Para AK

Si se grabara un reality en mi instituto, las cámaras apuntarían directamente a la Explanada. Allí es donde se cuece todo.

En realidad, es probable que ya nos graben. Al fin y al cabo hay cámaras de seguridad de cuando el edificio era un centro comercial, antes de que lo transformaran en uno de los institutos del Juego. Todo el mundo sabe que nos observan. No hay por qué ponerse paranoico: es así y punto.

El caso es que nos comportamos como si estuviéramos en la tele, como si fuésemos los protagonistas de una serie. A lo mejor estamos hablando con un amigo y de repente somos conscientes de... no sé, de que tenemos público. Empezamos a hablar más alto, con pausas para las risas. No las risas de nuestro amigo, sino... del mundo. Sentimos que el mundo entero nos observa, de algún modo, y queremos entretenerlo. Queremos ser ingeniosos, ocurrentes, agudos. Queremos que nos quieran.

Queremos saber que le importamos a alguien.

Sabemos que les importamos a los espónsores. Si invierten en el Juego es porque les importa cómo vestimos, qué escuchamos, qué vemos... y, sobre todo, lo que decimos acerca de todo ello. Las cámaras no están ahí para vigilarnos, sino para sondear el mercado.

El mundo es un ojo gigante que nos espía por el agujero de la cerradura.

¿Que si nos da mal rollo? No. Nos gusta ser el centro de atención.

No sabíamos a qué jugar. Estábamos Mikey, Ari y yo, como siempre. Y como siempre, las pantallas de la Explanada nos bombardeaban con anuncios de clases y talleres, intentando atraer alumnos a las actividades organizadas por los espónsores.

Mikey observaba por encima de mi cabeza la pantalla más cercana, hipnotizado. Estaban poniendo los mejores momentos del Combate de Robots que se había celebrado en el Almacén de Bricolaje de la cuarta planta. Los chismes diseñados por los alumnos chocaban a lo bestia, soltando nubes de chispas que invadían la pantalla. Bum, bum, bum... Decenas de máquinas que intentaban machacar a sus contrincantes.

En los altavoces sonaban los chirridos del metal aplastado. El estruendo se mezclaba con las risas y las voces que inundaban la Explanada, y la suma resultaba ensordecedora.

Alguien se coló por detrás de mi silla y me dio en la cabeza con una mochila bien cargada.

—¡Eh, cuidado! —me quejé, girándome para fulminar con la mirada al intruso.

La chica levantó la mirada de su inTouch™, murmuró una disculpa que se perdió en el barullo y echó a correr para alcanzar a alguien.

Sin duda, era del grupo de novatos que acababan de empezar el nivel 13-17 del Juego. Aquella mochila era como un cartel que dijera: «Soy nueva y no me entero de nada». En unos meses la cambiaría por un bolso de diseño: pura supervivencia.

—¡Toma! Era la hermana pequeña de Palmer Phillips —exclamó Ari, estirando el cuello para verla bien—. Para ser familia del líder de la Generación Triple A, parece poco espabilada. ¿Tú la has visto bien?

La hermana del tío más conocido en el insti llevaba una sudadera rosa con estampado de ponis y unas bermudas marrones, y tenía la melena recogida en la clásica coleta despeinada de las chavalas novatas. Nunca hubiera adivinado que era hermana de Palmer, «el metrosexual perfecto», según Ari. Aunque, si la mirabas bien, sus ojos tenían el mismo color casi dorado que los de su hermano.

—¿Cómo se llama? —le pregunté a Ari.

—¿Quién? —me contestó mientras tecleaba en su notebook™.

—La hermana pequeña de Palmer Phillips.

—Ah, Lexie, creo —volvió a mirarla—. Parece mentira que nosotras hayamos sido tan pardillas como ella.

—Ajá —asentí, aunque en realidad no estaba de acuerdo.

En el fondo, lo que pensaba era que había que tener mucho cuajo para pasar tanto del catálogo del nivel 13-17 (sobre todo, teniendo en cuenta que prácticamente era su hermano quien lo publicaba). El catálogo online incluía lo último en tendencias del Juego: lo que se ponían los mejores jugadores, qué música oían, qué páginas visitaban... Toda su vida, vamos.

Lexie se detuvo para hablar con una chica repantingada en una silla. Tenía una cara de aburrimiento mortal, y estaba claro que también pasaba ampliamente de seguir las tendencias.

Y sin embargo, debía de tener mi edad. Calculé que jugaría al nivel 15; ya era mayorcita para saber cómo funcionaba la cosa. Llevaba las cejas afeitadas, y en su lugar se había pintado dos signos de admiración. Su imagen no parecía diseñada para atraer las miradas, sino más bien para repelerlas. Y no es que estuviera gorda, pero, como habría dicho Ari, debía de haberse desayunado su peso ideal.

¿Qué tendría que decirle una chica como Lexie Phillips a alguien así?

