El día después del día

Manuel Lourenzo González

 

Contenido

Portadilla

 

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Créditos

1

 

ALGUNOS pensarán que exagero cuando digo que la aparición de Lionel en mi vida fue una explosión. No exagero nada: fue una explosión. Tan potente, que hizo que volase la cancilla del jardín y se estrellase contra la ventana de mi habitación. En un abrir y cerrar de ojos, mil pequeños fragmentos de madera y cristal se esparcieron en el aire y permanecieron flotando como confetis con una lentitud pasmosa durante segundos, para después ir a caer sobre el piso con un ruido de lluvia metálica. Por fortuna, en ese momento yo me encontraba todavía haraganeando en la cama, ignorando las severas amenazas de mi madre que, tras varios intentos fallidos, probaba nuevas estrategias para que me levantase. Era la hora de ir al colegio, cierto: ¿pero a quién se le puede pedir diligencia cuando apenas habían terminado las vacaciones de verano y ya nos enfrentábamos a la dura realidad de un nuevo curso? ¿Es que nadie se percataba de lo maravilloso que era el no hacer nada y, simplemente, dormir?

Sin pretenderlo, la pereza me salvó de la violencia de los proyectiles que volaron por el cuarto. Y se consiguió lo que no conseguían los esfuerzos de mi madre: que me levantara de un brinco. Desde el hueco de la ventana, vi a Lionel por primera vez. Permanecía de pie, asombrado ante el negro agujero que se había abierto en el suelo justo en el lugar donde unos minutos antes estaba nuestra bonita cancilla de rejas verdes con decorados florales. Ahora solo era un sembrado de cenizas humeantes.

Lionel era un chico de unos ocho años, de cuerpo menudo, con la piel pálida y el pelo negro y rizado. Vestía un gabán amarillo y una gorra de lana también amarilla. Yo ya había oído hablar de él y de su extraña familia, pero, en aquel momento, de ninguna manera podía prever la importancia que iba a tener en mi vida en los meses siguientes. Solo sabía, por su postura con las manos en las caderas y la atención concentrada, que era el causante de la catástrofe. Lo demás eran incógnitas.

No era yo la única que quería saber. En pocos minutos, se abrieron las puertas de las casas colindantes y salió un montón de gente a preguntar qué había sucedido. Mis padres fueron de los primeros. Con pasos dubitativos, mirando alternativamente hacia el hueco abierto en la verja, el de la ventana y las tablas y cristales mezclados con las hojas recién caídas, se acercaron al chico y comenzaron a interrogarlo. Yo no podía oír la conversación debido al bullicio, pero no era difícil de adivinar.

Al poco, se presentaron los coches de la policía, con sus frenadas ruidosas y el chispeo de las luces intermitentes. Los agentes examinaron minuciosamente el escenario, tomaron fotografías y escucharon a todo el mundo. Yo, que cuando ocurrió aquello era una niña de diez años recién cumplidos, me sentí orgullosa de que tanta actividad en el barrio tuviese que ver con mi casa y, aún más, con mi ventana.

Por fin, mi madre se acordó de que estaba en la habitación y volvió la cabeza.

–¡Maite! ¡Maite!

Quise tranquilizarla con gestos, pero aun así subió apresurada. Los policías se habían hecho cargo de la situación y se llevaban al chico en los coches patrulla, de nuevo rechinando y parpadeando en la luz incipiente del amanecer. Tras asegurarse de que me encontraba bien, mamá fue al dormitorio de mi hermano mayor, Víctor, que se estaba vistiendo y no se había enterado de nada por tener puestos los cascos con su música horripilante y estruendosa. Recuperado el aliento, comentó, hablando más para sí misma que para nosotros, que no entendía cómo podía haber unos padres tan irresponsables que dejaban a los hijos jugar con explosivos. Que a quien debería detener la policía era a los padres de Lionel, no al pobre niño que, después de todo, no era más que un chiquillo y no sabía lo que hacía. Más tarde, mi padre nos puso al corriente de que algunas familias se proponían presentar denuncias en el juzgado, ya que no era la primera vez que ocurrían incidentes en el pueblo por causa de los Estévez. Ese era el apellido de la familia del niño. No llegó a explicar de qué incidentes se trataba, pero por lo visto estaba en juego nuestra seguridad.

