AGRADECIMIENTOS
A la profesora Josefina Veglison, cuyas clases de literatura árabe, llenas de anécdotas y leyendas sobre los míticos poetas preislámicos, me inspiraron en parte para escribir este libro. Agradezco también la ayuda de su magnífica antología La poesía árabe clásica, de donde proceden las citas de poetas árabes antiguos que he incluido en la novela, y pido disculpas por las licencias que me he tomado al usar esas leyendas a mi manera.
A Andrés, por haberme escuchado pacientemente mientras perfilaba la historia, por haberme apoyado y ayudado a lo largo de todo el proceso creativo y por inspirarme la figura del hombrecillo del turbante rojo.
A Guillermo, por regalarme su gran idea para el final del libro, que andaba algo cojo hasta que entró él a poner las cosas en su sitio.
Al estudiante de Secundaria del colegio María Inmaculada de Sagunto que, en una charla sobre mi novela Finis Mundi, me preguntó: «¿Cómo pueden ver el futuro a través de los Ejes del Tiempo, si el futuro es algo que hacemos nosotros?». En recuerdo de esta pregunta que no supe contestar, reconozco mi error y trato de rectificar en este libro.
A mis padres, por traerme de Turquía una auténtica alfombra oriental. ¡Seguro que me dio suerte!
A mi hermano Sergio, por ser el primero en leer este libro, y hacer una crítica despiadada y cruel (es broma).
Y por último, pero no menos importante, a Nuria, por leerse también el original y animarme sobre sus posibilidades. ¡Ah! Y por corregirme las erratas que se me habían escapado.
A todos vosotros, gracias, una vez más.
Todo guerrero de la luz ya traicionó y mintió en el pasado. Todo guerrero de la luz ya recorrió un camino que no le pertenecía (...) Todo guerrero de la luz ya creyó que no era un guerrero de la luz (...) Por eso es un guerrero de la luz; porque pasó por todo eso y no perdió la esperanza de ser mejor de lo que era.
Hubo una vez una época, antes de Mahoma y el islam, en que Arabia fue tierra de misterio y leyenda. En aquella era, que los árabes llaman yahiliyya o ‘‘tiempo de ignorancia’’, todo era posible, porque no había más reglas que las del honor y el amor, que a menudo las rompen todas. Entonces las ciudades apenas eran aldeas grandes junto a los oasis; los djinns, espíritus elementales del desierto, podían sorprender al viajero incauto en cualquier recodo; toda la tierra poseía una magia especial, y solo había tres cosas que los árabes valoraran por encima de sus creencias personales: el amor, el honor y la poesía.
En aquella época mítica existió una vez un hombre del cual hoy no quedan más que retazos de confusas leyendas, un hombre que emprendió una búsqueda épica y que fue llamado, por diversas razones, ‘‘el Rey Errante’’.
He aquí su historia.
Prólogo: El condenado
L suluk desmontó con un ágil salto y desenvainó la espada. Parecía dispuesto a luchar si era necesario, pero Walid no hizo ademán de intentar defenderse; al contrario, aguardaba de pie, en calma, la llegada de la muerte.
—Juré que te mataría si volvías a cruzarte en mi camino –dijo el suluk.
—Lo recuerdo –asintió Walid–, y acepto mi destino.
—No sabría decir de ti si eres un hombre valiente o estás rematadamente loco –le dijo aquel que había venido a matarlo.
—Tal vez ambas cosas –repuso Walid.
El otro no hizo más comentarios, aunque parecía algo desconcertado ante la extraña actitud de Walid. Alzó la espada sobre su víctima, que no se movió.
Los ojos de ambos se encontraron. Los del jinete mostraban un brillo acerado que Walid conocía muy bien.
La hoja de la espada relució un momento bajo el abrasador sol del desierto.
Casi inmediatamente, Walid vio cómo el acero descendía sobre él hasta clavarse en su pecho con un golpe certero, sintió un furioso y profundo dolor y notó que su fuerza vital se escapaba de su cuerpo, gota a gota. Mientras caía sobre la arena aferrándose la herida sangrante del pecho con sus manos desnudas, toda su existencia pasó ante sus ojos como si volviese a vivirla. Volvió a ver el palacio donde había nacido y pasado su infancia, un palacio de altas murallas en Dhat Kahal, la ciudad de las siete torres, un pequeño enclave verde en medio de un desierto que parecía infinito; un palacio en el que se había forjado su gloria, su leyenda y su desgracia...
