A la memoria de Elena Pradas,
mi amiga del alma.
A Pablo,
aunque nunca se haya llamado Pablo.
I
La vida es un gran teatro. Nosotros somos los actores de la obra de nuestra existencia. Podemos elegir el papel que queremos representar o consentir que otros, o las circunstancias, nos impongan los diálogos.
Peor aún resulta que solo interpretemos monólogos.
¿Y si el papel que te toca representar no es el que deseabas? ¿Y si preferirías convertirte en el protagonista? Solo hay que saber cómo darle la vuelta al guion, cómo cambiar de personaje. Será más fácil si eres tú quien escribe el texto.
Mi vida había sido un monólogo en voz baja durante demasiados años y buscaba un interlocutor válido, otro personaje con el que convertir mi existencia en una obra maestra o, al menos, en una realidad agradable. Lo que me ocurrió comenzó siendo un lánguido drama, para convertirse después en una comedia de enredo, en un despropósito con sorpresa final.
El azar me llevó, el día antes de estrenarme en la universidad, a darme un paseo sola por el Retiro. Desde pequeña me ha fascinado observar los espectáculos callejeros, los títeres que se representan alrededor del lago, los malabaristas, los músicos, los magos, las estatuas vivientes y hasta las señoras que leen las cartas interpretándolas sobre una mesa plegable. El conjunto destila una magia especial que nadie ignora: niños y mayores acaban atrapados y absortos ante alguno de estos artistas genuinos y entusiastas. Genios que cobran las escasas monedas que tú quieras darles.
Me gusta escribir después lo que he visto y vivido; por eso elegí estudiar Periodismo. También disfruto sentándome en un banco a leer, siempre que el tiempo lo permite. Me parece que el paisaje se difumina y me transporto al lugar que me cuenta el libro. Más de una vez, la tarde se me ha convertido en noche sin que me percatase y he tenido que salir a la carrera del parque para no quedarme la última, en compañía de los escasos vagabundos que dormitan allí con el buen tiempo.
Era un domingo por la tarde, de finales de septiembre. El otoño apenas había hecho acto de presencia en el parque, y la gente abarrotaba las terrazas mientras los niños se asombraban sentados en el suelo frente a las marionetas. Sería el destino el que me llevó ese día junto al lago, o esas casualidades extrañas que yo sé que no existen. Las piezas del rompecabezas de mi vida durante ese curso comenzarían a engarzarse allí mismo.
Caminaba abstraída, con mi libro bajo el brazo, cuando un sombrero negro de ala ancha cayó a mis pies. Me agaché a recogerlo y busqué a su propietario. En un banco, frente a mí, un hombre se maquillaba e intentaba, sin éxito, pegarse al rostro una enorme nariz.
–¿Esto es suyo? –le pregunté entregándole el sombrero.
–Gracias, señorita –tenía una voz grave, como surgida del fondo de una cueva–. ¿Podrías sujetarme este espejo, por favor? –me pidió.
Me senté a su lado y le sostuve el espejo minúsculo que había sacado de un destartalado maletín, para que continuase con su proceso de caracterización. El maquillaje le prestaba una edad indefinida, aunque parecía sobrepasar los cuarenta.
–Esta maldita nariz, que no quiere pegarse –se quejó–. Y sin ella no puedo representar a Cyrano.
–¿A quién? –pregunté.
–A Cyrano de Bergerac. Eres demasiado joven, seguro que no lo conoces.
Vaya, aquel hombre no sabía con quién estaba hablando. Los que están de vuelta de todo piensan que los jóvenes no sabemos nada.
–Claro que lo sé. Es un personaje de una obra de teatro, ¿no? –recordaba haber visto la versión cinematográfica interpretada por Gerard Depardieu unos años atrás.
–Bien –me miró sorprendido–. Algo sabes, chiquilla.
–¿Y para qué te disfrazas de Cyrano? ¿Harás de estatua viviente sobre una caja?
–Mucho más –su voz adquirió un tono teatral–. Voy a interpretar a Cyrano. Soy actor de monólogos. ¿No me has visto otras veces?