—¡Eh, mira! —exclamó Ari, girando el notebook™ para mostrarme la pantalla.

Leí la página por encima: era un artículo que explicaba cómo maquillarse para aumentar la seguridad en una misma. La chica de la foto parecía dispuesta a arrancarme la cabeza de un bocado: ñam, ñam. ¿Habría que poner esa cara para parecer segura de una misma? A mí, aquella chica me parecía más bien hambrienta.

Ari había volcado en la mesa el contenido de su bolso y rebuscaba entre los trastos; quería enseñarme unas muestras de una nueva marca de cosméticos.

—Este eyeliner en tono kohl iría genial con tu tono de piel —afirmó empuñando una especie de lápiz gordo.

Me encogí de hombros.

—Venga, Kid, te definirá los rasgos. Hará que la gente se fije en ti.

Me echó el pelo hacia atrás y me acarició una mejilla, y yo intenté disfrutar de su gesto de cariño e ignorar la expresión con la que me miraba. Sus ojos pasaron por mi frente, mis cejas y mis párpados, sin detenerse en mis ojos. Aquello me estaba haciendo sentir de lo más incómoda.

Suspiré, deseando que Mikey me rescatara, pero él seguía mirando el Combate de Robots con cara de pasmado. Me resigné a dejar que Ari me maquillase como quisiera. Con una última ojeada crítica, me pintó la línea de abajo y los ojos empezaron a llorarme de inmediato.

Cuando acabó, activó el modo espejo en la cámara del notebook™ y lo giró para que me viese. Una chica desconocida me miró estupefacta desde la pantalla. Más que maquillada, parecía magullada. Si se suponía que así tenía que sentirme más segura, lo llevaba claro.

Las pantallas empezaron a emitir anuncios. Mikey despegó al fin los ojos de ellas, se giró y me vio. Me encogí de hombros: me sentía observada, expuesta.

—Mola —dijo él, y se acercó para quitarle el lápiz de ojos a Ari—. ¡Yo también quiero parecer un payaso emo zombi!

—Ni lo sueñes. No voy a malgastar mis muestras contigo.

Mikey intentó arrebatárselo, pero Ari era tan cabezona como un cachorro de pit bull. No pensaba soltar el lápiz, y no lo haría.

Aproveché para quitarme el maquillaje con las manos, y mientras lo hacía me di cuenta de que la chica de las cejas raras estaba sola otra vez en su mesa, observando a la gente de la Explanada con una expresión de desprecio aburrido. Su mirada se posó en Ari y Mikey, que seguían forcejeando, y luego resbaló por mi cara. La chica se recostó en la silla y soltó un bostezo de profesional. Claramente, los bostezos eran su complemento de moda favorito.

Al fin, Ari le dejó el lápiz a Mikey. Se volvió hacia mí y se dio cuenta de que yo estaba mirando a la chica rara.

—Alguien tendría que decirle a esa mujer que el pasotismo se lleva menos que los suicidios a punta de pistola —comentó, e hizo ademán de levantarse—. ¿Se lo digo yo?

—No, espera —dije agarrándola del brazo—. A lo mejor aburrirse es una moda neo retro, ¿no?

Ari y Mikey se rieron de mi comentario.

—Jaye me ha dicho que el rollo depresivo se pasó de moda hace siglos —apuntó Ari—. Es muy fácil ir de perdedor, pero para ganar hay que tener estilo. ¿Queréis que os enseñe mi baile triunfal?

Abrió un mechero Zippo invisible con cada mano, levantando primero un pulgar y luego el otro, y así se quedó, sentada con los dos pulgares en alto y una sonrisa enorme. A este paso lo llamaba «descorchar el champán».

Ari, no empecemos —gemí.

Sin hacer caso, ella empezó a canturrear desafinando como una descosida y se puso a bailar sin levantarse, moviendo los pulgares de un lado a otro. De ahí pasó a una especie de baile de robot espasmódico, que acompañó con unos gestos raros como de encantador de serpientes. El conjunto resultaba... peculiar.

—No lo soporto más —refunfuño Mikey mientras se ponía en pie—. Me voy al Parque. Llámeme cuando se acabe el espectáculo, Kid.

—Vale. ¡No te olvides de reservar hora en el Estudio de Sonido!

Mikey asintió y echó a andar; últimamente, los intentos de Ari por llamar la atención y sus venazos egocéntricos lo tenían bastante harto.

Le dije adiós con la mano, aunque ya estaba de espaldas.

Ari siguió como si nada con su baile de robot escacharrado. Intenté pasar de ella, pero no había manera.

—¡Vale, tú ganas! —me reí, e improvisé un bailecito absurdo para hacerla feliz.

