© 2004, Laura Gallego García 

www.lauragallego.com

 

© 2004, Ediciones SM 

© De la presenta edición: Ediciones SM, 2014

Impresores, 2

Urbanización Prado del Espino

28660 Boadilla del Monte (Madrid)

www.grupo-sm.com

 

ATENCIÓN AL CLIENTE

Tel.: 902 121 323

Fax: 902 241 222

e-mail: clientes@grupo-sm.com

Coordinación técnica: Producto Digital SM
Digitalización: ab serveis

ISBN:  978-84-675-6988-9

Para Andrés,
el primero que se atrevió a cruzar la Puerta conmigo,
y que escuchó esta historia bajo la luz de las tres lunas.

No importa lo que haga, cada persona en la Tierra está siempre representando el papel principal de la Historia del mundo. Y normalmente no lo sabe.

PAULO COELHO, El Alquimista

PRIMERA PARTE

Búsqueda

 

I

JACK

 
E

RA ya de noche, una noche de finales de mayo, y un chico de trece años subía en bicicleta por una carretera comarcal bordeada de altas coníferas, de regreso a su casa, una granja junto a un pequeño bosque.

Se llamaba Jack. Hacía ya un par de años que vivía con sus padres en aquella granja a las afueras de Silkeborg, una pequeña ciudad danesa, y todas las tardes, al salir de clase, si el tiempo lo permitía, efectuaba aquel trayecto en bicicleta. Le gustaba hacer ejercicio y, además, el recorrido junto al bosque lo relajaba y apartaba de su mente todas las preocupaciones. 

Pero, por alguna razón, aquella vez era diferente.

Llevaba todo el día teniendo una extraña intuición con respecto a su casa y sus padres. No habría sabido decir de qué se trataba, pero tampoco había podido evitar llamar a su madre a mediodía, para asegurarse de que los dos estaban bien, y lo había encontrado todo en orden. Sin embargo, apenas un rato antes, al salir del colegio, había sentido que aquel molesto presentimiento que lo había acosado durante todo el día regresaba con más fuerza. Sin ningún motivo aparente, intuía que su familia estaba en peligro. Y sabía que era absurdo, sabía que no tenía una explicación racional para aquella sensación, pero no podía evitarlo. Tenía que llegar a casa cuanto antes y comprobar que todo marchaba bien. 

Cuando llegó a la granja por fin, el corazón estaba a punto de estallarle del esfuerzo. Dejó la bicicleta tirada junto al cobertizo, sin preocuparse por guardarla, y corrió hacia la entrada. 

Se detuvo de pronto, con el corazón latiéndole con fuerza. 

Joker, su perro, no había acudido a recibirle, como todos los días. Tampoco se oían sus ladridos desde la parte posterior de la granja. «Habrá ido al bosque», se dijo Jack, intentando calmarse. 

No pudo evitarlo, sin embargo. Echó a correr de nuevo hacia la puerta de la casa. La halló entreabierta y entró. 

Algo le detuvo. 

En apariencia, todo parecía normal. La luz del salón estaba encendida, se oía el murmullo apagado del televisor. 

Pero se respiraba un ambiente extraño. 

Temblando, entró en el salón. Su padre estaba sentado en el sofá, frente al televisor, de espaldas a él. Podía ver su cabeza descansando sobre el respaldo. 

—Papá... 

No hubo respuesta. En la televisión ponían un estúpido programa de imitadores de cantantes famosos, y Jack se aferró desesperadamente a la idea de que era lógico que su padre se hubiese quedado dormido. 

Rodeó el sofá y, tras un breve instante de vacilación, miró a su padre a la cara. 

Estaba inmóvil, pálido, con los ojos abiertos de par en par, desenfocados, mirando a ninguna parte. No había ninguna señal de sangre o violencia en su cuerpo. 

Pero Jack supo que estaba muerto. 

Algo golpeó su conciencia con la fuerza de una pesada maza. Por un momento el tiempo pareció detenerse, y su corazón, con él; pero de inmediato el mundo a su alrededor se tambaleó y empezó a girar a una velocidad abrumadora. Se abalanzó hacia su padre y lo sacudió varias veces, tratando de hacerlo reaccionar. En el fondo sabía que era inútil, pero, simplemente, no quería creerlo. 

—¡Papá! Papá, por favor, papá, despierta... 

Su voz se quebró con un sollozo aterrorizado. De pronto pensó que tal vez no era demasiado tarde, que tenía que llamar a una ambulancia, y quizá... corrió hacia el teléfono y descolgó el auricular. 

Pero no había línea. Jack colgó el teléfono con violencia, rabia y desesperación; se secó las lágrimas con la manga del jersey, dio media vuelta y se precipitó escaleras arriba. 

—¡Mamá! –gritó–. ¡Mamá, baja corriendo, trae el móvil!

Tropezó en un escalón y cayó, golpeándose las rodillas, pero eso no lo detuvo. Se levantó de nuevo y siguió corriendo: 

—¡¡Mamá...!! 

