Para David Huerta,
para mi abuela Enriqueta Álvarez
y para Iván Lombardo
in memoriam.
¡La esperanza de que pudieran comprender!
Lo que ofrecen los libros de esos hombres
habitantes de
una tierra guardada por dragones,
lo que muestran las pinturas de ninfas marinas en carros perlados
tirados por delfines.
Despertar el deseo
de vivir
lo que se fue
con los dragones.
W. B. YEATS, Los realistas
capítulo uno
n el bosque rugía la tormenta. Semejante a un vasto y doliente animal, la lluvia corría entre los árboles. Las ráfagas, cargadas de agua, deshojaban las ramas y arrancaban puñados de maleza, alzándolos en turbios remolinos. Los nidos de los pájaros se desmoronaban bajo el chaparrón; los ciervos, empapados y temblorosos, buscaban refugio en las cuevas y su aliento dibujaba nubecillas en el aire. Los troncos se encorvaban bajo la embestida pero, al llegar al castillo, la tempestad se estrellaba contra las piedras y parecía detenerse, derrotada.
El castillo estaba protegido por una muralla rodeada de un foso lleno de maleza que solía, en tiempos de lluvia, convertirse en lodazal. Esa noche, el barro, encrespado por los goterones que caían con ruido de grava, subía como una sopa burbujeante en la que flotaban rastrojos. Una torre del homenaje, robusta y carente de gracia, se alzaba en una de las esquinas. De lejos, iluminado por el fulgor intermitente de la tempestad, el edificio semejaba un desordenado montón de peñascos oscurecidos por el agua que chorreaba por sus costados.
El viejo cubil de los Lobos se llamaba Bento. Quienes lo construyeron tenían una idea clara de cómo debía ser el lugar donde se colocara la primera piedra. Se necesitaba una colina para ver de lejos a los enemigos; bosques frondosos con madera para las armas, las cercas, la hoguera. La tierra debía ofrecer caza para comer, agua dulce para resistir los asedios y, por último, campesinos a quienes aterrorizar, para que alguien arara la tierra a cambio de protección. La belleza arquitectónica era lo que menos importaba a los apresurados guerreros que lo levantaron.
En una tierra llena de montañas, valles y ríos, encontraron la colina. En las laderas, pegadas como hongos en el tronco de un gran árbol, se arracimaban medio centenar de chozas. En la cima, un manantial miraba al cielo. Allí nacía un riachuelo helado que daba de beber a los campesinos y regaba las parcelas. El bosque lo envolvía todo. Hubo madera para los techos, las flechas, las lanzas y los escudos. Hubo para fabricar mesas, camas y corrales. También encontraron ciervos, jabalíes, piaras de cerdos salvajes, liebres y, en los arroyos, peces que relucían como dardos de plata.
Los guerreros trataron de convencer a los campesinos de que les convenía tener barones armados que los protegieran. Los campesinos, cuyos bisabuelos habían llegado allí huyendo de una guerra o de otra, se encogieron de hombros. No tenían necesidad de protección mientras no se acercaran nobles por allí, pero comprendieron que ya nunca podrían librarse de los recién llegados.
Más vale malo conocido que bueno por conocer, se dijeron. Besaron los dedos gruesos y sucios que los Lobos les pusieron frente a la boca; los Lobos, a su vez y según la costumbre, besaron las frentes requemadas y los labios de sus siervos. Con ese beso quedaron todos unidos para siempre en la guerra, la pobreza y la paz, ay, tan poco frecuente.
Los campesinos fueron obligados a construir la muralla. Desarraigaron los peñascos y los arrastraron ladera arriba, atándolos y haciéndolos rodar sobre troncos pelados. Algunos hombres y muchas mulas murieron aplastados por las piedras, pues estas parecían resistirse a la mudanza. Como siempre, los hombres prevalecieron: al cabo de un centenar de días lodosos y arduos, una maciza corona de piedra terminó por rematar la cima. Amparados por los peñascos, los guerreros levantaron el castillo alrededor del manantial, con grandes ventanas que se abrían hacia el recinto. En las paredes exteriores perforaron saeteras por las que podían asomarse brazos y arcos sin exponer el cuerpo de los soldados. Concluyeron su obra con una puerta inexpugnable hecha con veinte troncos de roble, una puerta para deshacer los arietes como si fuesen palos de escoba. Entonces los capitanes miraron la obra, la muralla y la torre, y rieron dándose palmadas en los muslos. La alegría les avivó la sangre. Llamaron a gritos a los escuderos, pidieron las espadas, se calzaron las espuelas y los yelmos. Los caballos de guerra, alborotados por el ruido infernal de las trompetas, asestaron coces a las maderas recién armadas de los establos y las astillaron. Complacidos, los Lobos se dedicaron a guerrear.
°°°
La muralla y las macizas paredes daban a Bento una apariencia marcial que ni los tapices ni los fuegos encendidos podían disipar. En la sala del consejo, un cavernoso galpón amueblado con mesas y algunos bancos, un grupo de hombres, iluminados por una chimenea que apenas daba calor, jugaban a los dados. Cuatro perros dormían cerca de la lumbre y una jarra de vino caliente humeaba sobre la mesa. Olía a paja mojada y a leña. La lluvia entraba en ramalazos por las saeteras y empapaba las baldosas.
La luz vacilante del fuego daba al trono, vacío bajo el dosel apolillado, un aire vagamente fúnebre. Sentada en medio de los hombres que jugaban, una muchacha pelirroja, envuelta en una raída capa, sacudía el cubilete.
–Veamos –dijo. Arrojó los dados sobre la mesa con gesto distraído y sonrió sin alegría al ver el par de seises–. Qué suerte –murmuró con voz inexpresiva.
Los hombres asintieron. Uno de ellos recogió los dados y dijo con jovialidad impostada:
–A ver si la fortuna me favorece a mí también.
Antes de que el hombre tomara el cubilete que la muchacha le ofrecía, se oyó un grito. Era una voz de mujer, agudizada por el miedo, la voz inconfundible de Jara, la reina. Los hombres se miraron. De nuevo la voz se alzó y el grito fue rematado por un reproche lastimero. Los sabuesos despertaron. Sansón, el perro favorito del rey, gruñó suavemente. La muchacha palideció y alzó las cejas sobre sus largos ojos verdes. Esos ojos felinos eran el único rasgo suave en la cara huesuda, y le conferían una expresión de pereza que contrastaba con la boca severa y la mandíbula angulosa.
