A mi padre
LUCIANO LOZANO
NO ERA LA PRIMERA VEZ que viajaba solo en un tren, ni la segunda: era la tercera. Las dos anteriores las había hecho a casa de mi tía Helena. Pero este tercer viaje acababa unas cuantas paradas antes. Además, mi tía había cambiado de ciudad de residencia. Una «irrechazable» oferta de trabajo la había obligado a emigrar a Bélgica, más concretamente a Lovaina, una ciudad flamenca.
Cuando mi padre me lo dijo, no entendí muy bien eso de «flamenca». Enseguida me vino a la cabeza un tablao, un cantaor con patillas tipo hacha y una bailaora con un traje de faralaes. Pero no. Papá me aclaró que Bélgica es un país de flamencos y valones.
«Dos regiones cada una con su propio idioma que bla, bla, bla... Apenas doce millones de habitantes», añadió.
«¡Doce millones! Si aquí en España somos cuarenta y ocho millones y no ha encontrado novio, pues con solo doce tú me dirás», dije. Y papá se echó a reír.
El tren iba medio vacío, o medio lleno. Papá hubiese dicho medio vacío, y mamá, medio lleno. A mi lado se había sentado una señora mayor, de pelo gris recogido en un moño. Llevaba un libro en la mano y a sus pies una bolsa negra, de piel. La señora se llamaba Anna. Con dos enes. Se llamaba así por Anna Karenina.
–¿Una actriz? –le pregunté.
–En cierta medida sí –me contestó. Y me quedé como estaba: sentado, con los pies colgando.
Giré la cabeza y por la ventanilla vi extenderse una masa verde de olmos, chopos y sauces, que pasó ante mi vista como una escena de película francesa, de las que tanto le gustan a mamá. Mi padre prefiere el cine español, aunque siempre termina dormido en el sofá.
Papá y mamá celebraban sus quince años de matrimonio, y qué mejor manera que irse a la Riviera Maya. Pero ellos solos, como dos tortolitos. Yo no tenía sitio en aquel viaje de placer.
Así que solo tenía dos opciones: o me quedaba en casa sin nadie que me cuidase, o me iba al pueblo con mis abuelos.
Había una tercera opción, pero se esfumó. Papá le echó la culpa a mamá; mamá a papá... Al final, los papeles de mi matrícula para el campamento escolar llegaron fuera de plazo. Y como mi tía Helena estaba tan lejos, entre flamencos y valones, pues para el pueblo. Con los abuelos.
Papá se mostró algo reacio, no se terminaba de fiar. Casi prefería que me quedase en casa bajo la supervisión de mis amables vecinos. Mamá lo terminó de convencer. Y eso que los abuelos eran los padres de mi padre. Pero papá no se llevaba muy bien con el suyo. Aseguraba que era algo huraño, de carácter terco. Y aunque casi todas las semanas hablaba con mi abuela por teléfono, hacía cosa de mil o dos mil años que no íbamos de visita al pueblo. Casi el mismo tiempo que llevaba sin verlos.
Mamá insistió en que pasar aquellos días en el pueblo con los abuelos era la solución más sensata.
–Escucha –me dijo mi padre la noche de antes de montarme en el tren–. Tu abuelo, tu abuelo... cómo te lo diría, tiene sus propias ideas sobre la vida. Es terco como una mula. Solo le interesan sus cosas. Cuando yo tenía tu edad, apenas si tenía tiempo para mí, siempre metido en su negocio...
–¿Tiene un negocio el abuelo?
–No, bueno, sí. No sé. Qué más da. Tu abuelo está lleno de manías. Seguro que te dice que si yo era un blando, un inseguro. Yo entonces...
Papá ya no quiso contarme nada más. Dejó de hablar. Se hizo un silencio repentino, tenso, y continuamos haciendo la maleta: camisetas, pantalones, calzoncillos, calcetines... Mi padre me ayudó a cerrarla. ¡Raaaaas! La cremallera se quedó atascada en la pernera de un pantalón que asomaba por fuera de la maleta. Como una larga lengua que se burlase de algo, o de alguien.
