A mi madre,
que me enseñó que el arte
puede hacer mejores
y más felices a las personas.
Existen momentos en la vida que marcan nuestro destino. Instantes que parecen triviales pero determinan el futuro de manera insospechada. Si elegimos cara, el camino será distinto a si elegimos cruz, y nunca sabremos si hemos escogido lo mejor o lo peor.
Mi momento decisivo me resulta hoy tan nítido como si acabase de suceder, aunque hayan pasado unos pocos años. Tenía entonces quince años recién cumplidos y todas las dudas del mundo en la cabeza. Supongo que mis padres experimentarían cierto alivio cuando me enviaron aquel verano a Nueva York a perfeccionar mi inglés. Sospecho que lo hicieron por librarse de mis estúpidas reacciones y del enfrentamiento con mi padre, que comenzaba a manifestarse, empujado por la rebeldía de la adolescencia. La tarde de aquel verano que marcó mi vida nos habían llevado a visitar el Museo Metropolitano. Casi todos mis compañeros protestaron ante la perspectiva de pasar un par de horas mirando cuadros en lugar de ir de compras por la Quinta Avenida. Creí que sería el único en disfrutar del arte que se concentra en el Metropolitan. Afortunadamente, me equivocaba.
Deambulé solitario por las salas de pintura, pues mis compañeros se dispersaron en grupos de los que yo no formaba parte o se refugiaron de tanto arte en la cafetería.
Me acerqué a las salas que mostraban pintura española del Siglo de Oro. Enseguida llamó mi atención un lienzo del Greco que no recordaba haber visto nunca en los libros de texto, y me detuve ante él para leer el título:
Opening of the Fifth Seal (1607-1614)
La imagen del cuadro parecía sacada de una pesadilla. En primer plano, a la izquierda, la figura gigantesca y desproporcionada de San Juan arrodillado alzaba sus manos hacia un cielo de jirones rojizos. Detrás de él, unas figuras casi fantasmagóricas, como espectros de resucitados, se retorcían envueltas en mantos de colores. Aquellos muertos vivientes me impresionaron, y lamenté que no estuviese permitido tomar fotos en el museo. No podía dejar de mirar el cuadro, como si escondiese un secreto imposible de descifrar.
–¿Qué habría allí arriba?
Una voz femenina, que hablaba en castellano, me sobresaltó como si saliera del mismo cuadro.
–¡Vaya! Siento haberte asustado.
Una chica de mi edad me miraba con aire de fingida preocupación. No era la primera vez que la veía, pero sí la primera que me fijaba en ella y que la escuchaba hablar. Pertenecía al grupo de españoles que partimos hacia Nueva York desde Madrid un par de semanas antes y a los que nos habían vuelto a juntar aquella tarde para visitar el museo.
–Hola –saludé–. No esperaba oír otra cosa que no fuese este inglés americano. Y estaba aquí tan concentrado...
–Es impresionante, ¿verdad?
–¿El qué? –por un momento no entendí a qué se refería.
–El cuadro. ¡Qué va a ser! ¿No te has dado cuenta?
La chica clavó sus ojos verdes en los míos y aquella mirada me pareció más inquietante que cualquier otra visión. Permanecimos unos segundos así, quietos y observándonos hasta que, un tanto aturdido, dirigí mi atención de nuevo hacia el cuadro.
–¿De qué hay que darse cuenta? –pregunté.
–De que falta algo –dijo, misteriosa–. San Juan mira hacia el cielo, todos los personajes del cuadro se elevan... pero arriba no hay nada. El cuadro está cortado.
Comprobé que lo que afirmaba era cierto y noté un ligero escalofrío al contemplar de nuevo el lienzo: me pareció más tenebroso, más siniestro aún que solo unos minutos antes.
–¿Y qué falta? –me atreví a murmurar–. ¿Qué había pintado en la parte cortada?
–Nadie lo sabe –aseguró categórica.
–¿Tampoco tú lo sabes? –mi tono sonó burlón, involuntariamente.
–No quieras saber tanto como yo –me siguió la broma–. ¿Cómo te llamas?
–Alfredo. ¿Y tú?
–Carlota. Dos nombres poco normales, ¿no crees?
–No creo, por lo menos el mío. Es el más normal en mi familia. Hay seis Alfredos Garrido. Sin contar los antepasados que ya están muertos.
–Así que estabas predestinado por parte de padre.
–¡Ya te digo! Mi padre, mi abuelo, mi bisabuelo, mis primos... He llegado a odiarlo.
–A mí me gusta –sonrió–. Es... distinto.
–No es divertido que te llamen Fredi, o Alfred, o... –preferí no nombrar otros apodos más absurdos, de los que realmente me avergonzaba.
Ella rio y sus carcajadas sonaron a música celestial. No todos los humanos saben reírse sin que resulte ridículo.
–En mi caso es aún peor –añadió–. Imagina todas las palabras feas que riman con Carlota.