La muchacha se incorporó con lentitud. Béogar el mariscal, un viejo alto y recio de blancos bigotes trenzados, la miró con gesto preocupado mientras los demás clavaban la vista en la mesa.
En otra parte del castillo, una ronca voz masculina contestó al grito de la reina. El Lobo vociferaba, gemía y se carcajeaba. La muchacha se dirigió a la puerta. Béogar fue tras ella y la tomó del brazo.
–Vamos –dijo.
Sagramor, el halconero, preguntó:
–Señora, ¿nos necesitáis? ¿Queréis que vayamos con vos?
La muchacha parpadeó como sorprendida y negó con la cabeza.
–No. Quedaos aquí... Jugad. Tal vez la suerte sea más generosa con vosotros que con mi padre –contestó. Se ciñó la capa y salió con Béogar.
°°°
En el resto del castillo, soldados, cortesanos y esclavos contuvieron la respiración. Algunos hicieron la señal contra el mal de ojo. Todas las voces se sofocaron a una y los animales que dormían en las cuadras se despertaron. Nadie se atrevía a intervenir en el pleito: el rey, lo sabían, estaba borracho y rodeado de fantasmas. Por eso lloraba y maldecía.
Llevaba tres días y sus noches encerrado con más de veinte odres de vino, y rechazaba la comida que sus hijas y la reina le ofrecían. Un esclavo, Cínife, lo había oído discutir con los fantasmas que lo atormentaban. Oculto tras un tapiz, había espiado al rey cuando este, arrodillado, pedía perdón a los espectros de los magos que había enviado a la hoguera. Más tarde, en las cocinas, describió a un público de esclavos alelados cómo el rey se arrastraba y rogaba al aire vacío:
–Se tapaba los ojos, se arrancaba los pelos y se retorcía como si tuviera un cuchillo en las tripas. Es la maldición de Tórtola –repetía con aire de suficiencia, mientras alzaba un índice autoritario.
Los mozos y las lavanderas que lo escuchaban asintieron. Orri el cocinero, un esclavo gordo y plácido que escuchaba la historia sin dejar de pelar cebollas, se limpió las lágrimas y señaló la puerta con la punta del cuchillo. Cínife se asomó para comprobar que ningún cortesano rondara cerca. Desde la puerta dijo:
–Y aun con esas vidas en la conciencia, busca magos para matarlos. Está loco.
–¿Por qué siguen viniendo? ¡Lo único que les espera aquí es la hoguera! –exclamó una mujer que limpiaba pescado.
–Por la montaña de oro que el Lobo ha prometido al mago que lo ayude a tener un hijo varón –contestó Orri.
–Pues yo no vendría, ni por oro ni por nada –afirmó un mozo.
Orri movió la cabeza y echó la cebolla en un caldero.
–Cínife –ordenó–, trae un saco de harina de la bodega. Y vosotros... ¡moveos! Los demás han de tener hambre, y las pesadillas del rey no nos servirán de excusa si no llevamos la cena caliente a las mesas.
Los esclavos se dispersaron.
°°°
«El rey está maldito», afirmaban los soldados que patrullaban los corredores y las murallas. Lo mismo repetían los esclavos en las cocinas, los establos y las letrinas, mientras frotaban las mesas con arena, cepillaban a los caballos o paleaban inmundicias.
«El Lobo está maldito», decían los cortesanos, y algunos sonreían al decirlo. «Nuestro soberano... Pobre, está endemoniado», suspiraba Senen, el consejero, fingiendo una piedad fraternal que era en realidad la espera del buitre. La mayoría conocía la historia del Lobo, y pocos sentían compasión.
°°°
Soledad iba rápida por el corredor. Béogar marchaba tras ella, cabizbajo y con los puños apretados.
–Di a todos, la reina incluida, que nos dejen a solas con mi padre –ordenó la muchacha a un esclavo trémulo.
Oculto a medias tras un arcón, el hombre trataba de pasar inadvertido. Una tarde, hacía casi un año, el Lobo, en un ataque de locura, había matado a los tres sirvientes que lo cuidaban. En su delirio creyó que eran diablos que venían a buscarlo. Desde ese día, en cuanto el rey se encerraba con el vino, la princesa Soledad le escondía la espada. Aun así, los esclavos temblaban al oír sus aullidos y rehuían atenderle, pues el Lobo también sabía cómo matar con las manos desnudas.
–Señora, vuestro padre está solo. La reina y sus damas salieron de la habitación y me enviaron a buscaros –balbuceó el esclavo.
Antes de que Soledad pudiera responder, la figura de Jara apareció al fondo del corredor. Iluminada por la luz vacilante de la antorcha, su cara parecía una máscara de yeso. Estaba desmelenada, y en los ojos hinchados y enrojecidos asomaba el miedo. La reina tartamudeó:
–Necesita jarabe de adormidera, pero no pude dárselo. Me ha maldecido, y mira, me dio un manotazo... Luego me desgarró la manga y quiso abofetearme –Jara se tapó la cara con las manos y sollozó.
La manga rota le colgaba de la muñeca, y en la carne blanca del brazo se veía la huella amoratada de los dedos del rey. Béogar refunfuñó y volvió el rostro. Soledad sintió una piedad confusa que se mezcló con impaciencia.
–Soledad..., ayúdame. Me trata muy mal. Soy una reina, no una esclava.
La reclamación, apagada por las manos que le cubrían la boca, sonó altanera. Soledad extendió la mano y le acarició el pelo con torpeza. Su madrastra se descubrió la cara y la miró.
–Si lo apaciguas, te peino. ¿Te gustaría? Y si te dejas peinar, te regalo un anillo.
Sonreía como una niña y mostraba los dientes pequeños y blancos. En sus mejillas brillaban las lágrimas.
Soledad chasqueó los labios.
–Jara, déjamelo a mí. No llores más. Que venga Tagaste con el jarabe de adormidera y yo lo obligaré a beber.
Béogar puso la mano sobre el hombro de Soledad y, volviéndose a la reina, se inclinó en una breve reverencia.
–Señora, ya nos ocupamos nosotros. Con vuestra venia... –y apresuró el paso.