Ari era lo que las Costureras llamaban una «chica manga»: mona, exagerada, graciosa... Aunque juraba por Google a quien quisiera escucharla que, durante los dos primeros años del Juego, vestía con estilo friki-chic, eso solo era cierto a medias: en realidad, se quedaba en friki. Ari había sido una clásica pringada gafapasta y, en momentos así, se le veía la vena en todo su esplendor.

Estaba tan entusiasmada con su bailecito que tiró su refresco de té.

—Ay, mierda —gruñó mientras enderezaba el vaso rápidamente para que no se cayeran las bolitas de tapioca.

La mesa había quedado salpicada de charcos de un naranja fosforescente, y uno de ellos se acercaba amenazante al notebook™ de Ari.

—¡Que se pringan mis cosas! —chilló, casi histérica.

—Tranquila, no pasa nada —le dije mientras rescataba el notebook™ del desastre. Cogí un puñado de servilletas y la ayudé a limpiar el inTouch™, sus chismes de maquillaje y un arsenal de chorradas retro de Hello Kitty para que pudiese volver a meterlo todo en el bolso.

—¿Qué es esto? —pregunté agitando un bote de pastillas.

—Vitaminas —me contestó con sarcasmo, y las metió en el bolso. Luego hizo una bola con las servilletas usadas y la lanzó a la papelera. El proyectil describió una parábola y cayó al suelo, lejos de su objetivo.

—¡Toma puntería! Como sigas así, los cazatendencias de las marcas de deportes no te van a dejar tranquila.

Ari soltó una carcajada un pelín exagerada.

—No seas tonta —dijo, y le dio un sorbo rápido al té. De repente, abrió los ojos como platos y aporreó la mesa—. ¡Oye! ¿Te he dicho que he empezado a hacer kick-boxing? —se volvió a reclinar en la silla—. Pues eso, que he empezado a hacer kick-boxing. Es totalmente zen.

Mientras ella se entretenía en jugar con la pajita del refresco, me fijé en sus uñas mordidas. Acababa de arreglárselas: las llevaba pintadas con las caras de los diez finalistas del Ídolos de aquella temporada. Cada vez que eliminaban a uno, Ari se pintaba la uña correspondiente de negro. Era una suerte para mí: aunque no seguía el programa, solo tenía que mirar las manos de Ari para saber de qué hablaba todo el mundo.

—Kid, ¿me oyes? —gruñó, mosqueada porque no le estaba prestando atención—. Acabo de decir que mola saber que puedes partirle las piernas a alguien así de fácil —dijo, lanzándome una patada por debajo de la mesa.

Sí, Ari era mi mejor amiga: mis moratones lo corroboraban.

Subí los pies a la silla para esquivar el ataque de Ari, pero ella ya había perdido el interés. Ahora tenía la mirada fija en un grupo de chicas que avanzaban por la Explanada. La multitud se apartaba para dejarles paso, conscientes de quiénes eran: las Dictadoras de la Moda, las niñas mimadas de los espónsores. Todas estaban patrocinadas y aparecían en la Lista Top.

Las Dictadoras de la Moda tenían por costumbre caminar entre la gente cuchicheando comentarios venenosos que todos podían oír. La única que iba callada era Eva Bloom, su líder suprema: su indiferencia tenía un efecto más devastador que cualquier insulto.

—El que está para comérselo es Palmer Phillips. Ese chico es todo un valor añadido —dijo Quelly Atkins por encima del taconeo del grupo, y sus colegas asintieron.

—No me puedo creer que esté saliendo con esa guarra de las Costureras, Roksana Wronski.

—¡Porque ganó el concurso de fotos de FreshFlash®! Si no, de qué. Después de la promo que hizo, no tuvieron más remedio que patrocinarla —señaló Quelly mientras examinaba las puntas de su melena pelirroja.

—¿La promo? ¡Dirás la porno, más bien! —se burló Ashleah Carter.

Sus risitas llegaron a nuestra mesa flotando en una nube de olor a chica mona: una mezcla de esencia frutal y revistas nuevas.

Miré a Ari para ver cómo reaccionaba ante los comentarios; al fin y al cabo, las Dictadoras estaban criticando a su amiga Rocket. Como me esperaba, agarró su inTouch™ y echó más leña al fuego.

 

aria: ashleah te acaba de llamar guarra @ROCKET

 

—¿Os habéis fijado en lo antigorda que se está poniendo? —añadió Quelly casi con envidia—. Se le marcan las vértebras.

—¿Y qué? Quien ríe el primero, digo el último... bueno, lo que sea —soltó Eco Petersson mirando de reojo los zapatos de diseño que le había regalado su espónsor—. Que se ande con ojo.

—Palmer tiene que deshacerse de ella.

—Sí, que la deje tirada como hizo con Cayena —dijo Quelly entre risas.

—¿Quién? —preguntó Eva con frialdad, y con esa única sílaba anuló la existencia de Cayena. Sus amigas se echaron a reír a coro.

Ari las observó alejarse.