Entonces reímos los dos. Pensé que no era la reacción más adecuada ante aquel misterioso lienzo del Greco, y lo mismo debieron de pensar tres turistas americanos que nos miraron con desprecio, como nos suelen mirar los adultos cuando alzamos un poco la voz. Carlota se percató enseguida y tuvo una buenísima idea.
–Ven –me ordenó–. Vamos a sentarnos ahí. Podremos ver el cuadro y hablar sin que nadie nos asesine con la mirada.
Obedecí y la seguí sin rechistar, casi hipnotizado, hasta sentarme lo más cerca que pude de ella. Miré sus manos con detenimiento, algo que suelo hacer cuando conozco a una persona. Me fijo en el aspecto, el cuidado y los movimientos que me aportan información interesante: las manos hablan de sus propietarios. Las suyas eran blancas y delicadas, llevaba las uñas pintadas de un color rosa pálido Era muy guapa y poseía, además, una seguridad que embaucaba.
–¿Qué tal te ha ido con la familia? –me soltó mientras yo me entretenía en repasar sus rasgos: los labios carnosos, el rostro ovalado, el cabello castaño y abundante, los ojos vivos y expresivos de un color verde intenso.
–Bien. No me puedo quejar. La comida es pesadísima, pero son amables conmigo. El verano pasado en Londres me fue mucho peor –contesté sin dejar de fijarme en los detalles de su cara.
–La mía es un horror. No me gusta demasiado la carne, y en esa casa solo comen hamburguesas y patatas fritas de las congeladas. Hablan un americano masticado que me cuesta entender y creo que se ríen de mí. Me llaman «Cagota» o «Carota», aunque no sepan lo que quieren decir esas palabras en castellano. Tienen un hijo algo mayor que yo que me mira con ojos de carnero degollado y está empeñado en llevarme de excursión a Central Park.
De pronto me di cuenta de que yo mismo la estaba mirando con ojos de carnero degollado y dirigí la vista hacia el cuadro del Greco, intentando disimular.
–¿Te gusta? –fue lo primero que se me ocurrió decir.
–¿El Greco? Me encanta. Casi no he salido de esta sala desde que nos dejaron aquí. ¿Sabes? Él y yo somos paisanos.
–¿Eres griega? –no acababa de entender su afirmación.
–¡No! –volvió a reír–. Soy de la ciudad donde vivió casi toda su vida y pintó ese cuadro poco antes de morir. De Toledo.
Me alegré: por lo menos no era de Cádiz o de Lugo. Toledo está a pocos kilómetros de Madrid. Aquello podía tener futuro.
–¿Me vas a contar todo eso que sabes sobre este cuadro, o aún es demasiado pronto? –me atreví a bromear.
–¡Eres insistente! –rio de nuevo–. Lo dije para hacerme la interesante, pero no sé mucho más. Se perdió. Arriba estaría representado el cielo, como en muchos cuadros del pintor, pero nadie lo sabe con seguridad.
–¿Y ese otro? –pregunté refiriéndome a otra obra del mismo autor. Se trataba de un paisaje.
–Es Toledo –asintió.
–¿No habrás venido a verlo porque echas de menos tu tierra? En el cuadro parece a punto de caer una tormenta. Es...
–Fantasmagórico –apostilló–. Te aseguro que Toledo no es así, ni ahora ni en el siglo XVII. Por eso me gusta tanto el Greco, porque va mucho más allá de lo que se ve a simple vista. Deberías visitar su casa museo en Toledo.
–¿Me acompañarías? –le pedí–. Seguro que la explicas mejor que nadie.
Imaginaba que paseábamos entre lienzos del pintor cretense, agarrados de la mano..., y yo con ojos de carnero degollado.
–¿Tú también estabas predestinada a llamarte Carlota por parte de madre? –quise saber.
–No. Por parte de abuela materna. Ella se llamaba Carlota. Suena algo antiguo, pero ya me he acostumbrado.
Antes de lo que yo hubiera querido, se nos agotó la tarde. Nuestros monitores nos habían citado a las seis en la entrada del museo para devolvernos a las casas de nuestras respectivas familias, y casi era la hora. No paramos de hablar hasta que Carlota se bajó del bus. Durante ese tiempo, el resto del universo desapareció para mí: no existían las calles de Nueva York ni los monitores ni los otros chicos ni otra cosa que no fuera el rostro de Carlota.
–No sé si volveremos en el mismo avión –me dijo segundos antes de desaparecer para siempre–. Prometo escribirte cuando vuelva a Toledo.
Intercambiamos nuestras direcciones de correo electrónico, pero no me atreví a pedirle el número de teléfono. Pensé que bastaría con eso para continuar en contacto y seguía soñando con visitarla en Toledo.