Soledad fue tras él. Con el rabillo del ojo vio cómo su madrastra, entre suspiros teatrales, sacaba un pañuelo del escote y se secaba las lágrimas. El perfume de azahares de la reina llegó hasta ella. La princesa sacudió la cabeza y resopló. La piedad fue sustituida por la desconfianza de siempre. Como si no supiera que quieres abandonarlo para regresar al lado de tu familia. No lo amas como yo. Te mereces el repudio por cobarde, pensó.
Tal vez fuera verdad y Jara deseara volver a las tierras de su padre, pero nadie en su familia tenía el valor suficiente para provocar al Lobo. Quizás fuera cierto lo que los cortesanos murmuraban: que la reina era más una prisionera que una esposa. Muchas veces Jara había rogado al Lobo que mudara la corte a un palacio, en una ciudad. Imaginaba una plaza, tiendas, tabernas, templos, calles atestadas de jóvenes, viejos, nobles, plebeyos, hombres en fin, que se detendrían al verla pasar rodeada por las damas y los guardias, enjoyada y altiva, en la gloria de su juventud.
«Ahí va la reina, la hermosa, la dueña del Lobo», dirían. Los poetas compondrían versos en honor de sus rizos negros, de sus ojos como carbones, de su cuerpo gentil que no había perdido la esbeltez a pesar de la maternidad; los caballeros atarían el pañuelo de Jara en la cimera de los yelmos como enseña en los torneos. Emplearía las tardes en bailes, canciones, juegos de azar, enredada en las mallas de la sutil conversación cortesana, en vez de mirar cómo las esclavas empleaban las tardes de invierno en despiojar a los caballeros que se rascaban junto al fuego. Extrañaba la música de las flautas y los laúdes, la poesía de los trovadores, las risas cómplices de las damas que la rodeaban en la corte de su padre. Bento, alejado de todo, no era un lugar al que los poetas y músicos desearan acercarse. Los servidores del Lobo no pagaban bien, ni apreciaban las melodías, los poemas, las danzas. Obligaban a los músicos a cantar una y otra vez las coplas brutales de la guerra o vulgares tonadillas de burdel. A menudo las cenas terminaban con peleas de borrachos. ¿Quién querría tocar ante caballeros ebrios que rodaban por el suelo acuchillándose con entusiasmo, entre perros que ladraban y carcajadas soeces?
Además, anhelaba la compañía y los halagos para distraerse de la razón triste que la ataba al Lobo. Lo amaba. Quizás de forma mezquina, pues no le importaba de él más que el cuerpo correoso de muchacho y las manos callosas con las que, pocas veces, la acariciaba. Jara esperaba las noches para tocar la piel seca y cálida, el pelo inesperadamente sedoso, para recibir un beso brusco. Pero el Lobo, ay, hablaba dormido. Y Jara, dolida, escuchó muchas veces el nombre de Genoveva, repetido por el rey que soñaba. Por eso lo hostigaba y contradecía, por eso hacía enojar a la hija de su rival muerta.
°°°
Soledad imaginó lo que dirían las damas de la corte al ver la manga rota de Jara. Despreciaba la cháchara mujeril que cascabeleaba a todas horas en los aposentos de la reina, esas cámaras atestadas de telares, bastidores, perritos falderos, aceites preciosos y vestidos. Cuando entraba en ellas sentía que se ahogaba, envuelta por el aire perfumado que las lámparas teñían de amarillo.
Llegaron a la puerta de la habitación del rey y oyeron un rumor en el que se mezclaban gruñidos y murmullos. Béogar abrió: aunque en el resto del castillo hacía frío, la habitación del Lobo estaba caliente. Apestaba a orines, a vómitos y –Soledad y Béogar respiraron aliviados– a vino con azafrán y adormidera.
El rey los miró con ojos desorbitados. Estaba en cueros, agazapado sobre el lecho, en un caos de mantas y pieles. Gritó y trató de cubrir su desnudez con una manta; Soledad alcanzó a ver la cicatriz más reciente en el cuerpo marcado por la guerra. En el tórax enjuto se destacaba un tajo violáceo que bajaba del esternón al ombligo. Apenas habían transcurrido seis meses desde el día en que los soldados lo trajeron en el carretón de los heridos, tumbado sobre un montón de paja. Llegó sonriente, el vientre zurcido con costurones de zapatero y aferrando una bolsa en la que traía la cabeza del tungro que lo había herido. Ahora su macabro trofeo colgaba de una viga en la sala del consejo, y de la herida solo quedaba esa matadura purpúrea. El Lobo era un borracho, pero nadie en el reino manejaba la espada como él.
Soledad miró la barba enredada y sucia de su padre: la pelambrera roja, erizada como la de un anacoreta, lo hacía parecerse más a un león que a un lobo. La pecosa piel de su frente brillaba, humedecida por el sudor de la borrachera con la que había tratado de apaciguar el remordimiento. A su lado, arrodillado, estaba Tagaste, el eunuco. Era el maestresala del castillo, el mayordomo de Bento. Tenía el cuenco de jarabe de adormidera en el regazo, y en su rostro mofletudo se dibujaba un gesto de cansancio.
–¡Padre! ¿Qué pasa? ¿Por qué golpeaste a la reina? –preguntó Soledad.
Al oírla, Tagaste se volvió a mirarla y sus ojos se iluminaron. Sonrió con tristeza y –Tagaste era alto y obeso– se incorporó con dificultad. Antes de que pudiera hablar, el Lobo gritó:
–¡Hija! ¡Sálvame! ¡Este esclavo inmundo quiere obligarme a beber veneno! ¡Perro capón!
El rey lanzó un escupitajo que manchó las mantas. Las miradas de Tagaste y Soledad se encontraron. El eunuco se encogió de hombros y sus labios se curvaron en una sonrisa paciente. Soledad sintió cómo el rubor le quemaba el rostro, avergonzada por la injusticia del insulto. Tagaste le entregó el cuenco de jarabe y explicó:
–Lo mezclé yo mismo. Todos saben que está prohibido tocar mis frascos de adormidera.
Soledad le sonrió agradecida, tomó el cuenco y Tagaste se apartó. Se acercó a su padre. El Lobo retrocedió hasta quedar arrinconado. Con una mano enorme, colorada y cubierta de cicatrices, palpó la cama en busca de la espada. Al no encontrarla, arrojó una manta a los pies de su hija.