—Puaj, puaj y mil veces puaj —dijo en tono burlón—. Esas hijas de Hitler van a envenenar el Atelier con sus bromitas tóxicas —se tapó la nariz y siguió hablando con voz nasal—. Tendrían que denunciarlas por contaminar la atmósfera.

Su inTouch™ pitó, y ella leyó algo en la pantalla y soltó una risita.

—Rocket está que echa humo. Ha subido a la cuarta planta y dice que va a echar algo raro en sus cremas hidratantes... Oye, ¿me estás haciendo caso?

En realidad, no: estaba embobada mirando a un pájaro que se había posado en un macetero cercano. Abrió las alas, chilló para ahuyentar a otro pájaro y luego alzó el vuelo para volver a los árboles falsos de la Explanada. Tamborileé en la mesa tratando de imitar el ritmo de sus alas: acababa de venirme una idea para una nueva canción.

La primera vez que entré en el edificio del Juego, me extrañó ver estorninos volando de acá para allá en el interior. Era raro, porque representaban un elemento incontrolable en un recinto en el que todos los detalles estaban diseñados al milímetro. Se cebaban con los restos de comida que los alumnos dejábamos por ahí, y los administradores no sabían qué hacer para evitarlo. Eran unos bichos descarados y valientes, que se posaban en las mesas y te desafiaban con la mirada sin siquiera pestañear.

La bandada alzó el vuelo y se perdió en el resplandor de la claraboya que cubría la Explanada. El cielo se veía blanco y aburrido como una pantalla vacía. En la barandilla de la quinta planta había dos o tres chicos haciendo el tonto. Sus figuras se movían como siluetas oscuras recortadas contra el cielo blanco, como un teatrillo de sombras que danzaran. O que lucharan. O que...

Los pelos de los brazos se me erizaron: una de las marionetas —uno de los chicos— acababa de caerse.

Contuve la respiración, sorda de repente. Aquello no podía estar pasando.

Habían empujado a alguien por la barandilla, alguien que ahora se precipitaba al vacío.

Ari no lo había visto; estaba concentrada mirándose en el espejo de su notebook™ y poniendo morritos mientras se aplicaba brillo de labios.

El cuerpo aterrizó con un golpe seco a unos tres metros de nosotras.

Estalló al tocar el suelo salpicándolo todo de un líquido espeso y rojo, como en una película gore. Una chica chilló y la gente empezó a subirse a las sillas para ver lo que pasaba.

Donde tendría que haber estado la cabeza solo quedaba una mancha roja, como si hubiese reventado un globo de agua. Era un muñeco. En la espalda, pegado al jersey, había un cartel que ponía: SIN IDENTIDAD. ELIGE TU SUICIDIO.

Me giré hacia Ari, pero ella tenía los ojos clavados en la figura que yacía boca abajo.

Agaché la cabeza y vi que un trozo de globo había aterrizado en la puntera de mi zapatilla. Tenía dos puntos y una raya dibujados con rotulador negro: los ojos y la boca. Sobre aquel pedazo de goma mustio, la cara parecía desesperada y frustrada. La recogí.

Ari reaccionó y empezó a mirarse para comprobar que no se le había manchado la ropa. En la barbilla le brillaban algunas gotas rojizas.

—¿Qué crees que venden? —dijo.

Poco a poco volvió a oírse un murmullo de voces que se extendió por la Explanada, como si el muñeco hubiera sido una piedrecita que cayera en una charca.

Los chavales se acercaban al cuerpo del muñeco, hacían fotos y se iban.

Al cabo de un rato, las ondas fueron tranquilizándose hasta desaparecer.

Ari estaba segura de que se trataba de una acción promocional organizada por algún espónsor. Después de elucubrar un rato, decidió que era una acción fallida porque nadie sabía qué se anunciaba.

—Objetivo no conseguido —concluyó, mirando a su alrededor para ver si a alguien le interesaba su opinión.

Yo no estaba segura de que aquello fuera cosa de los espónsores. Había tenido una crudeza extraña, un toque cutre que las empresas no habrían sabido imitar.

En realidad, supongo que a mí también me intrigaba saber qué trataban de promocionar. Pero había algo más: quería saber quiénes eran.

Ari estaba volcada en su inTouch™, moviendo los pulgares a la velocidad de la luz para enviar un mensaje a alguna de sus amigas Costureras. Soltó una risotada y le dio a Enviar.

Como estaba suscrita a su cuenta, cuando subió el mensaje me vibró el inTouch™:

 

aria: ya sé dónde ha ido a parar tu maniquí @ROCKET

 

—¿Crees que era el maniquí de Rocket? —pregunté mientras volvía a mirar los restos del muñeco.

Ari levantó la vista.

—¿Qué? No, para nada. El suyo tiene unas medidas completamente diferentes. Es que las Costureras decidimos hacer un maniquí para cada una con nuestras medidas, y la semana pasada alguien entró en el taller de Rocket y se llevó el suyo. Fijo que fue Quelly.