No volvimos a coincidir, ni en las clases de inglés ni, para mi decepción, en el avión que nos devolvía a España. Pregunté por ella a uno de los monitores y me contó que había regresado a casa unos días antes, sin más explicación. Esperaba el reencuentro desde el mismo instante en que nos separamos y soñaba con un viaje en avión literalmente por encima de las nubes, en su compañía. Me tuve que conformar con repasar las palabras entretejidas en aquella sala del Metropolitan e intentar evocar las facciones de su cara, que cada vez se me mostraban más borrosas. Me ocurre algo irritante cuando de verdad me gusta una chica: automáticamente empieza a resultarme muy difícil acordarme de su cara. Odio que me pase esto.
En cuanto llegué a Madrid, intenté localizarla. Aunque escribí varias veces a la dirección de correo que ella me dio, jamás recibí contestación. Pedí información sobre Carlota a otros compañeros que también habían viajado con nosotros a Nueva York, pero ninguno había hablado más de dos palabras con ella, y los monitores no supieron, o no quisieron, darme su dirección.
Con el paso del tiempo, apenas recordaba cómo era. Intentaba pensar en sus rasgos, pero se me aparecía una imagen desenfocada, aunque pudiera escuchar su voz con nitidez. Ella era solo un fantasma en mi recuerdo, que hablaba con su misma voz.
La vida siguió su curso y no se detuvo. Se aceleró cada vez más y arrastró la luz de aquella tarde de verano en el museo, hasta desdibujar del todo los recuerdos.
Unos cuantos años más tarde, he comprendido que las piezas de las que se compone la vida encajan siempre y que el encuentro con Carlota solo era el comienzo, el pistoletazo de salida de una historia cuyos hilos irían tejiendo el episodio más inquietante de mi corta existencia.
Después de aquel verano mágico, los cambios en mi aspecto y en mi vida comenzaron a acelerarse sin tregua. Me fui convirtiendo en un chico reservado, aunque cuando me encontraba con mis amigos perdía el pudor y disfrutaba provocando las risas de todos, haciendo chistes malos y gastando inocentes bromas. Tenía fama de culto, de «enteradillo», como ellos decían, y se rifaban tenerme en su equipo cada vez que jugábamos al trivial o nos mandaban hacer trabajos de grupo en clase. Me gustaba ese papel de líder que ejercía entre mis colegas; sin embargo, en cuanto llegaba a casa, me encerraba en mí mismo.
Cada vez me sentía más lejos de mi padre, que permanecía anclado en sus convicciones, mientras yo aligeraba el paso en dirección contraria. Habitualmente se mostraba estricto y exigente con las personas que le rodeaban, especialmente conmigo. Siempre me miraba desde arriba, con su monumental estatura, por encima de las gafas, posando en mí unos ojos redondos y fijos. Le costaba ser cariñoso, y yo pensaba que era porque le habían educado en el deber y en la obligación: solo era afectuoso si no me salía de la norma establecida. Por eso, en cuanto comencé a cuestionarlo todo, nos convertimos en dos desconocidos. Me resistía a reconocer que era un hombre con un gran sentido de la justicia y enormemente generoso, que se esforzaba sin descanso para que su familia y las de aquellos que trabajaban con él gozaran de una buena posición económica. Pero no todo se consigue con dinero ni es malo salirse del camino trazado.
Con mi madre siempre fui más comunicativo. Me pasé la infancia pegado a ella, viéndola dibujar e intentando sin éxito reproducir las ilustraciones de libros infantiles que trazaba delante de mí, con sus manos blancas y delicadas, dueña de una envidiable facilidad. No heredé sus dotes artísticas, pero sí la capacidad de apreciar la belleza de un cuadro o la expresividad de un dibujo. Cuando dejé de ser un niño, ella se quejaba de que ya no era el chaval parlanchín que le narraba cada segundo de las peripecias en el cole en cuanto llegaba a casa y que no se separaba de su lado. Sí le fui contando mis preferencias estudiantiles porque ella escuchaba mucho mejor que mi padre. Mamá sabía que no me sentía atraído por las matemáticas, aunque nunca las suspendí; que las ciencias me gustaban menos que la geografía y que disfrutaba mirando mapas de otros continentes e imaginando lugares de nombres tan sugerentes como Tombuctú o Samarcanda, aunque odiaba tener que memorizar listas interminables de ríos, cordilleras y capitales de países remotos. Con todo, prefería la historia, porque a veces era como escuchar un cuento: el relato de las aventuras de unos pirados en la Edad Media o las hazañas increíbles de mis paisanos en la guerra de la Independencia; aunque siempre me parecieron unos personajes ajenos a mí, fallecidos hacía siglos, que poco tenían que ver con mi vida. Sin embargo, el arte jamás me resultó ajeno ni aburrido. Un cuadro o una catedral me podían gustar más o menos, pero nunca me resultaban indiferentes. Me decían algo, me provocaban casi siempre admiración y, en otros casos, sorpresa, extrañeza o incluso rechazo.
