A todos aquellos que, como Saíd,
se lanzaron a la aventura de emigrar
y sólo hallaron hostilidad y desprecio.
Agradezco su colaboración a SOS Racismo, al Centro de Información para Trabajadores Extranjeros de Comisiones Obreras (CITE), al Centro de Servicios Sociales de Ciutat Vella, al Centro de Inmigración de Cáritas Diocesana y, especialmente, a Núria Vives, Ita Espinosa, Cristina Zamponi, Xavier Olivé, Kahlib Farsan, Jordi Capdevila y Álex Masllorens.
“Crecer también es saber que la tristeza
y hasta la afrenta no son, por suerte,
exclusiva de los viles, sino un grotesco
patrimonio de todos, y que por los ojos
de los marginados, de los pobres, de los vencidos,
se nos va a todos el gozo de vivir
armoniosamente y con alegría.”
MIQUEL MARTÍ POL
1
L patrón de la patera detuvo el motor y se encaró con los cinco hombres que llevaba a bordo. El súbito silencio parecía hacer la noche todavía más oscura. Apenas se veían unos a otros, pese a que estaban en una embarcación de seis metros escasos de eslora.
-Final de trayecto-dijo el patrón con voz ronca-. Ahora tenéis que saltar al agua y alcanzar la playa nadando.
Los hombres lo miraron, sorprendidos. Parada, la embarcación se movía de un lado a otro como si fuese un corcho. No se podía decir que la mar estuviese picada, pero tampoco estaba en calma.
-¿Qué dices? -saltó uno de ellos-. ¿Te has vuelto loco?
-Yo no sé nadar -dijo Saíd, el más joven.
-¿Y las bolsas? -apuntó otro.
-Ya os las guardaré yo -contestó el patrón con sorna.
-¡Pero si no se ve la costa!
-¡Claro que se ve! Mirad aquellas luces de allí... Ahora. ¿Las veis...? Lo que pasa es que el oleaje las oculta, pero la playa está a menos de quinientos metros. De eso podéis estar seguros.
-El trato no era éste. Tienes que llevarnos hasta la playa.
-Mira, amigo, yo no me la juego. Hay mucha vigilancia y no quiero quedarme sin barca. Además, el trato era que os llevaría hasta la costa española. Pues ahí delante la tenéis.
-¡Eres un cabrón! ¡No saltaremos!
-¡Ya lo creo que saltaréis! -dijo el patrón endureciendo el rostro y cogiendo una barra de hierro que había junto al timón-. ¿Verdad que saltarán, Sherif? -añadió dirigiéndose al marinero que estaba en la popa, detrás de los hombres.
-¡Claro, patrón! ¿Quién quiere que sea el primero?
Y mientras decía esto, Sherif se levantó. Era un hombre corpulento y de cara ancha, oculta tras una barba negra y rizada. En las manos llevaba uno de los remos de la barca, que blandía amenazadoramente.
-Ese bravucón que acaba de decir que no van a saltar -respondió el patrón, sonriendo-. Le haremos dar ejemplo.
El marinero tocó con el remo el hombro de Abdeslam.
-No podéis hacernos eso. Moriremos ahogados -se lamentó el que estaba al lado de Abdeslam-. No podemos nadar quinientos metros con esta mar y de noche.
-Sois jóvenes y fuertes -dijo el patrón-. Seguro que podéis hacerlo. Uno es capaz de cualquier cosa cuando no tiene otra alternativa. Y os aseguro que no la tenéis. ¿Verdad que no, Sherif?
-No, patrón, no les queda otra alternativa. Venga, tú, levántate -y volvió a golpear el hombro de Abdeslam, esta vez un poco más fuerte.
Abdeslam se levantó lentamente y, de pronto, se abalanzó sobre Sherif. Fue un gesto desesperado e inútil porque el marinero, que esperaba una reacción como aquélla, le clavó el remo en el pecho y lo empujó hacia atrás con todas sus fuerzas. Abdeslam tropezó con el hombre que tenía a su lado, perdió el equilibrio y cayó por la borda. En el último momento pudo agarrarse al escálamo. Al verlo, Sherif descargó un golpe brutal en las manos de Abdeslam, que con un grito de dolor se soltó y desapareció en la noche.