Enmudeció de pronto, porque había alguien al fondo del corredor. Alguien que no era su madre. Frenó en seco, desconcertado. Los dos se miraron un momento. 

Se trataba de un hombre de ojos de color avellana y rasgos delicados, pero expresión dura y ligeramente burlona. Vestía algo parecido a una túnica que le llegaba por los pies, y tenía el cabello oscuro y encrespado. 

—¿Quién... quién es usted? –murmuró Jack, confuso y todavía con los ojos llenos de lágrimas. 

Algo atrajo su atención, sin embargo. Sobre el parquet, a los pies del individuo de la túnica, había un bulto inerte. Jack lo reconoció, y sintió que las piernas le temblaban; tuvo que apoyarse en la pared para no caerse. 

Era su madre, que yacía en el suelo, pálida, con la cabeza vuelta hacia él y los ojos abiertos. 

Jack sintió que la sangre se le congelaba en las venas. Aquello no podía estar sucediendo... 

Pero no había duda. La mirada de su madre era vacía, inexpresiva. 

Sus ojos estaban muertos. 

—¡¡¡Mamááá!!! –gritó el chico, fuera de sí. 

Echó a correr hacia ella, sin importarle para nada la presencia del hombre de pelo negro... 

Todo sucedió muy deprisa. El desconocido gritó unas palabras en un idioma que Jack no conocía (pero que, de pronto, le sonó extrañamente familiar) y algo golpeó al chico en el pecho, dejándolo sin aliento, y lo lanzó hacia atrás. 

Jack chocó contra la pared y sacudió la cabeza, aturdido y respirando con dificultad. No tenía ni idea de qué era lo que lo había empujado con tanta violencia; el individuo de la túnica estaba aún lejos de su alcance cuando aquel lo-que-fuera lo había lanzado contra la pared. 

Pero no se detuvo a pensar en ello. El golpe lo devolvió a la realidad. 

Se dio cuenta de que, muy probablemente, aquel estrafalario individuo era el responsable de la muerte de sus padres; y una parte de sí mismo, que estaba oculta y dormida y solo despertaba en ocasiones puntuales, y que, sin embargo, Jack conocía muy bien, aullaba de dolor, ira y sed de venganza. 

Por otro lado, sabía que lo más prudente era dar media vuelta y echar a correr, escapar, avisar a la policía... 

Por suerte para él, logró dominar su ira y dejar paso a la sensatez. Se puso en pie de un salto, reaccionando más deprisa de lo que su oponente había previsto. Echó a correr en dirección a las escaleras y lo oyó gritar a su espalda, pero no se detuvo. Bajó a todo correr; en su precipitación, tropezó de nuevo y cayó rodando hasta el salón. 

Pero, cuando estaba a punto de levantarse, sintió una presencia gélida tras él, y se estremeció, sin poderlo evitar. Se volvió lentamente... 

Ante él se hallaba un chico algo mayor que él, vestido de negro. Era delgado y fibroso, de facciones suaves y cabello castaño claro, muy fino y liso, que le caía a ambos lados del rostro. Sus ojos azules se clavaron en él, inquisitivos. 

Era la primera vez que se encontraban, de eso Jack estaba seguro, pero, por alguna razón, no pudo evitar sentir una súbita repulsa hacia él, como si el mero hecho de estar cerca de aquel desconocido le produjese escalofríos. 

Reprimió un estremecimiento y lo miró a los ojos. 

Y de pronto sintió algo extraño, una sacudida, como si algo se hubiese introducido en su interior y estuviese explorando sus más secretos pensamientos y sus más íntimos sentimientos. 

Y otra cosa.

Frío. 

Jack se quedó paralizado, hechizado por la mirada del joven de negro. 

«Te estaba buscando», se oyó una voz en su mente.

Y, en aquel mismo instante, Jack supo, de alguna manera, que iba a morir, como lo sabe la mosca que queda atrapada en la telaraña, como lo sabe un ratón que se topa con la mirada de una serpiente. 

Pero entonces algo tiró de él y lo arrojó a un lado con violencia, apartándolo del muchacho de negro. Jack cayó al suelo, sobre la alfombra, sacudió la cabeza y se giró para ver qué estaba pasando y quién lo había alejado de la mirada de la muerte. 

Su salvador era un joven de unos veinte años, alto y musculoso, de cabello castaño corto y expresión grave y severa, que había aparecido de la nada, interponiéndose entre Jack y el otro muchacho. Había algo en él que imponía respeto, a pesar de las extrañas ropas que vestía. El chico de negro lo miró impasible, pero adoptó una postura de serena cautela. Y entonces, ante la atónita mirada de Jack, el recién llegado sacó una espada del cinto y le plantó cara a su oponente. El de negro pareció aceptar el desafío, porque extrajo su propia espada de una vaina que llevaba sujeta a la espalda y paró el golpe de su contrincante con una rapidez y una agilidad casi sobrehumanas. Jack, paralizado de terror, se quedó mirando cómo aquellos dos desconocidos iniciaban un duelo de espadas en el salón de su propia casa. Volcaron la mesa del comedor, desgarraron las cortinas, destrozaron el televisor con una estocada que no dio en el blanco. Jack asistía impotente a aquel estropicio, pero no se atrevía a moverse. El joven recién llegado se movía con seguridad y serenidad, y los golpes que descargaba eran más fuertes; pero el muchacho de negro era mucho más rápido, ágil, silencioso y letal. Jack se dio cuenta de que, cada vez que las dos espadas se encontraban, una especie de destello sobrenatural brotaba de sus filos. 

