacia los cielos neblinosos.