-¡Asesinos! -gritó desde el agua. Pero ya no se le veía.
Dos de los hombres aprovecharon que Sherif se había quedado inclinado cerca de la borda para lanzarse sobre él e intentar tirarlo al agua, pero el gigantón aguantó la embestida. Un golpe de mar derribó a los tres, que cayeron por la borda hechos un ovillo.
-¡Patrón! -gritó Sherif, chapoteando frenéticamente.
El patrón levantó la barra de hierro, amenazador.
-¡Venga, vosotros dos al agua!
Pero ni Saíd ni el otro se movieron.
-¡Por Alá que vais a saltar al agua! -dijo el patrón, apartándose del timón y acercándose a los dos que quedaban a bordo.
-¡Patrón, ayúdeme! -volvió a gritar Sherif.
Su voz era desesperada. El oleaje lo alejaba de la barca y, pese a que braceaba para acercarse, no lo conseguía. De los otros dos, igual que de Abdeslam, no se veía ni rastro. Seguramente habían optado por nadar hacia la costa, o quizá se habían ahogado. Al ver que el patrón se acercaba, el compañero de Saíd se levantó del asiento y después de murmurar un apresurado “que Alá me proteja”, se lanzó al agua. Saíd, con un gesto rápido, cogió el otro remo del fondo de la embarcación, y plantó cara al patrón.
-¡Ayuda!
La voz de Sherif se oía cada vez más lejana.
-Así que quieres gresca, ¿eh, chico? -dijo el patrón, deteniéndose justo a la distancia del remo.
-No sé nadar -repitió Saíd con un hilo de voz.
-Pues tendrías que haber aprendido.
El balanceo de la embarcación hacía difícil mantenerse en pie. Por eso, cuando el patrón vio que Saíd se desequilibraba ligeramente, aprovechó la circunstancia para acercársele. El muchacho, en lugar de intentar mantener el equilibrio, se dejó caer al fondo de la barca, al tiempo que giraba el remo con todas sus fuerzas. El patrón recibió el golpe de la pala del remo en pleno rostro y cayó de lado sobre la borda. Antes de salir del aturdimiento del trompazo, sintió que la punta del remo se le clavaba en el costado y lo empujaba con fuerza. Instintivamente, se agarró a él y, cuando Saíd lo soltó, remo y patrón cayeron al agua. Saíd vio que el hombre asomaba la cabeza junto a la embarcación y estiraba los brazos hasta agarrarse a la borda, pero, pese a sus esfuerzos, no conseguía subir.
-¡Hijo de puta, ayúdame a subir!
Pero Saíd no se movía; estaba quieto, sentado en el banco de madera, mirando hipnotizado al patrón, que intentaba subir una y otra vez sin lograrlo.
-¡Te llevaré a la playa! ¡Te lo juro por Alá!
Si el patrón hubiese visto la mirada inexpresiva de Saíd, habría comprendido enseguida que aquel muchacho de poco más de dieciocho años, que había decidido emprender la aventura de emigrar, no le ayudaría. Estaba demasiado alterado por la brutalidad de la escena que acababa de vivir y no tenía ni el valor ni las fuerzas suficientes para enfrentarse a él de nuevo; lo dejaría allí colgado, sin hacer nada, hasta que el agotamiento y el frío lo rindiesen y entregase su cuerpo al mar.
-¡No puedo más! ¡Ayúdame! ¡Alá te maldecirá toda la vida si me dejas morir!
Por toda respuesta, Saíd cerró los ojos, se tapó los oídos y comenzó a murmurar los noventa y nueve nombres de Alá.
-Alá el Clemente, Alá el Misericordioso, Alá el Rey, Alá el Santo, Alá el Dios de la Paz, Alá el Fiador...