Ari siguió explicándome el nuevo drama del Atelier, pero no le presté mucha atención: la desaparición de un maniquí me parecía mucho menos interesante que el «suicidio» de aquel muñeco.

—De todas formas, no deberías hacer comentarios sobre conversaciones ajenas, Kid —añadió Ari—. Es de muy mala educación.

—Vale, perdona —farfullé.

—Ya lo sabes: se pueden crear malentendidos que produzcan ansiedad y... —se inclinó sobre su inTouch™ y leyó algo.

Debía de ser la contestación de Rocket, que yo no había recibido porque no seguía su cuenta.

—Oye, voy a subir al Atelier —dijo Ari—. ¿Te vienes?

—No puedo: tengo una reunión con Winterson. Pero luego nos vemos en el Estudio, ¿no?

Como hacía siempre que estaba molesta, suspiró con dramatismo y se retiró el flequillo de la cara con un gesto brusco que hizo girar sus pulseras en una órbita enfurecida.

—Supongo.

Eché un último vistazo a los restos del muñeco y a la mancha con forma de ala que había dejado su cabeza. Luego eché a andar hacia la primera planta, donde estaba el despacho de Carol Winterson.

Por ridículo que fuera, aquel muñeco me daba muchísima pena. Lo habían destrozado por alguna razón que nadie conocía y a nadie importaba, y ahora yacía ahí en el suelo, esperando a que el personal de limpieza viniese a recoger sus restos.

Ahí fue cuando tuve que pararme para recordar que era mentira. Que no era real.

Carol Winterson era mi tutora. Aunque tendría unos cuarenta años, se podría decir que era una novata en el Juego. Se rumoreaba que había sido profesora en uno de los últimos institutos no afiliados, pero que aceptó el puesto porque quería estar donde los alumnos más la necesitaban. Lo cual, la verdad, no tenía ningún sentido. El Juego nos daba todo lo que queríamos: esa era su finalidad.

El Juego había empezado cuando el gobierno tuvo que admitir que no disponía de fondos para financiar la educación. Las empresas reaccionaron diciendo que estaban dispuestas a «invertir en el futuro», e instalaron centros del Juego por todo el país, como franquicias, para garantizar que la enseñanza mantenía el mismo nivel en todas partes. El nuevo sistema beneficiaba al gobierno, a la economía y a los estudiantes. Nadie se quedaba sin su trozo de pastel.

—Pasa, Katey, siéntate. Un segundo y estoy contigo.

Winterson sujetaba el teléfono entre el hombro y la cabeza mientras intentaba escribir algo en el ordenador. Los espónsores no se molestaban en ofrecer los nuevos adelantos tecnológicos a los tutores y profesores: éramos los alumnos quienes recibíamos sus mejores juguetes.

Rocé mi inTouch™ con el pulgar y noté cómo ronroneaba tratando de llamar mi atención. Me moría de ganas de sacarlo para leer las novedades, pero Winterson nos pedía que los desconectásemos mientras estuviésemos en su despacho.

La miré mientras trasteaba con aquel fósil; en su oscura melena brillaban algunas canas, como colas de estrellas fugaces. No se enteraba de nada, pero podría haber sido peor. Me podría haber tocado un enteradillo, uno de esos cazatendencias fracasados que se paseaban por el instituto con el peinado de moda... de hacía seis meses. Como Jaye, la tutora de Ari, que estaba más interesada en enterarse de nuestros problemas de autoestima y en hacernos preguntas sobre los espónsores y la normativa del Juego que en nuestra evolución académica.

Presté atención a lo que decía Winterson. No sabía con quién estaría hablando por teléfono, pero parecía que la conversación trataba de mí. O igual me estaba dando un ataque de paranoica egocéntrica, lo que también podría ser. La conversación era de lo más misterioso: Winterson soltaba muchos «ajás» y me echaba miraditas furtivas. En las comisuras de sus labios había dos arrugas que no prometían nada bueno. Colgó con tranquilidad forzada; disimulaba fatal.

—Perdona, Katey. Veamos... —masculló, escrutando la pantalla con los ojos entrecerrados—. Bueno, ¿cómo va todo?

—Creo que bien.

Hundí la mano en el bol de caramelos de propaganda que había sobre la mesa y revolví con la esperanza de encontrar alguno decente. Winterson se giró para mirar de reojo la cámara de seguridad que tenía detrás y luego volvió a centrar su atención en la pantalla.

—Tus puntuaciones no están mal —dijo—. Estás en la parte alta de la campana de Gauss.

—Yuju, soy mediocre —contesté, agitando una piruleta de cereza a modo de celebración.

Mi tutora esbozó una sonrisa de apoyo. Bajé la mirada y me entretuve en desenvolver la piruleta. Por más tiempo que le dedicara al Juego, nunca alcanzaba las mejores puntuaciones.