1 El príncipe
ODOS decían que Walid ibn Huyr, príncipe de Kinda, había sido tocado por un djinn en el momento de su nacimiento. No solo era hermoso y bello de cuerpo y semblante, sino también de alma. Generoso como un torrente de aguas desbordadas, no escatimaba recursos a la hora de complacer a su amado pueblo, al que trataba con magnanimidad y justicia. Gentil y elegante, era el cortesano perfecto; conocedor de varias lenguas, dotado de un gran tacto y una diplomacia verdaderamente dignos de admiración, tanto cuando actuaba de embajador como cuando ejercía de anfitrión de mandatarios de los más alejados países, Walid ibn Huyr manejaba la política con sutileza e inteligencia.
¿Y qué decir de sus aptitudes como guerrero? Montaba a caballo como si no hubiese nacido para otra cosa, y su habilidad con la espada era proverbial. Cabalgaba a través del desierto como un rayo cruzando el cielo estrellado para defender sus tierras contra los saqueadores o los guerreros de los reinos rivales. En plena batalla, Walid era, como solían decir los que alguna vez lo habían visto en semejante trance, un león magnífico e indomable.
Todo ello lo aderezaba con unos insaciables deseos de saber. Por tal motivo, Walid ibn Huyr leía y escribía en los tiempos en que aquello era todavía extraño, y había reunido en su palacio una nada desdeñable biblioteca que visitaba con tanta frecuencia como sus nobles obligaciones le permitían.
El príncipe de Kinda, por tanto, no solo era joven, apuesto, gallardo, generoso, discreto, inteligente, valiente y hábil como guerrero, sino que, además, era una persona culta.
Todo lo cual constituía un gran orgullo para su padre, el anciano rey Huyr, y también para sus súbditos, las gentes de Kinda. «Verdaderamente –decían–, nuestro príncipe está inspirado por los djinns del desierto».
Y, a pesar de que todo lo poseía, había algo que Walid ibn Huyr ambicionaba más que ninguna cosa en el mundo, algo que tenía que ver con su gran pasión: la poesía.
Este fue el motivo por el cual una tarde el príncipe se presentó ante el rey e, inclinándose respetuosamente, le habló de este modo:
—Padre, solicito tu permiso para ausentarme del reino durante unas semanas.
El anciano rey Huyr volvió hacia él sus ojos sin vida.
— ¿Por qué razón, hijo mío?
Walid ibn Huyr alzó la cabeza con orgullo, gesto que pasó desapercibido a su padre, que había perdido la vista mucho tiempo atrás. El rey no dejó de notar, sin embargo, el timbre excitado de la voz de su hijo cuando respondió:
—Desearía asistir al certamen que se celebra, como todos los años, en Ukaz.
El rey Huyr enarcó una ceja, pero tardó un poco en replicar. Cuando lo hizo, su voz sonó ligeramente áspera.
—Asistir... y participar, ¿no es así?
—Padre, tú sabes que soy un buen poeta. Como el rey no respondió, Walid insistió:
—Los mejores poetas del mundo se dan cita en Ukaz todos los años, padre. Al ganador se le concede el honor de ver su casida escrita en letras de oro y colgada de los velos del templo de la Kaaba. Y yo...
—Sé muy bien que ambicionas ese honor –interrumpió el soberano–. Y está bien que busques dejar bien alto el nombre de tu estirpe. Ese deseo te honra, Walid. El orgullo es una gran cualidad de nuestra raza.
El rey hizo una pausa. El príncipe aguardó, conteniendo el aliento.
—Pero, como bien has dicho –prosiguió Huyr–, a Ukaz acuden los más afamados poetas del mundo. Es posible que quedes en ridículo, hijo mío. Y no eres un desconocido: eres el heredero del trono de Kinda.
— ¿Entonces...?
—Te concederé permiso para participar en ese certamen cuando demuestres ser el mejor poeta de este reino, y no antes.
Sobrevino un silencio. Fuera del palacio, el viento jugueteaba entre las hojas de las palmeras, y el rey ladeó la cabeza para escucharlo mejor. Le gustaba aquel sonido. Walid lo sabía y, por tanto, esperó un tiempo prudencial antes de preguntar:
—¿Y cómo puedo demostrar eso, padre?
El rey quedó un momento en silencio, pensando. Después alzó la cabeza y dijo:
—Organiza tu propio certamen. Trae a jueces de otros reinos, jueces que sean imparciales, y ofrece un premio generoso y tentador. Cuando escuche de los labios de los jueces el nombre del ganador del certamen y sea el tuyo, hijo, tendrás mi permiso para ir a Ukaz.
