COMO todas las mañanas, Diana abrió la ventana de su habitación y miró los campos que se extendían alrededor de la casa. Un día más, lo que vio fueron las tierras áridas y los prados resecos, en los que la hierba hacía ya tiempo que había dejado de ser verde. Tan solo el monte del Castro, recortándose en el horizonte, conservaba los colores que estaba acostumbrada a ver: el verde oscuro de la ladera, ocupada por los pinos, y los verdes claros y alegres de la parte alta, por donde se extendía el bosque de robles y castaños.
La niña miró después hacia el cielo, todo azul, en el que no había ni siquiera la más pequeña nube. Todavía era temprano, pero el sol brillaba ya con intensidad, anunciando que también aquel día la temperatura sería muy alta.
«Otro día de calor», pensó Diana. Casi sin querer, le vino a la memoria la conversación de la noche anterior, mientras cenaban todos en la cocina, cuando su abuela había dicho que no se acordaba en todos los años de su vida de un verano como aquel, con un calor tan sofocante y con tantos días sin llover.
—El calor se aguanta bien, mamá. Y algún día tendrá que venir el agua, este tiempo no va a durar siempre —le había contestado el padre de Diana—. Todo va bien mientras no suceda una desgracia.
Y después, con ojos sombríos, había añadido:
—Los pinos están muy resecos, no sé qué puede suceder si sigue sin llover. Hoy he pasado por allí, y era lo mismo que caminar por dentro de un horno.
—No haberlos plantado, que bien te avisé —respondió la abuela—. ¿Qué mal te hacían los castaños y los robles?
—Eso no da dinero, mamá. Y los pinos, sí. Los pinos crecen muy rápido y los pagan bien —la voz de su hijo sonaba algo irritada, como si le molestase tener que hablar de aquello—. Además, queda bastante bosque, llega y sobra con el que hay.
Después, se levantó y salió para ir a ver las vacas, como hacía todas las noches antes de acostarse todos. Entonces Diana le preguntó a su madre:
—¿De qué desgracia habla papá?
—Del fuego, hija mía, del fuego. Papá tiene miedo de que, con tanto calor, el fuego prenda en el monte del Castro y se quemen todos los pinos jóvenes.
—¡Pero entonces, si se queman los pinos, también pueden quemarse los otros árboles!
—No, hija mía, no —la tranquilizó su madre—. El bosque de robles y castaños es diferente: conserva muy bien la humedad, no se quema así como así.
—Tiene razón tu madre —añadió la abuela—. Nunca en mi vida vi arder un bosque así, y eso que ya tengo mis años. Aunque ahora está todo muy seco, cualquiera sabe lo que puede hacer el fuego.
A Diana se le encogió el corazón al escuchar aquellas palabras. No quería que se quemase el pinar, no quería ver triste a su padre. Pero mucho menos quería que se quemasen los árboles del monte, el bosque tan querido, el lugar por donde ella andaba y jugaba siempre que podía.
Ahora, con la luz de un nuevo día, todo era diferente; incluso parecía imposible la preocupación que habían despertado en ella las palabras de la noche anterior. Desde la ventana, el bosque era solo una extensa mancha verde en el paisaje. Pero Diana conocía bien todos los secretos que encerraba aquel lugar que siempre la había fascinado, desde que tenía memoria, desde las primeras veces que había entrado en él, de la mano de sus padres o de su abuela.
El bosque era como un continente que ella había ido descubriendo poco a poco. Podía cerrar los ojos y, mentalmente, recorrer la red de senderos que, como venas diminutas, lo atravesaban en todas las direcciones, o llegar hasta los lugares más escondidos, como la pequeña fuente en la que nacía el arroyuelo que pasaba cerca de la casa, ahora casi sin agua. Sabía cuáles eran los lugares preferidos por las ardillas, dónde encontrar las moras más sabrosas, qué castañas daba cada castaño al llegar el otoño...
Hacía ya más de un año que la dejaban ir sola. Y Diana, siempre que podía, subía el camino que la llevaba hasta aquella arboleda que ejercía sobre ella una atracción tan poderosa. Allí, caminando entre los árboles, que, al juntar sus copas, formaban un techo protector, se sentía tan libre y solitaria como un robinsón en su isla desierta, como si habitase en un reino secreto que solo a ella le pertenecía.
UN día, Diana subió al castro, como solía, y encontró a goewín más seria que de costumbre, con un aire de tristeza en los ojos. cuando le preguntó si le pasaba algo, el hada respondió:
—Mañana llegan mis hermanas. Me han mandado aviso por el trasgo de Alqueidón. Así que vamos a tener que dejar de vernos.
—¿Dejar de vernos? ¿Ya no podré venir más?
—Ven siempre que quieras, sé muy bien que te gusta andar por aquí —contestó el hada—. Pero no podremos vernos como hasta ahora. Acaba el verano; tú tienes que volver al colegio y yo tengo que volver a mi vida de siempre.
—Puedo subir los días en que no tenga clase —insistió Diana.
—Sube siempre que quieras, ya te lo he dicho. Pero yo tendré que ser invisible, también para ti. Así son nuestras leyes. Mis hermanas no me permitirían otra cosa.
—¡Cuéntales la verdad, diles que te salvé la vida!
—Claro que se lo voy a contar, pero solo una parte. Les diré que me ayudaste, pero que desaparecí tan pronto como no necesité de ti. Lo otro no lo entenderían.
—Entonces, ¿esta es la última tarde que pasamos juntas? —preguntó Diana, resignada ante lo inevitable.
—Conmigo visible, sí. Pero estaré cerca de ti siempre que vengas al bosque, lo sabes bien.
AQUELLA tarde estuvieron jugando hasta que casi se hizo de noche. Querían aprovechar aquel tiempo precioso que ahora parecía tan corto, exprimirlo hasta el último minuto. Cuando los árboles fueron solamente una mancha gris y comenzaron a aparecer en el cielo las primeras estrellas, Goewín dijo:
—Tienes que irte. Te van a regañar en casa.
—Me da igual. Aunque me regañen, yo quiero estar contigo.
—¡Mira que eres tonta! —contestó el hada con cariño—. ¡A ver si tengo que enfadarme para que te vayas...!
—¿Y con quién voy a hablar ahora, si no estás tú? —insistió la niña.