Con catorce años ya rumiaba la idea de no estudiar Derecho, pero no me atrevía a exponerlo abiertamente, ni siquiera a mi madre. Alguna vez hojeé los libros de legislación que mi padre guardaba en su despacho y me parecieron un muermo insoportable. Memorizar leyes, redactar informes, moverme entre actas, legajos y citaciones me parecía lo menos creativo e interesante del mundo.
A veces los padres creen que los hijos no somos más que su continuación, que llevamos pegada una deuda que debemos pagar durante toda nuestra vida. Mi padre pensaba que yo tenía la obligación de seguir el camino trazado por nuestros antepasados y por él mismo, sin tener en cuenta mis deseos. Ser abogado era un destino que él no había discutido con mi abuelo, y daba por hecho que yo tampoco pondría en duda la carrera que había de elegir. Se equivocaba. Desde el momento en que percibí lo que mi padre presuponía, desarrollé un rechazo frontal a la profesión familiar. Nada me parecía más espantoso que estudiar Derecho y ejercer de abogado. Los pasantes del despacho de mi padre me provocaban lástima, cuando no abierta antipatía. Aborrecía todo lo relacionado con las leyes, los juicios y los pleitos.
Sin embargo, había libros en la biblioteca del abuelo que me interesaban mucho, pero no eran precisamente de legislación. El abuelo Alfredo era un entusiasta del arte, atesoraba volúmenes antiguos y valiosos sobre pintura, arquitectura y arqueología. Yo adoraba aquellos libros. Soñaba con visitar los lugares que veía en las fotos, algunas desvaídas, de catedrales, palacios y museos. Luego los buscaba en internet para completar las imágenes, y hasta me interesaba la distancia en kilómetros que los separaban de mi casa en Madrid. Muchas veces volvía a tropezarme con aquel cuadro del Greco. Entonces recordaba la tarde mágica en el Metropolitan y me recreaba contemplando la imagen de La apertura del quinto sello que aparecía en la web del museo neoyorquino, aunque ni las fotografías de los libros ni las que encontré en Google podían reproducir los colores y las inquietantes imágenes del cuadro original.
Cuando llegué a bachillerato, mi padre pensó que escogía la opción de letras para poder estudiar Derecho. Nunca lo puso en duda. Hasta que, a comienzos del primer curso, se le ocurrió sorprenderme con una afirmación categórica.
–Ya he hablado con el director del CEU –recuerdo las palabras textuales–. Te espera para dentro de dos cursos. Él te dará clase de Derecho Administrativo. Es un profesor duro, pero yo le he dicho que eres buen estudiante.
–¿Quién te ha dicho que yo vaya a estudiar Derecho? –solté, al borde de la indignación.
–Eso no hace falta preguntarlo. Se sabe –sus palabras sonaron como una orden.
–No pienso estudiar lo que tú quieras –dije, airado.
–No es lo que yo quiero: es lo que tú debes hacer. Por el despacho de la familia han pasado cuatro generaciones, tú eres el siguiente. Te hemos preparado un futuro brillante al que no puedes renunciar.
Mi padre quería aparentar entereza, pero el labio inferior empezaba a temblarle, y tamborileaba los dedos sobre la mesa, como le ocurría siempre que las situaciones se le iban de las manos y comenzaba a ponerse nervioso. No estaba acostumbrado a que le llevasen la contraria, y aquel, sin duda, era uno de los mayores desafíos que se le habían planteado. Los juicios, que ganaba con facilidad, eran pequeñeces comparados con el órdago que acababa de plantearle yo, su único hijo.
–No insistas, papá –quise concluir–. No voy a ser abogado.
–¿Y qué vas a ser? –estalló, levantando la voz y mirándome fijamente por encima de las gafas–. ¿Un muerto de hambre en una familia de abogados de prestigio? No eres más que un niñato consentido. No pienso pagarte otra carrera que no sea esa. ¿Lo has entendido? No vas a ver ni un euro más de mi bolsillo. Para que te des cuenta de lo que cuesta ganarlo.
Mi madre intentó terciar entre ambos, pero ninguno de los dos dio su brazo a torcer. Bastaba que se me impusiera algo para que yo lo rechazara, era parte de mi carácter, y nada se me había impuesto tanto como la carrera de todos los Alfredos de la familia.
A partir de la discusión, mi padre, hasta entonces muy generoso, cumplió la amenaza y no volvió a darme dinero para nada. Afortunadamente, mi madre se apiadaba de mí y, de vez en cuando, me pasaba unos euros para poder salir con mis amigos sin tener que ejercer de gorrón. También tenía la ayuda de la abuela Concha, que me regalaba parte de su pensión de viuda y parecía entenderme mejor que mi propio padre.
–Mi hijo se cree que tu abuelo se va a levantar de la tumba porque tú no vayas a seguir la tradición familiar. No se da cuenta de que cada uno debe elegir su camino.