Negué con la cabeza. Lo cierto era que llevaba bastantes semanas sin pasear por allí. Por lo visto me había perdido sus memorables actuaciones.
–Tampoco llevo aquí demasiado tiempo. Antes estuve en Barcelona; no me gusta pasar más de tres meses en una misma ciudad. ¡Soy un alma errante! –exclamó–. Si te quedas te dedicaré mi monólogo.
Se puso en pie y comprobé que poseía una espigada figura y un cuerpo fibroso que parecía curtido en mil viajes y pocas cenas. Se caló su sombrero y comenzó a convocar a los viandantes a grandes voces. No era un espectáculo habitual; los artistas del Retiro se inventaban actuaciones cada vez más sorprendentes para llamar la atención. Pensé que pocas personas se detendrían a escucharle; la oferta de interpretaciones era grande, pues aún reinaba el buen tiempo. Me equivoqué. Su primera frase animó a unos cuantos a formar un corro a su alrededor:
–Un hombre honesto no es francés, ni alemán, ni español; es ciudadano del mundo, y su patria está en todas partes.
Totalmente metido en su papel, declamó un magnífico monólogo en verso en el que comenzó burlándose de su exagerada nariz y de sí mismo, y continuó lamentándose de que su amada jamás se fijaría en él por culpa de su fealdad.
Al finalizar, se acercó a mí haciendo una aparatosa reverencia. La gente aplaudió y unos cuantos dejaron monedas en su sombrero; yo también lo hice. Siempre que me paro a disfrutar de una actuación dejo algo a los titiriteros, me parece lo justo. Cuando era pequeña, mis padres se quejaban de lo caro que les salía llevarme al Retiro, más que pagar las entradas del cine.
Me acerqué a felicitarlo.
–Enhorabuena, me ha gustado mucho.
–Gracias, chiquilla –su sonrisa era franca, parecía una de sus señas de identidad.
Me despedí deseándole buena suerte, y ya me alejaba cuando me llamó.
–Espera. ¿Puedo contarte algo más de Cyrano? Veo que no sabes bien quién era –dijo al tiempo que me invitaba a sentarme a su lado.
Resultaba chocante sentarse a hablar en un banco del Retiro con un tipo ataviado con un estrafalario disfraz y una no menos llamativa nariz de Pinocho.
–Cyrano es un personaje, ¿no? Ese que acabas de representar.
–No exactamente –contestó sin parar de mover los brazos; se diría que continuaba actuando–. Existió también en la realidad. Fue un escritor y vivió en el siglo XVII. Un incomprendido y un adelantado para su tiempo: escribió una de las primeras novelas de ciencia ficción. Después, Rostand lo convirtió en personaje de una obra de teatro.
–No lo sabía –reconocí–. Gracias por contármelo. Volveré el próximo fin de semana a escucharte. ¿Estarás por aquí?
–¡Quién sabe! Ya me has oído, soy ciudadano del mundo. Es broma, sí que estaré, todavía llevo poco tiempo en Madrid y hay alguien que me impide marcharme aún. Si me aseguras que vas a volver, te dejo el libro.
–¿Qué libro?
–Cyrano de Bergerac. Veo que te gusta leer –dijo señalando el volumen que llevaba bajo el brazo–. ¿Quieres llevártelo?
–Yo… –balbucí.
No estaba muy segura de qué contestar. Si aceptaba, me vería obligada a regresar y a seguir entablando conversación con aquel extraño personaje. La idea me gustaba; deduje que un tipo sin domicilio fijo siempre tendría algo interesante que contar a una aprendiz de periodista curiosa. El hombre sacó el libro de su maletín raído por mil viajes. Era un ejemplar desgastado en el que la portada aparecía borrosa. Me lo tendió y lo cogí con cierta aprensión: debía de llevar cientos de microbios incrustados.
–Te gustará, ya verás. Aunque seas tan joven. Se parece a mí –suspiró–. Cuando volvamos a vernos, te contaré por qué. ¿Te parece bien, chiquilla?
–Gracias –no fui capaz de negarme–. Te lo traeré el próximo domingo.
