Dedicatoria
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Créditos

A Carlos, y a mis hijos 

Raúl y Carlitos 

 

1

 
T

ODO cambió con la llegada del Indio. Fu Manchú, el pastelero, tenía razón: pronto íbamos a conocer a alguien que cambiaría nuestra suerte. Ninguno imaginó todo lo que ocurriría a partir de entonces, pero así fue. Y es que el Indio –eso lo supimos semanas más tarde– descendía de un abuelo curandero que tenía ciertos poderes y algo de brujo también era. Pero no todo lo que nos pasó estuvo relacionado con la magia o con los poderes: ocurrieron muchas cosas en aquel año que nada tuvieron que ver con eso. O al menos eso es lo que nos decía el Indio. Sucedieron, decía él, porque necesitábamos que así ocurrieran o porque lo deseábamos de corazón. 

El Indio llegó un día de febrero, con el curso a medias. Entró en el aula escondido tras la maestra, la señorita Rocitis. Al principio no nos dimos cuenta de que estaba allí, pero luego la Rocitis dijo:

—Os presento a José, vuestro nuevo compañero. José viene desde muy lejos, desde el otro lado del mundo. Viene de un país que se llama Ecuador. Espero que pronto seáis amigos. 

Entonces, de detrás de la maestra apareció el Indio: una cabeza de pelo muy negro y tieso, una cara sonriente, un diente roto, unos ojos muy negros con forma de almendra, parecidos a los de los chinos, pero muy grandes. Era el Indio. Era pequeñajo, más bajito que Quique, el más bajito de la clase, y delgaducho, tan delgaducho que toda la ropa le quedaba grande. La Rocitis lo sentó a mi lado, y le puso a José unas cuentas. Pero él debió de tener mal casi todas porque la maestra arrugó la frente cuando se las corrigió, aunque no le dijo nada, ni le regañó ni le puso mala nota. Luego hicimos todos un dictado. El Indio escribía tan despacio que no era capaz de escribirlo todo. Sin embargo, me fijé que tenía una letra muy bonita: parecía que estaba pintando un cuadro o bordando una tela, del esmero y cuidado que ponía. Entonces pensé que el Indio escribía igual que mi abuela, sin prisas y con una letra casi perfecta, como las letras antiguas. 

Las Repelentes se rieron del Indio. Las Repelentes son Raquel y Margarita, y las llamamos así porque siempre lo saben todo cuando pregunta la profesora. Pero lo peor es que se ríen de los defectos de otros o cuando los demás no sabemos contestar alguna pregunta. Así que, más o menos, se han reído de todos los de la clase en algún momento. Por eso las llamamos Repelentes, ¡porque de verdad lo son!

La señorita Rocitis llamó al Indio a la pizarra. Desenrolló un mapa del mundo y le dijo: 

—Enséñanos, José, dónde está tu país.  

Entonces el Indio se hizo un lío descomunal y empezó a buscar por todos los países de colores para ver en cuál de ellos ponía Ecuador. Y es que todos sabemos bien dónde vivimos, pero no es lo mismo señalarlo en un papel que ¡vete tú a saber dónde lo han pintado! Al final el Indio encontró Ecuador y tuvo que ponerse de puntillas para señalarlo. Las Repelentes se rieron de nuevo y entonces yo no tuve más remedio que tirarles una bola de papel, que se metió por la camiseta de Margarita. ¡Ahora éramos los demás los que nos reíamos de ellas mientras Margarita se retorcía intentando sacarse la bola de la espalda! 

Sonó la campana anunciando el recreo y salimos todos corriendo al patio. La hora del recreo era sagrada y no le concedíamos a la Rocitis ni un minuto más. Mientras yo sacaba mi merienda del pupitre, me fijé en él. El Indio se quedó pasmado, mientras todos abandonaban la clase tan deprisa. Yo creo que se debió de pensar que había un incendio o algo así por lo mucho que corríamos. Se quedó quieto, junto a la pizarra, sin saber qué hacer, hasta que oí que la maestra le decía: 

—Hora del recreo, José. Anda, ve a jugar con todos. 