Ella también intercedió por mí, pero tampoco logró que él aceptase mi decisión. Supongo que, mientras estudié el bachillerato, la esperanza de que escogiese Derecho flotaba en el ambiente, pero, después de mi 8,5 en selectividad, me matriculé en Historia del Arte, para desesperación de la familia casi al completo. Las voces indignadas me llegaron hasta de mis tíos y de los ayudantes de mi padre en el despacho. Todos se creían con derecho a opinar y a nadie le interesaban mis motivos. Papá no me echó de casa porque mi madre no le dejó, pero pasé varios días refugiado en el regazo de la abuela Concha, que era más realista que yo, pero al menos me respetaba.
–Es una pena que desaproveches la oportunidad de trabajar en época de crisis –me decía–. Lo que quieres estudiar me parece maravilloso, aunque te costará encontrar trabajo cuando termines. Tu padre sabe que eres un buen estudiante y que podrías ser un excelente abogado. Él quiere lo mejor para ti, no lo olvides. Ten en cuenta que no puedes estar toda la vida dependiendo económicamente de tu familia.
No le faltaba razón, pero los cuatro años de estudios de grado que tenía por delante me parecían una eternidad: para cuando terminase, la crisis ya se habría solucionado y no tendría problemas para trabajar en un museo, que era lo que más deseaba.
Mi padre se negó a pagarme los estudios en una universidad privada, de esas que tanto le gustaban, y accedió a desembolsar la matrícula en la Complutense tras la insistencia de mi madre, a la que espantaba pensar que acabase trabajando de camarero y abandonando el estudio por falta de medios. Me alegré: la Complutense me parecía un lugar más agradable para estudiar que cualquier otra posibilidad.
La llegada a la universidad fue impactante. El primer año me sirvió para darme cuenta de que había acertado: era ahí donde quería estar. Disfruté de la libertad que te otorga ser solo tú el responsable de tus actos y de la posibilidad de conocer gente distinta. Durante el bachillerato, todos los profes me conocían y me llamaban por el nombre, mientras que allí solo eras un número: te convertías en un estudiante anónimo, y procuré ver el lado positivo del asunto. La facultad me parecía un mundo diverso y por explorar, y yo me mostraba dispuesto a descubrir las infinitas posibilidades que me ofrecía. Salí muchísimo. Hice amigos nuevos y conservé parte de los antiguos, a quienes conocía desde niño. También estudié con ganas: logré unas notas muy buenas, que mi padre aceptó con una sonrisa que yo interpreté como de satisfacción. Luego, a partir de segundo, me di cuenta de que también podía llegar a ser monótono y que no todas las asignaturas eran tan interesantes como me habría gustado, aunque mis calificaciones continuaron siendo excelentes.
Crecí, aunque conservé la rebeldía del adolescente y ese punto de terquedad que tanto espantaba a mi familia. Sobre todo, aprendí a apreciar el arte y a valorar el patrimonio cultural que me rodeaba. Me convertí en un asiduo visitante de los museos de Madrid, principalmente del Museo del Prado, al que me gustaba acudir acompañado, y si era de alguna compañera de clase, mejor.
En casa había disparidad de opiniones: mi madre se alegraba sinceramente de verme entusiasmado, mientras que mi padre callaba o, como mucho, se limitaba a preguntarme qué tal me iba y a escucharme sin hacer demasiados comentarios. Pero yo sabía que no se resignaba.
Los años pasaron mucho más rápido de lo que yo hubiera deseado y, de pronto, me vi en cuarto curso, lleno de conocimientos pero con las manos tan vacías como al principio. En efecto, había conocido a gente divertida, había aprendido materias interesantes y otras que no me lo parecían tanto, y hasta me había enamorado un par de veces, pero en ninguno de los casos la historia de amor duró demasiado. Tras cada desengaño, regresaba a la tarde en el Metropolitan y a los ojos de Carlota. Imaginaba que, el día menos pensado, me cruzaría con ella en el metro o la localizaría casualmente en alguna de las salas del Prado; pero nada de eso ocurrió. A mí no me pasaba lo que veía en las películas o a otra gente. Me resigné: jamás volveríamos a encontrarnos.
Solo faltaba completar el último año, con el trabajo de fin de grado, para dar por concluidos mis estudios de Historia del Arte. Mi padre nunca llegó a darse por vencido: pensaba que regresaría al redil en algún momento. Lo pensó cuando comencé la carrera, al final de cada curso y, sobre todo, al acabarla.
–Cuando compruebes que no encuentras ningún trabajo, no te quedará más remedio que estudiar Derecho.
Yo fingía indiferencia, pero en el fondo temía que sus presagios se cumplieran, y por eso no deseaba llegar a cuarto: cuanto más tiempo pasara en las aulas, más tardaría en enfrentarme a la realidad. Y la realidad me decía que las posibilidades de trabajar en un museo eran nulas. Las perspectivas laborales, en plena crisis, eran escasas. Ni siquiera me resultaría fácil encontrar una plaza de profesor en un colegio.
Durante ese último curso debería buscar otras posibilidades, cualquier cosa antes que darle la razón a mi padre. Quizá la elaboración del trabajo de fin de grado me descubriese nuevas vías: la investigación podía ser una opción interesante.