La tradición musulmana decía que quien conociese todos los nombres de Alá entraría en el Paraíso, hiciese lo que hiciese.
Cuando Saíd vio entrar a Hussein en la panadería, no podía creérselo.
-¡Hussein! ¿Qué haces aquí?
Los dos amigos se abrazaron.
-He venido a ver a la familia.
-Creía que ya no te acordabas de nosotros. ¿Cómo estás?
-Bien, muy bien.
-Saíd, tienes trabajo, ya charlaréis en otra ocasión -graznó la voz desagradable de Mahmut, el panadero.
-Tú, tan amable como siempre, ¿verdad, Mahmut? -dijo Hussein con ironía-. Bien, ya me voy. No quiero distraer a tu esclavo.
Saíd se sintió incómodo por el calificativo de su amigo.
-Es que tengo que ir a repartir el pan -dijo, deseoso de evitar una disputa entre su patrón y Hussein-. A mediodía estaré listo. Si quieres, quedamos.
-De acuerdo. Yo estaré en casa. Pasa a recogerme.
Cuando Hussein salió de la panadería, Mahmut se encaró con Saíd.
-No sé por qué tiene que venir a verte aquí ese fanfarrón. ¿No sabe que estás trabajando?
-Sólo ha entrado a saludarme. Hacía más de dos años que no nos veíamos.
-¿Y no podía esperar a que terminases?
Saíd optó por no decir nada más y continuó poniendo el pan en la cesta para salir a repartirlo. Mahmut estaba cada vez más desagradable, y la única forma de evitar broncas era no llevarle la contraria. Aun así, no había día en que no se enzarzasen por una cosa o por otra. Llevaba cinco años trabajando en la panadería, y Mahmut debía de pensar que era el mismo chaval que cuando comenzó; no quería darse cuenta de que ya no podía regañarle como a un crío. A Saíd cada vez le costaba más morderse la lengua para no mandarlo al cuerno. Si no hubiera sido porque necesitaban el dinero en casa y el trabajo estaba tan mal, ya lo habría plantado. Sólo faltaba la arpía de su mujer, desconfiada hasta el extremo. Cuando el muchacho volvía de repartir, ella contaba y recontaba el dinero que le entregaba, y pobre de él si faltaba un solo dirham. Entonces lo trataba de ladrón, por lo menos. Ya podía explicarle que alguien no le había podido pagar, que le pagaría la próxima vez. “Pues si no paga, no le dejes el pan”, le decía ella. Para evitarse problemas, Saíd había tomado una decisión: cuando ocurría eso ponía el dinero de su bolsillo y lo cobraba más adelante, que a menudo no era cuando les llevaba pan otra vez, sino cuando podían. En el barrio no sobraba el dinero.
Hussein y Saíd habían crecido juntos en el mismo callejón del barrio más pobre de Xauen. Hussein era mayor que Saíd y eso había hecho que éste lo mirara siempre con admiración y respeto. Para él, rodeado de hermanas (tenía cuatro hermanas, dos mayores que él y dos más pequeñas), Hussein había sido como el hermano que le hubiese gustado tener. Por eso sintió tanto que decidiera irse a buscar trabajo en el extranjero. Habían pasado casi tres años y todavía recordaba sus palabras:
-Me voy, Saíd. Estoy harto de esta miseria, y la única forma que tengo de salir de ella es marcharme al extranjero.
-¿Y qué dicen tus padres?
-No les gusta la idea, pero los he convencido. Boutahar está trabajando en Marsella y manda dinero a su casa. Y Abdelkader está en París. A todos les va mejor que aquí.
-¿Y no sientes dejar el barrio, los amigos...?
“A mí”, pensó Saíd, pero no lo dijo.
-No. Este barrio no me ha dado nada. Ni en mi infancia, ni ahora. Así que yo tampoco le debo nada.