–Es una triste historia, pero de la que se puede aprender mucho. La verdad no reside en lo que vemos. Cyrano enamora a Rosana con sus cartas. Aunque ella crea que ama al guapo Cristián, son las frases de Cyrano las que la fascinan. El poder de la palabra, chiquilla.
Me despedí como quien cierra un libro y abandona un personaje en la página recién leída. Costaba creer que detrás de aquel discurso se escondiese un humano de carne y hueso. Desde luego, se trataba de un excelente actor y había logrado hacerme caer en su juego de la ficción.
Deambulé por el Retiro un rato más y comencé a ojear el libro. Algunas páginas estaban señaladas con papeles doblados y supuse que serían marcas para localizar los fragmentos que recitaba en sus actuaciones. Después de lo que me había contado el actor, recordé bien la historia: el personaje tenía un amor platónico al que escribía encendidas cartas de amor que otro firmaba como suyas. Ella ignoraba los sentimientos de Cyrano, aunque en realidad era a él a quien amaba.
Los personajes reales y los ficticios, en una extraña mezcla que los haría irreconocibles, habían comenzado a entrar silenciosamente en mi vida, encabezados por Cyrano.
Todavía paseaba por el parque cuando sonó mi móvil; era Sandra.
–¿Dónde estás? –su pregunta sonaba a acusación.
Sandra es mi mejor amiga. Hemos crecido juntas, con el apabullante peso de ser hijas únicas y de tener unos padres mayores y rígidos en nuestra educación, inequívocamente castrense.
A ella le fue mejor; poseía un físico envidiable y un carácter alegre y optimista que no tardó en llamar la atención de muchos de los chavales de la clase de segundo que nos adjudicaron el curso anterior. Al menos había uno que merecía la pena, Luis, que la sacó de la ignorancia y la alejó de mis fines de semana. Me alegré por ella y seguí paso a paso la evolución de su historia, pero a partir de ese momento empezó una etapa diferente en mi vida: ya no éramos dos para todo, era yo sola y no sabía bien cómo salir de esa soledad.
Por eso tenía la ilusión de que en primero de Periodismo las cosas iban a cambiar.
–Mañana empezamos –me decía Sandra por teléfono, tan nerviosa como yo.
–Estoy deseando, aunque sea la primera vez que estudiamos en sitios diferentes. Me va a parecer raro –contesté con sinceridad.
–Enseguida harás amigos; espero que no te olvides entonces de mí.
Me hizo gracia que precisamente ella, que casi me había desterrado de su vida, temiese a mis posibles nuevas amistades.
–Descuida, no habrá ninguna tan divertida como tú –contesté entre risas.
–Ya verás lo bien que vamos a estar, estudiando lo que nos gusta y con gente madura.
Sandra tenía una visión demasiado optimista de nuestro futuro inmediato. Posiblemente, en la facultad encontraríamos compañeros parecidos a los del colegio y habría asignaturas tan intragables como las dichosas Matemáticas del curso anterior. No la contradije, no quería desanimarla. Además, ella empezaba Derecho y nada podía parecerme más aburrido que estudiar semejante carrera.
–He pasado la tarde aquí, en el Retiro –le conté.
–¿Qué? ¿Viendo marionetas junto al lago? –se burló.
–Bueno, algo parecido. Me lo he pasado bien. Había un tío que recitaba a Cyrano…
–Eres un caso, rica –me cortó–. Podías haber llamado a Sergio y aprovechar el último fin de semana sin tener que pasar apuntes.
–¡Que me hubiese llamado él! Además, no me apetecía verle –protesté.
–A él, seguro que sí –afirmó con sorna–. Ya me encargaré yo de que te llame, puede ser que nos toque en la misma clase.
Sergio también había escogido Derecho, como Sandra. Era un compañero del curso anterior que había mostrado cierto interés hacia mí. Me parecía un chico divertido y agradable, moreno, con unas larguísimas pestañas negras y un innegable atractivo, pero tenía poco que ver conmigo. Enseguida me percaté de que nuestros intereses no eran los mismos y de que me aburriría como una ostra saliendo con él. Quizá fuera un chico demasiado normal para una novelera como yo.