El Indio se sentó en un banco del patio. Nosotros, los de cuarto curso, siempre jugamos un partido de fútbol contra los de quinto. ¡Y casi siempre perdemos! Para colmo, aquel día nuestro mejor fichaje, Inés la Ciempiés, estaba mala de la garganta. Inés la Ciempiés es la niña del colegio que mejor juega al fútbol. La llamamos «la Ciempiés» porque cuando chuta es como si diera al balón con la fuerza de cien pies. Casi nunca falla los goles... ¡si logra llegar a la portería, claro está! Solo tiene dos defectos que a los del equipo nos molestan enormemente: Uno es que le cuesta mucho llegar hasta la portería del contrario, porque los de quinto son más corpulentos que nosotros, además de más brutos, más chulos y más tramposos. Y otro defecto de Inés es que casi siempre está mala de la garganta, y cuando está mala de la garganta su madre le prohíbe terminantemente jugar al fútbol, por eso de que si suda se pondrá peor y esas manías que tienen las madres en cuanto nos duele un poco la garganta. Por eso aquel día Inés la Ciempiés no podía jugar y nos faltaba un jugador, ya que nuestros dos suplentes estaban con gripe. ¡Mala suerte! Todos miramos al banco donde se sentaba José. Trepa le gritó:  

—¡Eh, tú, Indio! ¿Sabes jugar al fútbol? 

Fue la primera vez que alguien llamaba «Indio» al Indio. Y es que el Indio parecía de verdad un indio, y además había que llamarle de alguna otra forma que no fuera José, porque José ya había uno –José Carrasco– y no era plan de tener dos Josés jugando en el mismo equipo. Indio era un buen nombre y así se solucionaba el problema. Además, casi todos los de la clase teníamos un mote. Un mote te da cierta dignidad porque te diferencia de todos los demás y resalta una cualidad de tu persona, ¡siempre y cuando a ti te guste, claro está!, porque algunos niños ponen motes a mala idea, para reírse de uno y eso no le gusta a nadie. Ahora no voy a contar los motes que tienen mis mejores amigos, ni siquiera diré todavía cómo me llaman a mí. Eso lo haré más adelante, cuando termine de contar lo que pasó ese día con el Indio. 

El caso es que el Indio no se enfadó porque le llamáramos así, porque no se lo dijimos por fastidiar sino por distinguirle del otro José. Dijo que sí con la cabeza –que sí sabía jugar al fútbol–, se levantó del banco y avanzó hasta nosotros. No esperábamos gran cosa de él, con lo pequeñajo y delgaducho que era, pero no teníamos más remedio que aguantarnos con lo que hiciera. 

—Tienes que meter el balón en aquella portería –le indicó Trepa con desconfianza–. Fíjate bien en nuestras caras, que somos los de tu equipo, no vayas a confundirte y le pases el balón a alguno del equipo contrario. ¿Te acordarás? 

El Indio dijo con la cabeza a todo que sí y, cuando Trepa acabó con las explicaciones, empezamos a jugar. 

Se hicieron con el balón los de quinto, como casi siempre, y avanzaron hasta nuestra portería sin ningún impedimento. Casi se diría que jugaban solos de lo mal que defendíamos. Allí chutaron, y a Paradas, que era nuestro portero, le metieron el primer gol. ¡Así, nada más empezar, en el primer minuto de partido! Paradas se encogió de hombros, como pidiéndonos disculpas. La verdad es que todos éramos bastante malos jugadores, por eso no le reprochamos nada. 

—¡Paradas, deberías llamarte «Coladas»! ¡Se te cuelan todas! –se rieron los de quinto. 

Después del gol nos hicimos nosotros con el balón y un niño al que llamábamos Tortuga intentó avanzar hasta el campo contrario. Pero tres enormes chicos de quinto se le plantaron delante, le acorralaron, le quitaron el balón y retrocedieron hasta nuestro campo otra vez. ¡Era desesperante! ¡Nos iban a meter otro gol! 