–¿Tú también me traicionas? ¿No ves a tu madre, allí junto al fuego? Jara fingió que no la veía... Por eso la tomé del brazo, para obligarla a ver. Dile a tu madre que no fui yo quien la dejó morir, sino el mago bellaco que vino de Alosna a engañarnos...
Soledad negó con la cabeza. Era lo de siempre. Había oído la historia cientos de veces: pese a la guerra entre Alosna y Moriana, un mago había venido al castillo para ayudar a su madre en el parto. Y a pesar de la magia, su madre, la reina Genoveva, había muerto, y el rey se había quedado solo.
Béogar murmuró:
–Espera, muchacha, si quieres lo hago yo.
Pero Soledad, sin contestar, se sentó en el lecho, al lado del rey. El Lobo la encaró: su aliento olía a vómito, a vino. Tenía los ojos llenos de lágrimas.
–Dime –gruñó, y le aferró el hombro–, ¿crees justo que contigo y tu hermana se acabe mi linaje? ¡Dos mujeres! –se dio un puñetazo en el pecho con tal ferocidad que tosió ásperamente.
Soledad levantó el cuenco de jarabe de adormidera, pero el rey la sacudió. El líquido viscoso le salpicó la túnica.
–¡Dos mujeres! –repitió el Lobo, enseñando los dientes y manchándose la barba con espumarajos de rabia–. Dos mujeres no valen lo que un tungro. ¡Necesito el filtro que me dé un hijo varón!
Soledad cerró los ojos. Detestaba la frase insidiosa y familiar: «Un hijo varón, un hijo varón».
–Los muertos han venido a reclamarme: mi padre, mi abuelo... –continuó el rey–. Sus manos eran ramilletes de huesos. Me dijeron que nuestro linaje existe desde que los lobos reinaban en los bosques y apenas había un puñado de hombres en el mundo. Y que ese linaje se terminará por mi culpa –gimió.
–Padre, no te aflijas. La reina es joven. Todavía puede darte un hijo sin ayuda de los magos. Son malvados. No te atormentes por ellos. Además, es una guerra que heredaste de mi abuelo... –argumentó Soledad, y le acercó el cuenco a la boca.
El rey le apartó la mano y siguió hablando:
–Pero mi padre no mató a ninguno. Sé que quiso matar a Erec, pero no pudo. No pudo. Lo supe porque cuando era niño me lo dijo Albano, uno de los soldados que estuvieron allí... ¡Es verdad!
Soledad miró a Tagaste con gesto de extrañeza.
–Yo he matado a muchos magos –masculló el rey–, y las maldiciones se acumulan sobre mí como piedras sobre la tumba de un muerto. Pero lo hice porque el reino necesita un hijo. ¿Quién me sucederá? –hipó y se tapó el rostro con la manta. Béogar se inclinó sobre él y le puso la mano sobre el hombro.
–Bebe –ordenó secamente.
El Lobo se descubrió el rostro y entrecerró los ojos.
–¿Recuerdas cómo me hicieron esto? –preguntó palpándose la sien. Una cicatriz, gruesa y pálida, bajaba desde allí hasta la comisura de la boca, arremangándole el labio en una sonrisa constante que dejaba al descubierto uno de los colmillos.
Béogar lo miró sin pestañear y sin soltarlo.
–Esa cuchillada te marca la cara porque te interpusiste entre mi espalda y el puñal del barón Acónito. Todo el reino lo sabe. Te lo agradeceré mientras viva. Toma.
El Lobo trató de apartarle la mano.
–¿Os habéis puesto de acuerdo para envenenarme? ¿Habéis conspirado con el eunuco? ¡Miserables! –rugió, y trató de levantarse.
Béogar le dio un empujón. Soledad trató de hacerse a un lado, pero el Lobo la tomó del cuello y la apretó contra su pecho, convirtiéndola en su rehén.
–Quieres casarte con ella, ¿verdad? ¡Con esta desdichada, que por más que se esfuerza en ser hombre, sigue siendo una pobre mujer!
Soledad sintió los dedos de su padre clavados en la garganta como ganchos de hierro. No podía respirar ni pasar saliva. Asustada, se soltó y tosió roncamente. Parte del jarabe de adormidera se derramó sobre el lecho. Béogar, rojo de furia, empujó al Lobo contra la pared y le arrebató el cuenco a Soledad, quien aprovechó para escapar. El mariscal se inclinó sobre el rey.
–No sabes lo que dices. Ya tengo mujer, y es prima tuya. No hables así de tu hija. Bebe, te dije.
Colocó el borde de la escudilla entre los dientes del Lobo y este exhaló una queja rabiosa. Pero no tuvo fuerzas para escapar: estaba borracho, llevaba tres días sin comer y Béogar era tan fuerte como él. El viejo soldado lo zarandeó y lo oprimió contra la pared. El Lobo bebió un sorbo y trató de volver el rostro. Soledad y Tagaste le inmovilizaron las muñecas y el rey fue obligado a tragar todo el jarabe de adormidera. Todavía farfulló insultos un rato, y luego se quedó adormilado con la boca abierta.
Soledad se inclinó sobre él y le apartó el húmedo pelo de la frente. El Lobo suspiró y sus párpados temblaron. Su hija le arregló las mantas y le puso una almohada bajo la cabeza. El rey exhaló un ronquido. Béogar, con gesto compasivo, tendió la mano a la muchacha y la ayudó a ponerse en pie.
–Déjalo ya. Cuando duerme así, ni oye ni siente. Tagaste –ordenó volviéndose hacia el eunuco–, dispón que alguien venga a limpiar y atender el fuego. Que saquen el vino del cuarto. Di a la reina que ya puede entrar.
Tagaste se inclinó profundamente.
–¿Quién le dará de comer? La reina y los esclavos le tienen miedo –susurró Soledad.
–Yo –contestó Béogar–. Tagaste, que traigan caldo, carne y pan. Soledad, vete a dormir. Estaré cómodo, no pongas esa cara. En peores lugares he dormido cuidándolo. Rodeados de enemigos, en la guerra... Ve a dormir.
–Yo mismo prepararé la comida del rey, señora –dijo Tagaste, y le tocó el hombro con delicadeza. Luego miró a Soledad con tanto amor que la muchacha no tuvo más remedio que sonreír.
