A Rodolfo,
que inspiró esta historia.
Rodolfo tenía los ojos negros y sonreía como un gato triste. Andaba con las manos en los bolsillos, la cabeza baja, los pasos remolones.
Algunos días despegaba un poco los labios y silbaba una canción, muy bajito. Parecía que el sonido se quedaba pegado a su boca, para que nadie lo oyera.
Cada mañana, camino de la escuela, se detenía a observar las palomas de la plaza, a los mendigos de la calle, a los vendedores del mercado, a los que hacían cola en la oficina de parados... No es que le gustase perder el tiempo: es que no quería llegar a la escuela antes de que sonara la sirena.
En la esquina de la plaza se paraba, medio escondido, a mirar las nubes y sus formas caprichosas. Ovejas de algodón. Gaviotas de papel. Aviones de azúcar. Entraba en un mundo fantástico hasta que el inesperado y escandaloso timbre de llamada a clase lo sacaba de sus pensamientos.
Asombrado, abría los ojos y reemprendía la marcha hacia el colegio. Mientras caminaba, oía las discusiones acaloradas de sus compañeros, las bromas, las risas...
La escuela le gustaba. Manolo se sentaba con Laura, Fernando jugaba con Javier, Ignacio mandaba cartas secretas a Laura... Todos se reunían en el recreo. Reían, saltaban, chutaban... Él multiplicaba, restaba, sumaba, ponía nom-
bres en los mapas mudos,hacía oraciones simples y compuestas, recitaba los nombres de antiguos reyes... A veces, se ponía triste.
Por la tarde, cuando regresaba del colegio, caminaba aún más despacio que cuando iba: la cabeza inclinada hacia adelante, sin mirar a nadie, con las manos en los bolsillos. Se entretenía contando las piedrecitas del camino o mirando sus zapatos tímidos.
Muchos días pensaba que le encantaría ser invisible. Sería maravilloso entrar a los cines sin pagar, no hacer cola en las tiendas, escribir frases prohibidas en la pizarra... Si fuese invisible, reiría a carcajadas. No le gustaba que lo mirasen, por eso no soltaba nunca una risotada grande, gorda, sonora.