Anna Manso
Ilustraciones de Juliet Pomés Leiz
SER la pequeña está sobrevalorado. La gente habla por hablar. Habla sin conocer el percal, creyendo que la más joven de la casa es la mimada, la consentida, la malcriada... ¡Y un cuerno! Quizás en el siglo pasado era así, pero en el siglo veintiuno la situación está fatal. Ser la pequeña es una auténtica desgracia, y Ru está tan convencida de ello que se haría tatuar la frase en el culo. Pero tiene prohibido hacerse tatuajes y, además, le da una pereza mortal sufrir, aunque sea un ratito, para, total, decorarse la piel.
Ru tiene un genio de mil demonios y se enfada a menudo. Cuando eso ocurre, cierra los ojos bien fuerte, durante dos segundos deja de respirar, se pone roja como un tomate, y sus dos hermanos se parten de risa y exclaman a coro: «¡Bum!», cosa que la hace rabiar aún más.
Ser la pequeña, tener trece años y dos hermanos de dieciocho y dieciséis es un trabajo duro. Sí. Ya sabe que hay trabajos más duros, como el de minero o el de taquillera de metro, pero su situación es de lo más desesperante. Porque a sus dos hermanos (hermanos MASCULINOS, no se olvida de recalcar Ru) hay que sumar un padre maniático y una madre habladora compulsiva.
–No será tan maniático tu padre –le dicen las amigas, tildándola de exagerada.
–Me llamo Ru; mi hermano mayor, Raúl, y mi hermano mediano, Rubén. Los tres nombres empiezan con la letra erre para «celebrar» que mi padre se llama Rafael y mi madre, Ramona.
–Tu padre no se corta un pelo... –murmuran, afligidas, las amigas.
–Somos la familia Rrrrrridícula –Ru, evidentemente, odia la letra erre.
Las manías de su padre y la charla incesante de su madre son la causa de un GRAVE problema. Lo que hasta hace bien poco solo ha sido un privilegio, tener habitación propia –y no porque sea la pequeña, sino porque es la única chica de los tres hermanos–, se ha convertido en un quebradero de cabeza. Su pequeña, minúscula, mínima habitación lleva camino de transformarse en microscópica.
Una familia de cinco personas posee diez pies. Diez pies para calzar en primavera, verano, otoño e invierno. En casa de Ru hay tantos zapatos (más de treinta y siete pares) desperdigados, escondidos, acechando furtivos en los sitios más insospechados, que su padre decidió que no había otra solución para el caos y el desorden que la compra de un armario zapatero. Solo que lo decidió sin pensar dónde meter el dichoso armario.
En la galería de la cocina, al lado de la despensa, imposible. Según su padre, los zapatos no deben almacenarse en el mismo espacio que la comida. Es antihigiénico. Y en la habitación de sus padres tampoco, porque entonces habría que descolgar el cuadro con el pueblo donde nació Rafael al fondo, y la pintura le ayuda a dormir, dice, y ya le cuesta lo suyo coger el sueño como para complicarlo. Ni en la habitación de sus hermanos ni en el lavabo cabe. Y el comedor y la cocina no disponen de un centímetro de pared libre. Conclusión: a Ru le ha tocado el gordo.
Pero en la habitación de Ru no hay espacio para un armario zapatero de los que venden. El espacio es recomplicado y hay que construir el mueble a medida, pero vale un dineral. Los euros, en casa, no sobran: el padre de Ru trabaja de transportista yendo de acá para allá gracias a Lola, su furgoneta pagada a plazos, y Ramona trabaja en Correos, como cartera. En resumen, dos sueldos terrenales que no dan para demasiadas alegrías; sobre todo, en una familia numerosa.
Su hermano mayor, Raúl, tiene dieciocho años y, mientras piensa qué hacer con su vida, a ratos reparte pizzas y a ratos pierde el tiempo con su novia, la pesada de Carla. El pequeño sueldo de Raúl ayuda un poco, pero Rubén y Ru aún estudian. Rubén cursa un módulo profesional de cocina y Ru está en primero de instituto.
Rubén es el manitas de casa. El oficio de cocinero le va como anillo al dedo, a pesar de la forma en que lo eligió. Escribió el nombre de cinco módulos profesionales en cinco papelitos.
–Venga, Ru, coge uno sin mirar –le pidió.
–Rubén, no puedes elegir tus estudios de ese modo, echándolo a suerte. Es... ¡es cutre! –se quejó ella.
–Es práctico –replicó Rubén.
Ru extrajo el papelito decisivo.