Quedamos en hablar al día siguiente para contarnos qué tal nos había ido nuestro debut. Seguro que Sandra llegaría encantada a su casa. Y yo debía aprender de su mirada positiva e intentar ver lo bueno de la nueva situación. Me prometí a mí misma imitar a mi amiga.
–Buena suerte, rica.
–Buena suerte.
Pero la suerte ya estaba echada; lo único que nos quedaba para el día siguiente era comprobar si verdaderamente la habíamos tenido, o no.
II
Se llegaba fácilmente a la facultad desde mi casa. Unas pocas estaciones de metro y el edificio de cemento gris aparecía, frío y deslucido, enfrente de la salida. Alguien me comentó que había recibido un premio de arquitectura; costaba creerlo. Si se decidiese qué carrera estudiar teniendo en cuenta el lugar en el que se imparten las clases, posiblemente no habría ni un solo licenciado en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid. Tal vez sea una opinión muy subjetiva, pero lo cierto es que jamás escuché ningún comentario positivo por parte de mis compañeros sobre el inmueble en cuestión.
Contaban que, cuando lo construyeron, encontraron muchos cadáveres de la Guerra Civil, pues sobre esos terrenos se libraron duros combates al final de la contienda. La facultad de Periodismo se asentaba sobre la más reciente y cruel historia de España, me pareció una situación simbólica: la cultura, la ciencia y la verdad resurgían sobre las cenizas de un pasado que no se debería repetir jamás.
El aula que nos asignaron a los alumnos de primero era enorme, fría y mal iluminada. Su frialdad provenía del nefasto gris del cemento y de las desangeladas sillas, único mobiliario de la sala, esparcidas aquí y allá sin orden ni concierto. Nada de ello consiguió desanimarme.
Me senté en una de las primeras filas; siempre lo hago. Si no veo bien al profesor es como si no le oyese. Supongo que esa era una de las razones por las que siempre me consideraron una empollona en el colegio: prefería sentarme en la primera fila. No quise repetir el error y escogí la tercera. Nadie se atrevió a sentarse delante del todo.
La primera clase era Teoría de la Comunicación. Asustaba un poco: mucha terminología nueva y un profe con aspecto de duro. Eché un vistazo a los compañeros de la clase, me parecieron demasiados: había casi cien personas en aquella aula con pinta de almacén. Se veía a muchas chicas hablando entre ellas y algunos chicos con cara de despistados.
Durante uno de los cambios de clase descubrí, varias filas más atrás, a un chico enfrascado en la lectura de un libro a pesar del revuelo reinante. No le podía ver bien la cara; el flequillo le tapaba la frente, llevaba la barba recortada y una reluciente camisa blanca. Le puse un punto positivo, supongo que por su afán lector: cuando menos extraño en medio de aquel bullicio.
Tardé pocos días en conocerlo y para ello tuve que llegar tarde por primera vez en mi vida, aunque suene exagerado. Soy patológicamente puntual, pero esa mañana Sandra se había empeñado en que desayunásemos juntas en la cafetería de su facultad, y ella sí es de las que llegan tarde. No había manera de cortar la conversación. Ciertamente teníamos novedades que contar, pero yo no dejaba de mirar el reloj a pesar de que ella parecía ignorarlo.
Por fin me despedí de Sandra, aunque por mucho que corrí, cuando llegué, encontré cerrada la puerta del aula. Me daba vergüenza aparecer tarde la primera semana de clase y dar una mala imagen al profesor.
–Acaba de entrar –me dijo el bedel al verme indecisa ante la puerta–. No le habrá dado tiempo ni a sentarse.
En efecto, cuando abrí la puerta, mis compañeros aún charlaban y el profesor todavía no había comenzado a hablar. Comprobé con cierto disgusto que mi sitio de los días anteriores, en la tercera fila, ya estaba ocupado y tendría que ponerme detrás.
Caminaba por el pasillo central en busca de un asiento libre cuando el chico de la camisa blanca levantó la vista y se cruzaron nuestras miradas. Ocurrió muy rápido, pero, por su expresión, supe que no era la primera vez que me veía. Pasé por su lado y me senté justo detrás. Escuché su voz cuando se dirigió al compañero que se sentaba al lado y comprobé que sonaba bien, acariciadora y con un acento que no llegué a reconocer.