«¿TIENES MIEDO?», me había preguntado mi madre de camino a la estación. «Miedo, ¿de qué?», le contesté. «Así me gusta, cariño. Diviértete y pórtate bien, ¿vale?».
Pocos minutos después, estaba bajando las escaleras mecánicas que me llevaban al andén.
–Anna Karenina era una mujer de la alta sociedad, romántica, enérgica... ¿Te gustan los calamares? –me dijo mi vecina de asiento girando la cabeza, sacándome de mis pensamientos.
–¿Cómo? –acerté a decir.
–A la romana. Rebozados en harina, o en masa Orly.
–También podrían ser en su tinta, o en salsa americana...
–Llevas razón, pequeño. Pero estos son a la romana. He comprado un bocadillo en el bar de la estación. Los hacen buenísimos. Un poco caros, eso sí, pero merece la pena.
–No, gracias.
–Para mí que los rebozan en harina de garbanzos, ese debe de ser el truco –me dijo con ojos brillantes, como si me hubiese descubierto un gran secreto.
–Ya.
–Fueron los jesuitas romanos los que, en tiempos de vigilia, por aquello de darle un poco de gracia a lo de comer, decidieron rebozarlos. De ahí el nombre: a la romana. Estoy escribiendo un libro de cocina. Todo un reto para mí. ¿Quieres la mitad?
Negué con la cabeza.
–¿Te imaginas que lo hubiesen inventado los griegos? Calamares a la griega: suena muy raro. Por cierto, era rusa.
–¿Quién?
–Anna Karenina, quién va a ser. Rusa de Rusia. Como la ensaladilla. ¡Huuum! ¿Sabías que fue el chef Lucien Olivier Guillerminav, en Moscú, en 1860, el que inventó la ensaladilla? Eso estará en el capítulo dos de mi libro.
No tenía ni idea, claro está.
–Adoro la ensaladilla rusa. Y los apellidos rusos –continuó–. Es un placer pronunciarlos: Tchaikovsky, Dostoievski, Rachmaninov, o Tolstói. Da gusto oírlos, ¿verdad? Resulta peor tener que escribirlos. Di un apellido ruso.
–Fernadev.
–¿Fernadev? No suena mal –contestó ella, con la boca llena–. Se han quedado algo fríos. Una lástima. ¿No los quieres probar?
Volví a negar con la cabeza.
Terminó de masticar el último bocado y cogió el libro que llevaba en el regazo. Gordo. Por lo menos de mil páginas. Lo abrió y sacó una fotografía en blanco y negro. En ella, un hombre con la cara seria, apoyado en una barandilla, miraba fijamente a la cámara. Detrás de él circulaba un camión, o tal vez estaba parado, eso nunca se sabe en las fotos. Con el dedo índice, acarició la cabeza del hombre, suspiró y se llevó la fotografía al pecho.
–Ojalá este tren llegase hasta Moscú. Que fuese invierno y los tejados, las calles y las estatuas estuviesen cubiertos de nieve. Y la gente pasease con esos gorros con orejeras, ushanka se llaman.
Se quedó pensativa, con la mirada perdida.
–¿Y tú adónde vas?
–A Ushanka. Quiero decir... al pueblo, con mis abuelos.
–Qué bien. Yo también soy abuela, y también tengo nietos. Martina, Laura, Andrés, Miguel y tres Carlos. Es tradición en la familia ponerle Carlos al primogénito. Manías. Me hacen mucha compañía. Siempre están haciéndome visitas. Son tan alegres... Gracias a ellos nunca me siento sola. Pero aunque estuviese sola no lo estaría, no sé si me explico. Tengo a mis geranios. Los riego todas las tardes, les leo novelas y les cuento mis cosas. Hay que hablarles a las plantas, crecen más.
«No me extraña que les hable», pensé; «lo raro sería que no lo hiciese también con las mesas, las sillas, incluso con las motas de polvo». Y es que era difícil imaginarse callada a aquella señora.
–...
–Dan mucha alegría –dijo.
–¿Los geranios?
–No, pequeño. Los nietos.
AFUERA EL CIELO ESTABA DESPEJADO y adentro olía a calamares fritos.
