A mi madre.
¡HACE UN CALOR ESPANTOSO! Llevo dos horas aquí escondida y por el cuello me resbalan gotas de sudor. Para un día que hace calor de verdad, yo tengo que estar aquí subida como una tonta, en vez de estar en la piscina. Creo que va a empezar a hervirme la cabeza de un momento a otro. Si al menos hubiéramos terminado esta dichosa casa del árbol, ahora tendría un techo para protegerme del sol. Pero, claro, no ha habido forma de ponernos de acuerdo. Cuando uno quería clavar un tablón para el suelo, otro le quitaba el martillo para clavar la ventana. Y las discusiones eternas: que si yo pondría tres tablas para el suelo, que si con menos de cinco no hacemos nada... Total, que, como dice mi madre, «unos por otros y la casa sin barrer». En este caso, la casa sin hacer. El árbol es grande, un roble de esos que llevan mil años plantados, pero tiene pocas hojas y no da mucha sombra. Por eso está a punto de hervirme la cabeza. Tendría que haberme escondido en el hórreo, estaría bastante más fresca, pero no he tenido valor. La abuela no quiere ni vernos por allí, casi no nos deja ni acercarnos por miedo a que lo estropeemos. Es que le tiene mucho cariño, y siempre está diciendo que hay que conservarlo para el futuro. ¡Si yo no lo iba a estropear, solo a meterme dentro! Pero, encima de la que he liado, nada más faltaba que la abuela se enfadara conmigo por subir al hórreo. Seguramente debería bajar de una vez de este árbol, pero no me atrevo. Me van a echar la bronca más grande de mi vida, y no me veo con ánimos para soportarlo. Estoy dispuesta a quedarme aquí toda la vida, si hace falta. O, por lo menos, hasta que me encuentren. Yo no me atrevo a bajar.
La verdad es que me he pasado y deben de estar todos enfadadísimos conmigo. Hace un rato he oído que me llamaban a gritos desde la terraza, pero no he querido contestar. ¡Cualquiera se atreve! La voz de mi madre sonaba realmente furiosa. Lo peor es que he roto la cristalera del salón, aunque ha sido sin querer.
¡Como me hagan pagarla de mi dinero, voy a estar sin comer chucherías hasta los cien años! Yo solo quería darle a Paco en la cabeza con el cazo de la sopa, pero se me ha ido de las manos y se ha estrellado contra la cristalera que da a la terraza. En un segundo han llovido cristales por todo el comedor, y la gran mayoría han caído dentro de nuestros platos de sopa. ¡Menudo jaleo! Todos gritaban a la vez; Paco lloraba porque, a pesar de mi mala puntería, el cazo le ha dado de refilón en la oreja, y la estúpida de Blanca chillaba como si el cazo le hubiera dado a ella. Claro, al final yo también me he puesto a chillar. Y yo, cuando chillo, chillo más que nadie. Y digo lo primero que me viene a la cabeza, que suele ser algo bastante desagradable. Esta vez he gritado:
–¡Estoy harta de todos! ¡Ya no os soporto más! ¡Tengo hermanos hasta en la sopa!
Se han callado todos de golpe. Cuando un montón de personas se queda en silencio y con la vista clavada en ti, no sabes dónde meterte. Sobre todo si acabas de decir a voz en grito una barbaridad. Y ya es malo si son tres o cuatro personas, pero si son diecinueve, como en mi caso, es para que te dé un patatús. Sí, es que en esta casa hay nada menos que diecinueve personas pasando el verano. Bueno, veinte contándome a mí. ¡Está completamente abarrotada! Vivir con tanta gente sería insoportable aunque la casa fuera enorme, con muchísimas habitaciones y un montón de cuartos de baño. Pero, encima, esta parece la casa de los siete enanitos. Solo tenemos cuatro habitaciones, y dormimos todos como sardinas en lata. Hay unas literas incomodísimas para los más afortunados, y colchones en el suelo para los que han tenido menos suerte. ¡Y solo hay un cuarto de baño! ¿Podéis creerlo? Las colas son interminables durante todo el día, yo estoy pensando seriamente empezar a hacer pis debajo de una higuera y no volver a lavarme los dientes en todo el verano. Con tanta gente, seguro que nadie se da cuenta. A veces no consigo entrar al baño hasta las once de la mañana, y en esos momentos pienso que mi vida sería más fácil si yo fuera como Paula y Guille, que aún llevan pañales. Son los únicos a quienes no les importa que solo haya un cuarto de baño. Así, con un poco de suerte, se saltan la ducha varios días seguidos. Ah, y menos mal que tenemos un terreno enorme, con jardín y prados, y hasta con una piscina pequeñita que está siempre helada. Si no, ya nos habríamos vuelto todos locos. Cuando ya no soportas el barullo de dentro de casa, siempre puedes salir al prado o perderte entre los árboles. Yo lo hago a menudo, porque muchas veces hablan todos a la vez y me parece que me va a estallar la cabeza.