—Has conseguido puntos por rapidez en seis de tus diez últimas tareas PLAY —comentó, en un tono amable que me hizo sentir más pringada todavía.

—Sí. Intento resolver rápido las preguntas para conseguir bonus. Así acumulo crédito para los premios finales...

—¿Tienes algún premio en mente?

Al final de cada año, los espónsores donaban regalos para los alumnos del nivel 17, el último del Juego. Se celebraba una subasta en la que, evidentemente, los jugadores con mejores puntaciones llevaban todas las de ganar. Yo todavía estaba en el nivel 15, pero al ritmo que llevaba, tendría suerte si me daban una chapa de «Gracias por participar».

—A mi madre le gustaría que consiguiera puntos suficientes para una beca completa.

La beca era un paquete ofrecido por los espónsores del sector inmobiliario y de restauración, que incluía todo lo necesario para subsistir un año en la ciudad después de acabar el Juego. Suspiré y seguí hablando en voz más baja.

—Yo preferiría un equipo de grabación y mezcla para montarme un estudio de sonido en casa. Pero nunca voy a tener puntuación para algo así...

Winterson asintió y tecleó algo.

—Veo que has hecho algunos cambios en tu perfil de Network.

—Sí... ¿Se ha dado cuenta?

—Los administradores lo han etiquetado como «Perfil con uso insuficiente».

Casi me atraganto con la piruleta.

—¿Qué? ¡Pero si he completado todas las tareas de contenido curricular que me enviaron! Además, la semana pasada colgué unas canciones que compuse con Mikey, y hace nada subí una reseña para conseguir puntos en Competencia Mediática.

—Ya lo sé, Katey. Tu rendimiento en el Juego no presenta ningún problema; lo que preocupa a los administradores es el estado de tu perfil. Aquí, en el apartado «Sobre mí», has marcado «Ninguna de las anteriores».

No sé por qué, pero ese comentario me avergonzó. Sabía que los administradores controlaban nuestros perfiles; al fin y al cabo, allí colgábamos todos los trabajos para que nos asignaran nuestras puntuaciones. Sin embargo, no imaginaba que le dieran tanta importancia a lo que escribíamos en la sección personal. Había leído cosas mucho peores en las páginas de otros compañeros.

—¿Y qué? —balbuceé, molesta.

Si por mí hubiera sido, habría dejado el perfil en blanco. No se me ocurría nada ingenioso que poner; no sabía cómo describirme a mí misma ante los posibles visitantes de mi página.

—¿No se supone que podemos editar nuestras páginas cuando queramos? —insistí.

—Sí, pero es que ha sido un cambio muy brusco. Los administradores piensan que tal vez haya algo importante que quieras contarme. Has eliminado gran parte de tus datos personales... ¿Estás teniendo problemas con algún amigo?

Nuestros perfiles de Network se creaban cuando nuestros padres nos matriculaban en el Juego. En ellos aparecían todos los detalles y datos de inscripción, pero se suponía que teníamos total libertad para cambiar el diseño y personalizarlos a nuestro gusto. Como los complementos virtuales nunca habían sido lo mío, siempre dejaba que Ari diseñara mi perfil. Normalmente, hacía collages con fotos de las dos y los ponía de fondo, o colgaba la letra de alguna canción que habíamos escrito. Quedaba chulo. Pero últimamente me había dado cuenta de que estaba llenando la página de cosas que, más que describirme a mí, describían a la persona que Ari quería que yo fuera. Por eso había intentado hacerlo yo sola... y había fracasado miserablemente.

Winterson giró la pantalla para enseñarme mi perfil. Lo miré medio segundo; ya sabía cómo era. Comparado con los perfiles customizados de otros compañeros, el mío daba bastante pena.

—Has puesto que te interesan los amigos, la música y los misterios —leyó en la pantalla.

—Sí. ¿Y qué? Es verdad.

—Ya lo sé, Katey, pero ¿no crees que podrías concretar un poco más? Incluso tu lista de amigos es muy reducida para una chica con tus habilidades sociales. ¿Por qué no compartes más información sobre tus gustos y actividades? La gente quiere conocerte.

Asentí, no muy convencida. Por algún motivo extraño, me costaba expresar en público las cosas que me importaban de verdad. O tal vez el problema fuera que no sabía explicar lo que me importaba ni siquiera cuando lo intentaba, y al final acababa por frustrarme.

—Los administradores temen que seas incapaz de alcanzar el nivel de implicación que se espera de un participante en el Juego.

«Incapaz». Ya era oficial: era un cero a la izquierda, solo faltaba que lo escribieran en mi expediente. Empecé a juguetear con el trozo de goma que había recogido en la escena del supuesto suicidio para no enfrentarme a la mirada preocupada de Winterson. La cara reflejaba perfectamente mi estado de ánimo:

._.