El director de mi TFG sería el profesor Rafael Villa, experto en pintura española del Siglo de Oro. Me citó en su despacho para concretar el tema y los plazos del trabajo. Después habríamos de reunirnos en más ocasiones para que dirigiese mis pasos. Realizar un trabajo de investigación de tal envergadura suponía casi un misterio para mí.
El profesor me recibió con una sonrisa amable. Sus ojos vivos y su forma cercana de hablar también mostraban cordialidad. Rondaría los cuarenta, pero conservaba un aire juvenil fruto de años tratando con gente como yo y de la indumentaria desenfadada que solía lucir: una tarde lo vi, fuera de la facultad, vistiendo una camiseta de Metallica. Llevaba el cabello claro algo largo y un asomo de calva comenzaba a aparecer en su coronilla. Sus manos mostraban una sombra de vello rubio y unas uñas pulcramente recortadas. Era un hombre de trato afable que transmitía entusiasmo por la asignatura que impartía, algo que un alumno siempre agradece. Era de los pocos que se aprendían nuestros nombres.
–Me alegra que hayas decidido realizar el trabajo sobre pintura española –me dijo–. ¿Hay algún aspecto que te interese especialmente? Si no es así, yo podría sugerirte...
Mientras el profesor pronunciaba estas palabras, la tarde de verano en el Metropolitan apareció de nuevo, nítida en el recuerdo, señalándome el camino que debía elegir. Iba a transformar mis pensamientos en deseo cuando el profesor se me adelantó:
–Sería interesante que trabajaras sobre la obra del Greco. Con el asunto del cuarto centenario de su fallecimiento, el pintor va a adquirir una gran relevancia.
El corazón me dio un vuelco. Si Rafael me había leído el pensamiento era porque se trataba de la elección correcta. Las casualidades no existen, ni siquiera los encuentros fortuitos, bien lo sabía; por tanto, no se trataba de una vulgar coincidencia. Era el destino quien me llamaba, o así lo quise entender.
–La apertura del quinto sello –solté, decidido–. Quiero hacer el trabajo sobre ese cuadro.
El profesor se removió en el asiento y me miró con el ceño fruncido, como si no me entendiese.
–¿Por qué ese precisamente? Es de los pocos del Greco que no están en España. Te resultaría más fácil trabajar sobre otros que puedes encontrar en el Prado o en Toledo...
–Pero ninguno es tan misterioso como ese –corté–. Tuve ocasión de verlo hace años en Nueva York y me impactó –evité contar que el impacto no se había debido únicamente al cuadro–. Se ve que le falta la parte de arriba.
Me callé. Esperaba que él añadiese el resto. Seguramente sabría bastante más que yo al respecto, pero no parecía dispuesto a contármelo ese día.
–Sería preferible que eligieses otro tema –quiso zanjar–. Te sugiero que lo medites unas semanas y me respondas de manera definitiva cuando te decidas. Ya sabes cuál es mi horario de tutoría. Te espero pronto.
A pesar de que Villa no aceptaba mi elección, la decisión ya estaba tomada: investigaría sobre el cuadro del Greco, quisiera o no el profesor. Quizá, en aquel momento, fuera la única manera de encontrarle sentido a los estudios que había hecho en contra de mis padres o de recoger el hilo perdido que me unía aún a aquella Carlota que formaba parte de mis sueños desde hacía seis años. Mi padre, en cambio, lo habría calificado como una «cabezonada» más de las mías: basta que se me niegue algo para que yo me empeñe en ello. Debe de ser una patología.
En cualquier caso, el Greco era el pintor que me interesaba: las manos de sus personajes también podían resultar un tema de estudio, y ese toque inquietante y casi siniestro de algunos cuadros me atraía poderosamente.
Salí de la facultad elucubrando sobre las posibles vías de investigación. Deseaba saber qué secretos escondía aquel lienzo, y nadie me detendría. La inexperiencia nos hace osados y yo, en aquel momento, no era más que un completo ignorante.
Las campanas de las iglesias de Toledo tocaban a muerto. Una gran conmoción recorría la ciudad: el pintor, el Griego, el artista más popular que habitó sus calles, acababa de fallecer.
La luz primaveral se filtraba por las ventanas del aposento en el que los familiares velaban el cuerpo. Jorge Manuel, el hijo, sentía que el frío helaba sus huesos. No, no era el frío; era más bien la soledad, el vacío implacable de la orfandad. Nada había sido imprevisto: una semana antes, su padre, cercado ya por la muerte, había redactado el testamento en el que le nombraba heredero y lo había firmado con una letra temblorosa, casi ilegible, bien distinta a la que daba fe de la autoría de sus cuadros.
Una pesada carga, esa herencia.