¡Somos una familia rara! Eso, suponiendo que seamos una familia, que yo no acabo de tenerlo tan claro. Somos más bien un puzle de familias distintas, todos apiñados bajo el mismo techo. La casa es de mis abuelos maternos, que no sé cómo tienen la paciencia de soportarnos a todos. A la abuela Ana le encantan los niños, por eso no protesta, y el abuelo Pedro parece contento de tenernos a todos armando bulla por aquí. Claro, que, si no, su verano sería de lo más aburrido. Está enfermo de un montón de cosas y apenas se mueve del sillón. Así que se distrae viéndonos correr por el jardín o bañarnos en la piscina. A mí me da pena que esté tan quieto, y paso algunos ratos haciéndole compañía. Sobre todo a la hora de la siesta, cuando no te dejan jugar a nada para que no armes ruido, pero tampoco tienes sueño. ¡Esa manía de los mayores con la siesta puede arruinarte un buen verano! A veces, el abuelo me dice:
–Quédate conmigo, Tita, que voy a contarte cosas de cuando yo era pequeño.
Es el único que tiene permiso para llamarme Tita, porque a los demás los corrijo siempre, y de muy malos modos:
–¡Carlota! ¡Me llamo Carlota!
A los once años, eso de Tita queda ya un poco ridículo. ¿A que sí? El caso es que el abuelo me cuenta historias de cuando era pequeño, y a mí me gusta escucharlas. Me gusta, sobre todo, cuando me cuenta las trastadas que hacían él y sus hermanos cuando eran críos, por estos mismos prados, aunque siempre me dice que esas cosas no se me ocurra hacerlas a mí. Algunas historias me las ha contado tantas veces que ya me las sé de memoria, y lo corrijo si se equivoca en alguna cosa.
–¡Que no, abuelo! Que la que os encontró aquella vez que os escapasteis fue la tía Rosa.
–¡Ah, pues tienes razón! De vez en cuando se me confunden las cosas.
¡Y tanto que se le confunden! Debe de ser porque ya es muy mayor. Ni siquiera se da cuenta de que ya me ha contado la misma historia mil veces, pero a mí no me importa. A veces me da tantas versiones distintas de la misma anécdota que me quedo sin saber qué pasó de verdad. ¡Cada vez que la cuenta, cambia el final! Pero está bien, porque entonces elijo el final que más me gusta, y ese es el que queda para siempre. Creo que la mitad de cosas no ocurrieron nunca, nos las hemos inventado a medias entre mi abuelo y yo. De cuando en cuando, la abuela Ana pasa por nuestro lado y se queda un momento escuchando. Luego gruñe mientras vuelve a la cocina:
–¡Hay que ver qué cosas le dice a esta niña! ¡Fantasías le faltan!
Siempre me cuenta a mí las historias, porque los otros no tienen tanta paciencia y lo interrumpen apenas ha empezado a contarles algo. Sobre todo Paco, que no aguanta nada y le dice de malos modos:
–¡Otra vez la misma historia!
Es que este Paco se merece una bofetada cada vez que abre la boca. Es antipático de nacimiento, como su padre, y nos trata a todos como si fuéramos tontos perdidos. Y aún se extrañará de que le haya tirado el cazo de la sopa... Lo único que siento es no haberle acertado en toda la cabeza. Aunque, claro, también es verdad que mi abuelo no es el abuelo de Paco, y a lo mejor por eso tiene menos paciencia con él.
En la casa están también mis abuelos paternos, Elena y Alberto, que son más jóvenes y todavía salen por ahí de cena con sus amigos. Muchas tardes se van de paseo, según mi abuela para hacer ejercicio, pero yo creo que es para huir de esta casa de locos. Hacen bien, ellos que pueden. Alguna vez me he apuntado, también por huir, pero me he aburrido tanto que ha sido casi peor. El abuelo Alberto habla muy poco y nunca me cuenta historias, y la abuela Elena lo que más hace es reñirme a cada paso que doy. Se pasa la vida diciendo:
–¡Tita, péinate! ¿Seguro que te has lavado las manos? ¡Levanta la cabeza! ¡Camina recta!