Pero entonces ocurrió algo inesperado, algo que solo ocurre una vez en la vida, si es que te llega a ocurrir. ¡Y es que de repente tu suerte cambie! 

El Indio, al que apenas se veía entre los jugadores de lo bajito que era, se coló entre las piernas de un chico de quinto que se llamaba Fulminator –imaginaos por qué–, ¡y le quitó el balón sin que Fulminator se diera casi cuenta! Como un rayo salió el Indio corriendo hacia la portería contraria, perseguido por Fulminator, que por unos instantes se había quedado parado sin saber qué hacer, pues no se esperaba que alguien le pudiera quitar a él el balón. Todos los demás, cuando nos dimos cuenta de que el Indio estaba en posesión del balón y avanzaba como un rayo, salimos corriendo detrás de él, para defenderle. Pero no podíamos alcanzarle. Nadie podía alcanzarle. Corría como un viento huracanado y, cuando los de quinto intentaban cortarle el paso, ¡el Indio se colaba entre sus piernas! Parecía flotar entre todos ellos, haciendo zigzag con la pelota, como si sus pies tuvieran un imán y el balón no pudiera separarse de ellos. Retrocedía. Avanzaba. ¡Y nadie conseguía quitarle el balón ni cortarle el paso! ¡Era imparable! 

El Indio llegó hasta la portería. Los de cuarto contuvimos el aliento. Bueno, más bien dejamos de respirar completamente. Zigzagueó con el balón frente al portero. El portero era Termineitor, un chico enorme, de al menos sesenta kilos de peso. Se rió del Indio: 

—¡Eh, tú, canijo! ¿Qué te crees que vienes a hacer aquí? 

Entonces el Indio chutó. Chutó casi como si tuviera dinamita en los pies y le acabara de estallar. Chutó casi con la misma fuerza con la que chutaba Inés la Ciempiés, con la diferencia de que el Indio abultaba la mitad que ella. ¡Fue increíble! Ni Termineitor, que ocupaba con su enorme cuerpo más de media portería, fue capaz de parar ese gol. 

—¡GOOOOOOOOOL! ¡GOL! ¡GOL! ¡GOL! ¡GOL! ¡GOL! 

Corrimos a abrazar al Indio y lo alzamos entre todos. ¡Qué poco pesaba! 

Por supuesto, ganamos el partido 2-1, y los de quinto se fueron rabiando por primera vez en su vida, mirando al Indio de reojo, preguntándose quién sería ese niño nuevo y sin explicarse aún qué era lo que había pasado. Se iban echando las culpas unos a otros, como los malos perdedores y los malos compañeros. Desde aquel día el Indio fue nuestro mejor fichaje junto con Inés la Ciempiés. 

—¡Eh, Indio! ¿A qué te dedicabas tú en Ecuador? ¿A jugar al fútbol todo el día? 

Esto se lo pregunté cuando subimos a clase, mientras sacábamos los cuadernos de matemáticas. Pero el Indio no dijo nada. Solo sonrió con su gran sonrisa y al hacerlo me enseñó su diente roto.

 

2

 
M

IS mejores amigos eran Zampa, Trepa, Inés la Ciempiés y Camaleón. A mí me llamaban Rollo. Por supuesto que estos no eran nuestros nombres verdaderos, sino los motes que nos habíamos puesto entre nosotros y que indicaban algún aspecto de nuestra personalidad.

Zampa, viene de Zampabollos, y le llamábamos así porque se pasaba el día comiendo. Siempre llevaba los bolsillos llenos de golosinas, galletas, frutos secos, chocolate... y como su hambre era tan voraz que nunca se saciaba, pues comía y comía sin parar todo el día. Como os podéis imaginar, estaba como una bola y cuando jugaba al fútbol no podía correr todo lo que debiera. Nosotros le regañábamos para que no comiera tanto, pero él decía que si no comía no era capaz de pensar. El caso que no entendíamos por qué quería pensar tanto si en lo único que pensaba luego era en la comida. 