Aquello no era real, era una pesadilla, no podía estar pasando. Quiso gritar, pero entonces alguien tiró de él y le tapó la boca. 

Jack sintió que se mareaba. Su primer impulso fue tratar de deshacerse del abrazo, pero no lo logró. Se volvió y vio que su captor era un chico delgado de unos dieciocho o diecinueve años, de cabello negro, grandes ojos oscuros, facciones agradables y gesto serio. Jack quiso librarse de él, pero el joven era más fuerte. Lo miró a la cara y le dijo que no con la cabeza, y Jack entendió que era un amigo y estaba allí para ayudarlo. Lo agarró por los brazos con desesperación. 

—Por favor –sollozó–, por favor, ayudadme... mis padres... 

Pero el joven sacudió la cabeza, y le dijo algo en otro idioma, y Jack comprendió que hablaban lenguas distintas. Se volvió para señalar el sofá donde yacía el cuerpo de su padre, pero al final giró la cabeza con brusquedad porque no se atrevía a mirar. 

Mientras tanto, los otros dos seguían con su particular duelo de esgrima, y el individuo de la túnica, el asesino de los padres de Jack, se había asomado a lo alto de la escalera. El muchacho que sujetaba a Jack se dio cuenta de ello. Gritó algo y su compañero asintió y retrocedió hasta él. El chico de negro corrió tras él y descargó la espada sobre ellos, justo cuando su oponente agarraba del brazo a su amigo. 

Jack sintió unos dedos clavándose dolorosamente en su antebrazo y lo último que vio antes de que todo empezase a dar vueltas fueron unos gélidos ojos azules... 

 

 

Jack lanzó un grito y abrió los ojos, sobresaltado. Se incorporó sobre la cama, respirando entrecortadamente y sintiendo en el pecho los alocados latidos de su corazón. 

«Solo ha sido un maldito sueño», pensó irritado. 

Pero todavía temblaba. Detestaba las serpientes, y había soñado con una de ellas, enorme, terrorífica, que se alzaba bajo un extraño cielo del color de la sangre. Un cielo con seis astros que emitían un brillo cegador. 

Intentó serenarse. Estaba temblando, y sentía una extraña angustia que atenazaba su corazón como una garra de hielo. Respiró hondo. «Solo ha sido una pesadilla», se dijo. Pero no era la primera vez que soñaba con aquella escena, y se preguntó, una vez más, si la habría visto en alguna película de ciencia-ficción. Si era así, no lo recordaba. 

Por otro lado, antes de soñar con la serpiente gigante había tenido un sueño mucho más aterrador; se acordaba solo vagamente, pero sabía que tenía que ver con sus padres, y que no era algo que quisiera recordar. 

Se pasó una mano por su pelo rubio, revolviéndolo, y echó un vistazo a su derecha, buscando con la mirada los números fosforescentes de su despertador digital. 

Se quedó helado. 

No estaba en su habitación. Se hallaba en una cama extraña, en un cuarto extraño, en un lugar extraño. La forma de la habitación tampoco era corriente: no había esquinas en las paredes, curiosamente redondeadas. Era como si estuviese en el interior de un iglú gigante. Una ventana, también redonda, se abría a un lado del cuarto. Más allá se veía una clara noche estrellada y las oscuras copas de los árboles. Pero no era el paisaje que él conocía. 

Jack parpadeó, confuso. ¿Dónde diablos se encontraba? ¿Qué estaba pasando? 

Se levantó de un salto, apartando unas sábanas extraordinariamente suaves. Buscó el interruptor de la luz y no lo encontró. Esperó a que sus ojos se habituasen a la oscuridad para mirar a su alrededor. 

No había muchos muebles en aquel cuarto. Una silla y una mesa de extraño diseño, un armario del mismo estilo y algo que parecía una mezcla entre una estantería y una cómoda. Y dos puertas. 

Una estaba entreabierta, y parecía un ropero. Jack abrió la otra, tirando de una manilla hecha de un curioso metal verdeazulado, y se deslizó hasta el exterior. 

Se encontró en un pasillo de techo abovedado, como un túnel, que torcía hacia la derecha con suavidad, sin esquinas. Estaba iluminado por medio de apliques eléctricos, con bombillas, perfectamente normales. Jack respiró hondo, mareado. Aquello era una locura. 

Avanzó con precaución, procurando no hacer ningún ruido... y entonces topó con alguien. Jack dio un respingo. Se trataba de un joven moreno, delgado y nervioso. Jack lo había visto antes... 

... En el salón de su casa, sujetándolo, mientras otros dos mantenían un duelo de espadas. 