—¿Y a ellos qué más les da? —pregunté, estirando la goma hasta que se soltó y me golpeó los dedos—. Au.

Winterson carraspeó.

—Los administradores necesitan conocer mejor tus gustos para poder adaptar el Juego a tus necesidades —enunció marcando bien cada sílaba, como si estuviese leyendo un texto.

—De modo que no basta con obtener buenas puntuaciones, sino que también hay que ser popular, ¿no? Qué es esto: ¿un menú completo, lo tomas o lo dejas?

Se le escapó una risa un tanto amarga.

—Estamos hablando de tu educación, no de una ración extra de patatas fritas y Poke Cola™.

Me quedé callada, con la mirada fija en los rasgos inexpresivos del globo.

—¿Katey?

—¿Sí?

La observé: sus iris moteados, las arrugas en las comisuras de sus labios, su camisa de rayas, la uña mordisqueada de su meñique...

—¿Te ocurre algo?

—¿Qué? No, no. Solo es que...

Que yo no tenía la culpa de no saber plasmar mis sentimientos en una aplicación prediseñada, por bien hecha que estuviera; que no me reconocía en los resultados de las pruebas de personalidad que supuestamente me describían. No es que disfrutase siendo del montón: es que no podía evitarlo.

—¿Cree que los espónsores serían capaces de promocionar el... el suicidio? —solté de golpe.

—¿Qué? —la había pillado desprevenida, y parecía un poco asustada—. No estarás buscando un producto de... de ese tipo, ¿verdad?

Ay, por Google. Ahora Winterson creía que me quería matar.

—No, no, para nada —la tranquilicé, y le expliqué el incidente del muñeco en la Explanada.

Me miró un momento, cautelosa, y luego me dijo que no había oído nada al respecto.

—Estoy en contra de muchas de las cosas que hacen los espónsores, pero me extrañaría mucho que respaldaran la promoción del suicidio entre los alumnos.

Aun así, en su voz se percibía una inseguridad inquietante. Supongo que ella misma estaba inquietantemente insegura.

Salí del despacho de Winterson con mal cuerpo. No sabía qué me preocupaba más, si la idea de que el truco del muñeco podía ser cosa de los espónsores o la de que era una broma pesada de cualquier chalado.

Miré hacia la puerta gris que daba paso a la oficina central, donde tenían sus despachos los administradores del centro. La gente que trabajaba allí nunca salía al Juego, y nosotros nunca entrábamos a no ser que estuviésemos enfermos o nos hubiéramos metido en un lío. Mikey había tenido que ir un par de veces por alguna chorrada. A veces se ponía un poco broncas.

Me detuve otra vez en la Explanada. Ya nada recordaba lo sucedido. En el fondo, hubiera esperado ver una silueta dibujada con tiza en el suelo, o la típica cinta de NO PASAR. Vale, nadie llamaba a la policía porque un muñeco se suicidase; como mucho, llamarían a la gente de Protecht. Aun así, me resultó extraño.

Habían limpiado la sangre falsa, y no quedaba ni rastro de la broma... o lo que hubiera sido eso. Alcé la mirada hacia la barandilla de la quinta planta, donde había visto forcejear al menos a dos personas. Incluso allí estaba todo cambiado. El sol había salido, y el azul del cielo hacía que mi recuerdo pareciera irreal.

Lo del suicidio se me había ocurrido por la nota que tenía el muñeco en la espalda: SIN IDENTIDAD. ELIGE TU SUICIDIO. Pero en realidad habían tirado el muñeco, así que más bien había sido una parodia de asesinato. Qué mal rollo.

Miré el inTouch™ para ver si me había perdido alguna actualización y comprobar si alguien comentaba lo sucedido.

 

#espóns: swiftx ha conseguido una puntuación récord en compra vende y destruye. derrótalo en la sala de juegos. mikes: vais a alucinar con mi giro de 360. lo dudabais? que os den.

# espóns: nueva proyección en la sala PRESENTE en 7 min.

toy321: ALERTA! ALERTA! los admins quieren prohibir mis gafas de inversión. no aportan razones.

aria: necesita consejo: malva o verde menta?

 

Ni una palabra sobre el muñeco suicida. Eso sí, lo de Tesla era flipante: ¿ya estaba metida en líos con su nuevo invento? Aunque, bueno, por cosas así me había suscrito a su cuenta. Sus problemas eran siempre los más reales.

Mikey estaba en el Parque. Me encaminé hacia allí y actualicé mi estado mientras andaba.

 

kidzero: no cumple las expectativas puestas en ella.

 

Me reí, aunque lo más seguro era que solo Mikey pillara la broma. Decidí escribirle directamente.

 

kidzero: has reservado hora el estudio? @MIKEY

 

Un minuto después, el inTouch™ vibró con su respuesta:

 

mikes: ay... @KID

mikes: se está pegando un chute de frustración en el parque.