La clase comenzó. No me enteré de mucho porque apenas veía al profesor y, además, porque estaba más pendiente de su pelo negrísimo, de sus hombros y de su camisa blanca. Me pareció que él se removía inquieto, como si percibiese la sombra de mis ojos caminando por su espalda.
No quise reconocer la señal de peligro, esa que me advierte de que me voy a deslizar por una inevitable pendiente. No me detuve a considerar las consecuencias, y cuando no se hace, casi siempre se acaba sufriendo.
Una vez leí que el amor se puede provocar, pero no se puede impedir. Tengo la mala costumbre de llamarlo a gritos, de introducirme de forma consciente en la boca del lobo y luego lamentarme de no encontrar la salida del laberinto.
No se giró a hablar conmigo y yo, en cuanto pude, regresé a la tercera fila a tomar apuntes, aunque no pude evitar seguirle con el rabillo del ojo en cada cambio de clase. Cuestión de tiempo, pensé, tienes un largo curso por delante para entablar conversación con él… siempre y cuando no se interponga otra más avispada. Quizá habría que dar algún paso. Afortunadamente, no hizo falta.
Al acabar las clases salí despacio en dirección al metro, con la esperanza de que él decidiese seguirme. Por una vez acerté en la jugada y, antes de llegar a la planta baja, escuché una voz detrás de mí.
–¡Eh! ¡Espera! –lo reconocí sin necesidad de volverme.
Respiré hondo; tocaba comprobar si el chico cumplía mis expectativas o me había dejado llevar por una apariencia agradable, como le ocurría a la Rosana del libro de Cyrano.
–Hola, ¿vas hacia el metro? –me preguntó.
Me sobraron segundos para comprobar que el dueño de aquella voz poseía, además, un rostro agraciado y unos expresivos ojos verdes que, juraría, me miraban con complacencia.
–Sí. ¿Te vienes? –menuda pregunta idiota, estaba claro que esa era su intención.
–Me llamo Pablo, ¿y tú? –se presentó sin los dos besos de rigor. Casi mejor.
–Sofía.
–Ya he visto que sueles sentarte en las primera filas –vaya, se había dado cuenta de que era la empollona, ahora me pediría apuntes y…
–Es una buena costumbre que yo también debería practicar –añadió–. No puedo permitirme ni un solo suspenso.
Esa frase me gustaba más: le ponía en el bando de los aliados. Quizá llegase a ser un buen compañero de estudios.
–Al principio todas las asignaturas parecen duras –quise seguir con su conversación–, pero seguro que luego no son para tanto.
–No sé qué decirte –replicó–. No tengo una buena experiencia.
–¿Repites curso? –pregunté. No tenía pinta de ello, aunque sí parecía algo mayor que yo.
–Empecé Derecho, más por empeño de mi padre que por decisión propia –se quejó–. Él no estaba de acuerdo con que estudiase Periodismo y yo solo sabía que me gustaba escribir. Me dejé convencer y fue un desastre. Ahora soy yo quien tiene que convencerle a él de que este es mi sitio.
–No me extraña que no te fuese bien en Derecho. No me parece demasiado atractivo estudiar tantas leyes –corroboré.
–No es solo eso. Hay que tener vocación, como para todo. Y yo no tengo vocación de abogado, como mi padre.
Acabáramos, de ahí el empeño paterno en que estudiase semejante carrera. Y yo me quejaba de que los míos eran excesivamente rígidos y mayores. Pensaba que esas generaciones de padres empeñados en continuar el oficio familiar pertenecían al pasado.
–Ni yo vocación de militar, como el mío –bromeé.
–Vaya –se rio–. No te imagino con gorra de plato haciendo marcar el paso a los soldados.
–Ridículo, ¿verdad? Afortunadamente, nunca me planteó la posibilidad de imitarle.