Béogar la besó en la mejilla y le revolvió el pelo. Soledad olía, como siempre, a establo. A paja, a caballo, a estiércol.
–Eres más valiente que un soldado –dijo.
Soledad le apretó la mano y salió de la habitación. Béogar y Tagaste la miraron alejarse, derecha y esbelta como una espada. Béogar movió la cabeza, apiadado.
–Ni una palabra sobre los desvaríos del rey –ordenó a Tagaste.
El eunuco asintió gravemente. A pesar de todo, amaba al Lobo. Nunca decía nada. Salió apresuradamente al pasillo, en dirección a las cocinas.
Béogar extendió su capa sobre el suelo, al lado del lecho donde el Lobo roncaba con la boca abierta. Se quitó las botas, se recostó y esperó a que llegara el sueño.
capítulo dos
l montañoso país de los magos se llamaba Alosna. No era un país rico como Moriana, pues en Alosna no había quien trabajara las minas y solo la tierra de los valles era buena para la labranza. Pero a pesar de que en Alosna no había esclavos ni ejército, era inexpugnable.
La mayor parte de los alosneños, labriegos y pastores, vivían en las partes bajas y templadas, pero los magos eran, casi siempre, montañeses. El mago más célebre de Alosna se llamaba Erec y había nacido en Nebral, un caserío prendido como un adorno en la sierra de Cambelín.
Nebral debía su nombre al espeso bosque de enebros que le daba sombra en verano y lo protegía del viento en invierno. Un arroyo espumoso daba de beber a los aldeanos y a sus animales, para luego precipitarse a saltos por barrancos y despeñaderos, transformándose en una catarata fragorosa que caía al fondo del precipicio que separaba Alosna de Moriana.
En otros tiempos un endeble puente de madera comunicaba los dos lados del desfiladero conocido como Paso del Mago, pero tanto el puente como la amistad entre los dos países se habían roto y nadie sabía si tenían compostura.
El río que fluía en el fondo del desfiladero se llamaba Drin. En Moriana, el Drin se sosegaba y ensanchaba hasta convertirse en una riada apacible de aguas pardas que regaba valles y planicies. Por su cauce se deslizaban las naves abarrotadas de madera, pieles y oro que los nobles de Moriana daban como tributo al Lobo y que este mandaba recoger en Rodosto, un puerto bullicioso donde los traficantes de esclavos levantaban sus tarimas para las subastas.
En Rodosto, Moriana adentro, las aguas que habían sido claras como cristales cuando bajaban de la montaña en Alosna, recibían en sus ondas arcillosas la basura y los cadáveres de los pobres que no tenían dinero para el entierro.
°°°
De muy joven, el mago Erec había dejado Nebral para proteger la frontera con Moriana de las incursiones de Dogoero, el padre del Lobo, a quien derrotó en combate singular. En cada choza de Alosna se relataba con orgullo que, en esos años, Dogoero, perjuro como todos los Lobos, había fingido interés en pactar la paz. Los dos países llevaban mucho tiempo en una incómoda tregua, sostenida por la magia de los alosneños y rota de vez en cuando por alguna tropa morianí que buscaba destruir los hechizos a punta de lanza.
La historia, tal como la contaban en Alosna, refería que Dogoero había llegado al Paso del Mago con una escolta pequeña, que acampó con sus hombres cerca de la frontera y se plantó, solo y sin armadura, a la orilla del precipicio. Ya los cuervos y las águilas habían advertido a los magos del viaje del rey de Moriana, y hubo tiempo para preparar una escueta salvaguarda. Al otro lado del barranco, un grupo de hechiceros esperaban, listos para defenderse. En esos años, el jefe de los magos de Alosna era el viejo Prisco. Este convocó una cortina de niebla para ocultarse mejor de los soldados y esperar a que Dogoero revelara sus intenciones.
Los hombres de Dogoero tuvieron miedo. La niebla formó un muro de vapor que se alzó ante ellos, a pesar de que había sol y el aire estaba caliente. Los soldados se amontonaron detrás de su señor. Albano, el escudero del rey, le pidió:
–Señor, apartaos de la orilla, que esa niebla ha de ser obra de algún diablo.
Dogoero miró la niebla y sintió cómo el sudor le empapaba las manos.
–¡Vengo en son de paz! –gritó.
Prisco sonrió con incredulidad y movió la cabeza. A su espalda alguien cuchicheaba rabiosamente. Erec, su joven discípulo, susurró:
–No sabe lo que es la paz. Déjalo allí hasta que se canse.
Prisco se puso el índice sobre los labios:
–Quiero oír.
–¡Escuchad! –repitió Dogoero–. Sé que estáis detrás de la niebla y me oís. El sol me calienta el yelmo y me atosiga. Quiero hablar y pactar. Prometo no haceros daño.
Prisco arqueó las cejas. Una larga historia de traiciones lo hacía dudar, pero no podía ignorar al rey que los convocaba. Erec le dijo al oído:
–Si me lo ordenas, conjuraré una ilusión que los haga ver monstruos: hombres alados con cabeza de buitre, quimeras y basiliscos armados con lanzas. Los haré enloquecer de miedo. Regresarán por donde vinieron y dejarán de contrariarnos.
Otros magos murmuraron su asentimiento. Prisco dudó un momento y repuso:
–Entonces la guerra no terminará nunca. Vamos a ver lo que quiere. Dice que viene en son de paz. Si es verdad, se trata de una oportunidad que no podemos desperdiciar.
Erec lo tomó del brazo, pero Prisco se apartó.
–No te preocupes por mí. Si te necesito, lo sabrás.
Erec no tuvo más remedio que asentir. Prisco era su maestro y nunca lo había desobedecido.
Dogoero vio cómo se abría un rectángulo semejante a una puerta en medio de la niebla. Un viejo de pelo blanco apareció y saludó con la mano. Los soldados retrocedieron. El viejo se acercó a la orilla con paso despreocupado y se detuvo sobre el borde. Las miradas de Prisco y Dogoero se encontraron.
–Tú vienes a nosotros en son de paz, pero nosotros nunca hemos hecho la guerra –dijo el mago–. ¿Qué quieres?
Dogoero, envalentonado por la voz temblona y el aspecto frágil del mago, se quitó el yelmo, se enjugó el sudor y exigió:
–Acércate y habla conmigo. No soy un heraldo ni estoy acostumbrado a hablar a gritos.
