Para mis hijos Quique, Jaime, Felipe y Arturo,
con la esperanza de que sepamos construir
ese mundo mejor que se merecen.
PRESENTACIÓN
Con esta frase lapidaria, interpretada de múltiples maneras a lo largo de la historia, dejaba claro Jesucristo dónde tenía puesto su corazón y cómo su misión en el mundo era cumplir la voluntad de Dios con el anuncio de la llegada del Reino de los cielos. Toda su vida estaba íntimamente vinculada a ese anuncio: su tiempo, sus amistades, su trabajo, su palabra, sus bienes y pertenencias... Todo al servicio de la misión, reflejando que lo primordial en la vida no son los logros y títulos meramente humanos, sino que la dicha más grande pasaba por el don de la fe y el encuentro personal con Dios.
Siempre me ha impresionado el evangelio de la expulsión del endemoniado de Gerasa (Mc 5,1-20), donde Jesucristo no tiene reparo en despilfarrar un gran bien económico por la salvación de un hombre. Nos cuenta san Marcos que los espíritus inmundos salieron del hombre poseído y entraron en una piara de unos dos mil cerdos. Si estimamos lo que puede costar hoy en día ese animal, entenderemos por qué los habitantes de esa comarca le rogaban al Señor que se marchase. Tal vez hicieron cálculos económicos de lo que costó la conversión de ese hombre y pensaron: «Si uno solo cuesta esto, ¿cuánto costará la salvación de todos?». Por eso le rogaban que se marchase. Pero Jesús supo supeditar el bien de una persona por encima de otros bienes. Parecido a este Evangelio ocurre en el de la unción en Betania, donde Judas criticará otro despilfarro: «¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios para dárselo a los pobres?» (Jn 12,5), manifestando Jesús –al permitir esa unción de María– que los gestos de amor superan las previsiones económicas o meramente materiales.
Así pues, todo en la Iglesia debe moverse en orden a este interés de buscar el bien de la persona, siendo esta siempre la que hay que salvaguardar. Jesucristo pone a la persona en el centro de la historia. El papa Benedicto XVI lo dijo muy claro en su carta encíclica Caritas in veritate: «Quisiera recordar a todos, en especial a los gobernantes que se ocupan de dar un aspecto renovado al orden económico y social del mundo, que el primer capital que se ha de salvaguardar y valorar es el hombre, la persona en su integridad: “Pues el hombre es el autor, el centro y el fin de toda la vida económico-social”» (n. 25). La persona es lo primero, y todo lo demás, secundario. Por desgracia, en nuestra cultura no está muy claro este orden, y en ocasiones priman más otros valores o intereses antes que la persona.
Espero que la presente obra, Más allá del decrecimiento, de D. Enrique Lluch Frechina, ponga luz en el mundo de la economía e ilumine las conciencias, tanto en el nivel particular como en el colectivo, para intentar humanizar desde la antropología cristiana el complejo mundo de las finanzas y las inversiones. Un número designa una cantidad, pero no califica lo que numera. No es lo mismo cuatro plantas, cuatro piedras o cuatro personas. Es la misma cantidad, pero no tienen la misma calificación y cualificación, y, sin duda alguna, entre todo lo numerable, la persona es la de mayor rango y dignidad.
Vivimos en la época del desarrollo y bienestar, hemos alcanzado logros inimaginables, la ciencia y la técnica cada vez abren nuevas perspectivas, todo está globalizado, pero todas estas realidades caen por su propio peso ante las injusticias y sufrimientos de la humanidad. La economía es una ciencia importante en el desarrollo de la humanidad. Pero hace falta que la economía esté sumergida en el amor misericordioso y, por supuesto, en la justicia. Estoy convencido de que otros datos saldrían en los resultados finales. Si no es así, vaciaremos los conceptos de progreso , desarrollo y bienestar.