–Tampoco puedo culpar a mi padre –intentó aclararme–. Yo me dejé convencer por pura indecisión. Creo que me falta carácter. Ha sido él mismo quien se ha plantado y me ha dado por imposible. Veía que no aprobaba los cursos. Necesité también que mi tío intercediese por mí, convenció a mi padre de que nunca sería un buen abogado, pero le aseguró que algún día vería publicado un libro con mi nombre y su apellido. A mí lo que me gusta es escribir. Al final, mi padre me dijo: «¿Pero tienes idea de lo que quieres estudiar?». Yo le contesté que Periodismo, pero tampoco estoy seguro de mi elección. No sé si esto me servirá para aprender a escribir mejor.
–Supongo que bastante más que Derecho –añadí.
–Eso espero. Si no saco el curso, mi padre me devuelve a Albacete y se acabó.
–¿Eres de Albacete? Ya me parecía que tenías un acento que no era de aquí. ¿Y con quién vives?
–En un piso con mi hermano mayor. Estudia Medicina.
–Y a él no le pusieron pegas –comenté.
–Claro que no, ya sabes el prestigio que tiene esa carrera…
–Que no lo tiene la nuestra –apostillé–. Mis padres la hubiesen deseado para mí, tenía nota suficiente. Sé que habrían preferido Medicina antes que Periodismo, pero no me han puesto inconvenientes.
Se charlaba bien con Pablo; no intentaba aparentar más de lo que era y me había confesado sus indecisiones y sus errores en la primera conversación. Se le notaba un poco perdido, pero quién no lo está a los veinte años en los tiempos que corren. Pensé que le interesaba mi amistad para sacar el curso: si se sentaba en la tercera fila, venía asiduamente a clase y estudiábamos juntos, aprobaría seguro. Mi inseguridad me hacía pensar que tal vez él se había acercado a mí con esa única intención.
Seguimos hablando animadamente hasta la estación de San Bernardo, donde se bajó. Antes de despedirnos, me hizo una sencilla propuesta que me resultó sorprendente:
–Podíamos comer juntos el lunes en el comedor universitario. ¿Te apetece?
Contesté afirmativamente, por supuesto. El fin de semana, hasta el lunes, se me iba a hacer eterno.
III
La tarde del sábado me acerqué al Retiro en busca del actor ambulante. Llevaba el libro de Cyrano en la mochila y una felicidad recién estrenada que ya tenía nombre, aunque aún no supiese sus apellidos.
Me senté en el banco en el que nos habíamos encontrado el domingo anterior y abrí el libro. No había tenido tiempo de leerlo durante la semana, más bien me había olvidado de él y, si localizaba a su dueño, pensaba devolvérselo esa misma tarde aunque no lo hubiese acabado.
Allí seguían las hojas dobladas, entre las páginas de Cyrano de Bergerac, al comienzo de varios actos. Desdoblé una de ellas y comprobé que estaba escrita con una letra grande y picuda.
«Querida Mujer Ángel», leí. Se trataba de una carta. Me parecía una indiscreción leerla, pero no pude evitarlo.
Querida Mujer Ángel:
¿Hacia dónde miras que no me ves? Cada tarde te descubro, alada y frágil sobre tu pedestal de mármol fingido, y te envío mis versos apasionados. ¿No me escuchas? Inmóvil y dorada, pareces tan inalcanzable como los ángeles imposibles de un cielo incierto. Ayer escuché tu voz, lejana y armoniosa como la de los seres celestes. Pero no me hablaba a mí. Vi que tu corazón no me pertenece y, hecho esquirlas, lancé al lago los fragmentos rotos del mío. No creas que por eso dejaré de escribirte. Mi corazón sueña y vuela hacia ti convertido en palabras. Estas calientan mi alma con la pequeña hoguera de la esperanza remota. Aún me quedan palabras, aún tengo tiempo para seguir mirándote, frágil y alada, sobre tu pedestal.
–¿No crees que no está bien leer cartas ajenas? –la voz profunda del actor me hizo saltar del asiento.
Me levanté de golpe, como un resorte, y el libro cayó al suelo. El hombre, de nuevo disfrazado de Cyrano, me miraba serio, apuntando su narizota hacia mí como si fuese a sacarme un ojo con ella.
–Yo… lo siento –acerté a decir–. No he podido evitarlo.