Prisco apareció a su lado. Dogoero, nervioso, dio un grito y un salto de conejo. Prisco rio y cruzó los brazos sobre el pecho. Dogoero extendió la mano y le tocó el hombro. Sintió bajo los dedos la tela, el hombro huesudo. Un mechón cano caía sobre la frente del mago y sus grandes orejas de anciano eran rosadas y translúcidas. Tenía las mejillas hundidas, la boca delgada, la nariz larga y aguileña. Bajo las cejas enmarañadas, los ojos grises miraban a Dogoero con interés.
El rey alzó la barbilla y señaló el pabellón, en cuya entrada los soldados habían clavado su espada y el estandarte con el lobo rampante sobre campo de azur. Prisco lo siguió.
Los magos esperaron el resto del día y la noche. Al llegar el alba, Prisco apareció entre ellos con una marca cárdena en una mejilla y el ojo derecho morado y cerrado por la hinchazón. Erec, a quien la espera le había parecido eterna, palideció y se arrojó a sus pies.
–¿Él te hizo esto? ¿Por qué no me escuchaste cuando te advertí que nada bueno podía venir de él?
–Levántate, hijo, no es nada. Un golpe. Levántate.
–¡Lo mataré! –gritó Erec. Se incorporó. Tenía los labios blancos y las manos le temblaban.
–No matarás a nadie, y menos por un bofetón –contestó Prisco, súbitamente áspero–. Ni siquiera lo digas.
Entonces describió, con dignidad de general, cómo Dogoero, borracho e impaciente porque no había logrado convencerlo de venderle algunos magos para su corte, le había cruzado la cara con el guantelete.
Erec se esforzó por conservar la apariencia de ecuanimidad. Cuando Prisco terminó de contar la historia, se puso en pie, giró sobre sus talones y se dirigió hacia el barranco.
–¿Adónde vas? –gritó Prisco.
Pero Erec ya se había protegido de la magia de su maestro con un conjuro. Echó a correr hacia la orilla, murmurando hechizos e injurias. Los viejos tablones del puente, colgados sobre el vacío, se elevaron con un rechinido para unirse en el aire. Los hombres de Dogoero escucharon la estampida de maderos que se articulaban sobre el abismo y acudieron a ver qué pasaba. Algunos gritaron. Prisco, tan espantado como ellos, tendió un rápido hechizo de protección sobre su discípulo.
–Contra las flechas, contra la espada, contra la piedra... –murmuró.
Los magos se apiñaron a su alrededor. Al puente le faltaban algunos tablones, pero Erec salvó los espacios dando grandes zancadas. Cuando puso los pies en la otra orilla, los soldados que se habían acercado para ver el prodigio huyeron. Erec gritó:
–¡Dogoero, Lobo perjuro! ¡Te reto a duelo, tú y yo solos! ¡Ven si te atreves, rey cobarde!
Dogoero salió del pabellón con la cara congestionada por la furia y el vino. Bajo la bulbosa nariz entrecruzada por venitas moradas, el bigote rubio se encrespaba de rabia. Ya Albano le colocaba la coraza sobre el coleto, ya un soldado traía el caballo irascible que jineteaba en las batallas y Dogoero mismo se encasquetaba el yelmo, gruñendo como un lobo de verdad. Albano lo ayudó a montar. Dogoero, armado de pies a cabeza, apretando las rodillas sobre los flancos del caballo acorazado cuyos ollares se abrían tratando de percibir el olor del miedo, se lanzó contra el mago.
Erec aguantó la embestida a pie firme. Solo su enmarañado pelo negro y los faldones de la túnica se movían, sacudidos por la brisa de la mañana. Los soldados de Dogoero vieron el gesto de odio en la cara del mago e hicieron la señal contra el mal de ojo.
Cuando el caballo de Dogoero se acercó lo suficiente para que Erec pudiera percibir su aroma equino y ver la saliva que le manchaba los belfos, el mago levantó el brazo con la palma de la mano hacia arriba.
El animal se quedó inmóvil y exhaló un relincho de espanto. Una bandada de pájaros posada sobre las ramas de un abeto cercano levantó el vuelo con escándalo. El caballo siguió petrificado. El rey le hundió las espuelas en los ijares. El caballo inclinó la testuz lentamente, con las cuatro patas empotradas en la tierra. Brillaban sus ojos desorbitados, y bajo los belfos arremangados se veían los dientes.
–¡Libérate! –gritó Erec, y bajó el brazo. Su índice huesudo apuntó a la tierra.
El caballo se alzó sobre las patas traseras y arqueó el lomo. Dogoero trató de aferrarse a la crin, pero resbaló y cayó con un estrépito de metales. Se puso en pie dificultosamente, ayudado por Albano, quien le tenía más miedo al rey que a toda la magia del mundo.
Dogoero caminó hacia Erec, con el paso de ganso de los hombres que andan con armadura. Erec movió los dedos de la mano derecha y la espada de Dogoero se convirtió en una rama de enebro. Dogoero se detuvo en seco. Miró la rama y la sacudió.
–¡Maldito perro, belitre, hijo de mala madre! –gritó–. ¡Mi espada! ¡La espada de mis ancestros! ¡Te mato, desdichado!
Erec rio. La cólera se había transformado en una alegría feroz. Corrió hasta llegar frente al rey, quien sacudía la rama con afán, apoyó las dos manos en la coraza y empujó. Dogoero cayó y se agitó, vulnerable como una tortuga panza arriba. Al ver el rostro moreno del mago sobre el suyo, el rey lo fustigó con la rama. Erec sintió un pinchazo múltiple en la mejilla, ardor y, luego, la sangre que escurría. Una calma pasmosa le despejó el ánimo. Apartó las manos revestidas de hierro de Dogoero, le puso la rodilla sobre el vientre y le quitó el yelmo. El pelo del rey apareció bajo el sol, hirsuto como un matorral. Con delicadeza, el mago colocó el yelmo en el suelo y afianzó la rodilla que tenía apoyada en la bragadura del rey. A pesar de la cota de malla, la rodilla del mago se hundió entre las ingles de Dogoero y este gimió. No se había puesto la bragueta de metal con la que se protegía en las guerras porque solo iba a matar a un mago vil y desarmado, y no pensó que la necesitaría. Ese mismo mago vil y desarmado ahora le aplastaba el sexo, lo miraba con odio y, finalmente, le propinó un bofetón con una fuerza tal que el pómulo de Dogoero le dejó pelados los nudillos.