El príncipe no dijo nada, pero había palidecido. Aunque no dudaba que podría ganar ese certamen, prepararlo suponía retrasar un año su viaje a Ukaz... Sin embargo, debía obediencia a su padre, y lo conocía demasiado bien como para saber que no lograría hacerle cambiar de opinión.
Murmurando unas palabras de cortesía, Walid ibn Huyr se inclinó de nuevo ante el rey de Kinda y salió de la sala, apretando los labios y con el rostro de un color ceniciento.
Pronto se supo en todo el reino que el príncipe Walid convocaba a todos los poetas a un gran concurso de casidas, y que el premio sería un saco lleno de oro. La noticia se extendió rápidamente y sobrepasó los límites de Kinda, corrió de aldea en aldea y a través del desierto con las caravanas de mercaderes. Mientras tanto, Walid trataba de compaginar la organización del certamen con los asuntos de Estado.
En su círculo literario no se hablaba de otra cosa. Todos los jóvenes poetas y cortesanos que pertenecían a él se sintieron entusiasmados cuando Walid les comunicó que el presidente del jurado sería nada menos que el famoso poeta al-Nabiga al-Dubyani, cuyos versos conmovían a soberanos de toda Arabia. Sin embargo, todos estuvieron de acuerdo en que aquel gran hombre concedería la victoria al príncipe Walid, ya que no había en Kinda mejor poeta que él.
Walid escuchaba sus elogios con una leve sonrisa en los labios. Sabía que todo Kinda pensaba como sus amigos. Y era una sensación agradable.
El día del certamen amaneció radiante sobre Kinda. Dhat Kahal, la orgullosa capital del reino, bullía de gente; la noticia había volado de un confín a otro de Arabia con el simún del desierto, y los árabes son un pueblo muy aficionado a la poesía. Fuera de las murallas de la ciudad, coronadas por siete torres, habían acampado multitud de personas: beduinos, visitantes de otras aldeas e incluso caravanas cuyos guías habían alterado su ruta solo para presenciar el gran acontecimiento. Junto a mercaderes, forasteros, pícaros y curiosos en general, se veían aquí y allá rawis de todo tipo y condición: recitadores de poesía que aspiraban algún día a componer sus propios versos y que por el momento se contentaban con murmurar entre dientes las últimas casidas compuestas por sus maestros, a quienes tendrían que representar ante los miembros del jurado de la justa poética.
En la plaza donde habitualmente se situaba el zoco, no lejos del palacio, se había dispuesto un estrado cubierto por una lona que lo protegía del implacable sol de Arabia. Aunque los asientos preparados para el jurado seguían vacíos, así como la tribuna donde habían de sentarse el rey, sus dos esposas y Walid, el príncipe heredero, una pequeña multitud aguardaba ya en la plaza, buscando un pedazo de suelo donde poder acomodarse.
—No sé por qué tanto revuelo –resopló una mujer que trataba de abrirse paso entre la gente para llegar al otro lado de la plaza–. El príncipe va a ganar, todos lo saben. Es el mejor.
—Pero ¿y si no gana? –murmuró un muchacho que la había oído por casualidad.
—Va a ganar –insistió la mujer, tozuda.
—Lo sé, lo sé, pero... ¿y si no lo consigue? Posiblemente esta era la pregunta que había reunido allí a la mayor parte de la gente; y, aunque también había muchos otros que habían acudido a la plaza por puro amor a la poesía, incluso estos se habían planteado este interrogante en alguna ocasión a lo largo de la mañana.
Finalmente, cuando la plaza estaba ya a rebosar de gente, los jueces hicieron su aparición y, uno tras otro, subieron al estrado.
Eran cinco. Uno procedía de la feroz Siria; otro, de la sofisticada Persia; un tercero había acudido desde la hermosa Palmira, y el siguiente había abandonado los palacios egipcios, donde cantaba las glorias de los descendientes de los faraones, para atender la petición del noble príncipe de Kinda.
El quinto era árabe. La multitud le dedicó un respetuoso silencio.
Se trataba de al-Nabiga al-Dubyani, el mejor poeta de su tiempo, que trabajaba como panegirista en la corte de al-Hira y que, tiempo atrás, había compuesto una mu’allaqa: una casida que gozó del honor de ser escrita en letras de oro y colgada en los velos del templo de la Kaaba, porque había sido vencedora absoluta en el certamen de Ukaz.