Durante el desayuno amplié mis informaciones sobre los Estévez. Habían llegado a Fortiela unos seis meses atrás y habían alquilado como vivienda una vieja casona conocida como Casa de la Luz, apodada así porque en tiempos había sido una especie de fábrica en la que se producía electricidad. Estaba situada en un arrabal de la zona sur, por el que cruzaban el río Ledo y la vía del ferrocarril, que por ese tramo discurrían paralelamente, y muy cerca de la estación, de la que la separaba solo un pequeño parque. Sus propietarios se habían despreocupado de ella, relegándola al abandono, y solo en los últimos años se había visto en el portal un cartel anunciando el alquiler. A pesar de ser Fortiela una ciudad de tipo medio, con sus ochenta mil habitantes, con casi tanta actividad industrial y comercial como la que había en Villarenosa, la capital de la comarca, no había nadie que deseara habitar una casa tan enorme, que necesitaría reparaciones cuantiosas para hacerla acogedora. Sin embargo, nada más verla, los Estévez se entusiasmaron con las posibilidades que ofrecía una propiedad tan vasta, que ellos consideraron en condiciones aceptables de habitabilidad.

La llegada de los Estévez no había pasado desapercibida para nadie en los barrios del sur. Y no solo por su aspecto, en general descuidado, ni por instalarse en la Casa de la Luz, sino sobre todo por las numerosas cajas –grandes, pequeñas y medianas– y las extrañas máquinas que descargaron de tres camiones de mudanzas: máquinas que en nada se parecían a frigoríficos ni aspiradoras ni cortacéspedes.

Del matrimonio, apenas se sabía que tenían un único hijo llamado Lionel, nombre realmente poco habitual, y que ambos se dedicaban en exclusiva a algún tipo de actividad científica. Más o menos, que eran inventores. Al parecer de los vecinos, dado que no habían contratado a nadie para ejercer las tareas domésticas y que era imposible atender con eficiencia tan enorme casa, no era de extrañar el estado de abandono en que tenían al hijo, del que ni siquiera se preocupaban de que acudiera al colegio. A mí, esta circunstancia me pareció extraordinaria. No sabía que fuese posible no ir a ningún colegio; todos mis conocidos y conocidas iban a alguno, y para los mayores eso era tan natural que ni siquiera se tomaban la molestia de justificárnoslo. El hecho de que Lionel no asistiese a ningún centro educativo significaba que esta obligación no debía de ser tan ineludible.

El día de la explosión, en mi colegio no se habló de otra cosa, y yo me sentí de nuevo feliz de ser la protagonista de las preocupaciones de todos. Pero como no tenía mucho que contar, pues no había sufrido heridas ni me noté presa de un susto mortal, la curiosidad se agotó pronto. Me arrepentí de no haber inventado alguna mentira, como que la potencia de la carga me había arrastrado por el aire o que los cristales habían pasado como flechas a escasos centímetros de mi piel. O que el ruido había sido tan potente que me había quedado medio sorda. Decidí que si algún día me volvía a ocurrir algo poco común, exageraría lo necesario para que se me prestase atención. No habría hecho daño a nadie con un poco de teatro.

El único que siguió interesándose por lo sucedido fue Sindo, un chico de sexto curso con fama de huraño y poco amigable. Contraviniendo su comportamiento habitual, no paró de hacerme preguntas durante el recreo, e incluso me convidó a compartir su rica chocolatina, lo que le agradecí de corazón al tiempo que abandonaba en la papelera el resto de mi bocadillo de queso de cabra y pan integral. Sindo ya conocía a Lionel. Mientras que mi casa se situaba en un bloque de viviendas unifamiliares próximo al centro, su piso estaba justo enfrente de la Casa de la Luz, y desde que la familia Estévez se había instalado, él había seguido con interés sus extrañas costumbres.