–Para que aprendas a no golpear a tus huéspedes, bribón cobarde –dijo con serenidad el mago vil y desarmado. Y le dio otro.
La mano del mago quedó marcada en la mejilla del rey. Dogoero lo miró con los ojos desorbitados. Una huella colorada le inflamaba el pómulo. De su boca salió una queja que se agudizó cuando Erec volvió a hincarle la rodilla.
Un murmullo de angustia recorrió la fila de soldados. Erec, todavía sobre el rey, se volvió hacia ellos y estiró el brazo con ademán amenazante, el índice enhiesto, la mano tensa. Los soldados retrocedieron. El mago se incorporó con desdeñosa calma y dejó a Dogoero tendido sobre el costado, tratando de respirar. Se dirigió al puente y el caballo del rey lo siguió, trotando como un potro, mientras Dogoero gemía doblado sobre sí mismo.
Albano corrió a ayudar a su rey. Erec, sin mirar atrás, tomó las riendas del caballo y lo guio con cuidado sobre los tablones. Los soldados miraron al joven seguro y tranquilo, al caballo con la cabeza erguida, al rey tendido. Cuando los pies de Erec tocaron el suelo de Alosna, el maderamen se desbarató de nuevo y los tablones cayeron al vacío.
La neblina se evaporó. Entonces se oyó la voz cascada de Prisco, quien, cuando vio que su discípulo estaba a salvo, entonó un nuevo y más eficaz sortilegio de protección para cerrar la frontera. Los otros magos lo imitaron, esforzándose por no dejar ni una rendija por la que se pudiera colar la maldad de los reyes de Moriana:
No entrarán las lanzas, las flechas, el fuego griego que no se apaga con el agua, el ariete o la catapulta. Los caminos de la tierra se torcerán, el aire los engañará, el agua se ocultará y padecerán sed, o caerá en torrente sobre sus cabezas. Serán confundidos por las estrellas, por el sol, por la niebla. Todos los animales y las plantas serán sus enemigos. Por la savia que corre dentro del árbol y la leche de la madre, por la fuerza que abre la semilla, que la vida se defienda de la muerte y Alosna se proteja de Moriana.
°°°
Erec, con el pelo revuelto y la mejilla ensangrentada, llegó seguido por el caballo al bosque donde lo esperaban su maestro y los otros magos. Respiraba pausadamente, pero en sus ojos brillaba la cólera.
Espinela el yerbero le palmeó la espalda, pero los magos viejos lo recibieron en un silencio cargado de reproches. Entre los más jóvenes, en cambio, hubo gestos de complicidad y miradas de admiración. Erec se acercó a Prisco y trató de abrazarlo, pero el viejo dio un paso atrás y le puso una mano sarmentosa sobre el pecho. Erec lo miró y los ojos se le opacaron.
–¿Por qué me rechazas?
–Porque desobedeciste y cometiste un acto de guerra. No valía la pena. Soy un mago, no un soldado. La vejez no me impide defenderme.
–Dogoero es un cobarde. Solo le devolví el golpe. Con la mano desnuda, además. Él usó el guantelete para darte a ti y mira cómo te dejó...
Prisco lo estudió con el ojo izquierdo inclinando la cabeza como un pájaro, pues el derecho estaba tan hinchado que no podía abrirlo. Se enderezó y, con los dedos, peinó la melena sudorosa de su discípulo.
–No debiste ir. Ya había demostrado que venía a pelear, y se hubiera llevado tu vida sin dudarlo. ¿No ves que te gobierna la rabia, como a él?
–No soy como él. Acudí solo, sin armas. Fue una pelea justa, pero si quieres haré penitencia. Lo que me mandes –contestó Erec. Sin embargo, no había humildad en su voz.
El caballo de Dogoero resopló y se acercó a los magos.
–Este vivirá mejor entre nosotros –dijo Erec. El caballo le acarició el cuello con los belfos y Erec sonrió. Prisco lo miró sin corresponder a la sonrisa.
–Seis meses sin hablar con nadie. Seis meses limpiando las letrinas, lavando los establos, reparando los arados. Seis meses sin hacer magia. Si alguien intenta cruzar el Paso del Mago, me vienes a buscar. A pie –ordenó.
Sin esperar a la respuesta, dio la vuelta y se fue. Erec, con la mano sobre la testuz del caballo, lo miró alejarse.
capítulo tres
rec cumplió su castigo con minuciosa paciencia. Limpió sin una queja los vertederos, las letrinas, las pocilgas y los corrales de varias aldeas. Se ofreció, por señas, a tirar del arado para un viejo campesino cuyo buey había muerto, y no permitió que la dueña de la casa le curara las ampollas que el yugo le dejó en los hombros. Cortó leña, sembró avena, despiojó las cabezas de los niños, lavó las mataduras en las patas de los burros, ordeñó a las vacas y escabechó pescado. Aceptaba con una inclinación de cabeza el pan y el agua que le daban en pago y se apartaba para comer a solas. Dormía a la intemperie, cubierto solo con su manta.
En esos seis meses no dejó que nadie lo ayudara ni le diera las gracias. Cuando terminaba de trabajar en una casa, se iba a otra. Enflaqueció y las palmas de sus manos se cubrieron de callos. Pronto su ropa se convirtió en un harapo maloliente, pero no aceptó la túnica nueva que unas mujeres quisieron darle.
Cuando, agostado y andrajoso, terminó sus trabajos, regresó a Nebral. Allí se dedicó a enseñar todo lo que sabía a un joven aprendiz llamado Munin, un muchacho cinco años más joven que él. Poco a poco le delegó el cuidado del templo, de Favila la salamandra, de sus libros. Fue un año laborioso para los dos.
Munin era juicioso y sencillo. El conocimiento le interesaba por el conocimiento mismo, no por el poder que traía aparejado. Aceptó la encomienda de Erec porque no le quedó otro remedio, aunque hubiera preferido ser solamente el responsable de vigilar las cosechas. Dudoso, rehuía la obligación de ser el mago de Nebral. Él quería una mujer, familia, hijos. Pero Erec insistía y desgastaba la renuencia de Munin hasta que una tarde, en el templo, lo convenció:
–Soy yo quien debe encargarse de la frontera cuando Prisco muera. Debo ir al norte, pedirle a Prisco que me deje vivir con él en su ermita. Solo él puede educarme, ayudarme a gobernar la ira que me domina. Esto es parte de mi penitencia: abandonar mis libros, abandonar a Favila, abandonar a mis padres.