–No pasa nada –de pronto cambiaron su expresión y su voz–. Te he asustado, ¿eh, chiquilla?
Él mismo recogió el volumen del suelo y me lo tendió. Aún continuaba impresionada y sin justificación para mi curiosidad.
–Sabía que esas cartas estaban ahí cuando te dejé el libro, lo hice a conciencia –me tranquilizó–. No puedo reprocharte que las hayas leído.
–Solo he leído una.
–Vamos, siéntate. Todavía tengo unos minutos antes de la actuación. ¿Te ha gustado Cyrano de Bergerac?
–Bueno, no he tenido tiempo de leerla. Han empezado las clases en la facultad y…
–¿Qué estudias? –me interrumpió.
–Periodismo, acabo de empezar.
–¡Ah, qué interesante! Ya no eres tan chiquilla. Es lo único que lamento de esta vida errante, que no me permite prepararme de otra forma que no sea autodidacta. Empecé a estudiar interpretación, pero no podía soportar la disciplina de las clases ni el hecho incómodo de pasar un curso entero en la misma ciudad. Soy un tipo raro, ¿no crees?
–Cada uno tenemos nuestras rarezas. Yo tampoco me considero muy normal que digamos.
–Ya me lo parece. No suele haber por el Retiro muchas chiquillas de tu edad solas paseando un libro en lugar de un perro.
Además de bohemio, el hombre era observador. Me caía bien, se parecía poco al resto de los adultos que conocía y siempre me gustó la gente distinta. Lo corriente, lo normal, acaba resultando aburrido.
–Yo también prefiero los libros a los perros –corroboró–. Estoy harto de que me ladren mientras actúo.
–¿Quiénes? ¿Los libros? –quise hacer una gracia.
–No te creas –rio–. Hay gente a la que los libros les ladran. A mí, los que me odian son los perros. El otro día, uno se puso a morderme el pantalón en medio del monólogo. Encima, la gente se reía. Menos mal que conseguí salir al paso y, al final, el incidente me reportó más beneficios de lo habitual.
–O sea, que casi tuviste que darle las gracias al chucho –bromeé–. Pues sí que eres raro; a todos los vagabundos les gustan los perros.
Enseguida me arrepentí del término «vagabundo»; sonaba casi a mendigo o pordiosero. Por lo visto, se me notó en la cara.
–En realidad, sí que soy un vagabundo: persona que va de un lugar a otro, sin domicilio fijo –se definió–. Lo único que me detiene, a veces, es el amor.
La afirmación me resultó sorprendente. ¿El amor? ¿De quién se enamoran los titiriteros? La respuesta la tenía ante mí. No tuve más que seguir la dirección de su mirada para conocerla. Frente a nosotros, justo al borde del lago, una mujer disfrazada de ángel y completamente cubierta de pintura dorada permanecía inmóvil sobre un pedestal haciendo de estatua humana.
En ese instante, un niño depositó una moneda en la caja bajo sus pies, y la mujer se movió lentamente, acariciando el aire, como si fuese a echar a volar de un momento a otro.
–Es una visión del cielo, un auténtico ángel para mis ojos –suspiró con la mirada fija en la Mujer Dorada.
–Es a ella a quien va dirigida la carta, ¿no? –ya sabía la respuesta.
–Todas las cartas se las escribo a ella –volvió a suspirar.
–¿Y cuándo piensas dárselas?
–Se nota que no te has leído Cyrano. Jamás se las enviaré porque no tengo ninguna posibilidad de ser correspondido. Ella ama a otro. Cuando la gente ya se va marchando del parque, un joven viene a recogerla. La ayuda a desvestirse y desmaquillarse con cariño y eso me provoca unos celos enormes. Yo los miro, pero nunca se han dado cuenta, tan ensimismados el uno en el otro.
Se expresaba como Cyrano, más como un personaje que como un hombre de carne y hueso. Me invadió una sensación de irrealidad, como si quien me hablaba se hubiese escapado de las páginas del libro para desahogar su pena.
–¿Nunca te has acercado a hablar con ella? –insistí.
–Aún no, eso quizá lo haga un día de estos. Lo cierto es que ni siquiera sabe de mi existencia.