–No hacen nada igual al resto de la gente. Apenas salen de casa, trabajan hasta altas horas de la noche, no se sabe en qué; su coche es una furgoneta vieja y destartalada, la antena de televisión parece la de una nave espacial... Al padre nunca le he visto la cara. La más normal debe de ser la madre, que va a la compra y es la única que habla con la gente. Para limpiar la casa usan una máquina con muchos brazos, la he visto desde mi ventana. Y el servicio de transportes está continuamente trayéndoles paquetes.

–Tiene que ser una vida divertida.

Pero el que más atraía su atención era Lionel.

–¿Crees que Lionel es un nombre de verdad? Una vez me acerqué a la valla de su huerta y lo oí conversando con la madre. Ella le explicaba lo que debía hacer y lo que no debía hacer en cosas tan normales como andar por la calle o saludar a los vecinos. Debe de ser un randa de cuidado. Y hace cosas raras.

–¿Cosas raras?

Me contó que lo había visto montado en una bicicleta de ruedas ovaladas en la que no necesitaba pedalear. Iba sobre ella como si cabalgase en un caballo y daba vueltas alrededor de la casa a gran velocidad. Al final, fue directo a empotrarse contra la valla, pero salió por el otro lado como si la pared fuese de humo, y continuó su carrera.

–Eso es difícil de creer –le dije.

–También lo fue para mí.

Otro día, lo había visto subir a un arce del parque que hay frente a la estación. Trepaba con facilidad y llegó hasta las ramas más altas, donde permaneció un tiempo con la vista fija en las nubes. Hacía gestos, como si tratase de agarrarlas. Entonces, dio un salto para coger una y se cayó.

–Yo pensé que se rompería los huesos, ya que es un árbol muy alto; pero nada. Se cayó de pie y, tras unos segundos de desconcierto, se marchó andando sin dar muestras de dolor. Como si hubiera saltado de una banqueta.

En otra ocasión, dijo, lo vio jugando con unos palos junto a la vía del tren. Se esforzaba en colocarlos en vertical unos sobre otros. Estaba con tres niños que no eran del barrio, los cuales lo observaban con atención. Y acabó por conseguirlo. Las maderas permanecieron de manera milagrosa haciendo una columna, hasta que el estruendo del tren lo distrajo. Entonces se desmoronaron. El tren pasó a su lado como un rayo y Lionel no pareció asustarse ni un poco. Cuando el tren desapareció, los demás chicos ya se habían ido.

–¿Por qué dice la gente que los Estévez son peligrosos?

–Se les culpa de haber producido cortes eléctricos, interferencias en la telefonía, ruidos molestos... Mi tío Adrián, que trabaja en el Centro Geológico de Sierra Columba, asegura que los sismógrafos han detectado leves explosiones en el subsuelo en la zona de la estación. También se les atribuye la contaminación de algunas fuentes, y parece ser que, en las fincas del otro lado del río, los meloneros dieron pimientos.

–Las fuentes estaban contaminadas antes de que viniesen. Y los pimientos… están muy ricos.

–En ocasiones se ven nubes de humo que se levantan de su tejado. Yo creo que preparan algo gordo.

–¿Algo gordo?

–¿No lo ves? Explosiones, cortes energéticos, nubes radiactivas, mutaciones...; máquinas extrañas, la antena para la comunicación interespacial... Esos están preparando algo muy, pero que muy gordo.

Le pregunté a mi amigo si le gustaba el cine y no vaciló en confirmármelo. La ciencia ficción era su género favorito. Consideré que, en lo sucesivo, debía discernir cuándo hablaba de la realidad y cuándo lo dominaba la fantasía.