Que esta obra que presentamos sea un instrumento al servicio del Evangelio y al verdadero desarrollo de la persona.
Con gran afecto y mi bendición.
+ Carlos, arzobispo de Valencia
septiembre de 2011
El libro que el lector tiene en sus manos puede considerarse una continuación de mi anterior obra, Por una economía altruista. Apuntes cristianos de comportamiento económico (Madrid, PPC, 2010). En todas las charlas que he impartido en estos últimos dos años a propósito de este tema surgía inevitablemente una pregunta: «Si la mayoría de las personas practicasen en su día a día un comportamiento económico altruista, ¿no sería esto negativo para el crecimiento económico de nuestras sociedades?». Aquellos que me preguntaban sobre este tema se daban cuenta de la dimensión subversiva de la economía altruista. Es decir, cómo un comportamiento individual generalizado puede echar abajo la organización económica predominante en estos momentos.
Para contestar a esta cuestión, además de decir que sí, que tenían razón, que un comportamiento económico altruista no favorece el crecimiento económico, tenía que cuestionar si el crecimiento económico es un buen objetivo para nuestras sociedades, si no caben otras posibilidades que puedan ser mejores, si no estamos persiguiendo una quimera que nos exige demasiados peajes... Por ello prometí a muchas de aquellas personas y a mí mismo que escribiría un libro tratando el tema de cómo traducir los postulados de la economía altruista a la organización económica de la sociedad y a la gestión de agentes como las empresas, las instituciones públicas o las compañías financieras. Quería dar un paso más para hablar sobre las grandes instituciones y su manera de actuar, sobre cómo se necesitaría que ellas actuasen para que las acciones de familias, empresas, Estado y entidades financieras avanzasen en la misma dirección.
Resultará evidente para cualquier lector que el libro prometido es el que tiene entre manos. No he insistido en el título en la denominación de economía altruista ni tampoco en el interior: no quiero cansar con este término, aunque todo lo que describe el libro se basa en esta concepción económica. He utilizado, sin embargo, un concepto que ha hecho fortuna durante estos últimos tiempos y que creo que tiene mucho que aportar: el decrecimiento. Aplicar los postulados de la economía altruista a la organización económica de nuestra sociedad nos exige buscar una dirección hacia la que dirigir nuestros pasos diferente de la predominante, esto es, del crecimiento económico. Sin embargo, la respuesta no puede ser el decrecimiento sin más, no podemos sustituir crecimiento por decrecimiento, hay que ir «más allá», hay que ver el decrecimiento como un medio y no como un fin en sí mismo.
Para conseguirlo, planteo en los dos primeros capítulos una discusión sobre la idea de progreso y cómo debe medirse este. ¿Por qué? Porque si preguntásemos a la población sobre si prefieren una sociedad que progrese u otra que no lo haga, seguramente todos optarían por la primera. Pero, ¿qué quiere decir progresar? ¿Por qué todos queremos hacerlo? Quien siga leyendo podrá ver cuál es la idea predominante de progreso en la actualidad y cómo la medimos, así como propuestas alternativas. A partir de las enseñanzas sociales de la Iglesia analizo la idea de progreso que tiene la sabiduría cristiana y cómo podría medirse esta.
En los siguientes tres capítulos indico caminos a través de los cuales las Administraciones públicas, las empresas y las entidades financieras podrían actuar para lograr un progreso real de la sociedad y de todos sus componentes (no incluyo a las familias, porque eso ya lo hice en el libro Por una economía altruista). El libro acaba con un capítulo de conclusiones y un epílogo para escépticos, destinado en especial a aquellos que siempre piensan que cualquier idea que se sale de la corriente principal de pensamiento es irrealizable. No planteo aquí caminos irrealizables o ideas peregrinas, sino sendas que pueden ser transitadas y que ya están siendo experimentadas por empresas, instituciones públicas o intermediarios financieros valientes que se enfrentan a un ambiente hostil.