A Trepa le pusimos ese nombre por la facilidad con la que se subía a cualquier parte: mástiles de barco, ventanas, árboles, cuerdas, montañas, rocas... nada era lo suficientemente difícil o arriesgado para él. Cuando Trepa decidía subir por alguna parte siempre lo conseguía. Se pasaba el día haciendo equilibrios. De mayor decía que quería ser escalador para rescatar a la gente que se perdiera en la montaña y soñaba con ir a lejanos países a subir montañas de seis mil metros de altura o más. Su mayor ilusión sería poder rescatar a alguien. También le gustaría irse con los de Greenpeace, porque era un gran ecologista. ¡Él podría trepar hasta los barcos contaminadores o hasta los barcos cazadores de ballenas con gran facilidad! 

Camaleón en realidad se llamaba Agustín. El nombre de Camaleón es un nombre más difícil de explicar. Imagino que todo el mundo sabe lo que hacen los camaleones: se camuflan cambiando de color para pasar desapercibidos por sus enemigos. Bueno, pues Camaleón no es que cambiara de color ni nada de eso, pero sí era capaz de pasar desapercibido cuando le interesaba. Es decir, estaba en un lugar pero conseguía que nadie le prestara atención, que nadie se fijara en él, que nadie se diera cuenta de que él estaba allí. Esto es pasar desapercibido. No sabemos cómo lo hacía, ¡pero el caso es que lo hacía! Por eso le llamábamos Camaleón. Era la persona ideal para ser detective. Pero Camaleón tenía un problema: se creía una persona poco inteligente porque a veces suspendía alguna asignatura. Es decir, tenía complejo de tonto. 

A Inés la Ciempiés ya la conocéis un poco. Inés chutaba con la fuerza de cien pies, por eso la llamábamos así. A parte de ser nuestro mejor fichaje, la única chica del equipo, de enfermar a menudo de la garganta y de tener dificultades para llegar a la portería del equipo contrario esquivando a los brutos de quinto, otra cosa que le ocurría a Inés es que tenía una hermana de dieciséis años con la que se llevaba fatal. ¡Tener una hermana de dieciséis años es tener un gran problema! Y es que la hermana de Inés se chivaba siempre que Inés jugaba al fútbol cuando su madre se lo había prohibido, lo cual le ocasionaba más de un lío. 

Bueno, ya solo quedo yo. A mí me llaman Rollo. Y me llaman Rollo no porque sea un rollo o un tostón 

Zampa, Inés, Trepa, Camaleón y yo nos hicimos amigos del Indio desde el día en que ganamos el partido, y a partir de ese momento todos juntos comenzamos a formar un gran equipo. No solo en fútbol, sino en muchas otras cosas. 

Hasta ese día nuestra vida era un cú mulo de monotonía, y esto quiere decir para quien no lo entienda que nuestra vida era asquerosamente aburrida. Nunca nos pasaba nada interesante ni digno de ser contado. Lo más divertido que nos podía suceder era que el profesor de música, el antipático señor Corneta, nos contara un chiste o trajese el peluqúın torcido o la corbata llena de manchas. ¡Imaginaos el panorama! 

Pero esta situación cambió con la llegada del Indio. Y no es que el Indio tuviera nada de aventurero. No, el Indio ni siquiera era divertido o simpático, era más bien tímido y callado. Aunque eso sí, era muy, pero que muy misterioso. Cuando nos quejábamos porque nos aburríamos, el Indio nos decía que las aventuras, igual que las historias, siempre están a nuestro alrededor, que solo tenemos que descubrirlas, saber mirar, abrir los ojos. 

Sí, el Indio decía cosas tan raritas como esta, y nosotros le escuchábamos por respeto, pero la verdad es que al principio no entendíamos nada de lo que nos decía.