Finalizado el recreo, Sindo y yo habíamos tomado la decisión de conocer a Lionel: aunque por distintos motivos, a ambos nos parecía una persona muy atrayente. Y, ya que él no venía a la escuela, tendríamos que acercarnos nosotros a su casa. No sería fácil, pues ambos teníamos las tardes ocupadas con nuestras respectivas actividades extraescolares y, por otro lado, temíamos que nuestros padres no nos dejasen trabar amistad con el hijo de unos vecinos a los que pensaban denunciar por peligrosidad social. Necesitábamos una estrategia.

–Iremos sin pedir permiso –atajó él con decisión–. Por la mañana.

–Por la mañana tenemos que estar en el colegio –le recordé.

–Por eso. Nadie nos echará en falta.

–Te equivocas. Nos pondrán una falta enorme.

–Vendremos a la primera clase, saldremos y volveremos a la última. Sé cómo hacerlo. Al ser principio de curso, los profes no nos conocen. Si pasan lista, diremos que nos encontramos mal, que fuimos al cuarto de baño.

Sindo proponía una aventura arriesgada. Como las puertas principales estaban siempre vigiladas, tendríamos que salir por la de atrás, que solo abrían los conserjes cuando venían los camiones a traer provisiones para el comedor de los pequeños.

–Lo haremos mañana –concluyó.

2

 

Y llegó mañana. Acudimos a nuestras aulas a primera hora, trabajamos aplicadamente y, en el cambio de clase, desaparecimos, cada uno por su lado. Yo me encontraba sumamente nerviosa, incluso estaba segura de que no me atrevería a abandonar el centro. Me sentía una delincuente a punto de cometer el gran delito por el que sería condenada a pasar el resto de mi vida en la cárcel.

Sindo me esperaba junto a la puerta. Él, por el contrario, parecía muy tranquilo.

–Pareces muy tranquilo.

–Estoy que me cago –contestó mientras empujaba el portalón cuidando de que no rechinase. Volvió a cerrar cuando estuvimos fuera.

–¿Has hecho esto más veces?

–Lo hice una vez.

–¿Cuándo?

–Un día. Por probar.

Atravesamos parte de la ciudad temiendo que nos viese alguna persona conocida. Aprovechábamos las sombras de los edificios, cruzábamos las calles lejos de los pasos y los semáforos y evitábamos las miradas de los transeúntes. Como él era alto y espigado y parecía mayor, yo, más baja y algo más gordita, hacía esfuerzos inútiles por ocultarme detrás de su cuerpo. Justamente como dos malhechores. Si la policía hubiese estado vigilando, solo habría tenido que fijarse en nuestro comportamiento para saber que estábamos a punto de quebrantar todas las leyes.

Distrajimos los nervios hablando. Le pregunté si Lionel no seguiría detenido por causa de la explosión provocada delante de mi casa. No era así. Su madre había ido a buscarlo y todo se había arreglado con una multa. Doña Juana, así se llamaba la sufrida señora, pagó sin rechistar, pidió disculpas y juró que no volvería a ocurrir.

–¿Sabes? –le dije–, cuando voló mi ventana, los fragmentos no cayeron al suelo; quiero decir, no cayeron inmediatamente. Permanecieron un rato flotando en el aire, como si fueran confetis.

Él tardó en contestar. Dijo:

–Tú también ves muchas películas, ¿no? Pero de Walt Disney.

Por suerte, nadie se fijó en nosotros, y en veinte minutos nos hallábamos ante la Casa de la Luz. Yo no era la primera vez que la veía; de hecho, había estado allí muchas veces. Sin embargo, nunca antes me había parecido una construcción tan enorme. Daba pena ver cómo trepaban las hiedras por los balcones y también por la chimenea, con aquel tejadito tan simpático.

–A lo mejor corremos un riesgo yendo a su casa.

–El riesgo lo correríamos en clase. Por lo menos, yo. No hice los deberes de Matemáticas.

Lionel estaba sentado en la escalinata delante de la puerta. Nos pareció que hablaba solo, señalando de vez en cuando a los pájaros que volaban en grandes bandadas en dirección a la sierra. Cuando Sindo lo llamó, se volvió.