Cualquiera que abra este libro va a darse cuenta enseguida de que no es un libro académico ni de alta investigación. Los temas aparecen expuestos sin un orden riguroso y son tratados con una cierta soltura, esbozando críticas, apuntando horizontes y abriendo pistas de futuro. Lo ofrezco como una aportación al sentido crítico y a la mesura, a la creatividad pastoral y al desarrollo de la sensibilidad litúrgica. Aunque no es un libro académico ni de investigación, en el sentido estricto de los términos, tampoco es un trabajo superficial o frívolo. Lo que aquí se dice o afirma, por el contrario, no se hace a la ligera; es más bien fruto de muchos años de trabajo, de investigación y dedicación a la enseñanza.
Este libro recoge toda una serie de escritos breves, puntuales, aparecidos en periódicos convencionales, y últimamente publicados en formato digital, colgados en algún periódico digital o en mi blog personal. Los puntos tratados son numerosos y la temática abordada, plural y heterogénea. Los escritos han ido desgranándose al hilo de los acontecimientos y siguiendo la pista de las controversias del momento. Así ha ido gestándose este libro.
Pero nunca me resigné a que mis escritos, aunque cortos y puntuales, quedaran perdidos en las páginas viejas de los periódicos o en la nube informática. Había que dar a esta producción, al menos a su parte más significativa, un soporte más estable y seguro. De ahí surgió la idea de confeccionar este libro. Por otra parte debo confesar mi satisfacción al poder presentar esta obra en la colección «Pastoral», de la editorial PPC, junto a libros importantes producidos por prestigiosos autores.
Termino expresando mi deseo más sincero de que este libro contribuya al rejuvenecimiento pastoral de la renovación litúrgica.
JOSÉ MANUEL BERNAL LLORENTE
1
Unidad de fe y pluralidad de teologías
Uno tiene la impresión de que en ese tipo de conflictos en los que entran en liza los representantes del magisterio y los profesionales de la teología no aparecen claramente definidos los límites de ambos campos, el del magisterio y el de la teología. Es como si los obispos, los guardianes de la pureza de la fe, invadieran insolentemente el ámbito de quienes ejercen el quehacer teológico y cortaran las alas a los profesionales de la teología; o los teólogos, abusando de su encomienda, traspasaran el ámbito de la teología para verse implicados en planteamientos que afectan a la pureza de la fe. Está claro que la actividad de los obispos se debe situar en una esfera que no coincide con la de los teólogos. El problema reside en aclarar los campos y delimitarlos, de modo que unos no pisen el terreno de los otros.
Frente a la comunión de fe, custodiada por los poseedores del magisterio en la Iglesia, que a todos nos une, que confesamos y celebramos en comunidad eclesial, hay que reconocer la existencia de la reflexión teológica que, desde una comprensión analítica seria de las fuentes, intenta elaborar una interpretación coherente de la experiencia cristiana en el mundo. Para ello, los teólogos se sirven de los instrumentos culturales y filosóficos capaces de vehicular una reflexión adecuada y comprensible para el hombre actual.
A nadie se le escapa que este proceso de interpretación del hecho cristiano y de las fuentes en que se asienta es susceptible de articulaciones y enfoques diferentes; por otra parte, el bagaje instrumental y científico utilizado ha de ser seguramente distinto y estar dotado de garantías distintas. Todo esto da lugar inevitablemente a niveles de reflexión y modelos de interpretación diferentes. Ahí radica la pluralidad de teologías, elaboradas desde situaciones diversas y con visiones distintas, a veces contrapuestas; en otros casos, complementarias y perfectamente asumibles.
Este problema se agrava cuando el instrumental filosófico utilizado por los teólogos para elaborar su reflexión pertenece a épocas y entornos intelectuales totalmente ajenos a los nuestros; entonces la distancia entre las teologías se hace insuperable. Peor aún si las interpretaciones y formulaciones con las que se pretende transmitir el contenido de la fe se presentan revestidas de lenguajes impregnados de filosofías o formas culturales vigentes en otro momento, pero totalmente desconocidas en la actualidad.