Aunque Saíd era consciente de que su relación había ido cambiando a medida que se hacían mayores, las ásperas palabras de Hussein le dolieron. Al crecer, Hussein se había convertido en un muchacho inquieto y ambicioso, lleno de amargura; no había en el barrio ningún trabajo que le gustase, y al final siempre se despedía de mala manera. Precisamente, Saíd entró de ayudante del panadero cuando Hussein dejó el trabajo sin más ni más. “Mañana no vendré”, le dijo Hussein a Mahmut un día. “Estoy harto de hornear y repartir pan, y de aguantarte a ti y a la roñosa de tu mujer.” Y en efecto, no volvió más. Después estuvo unos meses en una barbería, y de la barbería pasó al hotel A Asmaa, el mejor de Xauen, pero tampoco allí estuvo mucho tiempo. Saíd recordó que, cuando se marchó al extranjero, Hussein trabajaba como camarero en un café de la plaza del mercado.
Los dos amigos se encontraron al mediodía y Hussein invitó a Saíd a tomar un refresco. Salieron de casa y se dirigieron al mercado. Por el camino, Saíd advirtió por primera vez el cambio que se había producido en Hussein. Iba bien vestido, con un conjunto de camisa y pantalón vaqueros de marca y llevaba un buen reloj en la muñeca.
-Parece que te van bien las cosas.
-No me puedo quejar -dijo Hussein, displicente.
-¿Y por qué te quedaste en Barcelona?
-Por casualidad. Iba hacia París y me detuve en Barcelona. La ciudad se estaba preparando para los Juegos Olímpicos y había bastante trabajo. Pregunté en un par de obras si necesitaban gente, y me cogieron. Y ya no me he movido.
-¿Y aún trabajas en la construcción?
-No, eso fue al principio. Después cambié, era demasiado duro. Trabajaba un montón de horas y cobraba una miseria. Además, cuando terminaron las obras olímpicas, dejó de haber trabajo.
-Y ahora, ¿qué haces? -preguntó Saíd.
-Negocios -contestó Hussein con una sonrisa misteriosa.
A pesar de que era la hora de más sol, en las calles que rodeaban el mercado todavía había gente. En la plaza, los vendedores recogían los puestos, y el suelo estaba lleno de papeles, cartones, cajas vacías, plásticos y basura. Los dos jóvenes la atravesaron y cuando Saíd creía que iban a entrar en el café donde había trabajado Hussein, éste lo cogió por el brazo y tiró de él.
-Ven, quiero enseñarte una cosa.
Dejaron la plaza y Hussein lo condujo hasta la avenida de Hassan II. Cuando llegaron delante de un coche con matrícula española, Hussein se detuvo, sacó las llaves del bolsillo y lo abrió.
-Venga, sube, que vamos a dar una vuelta.
-¿Es tuyo este coche? -preguntó Saíd, admirado.
-Del todo.
El coche no era una maravilla, pero arrancó a la primera, y los dos amigos se dirigieron a la plaza de Mohammed y, desde allí, a la carretera general.
-Te habrá costado un dineral -insistió Saíd, que no acababa de creerse que su amigo tuviera un coche.
-Trescientas mil pesetas. Unos veinticinco mil dirhams. Es de segunda mano, pero va bastante bien. He venido desde Barcelona hasta aquí sin ningún problema.
Mientras veía correr el paisaje a una velocidad inusual, Saíd pensaba que, en efecto, las cosas debían de ser diferentes en el extranjero. Para que su amigo hubiera podido comprarse un coche sólo tres años después de haber dejado el pueblo, tenían que serlo a la fuerza. Él nunca podría comprarse uno allí. Y su espíritu, normalmente tranquilo y resignado, se alteró con el aguijonazo de la envidia. A él también le gustaría poder tener un coche a los veintidós años. Seguro que entonces Jamila no lo desdeñaría como ahora.
-¿Y tú, qué? ¿No te decides a dejar a ese desgraciado de Mahmut y marcharte? -Hussein continuó sin esperar la respuesta de Saíd-. Si te quedas aquí no harás nunca nada. Aquí no hay vida. La vida de aquí es ir tirando sin esperanza. ¿A qué puedes aspirar? ¿A tener un día una panadería en nuestro barrio? ¿Y qué es eso? Nada.