Aunque sea continuación del libro anterior, no es necesario haber leído aquel para poder comprender bien este. Se trata de dos textos relacionados, pero totalmente independientes entre sí que se pueden leer por separado. Las opciones estilísticas que he tomado en ambos libros son similares, salvo en la cuestión de la estructura interna de los capítulos. Tal y como sucedía en Por una economía altruista, el lector no va a encontrar aquí un texto de estructura académica que solamente pueda ser comprendido por aquellos que ya tienen unos conocimientos previos de economía. He optado por que pueda ser leído y comprendido por cualquier persona joven o adulta sin necesidad de que tenga conocimientos económicos previos. Pretendo que no solamente sea un libro de donde extraer conocimientos o ideas útiles para comprender mejor el entorno económico en el que nos movemos y discernir cuáles son las sendas que nos llevan a transformarlo, sino que el lector se encuentre ante un texto entretenido y ameno, que lo lea con placer y de una manera fácil. Esto no quiere decir renunciar al rigor. Una explicación sencilla y comprensible de un concepto no implica falta de rigor. Es más, me atrevo a afirmar que, en el mundo universitario, exposiciones farragosas y aparentemente rigurosas que siguen unas líneas pautadas y formales previamente establecidas esconden en ocasiones un vacío de ideas nuevas o de contenidos significativos que debería hacernos pensar a todos. Por ello, rigor, fácil comprensión y entretenimiento son elementos que intento imprimir en los contenidos de este libro.
En segundo lugar, los senderos que transito para comprender los fenómenos económicos de nuestro tiempo y las sugerencias de comportamiento que hago para orientar la actuación de los agentes públicos y privados están basados en la sabiduría cristiana o, dicho de otra manera, en las enseñanzas sociales de la Iglesia. Los referentes que utilizo para iluminar e ilustrar los fenómenos económicos provienen de las fuentes de la tradición cristiana, de la Biblia, de las enseñanzas de los Padres de los primeros siglos (patrística), de la doctrina social de la Iglesia y de todas las enseñanzas morales cristianas de carácter social que han desarrollados los diversos especialistas en este campo a lo largo de la historia. Esto no significa que el libro solamente pueda ser interesante para aquellos que son cristianos. Tal y como sucedía con Por una economía altruista, cualquier persona que no comparta la fe cristiana puede encontrar pautas que le ayuden a posicionarse ante los hechos económicos de nuestro tiempo. Por establecer una analogía, sería como interesarse por un libro que explicase la posición del budismo zen ante la sociedad. No necesitamos ser budistas ni comulgar con sus creencias para que un libro de esa clase pueda resultarnos ilustrativo, esclarecedor y entretenido...
Mientras que los elementos anteriores son similares a lo que ya planteé en mi anterior libro, la estructura interna de este difiere. En aquel caso opté por que cada capítulo tuviese una estructura fija, igual en todos ellos. Se trataba de una descripción de la realidad de lo que yo denomino economía egoísta, que luego era iluminada por aquello que enseña la sabiduría cristiana sobre el tema, para terminar con cómo construir otra manera de comportarse diferente a la predominante en nuestras sociedades. Algunos lectores podrán ver que esta estructura responde al clásico esquema del «ver-juzgar-actuar». Este modo de exposición me resultó útil y esclarecedor en el anterior texto, pero creo que no respondería bien a los contenidos de esta nueva obra. Por ello, los capítulos de este libro van a tener una línea de continuidad que no sigue pautas prefijadas. Aunque el objetivo final va a ser el mismo, esto es, analizar cómo es la realidad para iluminarla a partir de un esquema de valores cristianos y ver así de qué otra manera podríamos orientar nuestra organización económica, la exposición va a seguir un camino sin etapas prefijadas, y por tanto diferente en cada capítulo.