De golpe lo recordó todo. La carrera hasta la granja, el hombre de la túnica, la lucha entre su perseguidor y su salvador, aquellos inhumanos ojos azules, sus padres muertos... 

Sus padres, muertos. 

No había sido un sueño. Todo aquello había sucedido de verdad.

Jack ahogó un grito de rabia y desesperación y, casi sin saber lo que estaba haciendo, se abalanzó contra aquel joven, furioso, tratando de golpearlo. Lo cogió por sorpresa y ambos cayeron al suelo. El muchacho exclamó algo en aquella extraña lengua, pero Jack no atendía a razones. Golpeó con los puños intentando darle a algo, pero de pronto unas manos de hierro lo agarraron dolorosamente por las muñecas y una voz serena, tranquila y autoritaria dijo algo que, para variar, él no entendió. Intentó desasirse, pero no lo logró. Sintió que tiraban de él hacia atrás para separarlo de su oponente. Se resistió; estaba ciego de rabia. Se volvió para ver quién lo tenía atrapado y vio tras él al joven que había peleado contra el muchacho de los ojos azules en su propia casa. Sin duda era muy fuerte y tenía brazos de acero; Jack se dio cuenta de que no le estaba costando ningún trabajo mantenerlo quieto, a pesar de que él se estaba resistiendo con todas sus fuerzas. 

Finalmente Jack, agotado, se rindió. Estaba atrapado.

Se dejó caer, temblando y sollozando sin poder contenerse. 

Entonces el muchacho moreno al que acababa de atacar se inclinó junto a él y le dijo algo. Jack apartó la cara, furioso y angustiado a la vez. Pero vio, a través de las lágrimas, que él lo miraba fijamente, serio y preocupado. El joven dijo algo más, y esta vez Jack alzó la cabeza. Sonaba a francés. Pero él no sabía francés. El otro frunció el ceño, pensativo, y entonces probó otra vez. 

En esta ocasión, Jack lo comprendió. 

—Eh... sí... hablo inglés –musitó, en la misma lengua; sus propias palabras le sonaban extrañas. Tragó saliva para aclararse un poco la garganta. Volvió la cabeza para frotarse la cara contra el brazo y así secarse las lágrimas, porque todavía lo tenían sujeto por las muñecas y no podía usar las manos. 

El otro chico lo miró, pensativo.

—Bien. En realidad, a mí no se me da muy bien el inglés, he tenido poco tiempo para aprender –explicó en un inglés vacilante, con un extraño acento–. Pero creo que nos entenderemos. 

Jack asintió, mohíno. Él hablaba inglés casi tan bien como su lengua materna. No en vano su padre era británico... Pensar en su padre le hizo recordarlo, sentado en el sofá, muerto, y cerró los ojos para evitar que volvieran a llenársele de lágrimas. Todo aquello no era más que una pesadilla... 

—No es un buen momento para hablar, lo sé –prosiguió el joven–. Solo quiero que sepas que, pase lo que pase, aquí estarás a salvo. 

—¡A salvo! –repitió Jack con amargura–. ¡Después de lo que les habéis hecho a mis padres...! 

—Te hemos salvado la vida –corrigió el otro–. Si hubiésemos llegado a tiempo, tal vez también habríamos podido salvar a tus padres. Pero ellos se nos adelantaron otra vez. 

Había tal gesto de rabia y frustración en su rostro que Jack no pudo menos que creerle. 

—Mis padres... –repitió, sin poderse quitar aquella idea de la cabeza. 

Trató de recomponer aquel rompecabezas en su mente. Lo que había contemplado en su casa era la lucha entre dos grupos distintos. Dos personas, el hombre de la túnica y el muchacho vestido de negro, habían matado a sus padres. Y probablemente lo habrían matado a él también, de no ser por la intervención de aquellos dos jóvenes con los que estaba hablando, que, de alguna manera, lo habían sacado de allí. ¿Por qué había pasado todo eso? ¿Quiénes eran ellos? ¿Y qué tenían que ver sus padres con todo aquello? 

—¿Por qué? –susurró, desolado–. ¿Por qué a ellos?

Esta vez no pudo evitar que una lágrima resbalase por su mejilla y volvió la cabeza bruscamente, para que no lo vieran llorar. 

El joven lo miró con pena. 

—Lo siento, de verdad. Lo único que puedo decirte es que te protegeremos y que seguiremos luchando porque no haya más muertes. 

—¿Más... muertes? –repitió Jack, desorientado.

El otro suspiró. 

—Es mejor que no te mezcles en esto. Cuanto menos sepas, más seguro estarás. 

Algo se rebeló en el interior de Jack. 

—¡No! –gritó–. ¡No, ni hablar, necesito saber qué demonios ha pasado! ¿Me oyes? ¡Y quiero volver a casa! ¿Quiénes sois vosotros? ¿Adónde me habéis traído? 

—A un lugar seguro –insistió el otro–. En cuanto a quiénes somos, solo puedo decirte nuestros nombres: yo soy Shail, y mi amigo es Alsan. No habla inglés –añadió con un suspiro resignado–, ni francés, ni nada que se le parezca. 