–No estés tan seguro –le animé–. Con lo que gritas en los monólogos, seguro que te ha escuchado.
–Van dirigidos a ella también, aunque sean los espectadores quienes los oigan. Las cartas, en cambio…
–Las guardabas en el libro sin más –corroboré.
–Sí. Allí han estado, mudas durante todas estas semanas. Por eso, cuando hablé contigo el otro día, se me ocurrió que podías ser una buena lectora. ¡Al menos, que alguien supiese de su existencia!
–Es decir, que lo hiciste a propósito. No para que leyera la obra de teatro, sino tus cartas a la Mujer Ángel.
–Ambas cosas. Para entenderme algo mejor, debías leer Cyrano de Bergerac. Tal vez necesitaba contarle mi caso a alguien. Y te ha tocado a ti. Las cartas me desahogan mucho; mientras las escribo, es como si ella pudiese escucharme.
–¿No te parece que eres algo mayor para tener un amor platónico? –me atreví a objetar.
–Puede que tengas razón. Los amores imposibles son más bien para los adolescentes, pensarás. Será que sigo teniendo alma de niño o que mi forma de vida no me permite otro tipo de relaciones, de esas formales y duraderas –confesó.
–Ya entiendo, no quieres compromisos.
–No puedo comprometerme, que no es igual –quiso aclarar–. Pero no quiero renunciar a la sensación maravillosa de estar enamorado. Estoy enamorado del amor. Lo que ocurre es que el amor tiene que ser una pieza que encaje en mi vida. En mi caso puede ser una pieza del paisaje: importante para que quede perfecto el puzle, pero no imprescindible. Solo cabe el amor imposible, para que yo sueñe a mi amada como deseo que sea, no como realmente es.
–No sé si estoy de acuerdo contigo, no tengo demasiada experiencia –confesé–. Y empiezo a estar un poco harta de los amores platónicos. Ahora quiero algo más… real.
–Cada persona y cada momento requieren unas relaciones diferentes. Lo importante es no poner etiquetas. ¡Pero bueno! –exclamó de pronto–. ¡Yo aquí hablando contigo y mi público esperándome!
Se puso en pie y comenzó a convocar a los paseantes como hiciera la vez anterior. En esta ocasión salpicó su monólogo de chistes y bromas para implicar a la gente. No me sonó igual, aquel actor se planteaba cada actuación como si fuese única e irrepetible. Esa tarde parecía más feliz o más resignado. Quizá el haberse desahogado conmigo tuviera algo que ver. Yo también lo miraba con otros ojos: sabía que era un hombre enamorado del amor, que escribía cartas a una mujer que jamás le correspondería, ignorante de sus sentimientos.
Junto al lago, la Mujer Ángel continuaba inmóvil, muda; pero tal vez atenta a las palabras de Cyrano.
–Estoy segura de que te ha escuchado –le dije al acabar la actuación.
–No des esperanzas a quien vive de lo imposible –sentenció–. Además, hoy me conformo con habértelo contado… ¿Cómo te llamas?
–Sofía, ¿y tú?
–Segis es mi nombre artístico, aunque hoy soy Cyrano.
–¿Segismundo? ¿Como el protagonista de La vida es sueño? –pregunté–. No puedo imaginar un nombre mejor para un actor de monólogos.
–Muy bien –sonrió–. Chiquilla lista, conoces la obra de Calderón de la Barca. No me has defraudado. Espero que para el próximo sábado ya te hayas leído el Cyrano entero y todas las cartas que hay dentro del libro. Pero solo te lo voy a dejar una semana más.
–Descuida. Lo leeré tomando apuntes, si hace falta. Y te buscaré aquí mismo dentro de siete días.
–Pues a ver si me reconoces; quizá cambie de personaje –me advirtió.
Nos despedimos con un apretón de manos; la protuberancia de su apéndice nasal impedía que nos diésemos dos besos. Guardé en mi memoria la imagen de aquel artista callejero que me decía adiós agitando su sombrero con una teatral reverencia. Parecía que se trataba del verdadero Cyrano, recién llegado del pasado y de la literatura para contarme en exclusiva su historia de amor imposible.