Él debía juzgar no solo la belleza de las casidas concursantes, sino también su perfección formal, dado que era el único árabe del jurado y, si bien los demás conocían sobradamente aquella lengua y podían igualmente evaluar su arte, solo al-Nabiga sería capaz de apreciar los detalles técnicos de la creación de una casida perfecta.
Así pues, los cinco jueces se colocaron en sus asientos, pero permanecieron de pie, porque la familia real acababa de entrar en la plaza. Protegidos por un buen destacamento de guardia, el rey Huyr, su hijo mayor y el primer visir subieron a la tribuna, seguidos de las dos esposas del monarca y de dos criados.
Cuando todos ellos hubieron ocupado sus asientos, el rey volvió su mirada hacia la multitud de la plaza, como si realmente pudiese verla, y pronunció unas palabras.
No fue un discurso muy largo ni muy florido; el rey Huyr nunca había sido poeta, ni siquiera elocuente como su hijo. Kinda era un reino pequeño, compuesto únicamente por una ciudad, tres o cuatro aldeas, seis o siete tribus nómadas y un buen pedazo de desierto. La nueva corte, culta y elegante, la había ido formando poco a poco el príncipe Walid. Su habilidad política había logrado que los mercaderes caravaneros que venían de Oriente pasasen más a menudo por Kinda; sus esfuerzos diplomáticos habían hecho de aquel reino algo más que el conglomerado de tribus que era cuando el padre del rey Huyr había llegado al trono.
Y, sin embargo, el anciano y ciego monarca todavía se consideraba un hombre del desierto.
Por eso calló y cedió la palabra al gran poeta que había de presidir el jurado de aquel certamen.
Al-Nabiga al-Dubyani sonrió y se inclinó con reverencia ante el rey de Kinda.
—Os agradezco de corazón vuestras amables palabras, señor –dijo–, pero me temo que no soy digno de ellas. Si han sido mis versos los que me han traído aquí, doy gracias por ello. Pero hoy no soy yo quien debe recitar poemas; por tanto, no robemos más tiempo a los auténticos protagonistas de estas justas poéticas.
Y, dicho esto, se volvió hacia el secretario y le indicó que el certamen podía comenzar.
Algunos de los presentes expresaron su decepción en murmullos bajos y apagados; la mayoría había esperado que al-Nabiga los obsequiara con alguna de sus hermosísimas casidas. Sin embargo, no hubo tiempo para más, porque enseguida el secretario pronunció el primer nombre, y el primer concursante subió al estrado.
Las normas del certamen establecían que serían los rawis de los poetas quienes recitarían las casidas por ellos; de esta forma, la participación resultaba casi anónima, aunque todo el mundo conocía a Hakim, el rawi del príncipe Walid, un joven delgado y de cara alargada que había demostrado en muchas ocasiones ser digno de su puesto gracias a su gran memoria y su voz clara y serena.
El primer rawi, quizá por ser el primero o quizá por ser muy joven, se equivocó bastantes veces, se trabó y tartamudeó, y no logró que su voz sonara firme y potente, para desesperación de su maestro, que gemía de frustración un poco más allá. Con todo, la casida era bella; tal vez los jueces no penalizarían mucho al infortunado poeta por adiestrar a un rawi un tanto inepto.
Los concursantes fueron sucediéndose, uno tras otro. El público aplaudía cada casida como si fuese única en su belleza, porque en verdad lo era. Aunque muchos estaban allí solo para ver cómo el príncipe se alzaba con la victoria, ninguno pudo dejar de sentirse hechizado por la magia de las palabras.
—¡Amir ibn Hammad! –anunció entonces el secretario.
Enseguida, un rawi muy joven, de unos once años, saltó al estrado y saludó al jurado con una reverencia llena de desparpajo. Era delgado, moreno y vivaracho, y algunos no pudieron reprimir una carcajada al verle. Vestía una chilaba raída y descolorida, pero exhibía una deslumbrante sonrisa.
—¿Estás preparado, muchacho? –le preguntó amablemente al-Nabiga al-Dubyani.
Amir ibn Hammad asintió, sin perder su encantadora sonrisa. Entonces comenzó a recitar la casida con voz alta, clara y pura, una voz que conmovía profundamente.