Jack se volvió hacia Alsan, que permanecía impasible, junto a él. Shail se encogió de hombros y le dijo algo en su propio idioma. Alsan soltó a Jack, que se frotó las muñecas doloridas, sin entender todavía lo que estaba sucediendo. 

—Yo me llamo Jack –murmuró. 

Se dejó caer al suelo; no tenía fuerzas para levantarse, de manera que se quedó allí, sentado en el suelo, hecho un ovillo y con la cabeza gacha, temblando de miedo, de dolor, de angustia, de rabia, de impotencia... eran tantos los sentimientos que se confundían en su alma que por un momento creyó hallarse en el corazón de un huracán. 

Shail se puso en pie y le tendió una mano para ayudarle a levantarse. Jack alzó la cabeza y lo miró, todavía muy desorientado. Parpadeó para contener las lágrimas. 

—Queremos ayudarte –dijo el muchacho, muy serio.

Jack titubeó, pero finalmente le dio la mano, y se incorporó. Se volvió hacia Alsan, desconfiado. El rostro del joven seguía pareciendo de piedra, pero en su mirada había simpatía y conmiseración. Jack vaciló. 

—No estás solo –dijo Shail con suavidad. 

Jack sintió que todo le daba vueltas. Las piernas le fallaron como si fueran de gelatina. Apenas notó los brazos de Alsan sujetándolo para que no cayese al suelo. 

Fue vagamente consciente de que lo llevaban hasta una habitación más amplia y lo hacían sentarse en un sillón. Cuando todo dejó de dar vueltas y pudo mirar a su alrededor, se encontró en un salón amueblado al mismo estilo que el cuarto en el que había despertado, y aderezado con una serie de elementos que no parecían encajar allí: lámparas, un equipo de música, un ordenador... 

—Bienvenido a nuestro centro de operaciones –dijo la voz de Shail junto a él. 

Jack dio un respingo y se volvió. Vio al joven apoyado en el quicio de la puerta. Sonreía amistosamente. Se dio cuenta de que llevaba una camisa blanca por fuera de los vaqueros, parecía un muchacho normal. Y sin embargo seguía habiendo en él algo que lo hacía diferente. Jack buscó a Alsan con la mirada, pero descubrió que se había marchado. 

—Te has mareado –continuó Shail–. Estás muy débil, necesitas comer algo. ¿No tienes hambre? 

Jack negó con la cabeza. 

—Tengo el estómago revuelto. 

—No me extraña –asintió Shail, muy serio–. Has pasado por una experiencia muy dura. 

Jack reprimió un gesto de dolor. Miró a Shail con dureza. 

—Necesito saber –exigió. 

El joven le dirigió una mirada pensativa. 

—Bueno –dijo finalmente–. Intentaré explicarte algunas cosas –se sentó junto a él–. Supongo que querrás saber quiénes entraron la otra noche en tu casa, y por qué. 

Jack asintió. 

—En fin, es largo de explicar. Digamos que esos tipos van buscando... a gente muy especial. Gente que se les ha escapado de un... lugar. Del lugar de donde ellos vienen. 

Miraba a Jack con fijeza, esperando una reacción en él, pero esta no se produjo. 

—No... no lo entiendo –musitó el chico, confuso.

Shail frunció el ceño. 

—¿De verdad... no sabes nada? ¿No tienes idea de dónde venían tus padres? 

—Mi padre era inglés, y mi madre danesa. ¿Te refieres a eso? 

Shail se acarició la barbilla, pensativo. 

—Qué raro... –murmuró–. No hablas el idhunaico ni sospechas por qué os han atacado. No puede ser que tus padres no te contasen nada. Y, sin embargo... Por otro lado, ellos... No, no es posible, ellos no cometen errores... 

Jack perdió la paciencia. 

—Por favor, cuéntamelo de una vez. Necesito saber qué ha pasado, ¿no lo entiendes? 

—Está bien, está bien. ¿Recuerdas a ese chico de negro? 

Jack se estremeció involuntariamente. «Te estaba buscando», susurró de nuevo aquella voz en un rincón de su memoria. 

—Veo que sí –comentó Shail–. Bien, pues él... se llama Kirtash, y es un asesino. Un asesino muy especial, es frío, despiadado y muy... poderoso. 

—¿Poderoso en qué sentido? –preguntó Jack, sintiendo un nuevo escalofrío. 

—No te lo puedo explicar, pero estoy seguro de que tú ya lo notaste. El otro, el mag... quiero decir, el de la túnica –rectificó–, se llama Elrion y hace poco que va con él. De todas formas es raro, porque Kirtash siempre actúa solo. Aunque creo que fue Elrion quien... 

Calló un momento. 

—¿... quien atacó a mis padres? –completó Jack en voz baja; sintió un nudo en la garganta y tragó saliva, tratando de evitar que las lágrimas aflorasen de nuevo a sus ojos. 

Shail asintió, pesaroso. 

—¿Pero quién querría...? –a Jack se le quebró la voz; hizo lo posible por acabar la pregunta y no lo logró; solo consiguió articular–: ¿Y por qué? 