@KID

 

Se me escapó un suspiró y contesté:

 

kidzero: voy allá para poner orden @MIKEY

 

El Parque era el lugar de reunión de los adictos a la adrenalina, y estaba claro que Mikey tenía un problema de adicción. En realidad, todos los que estábamos en el Juego lo teníamos, cada uno a su estilo. Los diseñadores del Juego habían ideado las condiciones exactas para conseguir la máxima motivación por parte de los jugadores. Habían programado los ejercicios educativos de forma que se adaptasen al nivel de cada uno y fuesen desarrollando las nuevas habilidades que necesitaríamos para superar la siguiente tarea. Dicho más fácilmente, conseguían un equilibro perfecto entre el pique y el aburrimiento para motivar al maníaco que todos llevábamos dentro. A veces, me metía tanto en una tarea que me pasaba horas jugando sin registrar siquiera los progresos que hacía.

Sí, era adictivo. Y molaba un Google.

El Parque estaba en una esquina de la primera planta. Al entrar, daba la impresión de que el antiguo centro comercial había sido poseído por un parque de atracciones maligno, que atrajera a las almas descarriadas para exponerlas a peligros mortales que las mataran otra vez.

Contenía un rocódromo con varios niveles de dificultad, trampolines enormes, una pista de ciclismo para echar carreras, paredes con velcro para saltar y quedarte pegado y otras mil maneras divertidas de partirse el cuello.

Mikey era uno más entre el caos de chavales que practicaban trucos en las rampas de skate. El ruido de las tablas, los chillidos de la gente y los gritos de los que conseguían su objetivo resonaban por todo el recinto. Me apoyé en una pared y observé cómo Mikey practicaba una vez más el último giro en el aire que se le había ocurrido (debía de llevar unos cuarenta y siete intentos).

Le salió un churro increíble.

Chillé desde la barandilla, no para hacerle rabiar sino para animarle. Sabía que lo conseguiría... algún día.

—¡Ya casi lo tengo! —berreó frotándose una muñeca, y volvió a la carga.

Mikey tenía el don de tolerar la frustración. Mucha gente piensa que ser capaz de estrellarte una y otra vez contra la misma pared demuestra que estás pirado o eres tonto, pero a mí me parecía algo digno de admiración. Los auténticos genios no son quienes poseen más habilidades o talento: son los que le hacen un corte de mangas al mundo mientras consiguen lo imposible. Aunque la puntuación de Mikey no era muy alta, yo sabía que era uno de los mejores jugadores del centro: nadie podía sobrepasar su terquedad.

Aun así, no me apetecía ver cómo se machacaba, así que volví a entretenerme con el trozo de globo. Quería saber qué se escondía detrás de aquel espectáculo macabro. Empecé a estirar y a encoger la cara, viendo cómo le cambiaba la expresión si deformaba un lado o el otro.

Acabé por sujetar el trocito de goma a la muñequera que siempre llevaba, como una especie de señal de duelo por el muñeco. «No te olvidaré».

Mikey seguía dale que te pego, así que miré alrededor para ver qué más se cocía en el Parque. Como siempre, era un caos de chavales que chillaban y se agitaban mientras hacían cola para patinar, montar en bici o hacer algún deporte más o menos peligroso. El marcador mostraba las puntuaciones máximas en las carreras de ciclismo, natación y tobogán acuático, para animar a los participantes a que las batieran.

aria: está mosqueada porque nadie la ayuda a elegir

 

Contesté de inmediato.

 

kidzero: a decidir q? q tocar en el ensayo? @ARI

 

Ari era nuestra especialista oficial en instrumentos analógicos. Sus padres le habían enseñado a tocar todos los instrumentos clásicos cuando jugaba al nivel 8-12: piano, flauta, violín... Si hubiera querido, habría podido tocar ella sola todos los instrumentos de una orquesta clásica. Sin embargo, si le hubieran dado a elegir, habría preferido participar en Ídolos y hacerse famosa. Aunque no me gustara reconocerlo, cada vez estaba más claro que nuestras expectativas respecto al grupo eran muy diferentes.

 

aria: va en serio. ven a la 4, plasta @KID

 

—Es Ari —dije mientras volvía a guardarme el inTouch™ en el bolsillo—. Tiene una crisis de indecisión.

—Uf, qué tía... Cada vez me raya más.

—Tienes que entenderla, Mikey. Ahora está en una tribu.

—Sí, me parece genial, pero no entiendo por qué tiene que montar un numerito por cualquier chorrada.

—Ya...

—¿A ti no te molesta?

—Huy, sí. Me mata de depresión adolescente.

Los dos soltamos una risita forzada de esas que te salen cuando dices una verdad dolorosa. No me importaba que Ari pasara casi todo el tiempo con las Costureras, pero me habría gustado que no faltara tanto a nuestros ensayos.

Le dije a Mikey que intentaría reservar un rato en el Estudio y me fui a ver qué quería la reina del drama.