Tenía sed y empezaba a sospechar que mi vecina de viaje era un tanto cargante. Saqué la botella de agua de la mochila, desenrosqué el tapón y bebí un trago largo. Sonó un pitido y me sorprendí. En ese momento me acordé de que tenía un nuevo compañero: un móvil de los baratos, únicamente para emergencias, que mis padres habían decidido comprarme para la ocasión. No por mí, por ellos. «¿Todo bien, hijo? Un millón de besos», decía el mensaje de mi madre. Solo ella dice un millón de besos, como si se pudieran dar. Me acurruqué en mi asiento y pensé cuántos besos llevaría dados mi madre. ¿Dos mil, diez mil, novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve...? Nadie cuenta los besos que da. Yo no soy muy besucón. Al contrario: los evito.
La mujer se revolvió en su asiento y se limpió unas cuantas migas del bocadillo, del rebozado romano con harina de garbanzos, o de trigo, o de maíz, o de soja...
–¡Mira el río! ¡Qué bonito! «La vida baja como un ancho río», que decía el poeta.
Me giré, pero ya era tarde. El río, los peces y el poeta habían desaparecido de mi vista.
«Todo bien, mamá. La vida baja como un ancho río, y ya sé quién es Anna Karenina. Dos mil trescientos cincuenta y dos besos». Mandé el mensaje.
Me relajé y cerré los ojos.
–¿Te has dormido? –me preguntó.
Abrí los ojos, estiré el cuello y negué con la cabeza.
–Yo soy incapaz de dormir en ningún medio de locomoción. No puedo y no puedo. Si cierro los ojos, me mareo. Raro, ¿no? –me dijo la señora.
–Raro, sí.
–He probado a dormir con un ojo abierto, como los delfines. Yo los imito, pero nada. Mira.
Mi vecina se calló y cerró un párpado. Estuvo así un par de minutos. Entonces empezó a roncar. Como un cetáceo de color mercurio.
«Solo le falta hablar en sueños», pensé.
Apreté el botón y el respaldo se inclinó hacia atrás. Me recosté y pensé: «¿A qué velocidad podría estar avanzando el tren? ¿A doscientos kilómetros por hora...? ¿Más? ¿Menos?». Alguien del vagón tosió, una, dos veces. Un señor se levantó a estirar las piernas; pasillo arriba, pasillo abajo. Me puse a pensar en mis abuelos. En la cara que ponía mi padre cuando se nombraba al abuelo. En las palabras que me dijo mientras hacíamos la maleta.
Ni de lejos conocía sus gustos, sus aficiones. Menos aún a qué se había dedicado durante toda su vida. Apenas sabía nada. Casi un desconocido.
¿Qué habría ocurrido entre ellos? ¿Sería una tontería, o algo más grave? Y lo que más curiosidad me despertaba: ¿cuál era ese negocio?
Pensé en profesiones que a su vez fuesen un negocio: electricista, fontanero, panadero, zapatero... Pero quién me decía a mí que no había tenido una pastelería, un estanco, o tal vez una empresa de deportes de alto riesgo.
Miré la hora en la pantalla del móvil. Según mis cálculos, quedaba menos de media hora para llegar. En casa habíamos consultado en internet las estaciones por las que tenía que pasar y las habíamos apuntado en un folio, que me había dejado olvidado en la mesilla.
«Esto es todo recto, ¿ves? Creo que Shackleton lo tuvo algo más complicado cuando quiso llegar al Polo Sur», me dijo mamá revolviéndome el pelo con la mano.
Mi vecina de asiento lanzó un ronquido que bien podría haber sido récord mundial de ronquidos en tren.
–Lo que te decía: ni pegar ojo –soltó de repente abriendo mucho los ojos, como si me hubiese leído el pensamiento–. ¿Te he dicho que estoy escribiendo un libro de cocina? Trucos, recetas y sabores de cocina. ¿A que es bonito el título?
–Igual es mejor Sabores, trucos y recetas de cocina –dije.
–Sabores, trucos y recetas de cocina. Sabores, trucos y recetas de cocina... ¡Humm, no suena nada mal!