Los últimos días no se había separado del lecho en el que el pintor permanecía postrado, ya sin fuerzas, abandonando la vida segundo a segundo. Jorge Manuel no podía imaginar sensación más angustiosa que la de comprobar, inerme e impotente, la decadencia del padre. El tiempo, durante esa semana, se había convertido en una pesadilla espesa de la que no podía despertar.
Mientras escuchaba el tañido de las campanas, pensaba que el sonido, apagado y lúgubre, marcaba el comienzo de una vida diferente. Él también había muerto, de alguna manera, con la desaparición del padre. Ya nada sería igual: ya no tendría quien guiase sus pasos ni quien le aconsejase ni quien le enseñase cómo deslizar el pincel por la tela. Ya no tendría quien le enviase a negociar encargos ni a resolver pleitos. Quizá no volvería a pintar jamás, y aquello le causaba un alivio infinito en medio del dolor de la pérdida.
Siempre había intentado no defraudarle, pero vivir a la sombra de un genio te convierte en un mero espectador y te borra hasta hacerte casi invisible. Había sido un buen hijo y había gozado del amor de su padre, quien lo consideraba «persona de confianza y de buena conciencia», según constaba en el testamento. ¿Quién sería él después de morir el Greco? Nada menos que el depositario de sus bienes. Una cáscara vacía que había renunciado a sus sueños para convertirse en el buen hijo del genio. ¿Qué otra cosa podía haber hecho? Imposible rebelarse contra alguien como Doménico Theotocópuli.
Presentía que, ni después de muerto, la alargada sombra del padre dejaría de eclipsar su talento. Porque él tenía talento, aunque no fuese para la pintura. Inútil empeño el de su padre, quien le mostró la senda de los pinceles, le enseñó a trazar dibujos, a preparar colores, a perfilar pliegues. Incluso lo retrató con la paleta y el pincel en la mano. Más de una vez, el Griego había tenido que rectificar los trazos torpes de su hijo sobre el lienzo. Jorge Manuel prefería no recordar cómo su padre había retocado el rostro del ángel de aquella Anunciación que imitaba a duras penas el estilo del genio.
Él nunca quiso ser pintor. Lo que realmente deseaba era dedicarse de lleno a la arquitectura. Sus cuadros parecían ridículas caricaturas de los de su progenitor: lo sabía bien y ya no le dolía. Más humillante era la sonrisa irónica de Tristán cuando observaba los escasos progresos del hijo de su maestro. Cuando el Greco alababa orgulloso el trabajo de Tristán, Jorge Manuel sentía un puñal de celos clavarse en su amor propio.
Ahí estaba también Luis Tristán, el discípulo predilecto, conteniendo las lágrimas frente al sencillo ataúd de pino en el que yacía su amado maestro. El dolor del alumno era sincero. Lo había aprendido todo del artista griego, incluso a valorar su propio talento. La memoria le traía recuerdos imborrables de instantes compartidos que habían forjado su personalidad. Hacía tan solo unos meses había pintado una última cena para los monjes del convento de Sisla. Los religiosos querían una obra del Griego, quien, ya débil y enfermo, les dijo que tenía un muchacho de toda su satisfacción que desempeñaría muy bien el trabajo. Aceptaron y el cuadro quedó magnífico. El problema llegó a la hora de pagar: Tristán pidió doscientos ducados, los monjes se escandalizaron y acudieron al maestro para que mediase. Cuando el pintor vio el resultado, comenzó a dar bastonazos al discípulo.
–¡Eres la deshonra de los pintores! –le gritó–. ¡Cómo has pedido doscientos ducados por esta pintura! ¡Bien se conoce tu poco talento! Llévate el cuadro a Toledo y no lo dejes aquí por menos de quinientos ducados.
Los monjes, que escucharon los gritos, pensaron que le reñía por lo mucho que había pedido, y se quedaron yertos cuando oyeron el final de la cuestión. Tuvieron que pagar lo que quiso Tristán, quien, emocionado y divertido, contó enseguida el episodio a Jorge Manuel.
–Dudo que jamás me ocurra algo semejante con mi padre –fue el único comentario del hijo de su maestro.
Luis se arrepintió al instante de habérselo contado y creyó reconocer cierto rencor en el tono de voz de quien consideraba su amigo. No se equivocaba. Y tampoco erraba al pensar que la muerte del genio no suponía la desaparición de su autoridad: jamás podría desentenderse de su influencia. La estela del maestro iba mucho más allá de su último aliento. Por mucho y muy bien que pintase, nunca dejaría de ser un discípulo, un aprendiz del Greco.
El cortejo fúnebre parecía un cuadro del propio pintor. Jorge Manuel creía estar presenciando la escenificación de El entierro del conde de Orgaz, como si los personajes se hubieran escapado del lienzo para invadir las calles de Toledo y acompañar a su padre hasta la última morada. El mismo Jorge Manuel, con ocho años, había posado para la composición vestido de pajecillo con una antorcha en la mano. ¡Qué orgulloso se sintió al verse retratado en aquel impresionante cuadro! Los siglos postreros lo verían mirando al espectador, siempre niño e inmortal, irradiando la ternura que un hijo inspira a un padre.