Saíd escuchaba a su amigo en silencio. Ya había pensado en marcharse, pero le asustaba la idea. Allí, en el barrio, tenía la familia, los amigos, el trabajo, la chica que le gustaba, y, a su manera, era feliz. Él no era como Hussein: no tenía su iniciativa y audacia. Por ejemplo, nunca se había atrevido a traficar con hachís con los extranjeros, como hacía Hussein cuando estaba allí, y como hacían la mayoría de los chicos del barrio. De pequeño, casi nunca se había pegado a los turistas pidiendo, y cuando lo hizo fue porque lo hacían todos sus amigos...
-Ya te lo dije cuando me marché y te lo vuelvo a decir ahora. Saíd, deja el barrio y vete al extranjero. Aquí no hay nada que hacer. Hemos nacido en la miseria y moriremos en la miseria si no ponemos remedio. Y el único remedio es emigrar. Si quieres venir a Barcelona... Yo ahora estoy bien instalado. Comparto un piso con tres compañeros y habría sitio para uno más...
Las palabras de Hussein sumieron a Saíd en un mar de contradicciones. ¡Claro que aspiraba a mejorar su situación, que deseaba poder ofrecer a Jamila algo más que un sueldo de miseria! Pero se resistía a pensar que la única forma de hacerlo era dejar a la familia, a los amigos, el lugar donde había crecido, y lanzarse a una aventura incierta. Claro que estando Hussein en Barcelona podía ser todo diferente, más fácil; no tendría que enfrentarse a la terrible situación de encontrarse solo en un país extranjero, rodeado de gente a la que no entendía, y sin casa, ni amigos, ni trabajo...
Continuaron hasta Sefliane y allí dieron la vuelta para regresar. El paisaje corría delante de la mirada de Saíd como si tuviese vida propia. Bajo el sol, el roquedal lucía sus mejores tonos terrosos, salpicados por el verde blanquecino de los matojos. Aquélla era una tierra pobre, que a duras penas permitía sobrevivir a una población que se afanaba por sacarle algún provecho. Pero cada vez era más difícil, cada vez había más miseria en el pueblo. Por eso eran cada vez más los hombres que se marchaban. Algunos empezaban probando fortuna en las ciudades grandes, Rabat, Casablanca, Mequinez o Marraquech, donde había fábricas; otros, como su amigo, optaban por ir directamente a Europa. Si obtenían el pasaporte, no había demasiados problemas para salir del país; pero si no lo conseguían, tenían que arriesgarse a salir clandestinamente en alguna barca de pesca o como polizones en barcos de pasajeros o en mercantes. Y después de esta aventura comenzaba la de atravesar España y llegar a Francia, Bélgica o Alemania para buscar trabajo.
-¿Qué te parece el coche? Va bien, ¿verdad?
-¡Y tanto! ¡Es magnífico que puedas tener coche!
-Mis padres no se lo creían. El hijo que ya daban por perdido ha aparecido de golpe con un coche y cargado de regalos. Porque no veas la de cosas que he traído para todos. A ti también te he traído algo. Saíd miró a Hussein entre sorprendido y curioso. Éste abrió la guantera del coche y sacó un paquete pequeño.
-¿Qué es? -preguntó Saíd con un cierto brillo en los ojos. Le había emocionado que su amigo se acordase de él.
-Míralo.
Saíd desenvolvió el paquete y se encontró con un reloj de esfera negra.
-¡Es precioso!
-Venga, póntelo.
Saíd se puso el reloj en la muñeca y lo contempló, admirado. Era su primer reloj.
-Gracias, Hussein -dijo con voz emocionada.
-¿Qué hora es? -preguntó Hussein, satisfecho. Saíd dudó. No entendía demasiado aquel reloj: sólo tenía dos agujas y rayitas; ni un solo número.
-Pues..., creo que es lo bastante tarde como para que Mahmut me eche una bronca cuando llegue -dijo finalmente Saíd.
Y los dos amigos rieron.
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