Shail suspiró. 

—El lugar de donde venimos, Jack, está gobernado por unos... llamémoslos... individuos... a quienes no les gusta que se rebelen contra ellos. Por eso han enviado a Kirtash. Se dedica a ir por el mundo buscando gente... como nosotros. Gente... exiliada. Gente que ha escapado hasta aquí. Los busca, los encuentra... y los mata. 

Jack respiró hondo. Se imaginó al punto un país ahogado por unos dictadores que gobernaban con mano de hierro. 

—Pero mis padres... no pertenecían a ese lugar –objetó–. Me lo habrían dicho. 

—Puede que sí, o puede que no, Jack. Tal vez tengas razón y Kirtash y los suyos se hayan equivocado con vosotros. Pero me parecería muy extraño, porque ellos nunca cometen errores de ese tipo. 

Jack no dijo nada. Le costaba asimilar tanta información. 

—Nosotros somos... rebeldes –prosiguió Shail–. O renegados, como nos llaman ellos. Alsan y yo vinimos aquí para cumplir una misión, y nos tropezamos con Kirtash. Hemos intentado impedir que siga asesinando a nuestra gente, pero siempre se nos adelanta y... –ahora fue Shail quien se estremeció– no podemos luchar contra él. No tenemos los medios suficientes. 

—¿Qué...? No lo entiendo. Solo es un chico, y no será mucho mayor que yo. Bueno, tal vez uno o dos años mayor que yo, pero... sigue siendo un chico, y si está solo... 

Shail le dirigió una mirada inescrutable. 

—Kirtash no es lo que parece. Por lo que sabemos, tiene solo quince años, pero ha asesinado a incontables personas desde que está aquí. 

—Pero eso... no puede ser, es... absurdo. 

—Será o no absurdo, pero es la verdad. Créeme si te digo que nadie que se haya enfrentado a él ha salido con vida. Nadie. 

A Jack le pareció que Shail temblaba, y no lo consideró una buena señal. Recordó de pronto una cosa. 

—Pero nosotros escapamos. Kirtash tenía esa espada, iba a... –frunció el ceño–. Y yo me desvanecí, y de pronto estaba aquí... 

Shail parecía incómodo. 

—Escapamos –dijo ambiguamente–, sin enfrentarnos a él. Alsan no habría podido aguantar mucho tiempo, así que... tuvimos que huir. 

—¿Cómo? 

—Nos habría matado –prosiguió Shail, eludiendo la pregunta–. Ha sido entrenado para ser el mejor y el más despiadado asesino que jamás se haya visto. Es rápido, venenoso y mortal como un escorpión. Y muy discreto. Nunca deja huellas ni rastros de su paso. Es como la sombra de la muerte. Como el ángel exterminador de la Biblia. 

Jack respiró hondo. La cabeza le daba vueltas otra vez. 

—Debo volver a casa –pudo decir. 

—No, no debes. Si vuelves, Kirtash te encontrará y te matará. No le gusta dejar las cosas a medias. Aquí estarás seguro. 

Jack levantó la cabeza para mirarlo a los ojos. 

—¿Seguro? –repitió–. Pero si ni siquiera sé dónde estoy. Este es un sitio muy extraño... 

Shail esbozó una media sonrisa. 

—Este lugar es Limbhad. Fue construido por nuestros antepasados, hace mucho, mucho tiempo. Kirtash y los suyos no lo conocen. Es un refugio secreto. 

—¿Y cómo sabes que no os encontrarán?

Shail se levantó con gesto serio. 

—Tenemos nuestros medios. No estamos tan indefensos como parece. Es solo que... –dudó antes de decir, en voz baja–: Es solo que Kirtash nos supera a todos. Me gustaría saber quién es él realmente –añadió como para sí mismo. 

Jack se recostó contra el respaldo de su asiento, un cómodo sillón, y cerró los ojos. 

—Estás muy pálido –dijo Shail–. Debes tratar de recuperar fuerzas... 

Pero Jack negó con la cabeza. 

—Se supone que mis padres habían huido de un lugar –dijo con lentitud–. ¿Qué lugar es ese? 

Shail no respondió. Se quedó mirándolo, dudoso. 

—¿Qué lugar es ese? –insistió Jack. 

—Se llama Idhún –dijo Shail por fin, en voz baja. Jack parpadeó, perplejo. 

—Nunca lo he oído nombrar. 

Shail no dijo nada. Se levantó y salió de la habitación en silencio. Jack quiso detenerle, pero reaccionó tarde, y cuando intentó incorporarse, las piernas le fallaron. Tambaleándose, logró asomarse al pasillo otra vez. Pero Shail ya se había ido. 

Jack se quedó allí parado, un momento. Entonces, lentamente, se dejó resbalar hasta el suelo y se quedó sentado allí, con la espalda apoyada en la pared. Rodeó las rodillas con los brazos, hundió la cabeza en ellos, encogiéndose sobre sí mismo, y se puso a llorar de nuevo, en silencio. 