–¡Carlota! ¡Me llamo Carlota!
–Pues bueno, Carlota, camina recta y levanta la cabeza.
¡Es una lata! A pesar de todo, supongo que tengo suerte de tener a mis cuatro abuelos, aunque a veces se pongan un poco pesados. Algunos de mi clase no tienen ninguno, es una pena. Cuando mi abuelo Pedro tiene uno de sus días malos, malos de verdad, me pongo muy triste y pienso que se va a morir. Pero me dan tantas ganas de llorar que me lo quito de la cabeza enseguida.
Además de los abuelos, también están en casa mis padres, que se llaman Mónica y Luis. ¡Esa sí que es una historia rara! Ya no están casados, quiero decir casados entre sí, y cada uno vive ahora con otra persona. Mi madre está ahora casada con Juan, seguramente el tipo más antipático de la historia de la humanidad. Bueno, puede que comparta el récord con su hijo Paco. Y mi padre no está casado, pero vive con una novia que se llama Mónica, como mi madre. Parece que lo haya hecho adrede para complicar las cosas, como si no estuvieran ya bastante complicadas. Si mi padre grita: «¡Mónica!», aparecen las dos. Así que, para evitarlo, mi padre llama a su novia «Monicariño». Sí, así, todo seguido. Y a mi madre, solamente «Mónica». Es un jaleo, porque hasta hace cuatro días siempre llamaba «cariño» a mi madre. El caso es que Monicariño quiere dárselas de simpática, pero es más tonta que una mata de habas. Tiene una sonrisa estúpida y siempre nos habla a los niños diciendo cosas como «cielo», «corazón» y otros horrores por el estilo. Especialmente a sus hijas, un par de bobas de mucho cuidado. Y a mí, por supuesto, siempre me llama Tita. ¡Es espantosa! Todos dicen que es muy guapa, pero solo lo dicen porque es rubia y tiene los ojos azules. Me da una rabia... Parece que todas las rubias tienen que ser guapas por narices. Y, hablando de narices, Monicariño tiene una narizota tan grande que casi no se le ve otra cosa en la cara. A mí me gusta más mi madre, morena y de ojos oscuros, como yo. ¡Y con una nariz de tamaño normal!
Todavía hay en casa otros dos mayores, pero esos no molestan para nada. Son mi tía Marta y mi tío Andrés, los hermanos de mi madre. No están casados con nadie, afortunadamente, porque en esta casa ya no cabe ni un alfiler. Duermen en el garaje, dicen que para no estorbar, pero yo creo que es para que no les estorbemos nosotros. Y no están mucho en casa porque, entre trabajar y salir con sus amigos, no les queda tiempo para nada más. Pero cuando están son estupendos, y siempre encuentran un rato para bañarse con nosotros o llevarnos al pueblo a tomar un helado. ¡Cualquier cosa que me saque un rato de esta casa es bienvenida! Yo creo que son los más normales de todos. ¡Aunque veremos qué pasa cuando empiecen a tener parejas por ahí!
Si habéis llevado la cuenta desde el principio, cosa que no es nada fácil, os habréis fijado en que son diez adultos los que viven en esta casa. Así que, hasta veinte, quedamos diez niños. Es un empate clarísimo, pero los mayores siempre acaban por salirse con la suya. ¡Tienen un morro! El mayor de nosotros es Paco, al que le quería dar con el cazo de la sopa. ¡Que conste que se lo merecía! Si no tiene nada agradable que decir, es mejor que no abra la boca. ¿O no? Después viene Sonia, mi hermana de verdad, y yo soy la siguiente. Y detrás están Clara, Susana, Blanca, Pitu (que también es mi hermano de verdad), Óscar, Guille y Paula. ¡Una barbaridad! Los más pequeños son Paula y Guille, mis medio hermanos, que aún llevan pañales y van a volvernos a todos más locos de lo que estamos. Ya os he dicho que no somos todos hermanos. Algunos somos medio hermanos y otros no somos hermanos para nada. Los hermanos postizos, como yo los llamo. Mi madre se enfada cada vez que lo digo, pero es verdad. Las hijas de la novia de mi padre no son mis hermanas; en todo caso, serán mis hermanas postizas. ¡Y ya es bastante, con lo bobas que son! Lo que os decía antes: que somos una familia muy rara. ¡La verdad es que haría falta un mapa para entenderse en este barullo!