Allí estaban los frailes dominicos, los jerónimos, los franciscanos y hasta los trinitarios; los cofrades de la Caridad; el cura y el sacristán de Santo Tomé, con las mismas ropas y cruces que en el cuadro famoso. Y una multitud de caballeros de rostro entristecido ataviados con negros ropajes y almidonadas golas blancas. Hasta quizá, en el cielo, un coro de ángeles aguardase la llegada del alma de aquel hombre bueno, entregado a su arte y temeroso de Dios que había pintado cientos de santos, vírgenes y cristos para mayor gloria de la Santa Madre Iglesia.
Jorge Manuel elevó la vista hacia el cielo azul y luminoso que acompañaba al cortejo. Más arriba, el edén. Si algo admiraba de las obras de su padre era la manera de representar el paraíso, la gloria poblada de ángeles y habitada por un Dios Padre acogedor y benevolente. Sí, en la parte superior de ciertos lienzos del Greco se podía ver el Cielo con mayúsculas.
–Mira hacia arriba, siempre –le decía su padre–. Nunca arrastres la mirada por el suelo. Arriba, siempre.
Intentó seguir el consejo. Por eso lo que más le complacía de su trabajo como arquitecto era diseñar cúpulas: la parte más alta de las iglesias. La bóveda bajo la que yacería el cuerpo de su padre en la iglesia de Santo Domingo era de su creación. Decoraba el muro uno de los cuadros más bellos pintados por la mano del Greco: Adoración de los pastores. Un lienzo con tierra y cielo, una obra para seguir mirando hacia arriba, plagada de brillos y destellos, dotada de una luz imposible e irreal que se elevaba en busca de la gloria. El propio autor se retrataba en la figura de un pastor anciano que adoraba al Niño postrado de rodillas.
Los recuerdos le asaltaban y casi no podía seguir los rezos del responso. A su lado, Alfonsa, su mujer, lloraba en silencio. La dulzura de la esposa era un bálsamo en medio de la soledad: ella había cuidado amorosamente del pintor en sus últimos meses, ella llevaba años organizando el hogar familiar, ella no se quejaba nunca, ella lo amaba aunque él no estuviese a la altura de su padre, aunque solo fuera un vulgar imitador de los cuadros del artista. Ella no amaba al hijo del Greco, ni siquiera al arquitecto reconocido que aspiraba a ser. Ella amaba a Jorge Manuel; así, sin apellido.
El padre era un hombre admirable, ¿cómo no amarle? El Greco habría dado la vida por su hijo. Por eso procuró enseñarle su oficio, implicarlo en todos sus proyectos, dejarle toda su herencia y tenerlo cerca siempre, hasta en su obra maestra. Pero él, su único y amado descendiente, no había respondido a las expectativas. Aunque jamás se lo hubiese dicho, tal vez el padre se sintiese defraudado. Si al menos hubiese pintado tan bien como Luis Tristán, se habría sentido orgulloso y digno hijo del artista.
Recordaba uno de los primeros cuadros que trazó con mano inexperta. Su padre quiso que copiara El Expolio, que acababa de terminar para la catedral de Toledo. Le dio un lienzo más pequeño y una clase magistral sobre el uso de los colores, la perspectiva, la manera de realizar el boceto, e incluso le trazó las líneas básicas del dibujo. Un discípulo más talentoso habría convertido esas enseñanzas en una obra hermosa. Él, después de un enorme esfuerzo, consiguió realizar una copia apagada del original. Lo firmó con un punto de orgullo y enseguida se arrepintió de ello. El padre no pronunció una palabra al ver el resultado. Jamás descalificó su trabajo, pero tampoco lo alabó con la pasión con la que defendía la obra de Luis Tristán. El joven aprendiz lo superaba con creces, y cuando vio la copia de El Expolio sonrió maliciosamente.
–¿Qué te ha dicho tu padre? –le preguntó.
–Nada. Supongo que aún tengo que mejorar –solo se le ocurrió contestar.
Luego volvió a mirar el cuadro: no admitía comparación. La inmensa mancha roja de la túnica que irradiaba luz en el lienzo del Greco parecía un trapo sin brillo en el suyo. Observar con detenimiento la obra paterna le devolvía su propio fracaso. Las figuras que se amontonaban en torno a Cristo en el cuadro del padre reflejaban un sinfín de pasiones y odios, frente al rostro dolorido y solitario de Jesús que posaba su mano en el pecho, una de esas manos bizantinas con los dedos mayor y anular juntos, delicadas y femeninas, que solo el padre sabía dibujar.
Por mucho que intentase imitar las formas alargadas y espectrales, nadie podría confundir los cuadros pintados por él, con torpes pinceladas, con los trazados por la mano magistral del Greco. Se prometió no volver a firmar un lienzo si no se hallaba a la altura del apellido Theotocópuli, algo que tal vez jamás llegara a ocurrir.