La primera parte de una casida, el nasib, solía relatar cómo el poeta llegaba a un campamento vacío y se encontraba, por tanto, con que su amada se había marchado, quizá para siempre. Muchos poetas habían descrito anteriormente con incomparable belleza una situación repetida en toda casida que mereciese tal nombre. Sin embargo, en aquel momento ninguno de los asistentes al certamen de Kinda recordaba haber oído jamás tanto amor y desolación pintados en las palabras de un poema. En los labios de Amir ibn Hammad, la mujer amada por el poeta era mucho más que una mujer bella; era una mujer viva, palpitante, corpórea, real. Algunos de los miembros del jurado no pudieron evitar un estremecimiento pensando que si aquellos versos sonaban así en boca de un niño, cómo sonarían de labios del poeta que los había compuesto.
Con puntualidad, Amir pasó a la siguiente parte de la casida, el rahil, el viaje del poeta a través del desierto, no menos bella que la anterior. Las palabras del poema se entrelazaban nada más salir de los labios del muchacho, flotaban sobre la plaza y componían en las mentes de los asistentes un vívido paisaje tan real que casi les parecía oler el desierto y sentir en la piel el frescor de la noche árabe sobre las dunas.
Finalmente, el niño pasó al madih, la parte más sencilla o más difícil de la casida. Era sencilla porque generalmente consistía en una alabanza a algún personaje importante, y era difícil porque no había nada que los poetas no hubiesen dicho ya en loor de sus protectores y, por tanto, resultaba casi imposible ser original en aquel punto. Por ello, muchos poetas optaban por componer un fajr, un autoelógio, alabando sus propias virtudes como persona, como guerrero o como poeta, o las de su tribu o clan.
Pero la casida que recitaba Amir no fue un fajr, sino una calurosa alabanza al rey Huyr, y sonó sin embargo completamente distinta a todo lo que habían recitado todos los panegiristas a través de los tiempos. Lejos de emplear hipérboles desmedidas, la sencillez y la sinceridad con que el poema elogiaba la generosidad del rey Huyr resultaban conmovedoras y, nuevamente, de una extraña corporeidad, como si aquellas hermosas palabras fuesen mucho más que hermosas palabras.
Finalmente, después de que el último verso saliese de sus labios con la ligereza de una paloma, la voz de Amir se extinguió.
Sobrevino un absoluto silencio en la plaza.
Y entonces todos prorrumpieron en vítores ante Amir, que se volvió hacia el público, sin darse cuenta de que daba la espalda al jurado, y le dedicó una airosa reverencia.
En la tribuna, el rey Huyr sonreía, pero el rostro del príncipe aparecía pálido y ligeramente demudado.
El muchacho saltó del estrado y se perdió entre la multitud.
El certamen continuó, y los rawis de los participantes fueron subiendo a la tarima, uno tras otro, para recitar sus casidas; pero estas sonaban frías y grises en comparación con el poema que había declamado Amir ibn Hammad.
No obstante, al cabo de un rato era como si la magia de aquellas palabras se hubiera extinguido en la plaza; y, si bien parecía que quedaba algo de ella en los corazones de todos, ahora la mayoría estaba pendiente de la intervención de Hakim, el rawi del príncipe Walid.
Este había recuperado su expresión habitual, sonreía y aplaudía cada casida con generosa amabilidad.
Por fin el secretario pronunció el nombre de Hakim, y este subió al estrado con una sonrisa de suficiencia. Él y el príncipe cruzaron una mirada de entendimiento, y el rawi asintió casi imperceptiblemente. Conocía muy bien su trabajo.
La casida del príncipe Walid era hermosa, muy hermosa, de una belleza y perfección sorprendentes. El público la escuchó en silencio; cuando Hakim terminó de recitar, todos acogieron su intervención con calurosos vítores y aplausos.
La casida del príncipe Walid cerraba el certamen. Los jueces se retiraron un momento a deliberar.
Se oían murmullos entre el público, comentarios del tipo:
— ¿Qué os había dicho? ¡Ganará el príncipe! O bien:
—Si eso lo sabíamos todos, ¿para qué organizar el certamen?
Pero también:
—Pues ha habido alguna otra casida realmente bella...
Sin embargo, Walid había recuperado su aplomo, y sonreía mientras comentaba algo en voz baja con el visir.
El debate entre los jueces pareció hacerse eterno; finalmente, al-Nabiga al-Dubyani se levantó y se dirigió al rey Huyr. Tras hacer una respetuosa inclinación ante él, le comunicó aparte, en voz baja, tres palabras. Tres únicas palabras.
El rostro del rey seguía siendo impenetrable cuando se incorporó y anunció, con voz sonora y potente, que resonó por toda la plaza:
— ¡Amir ibn Hammad!