Agradezco al lector que ha llegado a este punto del prólogo su decisión de leer mi libro. Le animo a seguir con la esperanza de que su lectura le sea placentera y que, al llegar al final del texto, haya encontrado suficientes argumentos para ponerse a trabajar en aras de otra manera de vivir las cuestiones económicas. Agradezco también a Mónica, a Alfonso, a Eduardo y a mi padre la amabilidad que han tenido leyendo el original y haciéndome sugerencias valiosas que me han ayudado a la hora de escribir este texto.
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1. ¿Debemos progresar siempre?
Si a alguno de nosotros nos preguntasen qué queremos para nuestra sociedad, la mayoría responderíamos que buscamos avances, mejoras, ir a más: deseamos que nuestros hijos estén mejor de lo que nosotros hemos estado, que el futuro sea siempre preferible al presente, que vayamos más allá, nadie quiere ir hacia detrás, a nadie le apetece retroceder... En nuestro diccionario existe una palabra que sintetiza esta idea: «progreso». El progreso está metido dentro de todos nosotros. Nuestra propia vida puede entenderse en esta clave, ya que desde nuestra más tierna infancia nos vemos inmersos en esta tarea de mejora: aprendemos a caminar, a balbucear palabras, a descubrir nuestro entorno, a reconocer a nuestra gente querida, perfeccionamos nuestros conocimientos y sabemos cada vez más, adquirimos diversas habilidades. La adolescencia y la juventud son etapas de aprendizaje que nos llevan hacia la madurez. A lo largo de nuestra vida seguimos un itinerario de perfeccionamiento personal que nos sigue dando pautas de mejora intelectual y humana. El progreso no es, por tanto, una idea que quepa aplicar tan solo a la organización colectiva de una sociedad determinada, sino que está inmerso en nuestra propia trayectoria vital. Muchas veces decimos que quisiéramos volver a nuestra juventud, pero es evidente que querríamos hacerlo sabiendo lo que sabemos ahora, no en las mismas condiciones de desconocimiento de la vida que teníamos entonces. ¿Nos imaginamos con 17 años y la experiencia y la sabiduría de los 40? Arrasaríamos...
Lo mismo que progresamos en nuestras vidas queremos que nuestras sociedades progresen. El objetivo común que nos planteamos cuando vivimos y nos asociamos con los otros es precisamente este, progresar, avanzar, ir a más. Volver al pasado aparece casi siempre como una opción reprobable. ¿Cómo vamos a ir hacia atrás? ¿Cómo vamos a desandar lo avanzado? Puede ser que añoremos alguna manera de afrontar problemas que se realizaba anteriormente, pero difícilmente vamos a querer regresar totalmente al pasado. Solamente queremos utilizarlo para ir hacia adelante. Una sociedad estancada, una sociedad que no mejora, parece condenada a empeorar, a ir hacia atrás.
Disidencias
Sin embargo, esta idea del progreso como algo intrínseco a las personas o a las sociedades y que nos lleva a creer que lo posterior es siempre mejor que lo anterior no es compartida por todos. Existen personas y escuelas de conocimiento que no ven la historia como una línea que va siempre hacia lo mejor. Por un lado tenemos aquellos que opinan lo contrario y analizan cómo algunas dinámicas no solo no llevan a una mejora, sino que nos abocan a un empeoramiento de la sociedad en su conjunto. El ejemplo clásico es el de Malthus, que opinaba que el crecimiento de la población iba a ser superior al de la producción de alimentos, y ello nos llevaría al colapso alimentario. En estos momentos existen otros teóricos que, partiendo de la situación de deterioro medioambiental que experimenta el planeta, advierten de la posibilidad de que este acabe con las sociedades y la vida tal y como las entendemos hasta ahora.
