El misterio de la Casa del Palomar

Fina Casalderrey

Ilustraciones de Manuel Uhía

 

 

 

 

A David Afonso C.

Y a ti...

1

 

HACE muchos años, en un pueblo marinero protegido del viento del norte por un ejército de altas montañas, alguien construyó una inmensa casa solitaria. En sus robustas paredes de piedra destacan dos enormes ojos abiertos al océano. Sus cristaleras son de un azul intenso que impide ver el interior. Tal vez los vidrios sean de este color de tanto mirar al mar.

El resto de ventanas –que son muchas, aunque más pequeñas– parecen pecas repartidas en un rostro rocoso, gigante y misterioso.

Un enorme portalón de madera, que está sin pintar, se levanta en el centro como una bocaza.

Así es su fachada.

Se cuenta que, antaño, en las noches claras y frías de invierno, el humo que salía de sus chimeneas competía con las ramas más altas de un roble centenario para ver quién tocaba antes la Luna, dorada y redonda como una rosca de pascua.

¡Pero eso sucedió hace muchos, muchos años!

Nadie recuerda ya cuánto tiempo ha pasado desde que las chimeneas enmudecieron. Las gentes de Vilacova, que así se llama la villa marinera en la que se alza el caserío, ni siquiera recuerdan si, en alguna ocasión, realmente alguien habitó esta suerte de castillo de cuento.

Un castillo de cuento… ¿de terror, quizá?

Muy cerca de la pared que está orientada al sur, aún sigue en pie un bonito palomar, tan antiguo y deshabitado como la vieja casa. Por ese motivo es conocida como «la Casa del Palomar». Un nombre que todo el mundo evita pronunciar y que murmuran como si fuese el de una fiera dormida a la que no quisieran despertar.

Y es que algo extraño se oculta en esa pétrea mansión.

2

 

PESE a su antigüedad, tanto la casa como el palomar se conservan en perfecto estado: no hay helechos en los tejados, ni musgo en las escaleras, ni telas de araña en las ventanas...

Otro detalle inquietante tiene que ver con ese azul tan vivo que reflejan los cristales, sobre todo en las noches en que la Luna muestra su cara al completo y pinta de nácar las hojas del viejo roble.

–Jamás os quedéis mirando las ventanas de la Casa de Vilacoba, pues podría dejar ciego a cualquiera que osara mirarlas más de cinco segundos sin bajar la vista –avisan los mayores a los críos.

Desde que los más viejos del lugar tienen memoria, no se ha conocido a nadie que haya entrado o salido de la susodicha mansión; ni siquiera se ha visto que un albañil, un carpintero, un pintor o cualquier otro profesional de la construcción se haya acercado a reparar los daños que con el tiempo se deberían haber producido, tal y como ocurre en cualquier vivienda.

La gente piensa que, por fuerza, tiene que haber alguien que, en el más absoluto secreto, se ocupa de mantenerla en las mejores condiciones y de limpiarla a menudo.

–Si yo dejara las escaleras de mi patio veinte días sin barrer, ¡aparecerían arañas tan grandes como cangrejos junto a mi puerta! –asegura el señor Olimpio, que es un maniático de la limpieza.

El cartel está tan borroso que nadie podría asegurar si los números que allí aparecen son ceros, nueves, seises o una combinación de todos ellos.

En cualquier caso, ¿quién podría querer comprar o alquilar semejante mansión?