Estaba cansado, muy cansado. El miedo y la tensión parecían haberse esfumado, dejando paso a la tristeza y el abatimiento. No sabía si Shail había dicho la verdad ni si realmente estaba a salvo en aquel lugar, pero sí era cierto que resultaba difícil no calmarse con aquella apacible noche silenciosa y estrellada que se veía desde la ventana. Un remanso de paz y tranquilidad. Jack cerró los ojos, deseando descansar, pero su corazón seguía sangrando. En apenas unas horas todo su mundo se había vuelto del revés. Sus padres habían muerto y él no sabía por qué. Estaba atrapado en un lugar desconocido y tampoco sabía por qué. Y había algo muy extraño en todas aquellas personas: los dos individuos que habían irrumpido en su casa... los mismos Alsan y Shail... 

Evocó sin quererlo el momento en que su vida se había hecho añicos. El hombre de la túnica, ese tal Elrion, había matado a sus padres, o tal vez lo había hecho el otro, a quien Shail había llamado Kirtash, el muchacho de... los ojos azules. 

Jack se estremeció involuntariamente...

Frío. 

Volvió la cabeza con brusquedad. Nunca más vería a sus padres con vida, y esa idea resultaba horrible y angustiosa. Se había quedado huérfano. De golpe. 

Costaba mucho asimilarlo. 

Por un momento creyó que no lo conseguiría, deseó dejarse llevar por la pena, cerrar los ojos y dormir, y dormir para siempre, y no despertar nunca más, para no tener que enfrentarse al miedo y al dolor. Se dejó arrastrar por la marea de sus sentimientos, y estos estuvieron a punto de ahogarlo. Pero poco a poco, lentamente, fue saliendo a flote. 

No habría sabido decir cuánto tiempo había permanecido allí, acurrucado junto a la pared, pero en un momento dado alzó la cabeza y se dio cuenta de que seguía en aquel extraño lugar que Shail había llamado «Limbhad», solo, en aquella habitación. Respiró hondo e intentó pensar con un poco más de claridad. Decidió entonces levantarse y salir de aquella casa, a pesar de lo que le había dicho Shail. Buscaría un teléfono y llamaría a la policía, y entonces trataría de localizar a sus tíos, que vivían en Silkeborg. Seguramente estarían preocupados por él. 

Se levantó, tambaleándose, y avanzó por el corredor en busca de la salida. 

Un poco más allá encontró una puerta entreabierta, de la cual salía un alegre resplandor. Jack se asomó con precaución. 

Había llegado a la cocina, una cocina tan extraña y original como todo lo que había en Limbhad. Al fondo de la sala ardía un fuego cálido y acogedor, y los cacharros, de formas diversas, estaban colocados en una serie de alacenas de cantos redondeados. Pero a la derecha había un frigorífico, un horno eléctrico y una placa de vitrocerámica. Jack no terminaba de habituarse a aquella mezcla de cosas exóticas y electrodomésticos tan absolutamente corrientes. Era un contraste que chirriaba un poco. 

Estaba a punto de marcharse cuando tropezó con algo y oyó un maullido indignado. Una gata de color canela se apartó de su camino y lo miró con altanería antes de subirse a una silla con un elegante salto y acomodarse allí, desde donde le disparó una última mirada ofendida. 

—Lo siento –murmuró Jack. 

Oyó un ruido y se volvió, y vio entonces que, sobre un banco adosado a la pared, había una chica sentada con las piernas cruzadas y un tazón de leche entre las manos. Jack no había reparado antes en ella; tendría unos doce años, el cabello castaño largo y unos ojos oscuros que parecían demasiado grandes para su cara menuda, morena y de nariz pequeña y respingona. Pero aquellos ojos estaban fijos en él, y Jack respiró hondo. Adiós a su intento de pasar inadvertido. Bueno, de todas formas, aquella chica no parecía peligrosa. 

Ella lo miraba con cautela, y Jack levantó las manos como disculpándose. 

—Hola –dijo. 

La chica no lo entendió. Jack probó a saludar en inglés, y en el rostro de ella se dibujó una sonrisa. 

—Hola –respondió. 

—Me llamo Jack –dijo él. 

—Yo me llamo Victoria. 

El inglés de ella no era malo, pero no resultaba tan fluido como el de Jack. Él se percató enseguida de que no lograría sacarle mucha información. 

—¿Eres amiga de Alsan y Shail? –Ella asintió–. ¿Vienes de Idhún, entonces? 

Victoria se lo pensó un poco antes de contestar. La gata saltó sobre la mesa, sobresaltando a Jack, y lo miró con cara de pocos amigos. Él alargó la mano y acarició su sedoso pelaje. La gata agachó las orejas y, momentos después, ya ronroneaba panza arriba. El muchacho sonrió. 

—No lo sé –dijo finalmente la chica, con precaución.

Jack estaba empezando a sentirse frustrado. Shail sabía más cosas, pero no se las quería contar. Alsan probablemente también, pero solo hablaba su extraño idioma (¿idhunaico, había dicho Shail?); y Victoria parecía algo más comunicativa, pero no dominaba el inglés tanto como para expresarse con total claridad. 