La salamandra, adormilada sobre los carbones del brasero, levantó la cabeza y miró a Erec con sus ojos dorados, como si entendiera lo que el mago había dicho. Ya quedaban pocas salamandras en el mundo cuando Favila llegó a Nebral, en tiempos del abuelo de Prisco. Era un dragón sin alas, del tamaño de una lagartija, que exhalaba una llama pequeñita y se alimentaba de carbones encendidos. Después de comer eructaba humo rojo que olía a cerezas quemadas. Su lengua bífida, amarilla y caliente, se enroscaba alrededor de los rescoldos que los niños le ofrecían con una cucharilla de barro. Sus ojos de oro escrutaban el mundo desde su nido de carbones.
Erec se acercó al brasero y extendió la mano. Favila exhaló una voluta, trepó a la palma de Erec y enroscó la cola alrededor de su antebrazo. Munin vio la escena con asombro.
–No se acerca así a nadie –dijo.
–Es cuestión de paciencia. Me conoce bien. ¿Qué has pensado? ¿Serás el mago de esta aldea?
–Quiero casarme con Val. Pedí su mano antes de que pelearas con Dogoero.
–Cásate con ella. Cuida la aldea. No te pido que sigas mis pasos: que no tomes mujer, que te alejes de la gente. Ese es mi destino, no el tuyo. Pero debo dejar a un mago en Nebral y tú naciste aquí. Cásate, cultiva tu parcela, ten hijos. Pero no te vayas.
Favila sacó la lengua y una llama brotó de su hocico.
Erec extendió el índice y lo restregó sobre la cabeza de la salamandra. Favila entrecerró los ojos y se arqueó como un gato. Erec le frotó el lomo y la salamandra exhaló un chorrito de chispas.
–Te lo ruego –insistió Erec sin apartar la vista de Favila–. Tengo que irme a vivir con Prisco. No puedo escoger: esa será mi vida. Si me necesitas, vendré a ayudarte.
Vencido, Munin aceptó.
Erec se marchó de la aldea al día siguiente. No se llevó nada. Dejó en el templo sus libros (ocultos bajo un hechizo de invisibilidad que solo Munin podía revertir), su ropa, su cuenco, su cuchillo, su peine de hueso. Otros magos relataron la historia del combate y la penitencia. El nombre de Erec se hizo célebre.
En los años que siguieron a la muerte de su maestro, se convirtió en el mayor enemigo de Moriana, pero las enseñanzas de Prisco habían calado hondo: batallaba sin odio ni rabia.
°°°
Mientras, en Moriana, Dogoero hizo jurar a sus hombres que jamás repetirían lo que habían visto. Para asegurarse de que cumplirían, los hizo encerrar en calabozos apenas llegaron a Bento y trató de borrar el episodio. Los días pasaron y nadie preguntó qué había sucedido en la expedición, ni se interesó por los soldados.
Dogoero inventó una historia idiota que los cortesanos repitieron con aire embelesado. Pero el Lobo, que entonces era un niño, había visto algo incomprensible una de tantas noches en las que esperaba despierto a que el rey regresara. Oyó el sonido de arreos y cascos en el patio y se asomó por la ventana. Vio cómo el verdugo conducía a una hilera de hombres atados, hombres cuyos rostros le eran tan familiares como el de su padre. Los hombres fueron conducidos a las mazmorras. El Lobo guardó silencio, pero no pudo dormir. Pasaron los días. El niño seguía sin entender lo que había ocurrido, hasta que la curiosidad pudo más y preguntó al rey:
–Padre, ¿tuviste suerte en tu guerra contra los magos? ¿Dónde quedó tu caballo favorito? ¿Encerraste a los soldados?
Su padre no contestó, pero le propinó un manotazo. El niño cayó de bruces. Entonces, Dogoero lo miró con una cólera tan pura que el niño echó a correr para refugiarse, llorando a lágrima viva, en el regazo de su nodriza, la hermosa Edurne.
Algo entendió ese día el pequeño Lobo. Fue una intuición oscura y punzante, que definiría sus relaciones con su padre y también su carácter. No le dijo a nadie, ni siquiera a Edurne, que iría a las mazmorras a visitar a los soldados que su padre había aprisionado. Bajó una tarde, mientras todos dormían la siesta, y le dio al carcelero un pequeño cuchillo con mango de plata a cambio de su silencio. Solo la certeza de que entendería mejor quién era su padre pudo obligarlo a poner los pies en esas mazmorras heladas por las que corrían las ratas, cuyo suelo estaba cubierto por un lodo espeso repleto de sabandijas. Esas mismas mazmorras que de adulto poblaría de verdugos y de prisioneros, entonces le daban pavor.
Albano, el escudero, estaba allí, con un grillete en el tobillo y la espalda llagada por los azotes. Espoleado por el rencor, dijo la verdad:
–Nos encerraron apenas llegamos. Tu padre mandó un emisario para que avisara al verdugo. No pudimos defendernos porque nos quitaron las espadas, según dijeron, para cambiarlas por otras mejores. Nuestras espadas, con las que defendimos la vida de tu padre, su oro, sus esclavos... ¿Y qué nos dio el gran rey Dogoero a cambio? Estas habitaciones –Albano miró las paredes cubiertas con un tapiz de légamo que se deshacía en negros borbotones– y esta muerte. Una muerte de cobardes, en lugar de la muerte de soldados que merecemos.
El Lobo lloró al saber que su padre era un hombre injusto que había sido vencido por un mago desarmado. Albano lloró también, en parte porque el único testigo que recordaría cómo fue traicionado por Dogoero era un niño que se limpiaba los mocos con la manga. Además, era el hijo del mismo hombre que lo había enviado a reventar en un calabozo pestilente.
El Lobo fue sacado a rastras por un guardia que temía la cólera de Dogoero. Albano murió poco después debido a unas fiebres, causadas por el agua putrefacta con la que los prisioneros acompañaban el pan mohoso que les daban para comer.