–¡Cocina!... ¿Cocina? –Ru no lo veía como cocinero.
–Muy bien: cocina.
Rubén es un gandul redomado y no quiso dedicar más tiempo a decidir su futuro. Un gandul con una flor en el culo, porque una vez metido en faena, todo lo que hace lo hace bien (y encima es «taaaan guapo», suspiran sus amigas); pero su motor es diésel, lento como un vídeo descargándose con mala conexión.
Por lo que respecta al armario zapatero, su madre, como siempre, habló demasiado y anunció que el armario lo construiría Rubén, que sabe bricolaje y que ya tiene edad para contribuir a la economía familiar y bli, bli, bli, bla, bla, bla... Al oírlo, el cabello de Ru se erizó y al instante visualizó su futuro en letras luminosas:
Rubén construyendo el armario zapatero =
= desastre³¹ + caos × polvo × retraso × cagüenlaleche
Y así ha sido. Su hermano se ha limitado a desparramar sus herramientas de bricolaje por todos los rincones de la habitación (suelo, estantes, cama, cajones...), a serrar cuatro maderas, a perforar la pared por cinco puntos diferentes y a proclamar que tenía serias dudas sobre el proceso y que necesitaba echarle un vistazo a unos cuantos armarios zapateros de los prefabricados antes de continuar. Punto y aparte con peligro de convertirse en punto y final. O, peor aún, en eternos puntos suspensivos.
No han servido de nada las amenazas de su madre ni los sonidos guturales de su padre. Rubén es un experto en pasar de todo. Un caradura convencido al que hay que atacar con sus propias armas. Cada mañana, cuando se levanta, Ru recoge las herramientas que su hermano ha abandonado en su habitación y las deja caer en la cama en la que duerme Rubén.
–¡Auuu! –aúlla su hermano.
–Oh, qué pena... –se disculpa, sin un ápice de culpa, Ru.
Sabe que Rubén, en cuanto se levante, volverá a «olvidar» las herramientas en su habitación, pero ella, además de RABIOSA, es ORGULLOSA y no piensa rendirse. Aunque también es una chica NERVIOSA, y esa mañana ha planteado un ultimátum a su madre, que, como el 99,9% de las veces, aparece silbando en la cocina. ¿Cómo logra su madre levantarse de buen humor cada día, caiga quien caiga? Cuando a Ru la acusan de ser igualita a Ramona, cuando le echan en cara que las dos chocan tantas veces porque tienen un carácter parecido, ella piensa en las mañanas y lo niega. Ru consigue estar de buen humor tan solo una hora después de levantarse. Puede estar activa, incluso al 200%, pero ¿de buen humor? Uh. No. Y su madre, sí.
–Rubén ha vuelto a dejar las herramientas por todo el suelo de MI habitación. ¡O termina el armario este fin de semana, o me saco unos euros vendiendo las herramientas! –ruge Ru.
–¡Ni se te ocurra, bonita! Las herramientas son mías, no tuyas ni de Rubén.
–¿No podéis hablarlo en el comedor? –su padre no soporta las discusiones, sobre todo cuando estas tienen lugar ante sus narices. Ru sospecha que trabaja tantas horas para evitar los líos familiares.
–Un día de estos, os levantaréis y me habré largado –Ru lleva días con la paciencia bajo mínimos.
–Ah, ¿y dónde estarás? En un rancho de Estados Unidos criando caballos, ¿no es así? Perfecto. Mándanos una postal con tu dirección –su madre nunca se ha tomado en serio su sueño dorado.
–Pienso hacerlo –Ru es una chica de ideas fijas.
–¿Te puedo hacer una pregunta, nena?
–Mamá, no me llames «nena» –Ru se contiene para no morder. Le ha dicho MILLONES de veces a su madre que no la llame «nena» NUNCA MÁS.
–¿De dónde has sacado esa afición tan rara a los caballos? –a su madre, el asunto la tiene intrigada y hasta desconcertada.
Ru calla. Tiene una respuesta, pero no piensa darla. Encuentra a su familia tan cutre, tan espantosa y tan de barrio hortera, que el día que vio una serie en la que salían unas chicas maravillosas que vivían en un rancho de caballos, de repente supo que quería caballos, prados, caras limpias y camisas de cuadros en su vida. Y como hace demasiado tiempo, tan solo es un sueño. Ha llegado el momento de pasar a la acción.
De camino al instituto, coge el móvil y convoca una reunión en la azotea. Sheila y Nadia tienen que ayudarla. Para eso son las amigas, ¿no?