—No entiendo –dijo el chico–. No entiendo nada. Quiero respuestas. 

Victoria le miró y abrió la boca para decir algo, pero calló. Parecía que no encontraba las palabras. Jack se sentó en un taburete, mohíno, y enterró la cara entre las manos. 

Dio un respingo cuando sintió a Victoria junto a él. 

Ella se había levantado y estaba de pie, a su lado, sosteniendo algo. Jack lo miró. Se trataba de una cadena de la que colgaba un amuleto de plata que tenía forma de hexágono, con un extraño símbolo grabado en su interior. La chica le hacía gestos indicándole que se pusiera la cadena en torno al cuello, y Jack obedeció. Sintió de pronto una especie de sacudida, como un cosquilleo que lo recorría por dentro. 

—¿Y ahora? –dijo ella de repente, para sorpresa del muchacho–. ¿Me entiendes ahora? 

Jack parpadeó, perplejo, convencido de que no había oído bien. Victoria no le había hablado en inglés, ni tampoco en danés, pero él la había comprendido a la perfección. Si no hubiese sido porque parecía imposible, Jack habría jurado que le estaba hablando en el extraño idioma de Alsan y Shail. 

—Pe... pero no comprendo... –tartamudeó Jack; no pudo decir nada más; también él acababa de hablar en una lengua que no era la suya. 

Victoria sonrió. 

—Es un amuleto de comunicación –explicó–. Si lo llevas puesto, puedes hablar y entender nuestra lengua. No te preocupes, puedes quedarte con él. Creo que yo ya controlo bastante bien el idhunaico, y si no, seguro que Shail me preparará otro. 

Perplejo, Jack cogió el colgante que Victoria le acababa de entregar. Hubo un chispazo de luz y el chico lo soltó con una exclamación. 

—¡Ay! ¡Me ha dado un calambre! 

De pronto, Victoria lo miraba de nuevo con aquella expresión cautelosa. 

—Ha reaccionado contra ti –dijo a media voz–. ¿Es que no crees en la magia? 

—¿La qué

—¡Victoria! 

Los dos se volvieron hacia la puerta. Allí estaba Shail, mirándolos con aire alarmado. 

—¿Qué le has contado? 

—¿Qué no le has contado tú, Shail? ¿No dijiste que ibas a hablar con él?

Shail puso cara de circunstancias. 

—Es que... verás, él no es exactamente como nosotros. Victoria miró a Jack, sorprendida. 

—¿Entonces, por qué lo habéis traído? 

—Porque Kirtash lo atacó. 

—Pero si Kirtash lo atacó, es que es uno de nosotros.

Jack abrió la boca para intervenir, pero una voz autoritaria irrumpió en la conversación: 

—¿Qué pasa? ¿Por qué gritáis? 

En la puerta estaba Alsan; parecía que había estado haciendo ejercicio, porque estaba desnudo de cintura para arriba, cubierto de sudor y con una toalla colgándole del hombro. Se había cruzado de brazos y los miraba, ceñudo. 

—¿Pero qué...? –soltó Jack, perplejo, mirando al recién llegado–. ¡Shail me ha dicho que no sabías hablar mi idioma! 

—Jack, él no está hablando tu idioma –trató de explicarle Shail, pacientemente–. Tú estás hablando el nuestro. 

Victoria suspiró, exasperada. Alsan se volvió hacia Shail y lo miró, exigiéndole una explicación. Shail se encogió de hombros. 

—Lo siento –intervino Victoria–, ha sido culpa mía. Le he prestado el amuleto de comunicación para entenderme con él, pero no sabía que no le habíais explicado nada... 

—Le he explicado algunas cosas –se defendió Shail–, pero compréndeme, él jamás había oído hablar de Idhún... me habría tomado por loco. 

—¿Pero es idhunita, o no? –preguntó Alsan, frunciendo aún más el entrecejo. 

—¡No lo sé! Es demasiado mayor para ser hijo de idhunitas exiliados. Pero dice que ha nacido en la Tierra. Y no me cabe en la cabeza que Kirtash se haya equivocado con él. Todo esto me desconcierta... 

—¡¡Bueno, basta ya!! –estalló Jack, cortando la discusión que se había iniciado entre los dos–. ¡Estáis todos chiflados! Me vuelvo a casa ahora mismo. 

Se separó bruscamente de Victoria y se dirigió a la puerta de la cocina, pero Alsan no se apartó. Tenía los brazos cruzados, y sus músculos resaltaban bajo el brillo del sudor. 

—Déjame pasar –dijo Jack, temblando de rabia. 

Alsan no se inmutó. Se limitó a mirarle, pensativo. 

—Déjame pasar –insistió Jack–. Quiero irme de aquí.

Pareció que Alsan cambiaba de idea, porque se apartó para dejarle paso. Jack se alejó pasillo abajo, pero aún escuchó el reproche de Victoria: 

—Tendréis que explicárselo, ¿no? No podéis seguir ocultándoselo siempre.