Por otro lado nos encontramos con aquellos que creen que el progreso no es una senda que se dirige siempre hacia adelante, sino un circuito circular en el que unos movimientos cíclicos de avance se ven seguidos por otros de retroceso. La historia no es entonces un camino de mejora progresiva, sino una repetición cíclica de situaciones que se han dado con anterioridad. Algunos autores han matizado esta idea de los ciclos afirmando que, si bien es verdad que existen mejoras y empeoramientos, cada nuevo ciclo comienza más allá de lo que lo hizo el anterior. Es decir, defienden una concepción de progreso a través de ciclos. Sería como aquella persona que quiere avanzar hacia algún lugar sin conocer el camino y se desorienta con frecuencia. Esto le obliga a desandar lo andado volviendo atrás para reorientarse y tomar otra vez la dirección correcta. Aunque esto se repite cíclicamente, nunca vuelve al punto de origen, sino que siempre comienza cada nuevo ciclo en un punto más cercano a su destino final.
El progreso y la religión
Un autor que ha dedicado parte de su quehacer intelectual a estudiar el concepto de progreso como es Robert Nisbet afirma que esta idea ha estado ligada históricamente a la religión o a teorías intelectuales derivadas de la religión. Han sido los entornos religiosos los que han generado esa fe en el progreso y ese afán por la mejora de la sociedad en su conjunto. La religión cristiana es uno de los ejemplos de la estrecha relación entre las ideas religiosas y la concepción del progreso. El cristianismo apoya esta idea de progreso desde la misma concepción teológica de nuestra existencia en la Tierra. Como podemos leer en el libro del Génesis (1,26), Dios nos ha creado a su imagen y semejanza para que dominemos el mundo. Nuestra misión en la Tierra es cumplir sus mandatos y sabemos cuál es el principal que nos ha encomendado: «Os doy un mandamiento nuevo, que os améis unos a otros como yo os he amado» (Jn 13,34). Estamos en la Tierra para amar y para que sea el amor quien realmente reine en nuestras sociedades. Nuestra fe nos lleva a que toda actividad que despleguemos en nuestro día a día vaya orientada a colaborar en la acción creadora de Dios y conseguir que esta se perfeccione acercándonos a esa sociedad ideal en la que sea el amor la medida de todas las cosas. Como se puede observar, tenemos una utopía que guía nuestro caminar hacia la realización del reinado de Dios en la Tierra. Estamos ante una idea de progreso lineal.
La contribución al progreso es algo intrínseco a nuestra fe
La constitución pastoral Gaudium et spes, uno de los frutos del Concilio Vaticano II, insiste en sus números 34 y 35 en que los esfuerzos que realizan los hombres para mejorar las condiciones de vida responden a la voluntad de Dios. Esto quiere decir que el progreso, la mejora de la condición humana, es algo intrínseco a nuestra fe. Es una manera de plasmar nuestro amor a los otros, de que este no sea abstracto, sino concreto. Cuando el evangelista Mateo describe el juicio final (Mt 25,32-46), la vara de medir que se utiliza para sentar a unos a la derecha y a otros a la izquierda consiste en si durante nuestra vida hemos dado de comer al hambriento, de beber al sediento, hemos acogido al emigrante o visitado al enfermo o al encarcelado. En este mismo evangelio (Mt 7,20), Jesucristo afirma que «por sus frutos los conoceréis». Son nuestros actos los que expresan nuestra fe, y estos actos se concretan también –tal y como indica la encíclica Populorum progressio en sus números 15, 16 y 17– en promover nuestro propio progreso personal y el progreso comunitario. Así, nuestro día a día colabora en que el reinado de Dios comience en nuestra Tierra ahora, en que el amor reine en nuestras relaciones sociales, en que creemos un mundo más justo y más fraterno. Los cristianos tenemos, pues, una idea clara del progreso. Dios nos encamina hacia un mundo mejor (Gaudium et spes 39) y nosotros somos colaboradores necesarios en la construcción de esa sociedad en la que reine el amor. Intentar que una sociedad mejore no es algo ajeno a nuestra fe, sino que es una parte esencial de ella.