Yo comprendo que los obispos defiendan con ahínco su misión de custodiar la pureza de la fe. No estoy seguro, sin embargo, de que sus intervenciones no estén entrometiéndose a veces en terrenos que pertenecen propiamente a los que ejercen la reflexión teológica. Tengo la impresión de que determinados intentos de interpretación teológica sobre asuntos sumamente vidriosos, arriesgados seguramente, pero amparados en la legítima libertad de investigación que asiste al teólogo, están quedando injustamente desautorizados y deslegitimados desde instancias de la jerarquía y del magisterio. Tendríamos, una vez más, una invasión de competencias o, quizá peor, un abuso de poder.
Porque, al margen de la imperiosa necesidad de cultivar y respetar la comunión de fe, custodiada y transmitida en la Iglesia, el teólogo, que desarrolla a veces su actividad investigadora en zonas arriesgadas, casi en el filo de la navaja, tiene un cierto derecho a equivocarse. Porque la suya no es una función magisterial, en el sentido que aquí estamos dando a la palabra; porque esa función corresponde a los obispos, los maestros en la fe, y no a los teólogos. De ahí también la necesidad de que la pluralidad de interpretaciones teológicas, incluso cuando esas teologías se manifiestan confrontadas, haya de recurrir al diálogo respetuoso y constructivo; nunca a la descalificación y a la sospecha.
«Cuando yo sea levantado en alto»
Tres veces menciona san Juan la elevación de Jesús: «Lo mismo que Moisés levantó la serpiente en el desierto, el Hijo del hombre tiene que ser levantado en alto, para que todo el que cree en él tenga vida eterna» (Jn 3,14-15); «Cuando levantéis en alto al Hijo del hombre, reconoceréis que yo soy» (Jn 8,28); «Y yo, una vez que haya sido elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32). Cuando estas frases se leen superficialmente, se piensa en el gesto material de levantar a Jesús en la cruz. Pero las palabras de Jesús van más lejos. No se refieren al gesto material de alzarlo en el madero. Porque la glorificación de Jesús comienza en la cruz; ese es el momento de su exaltación, de su victoria definitiva sobre la muerte. Al ser elevado en la cruz, Jesús inicia su movimiento ascensional de retorno al Padre, su proceso de glorificación. En la cruz de Jesús coinciden la muerte y el triunfo, la humillación y la exaltación, el abajamiento y la glorificación.
Porque aquí no estamos hablando de episodios históricos, cronológicamente identificados. De lo que aquí se trata es de una mirada teológica al acontecimiento, de una interpretación trascendente de la cruz. Estamos intentando ver el hecho dramático de la cruz no en su crudeza histórica, sino in mysterio. Esa línea de interpretación aparece también en otros textos del Nuevo Testamento: «En efecto, es realmente grande el misterio que veneramos: él [Jesús] se manifestó en la carne, fue justificado en el Espíritu, contemplado por los ángeles, proclamado a los paganos, creído en el mundo y elevado a la gloria» (1 Tim 3,16). En este texto, fragmento de un probable himno litúrgico antiguo, lo mismo que Flp 2,6-11, se nos ofrece una visión del acontecimiento pascual de Cristo no en clave histórica, ajustándose a un determinado desarrollo cronológico, sino en el marco de una interpretación teológica. Por otra parte, las composiciones hímnicas de origen litúrgico son más libres, están dotadas de un cierto lirismo y escapan siempre a estructuras herméticas, sometidas al rigor de las expresiones y los conceptos. Por eso, en el Jesús elevado y exaltado en la cruz se muestran aglutinadas en una visión única, trascendente, la resurrección, las apariciones, la ascensión y la entronización a la derecha del Padre.
Volvemos de esta forma al horizonte unitario con que la tradición litúrgica antigua dio forma a las celebraciones pascuales de la cincuentena, del período de cincuenta días que ellos llamaron pentecostés. También en ese caso las comunidades cristianas no celebraron el desarrollo cronológico de los hechos mediante fiestas independientes, sino la totalidad del misterio de la exaltación de Cristo, glorioso y triunfador, consumada en la cruz. Por eso también la Iglesia primitiva no celebró el acontecimiento pascual desgranando los hechos en celebraciones sucesivas, sino concentrando su mirada en la celebración de la noche de Pascua, celebrando la muerte y la resurrección del Señor no como acontecimientos separados; sino el paso de la muerte a la vida como triunfo definitivo y misterio de exaltación gloriosa.
Al celebrar el misterio de la cruz, la Iglesia conmemora la totalidad del misterio de Cristo en plenitud; su triunfo liberador; la constitución del hombre nuevo, presente en Jesús resucitado como primicia y como promesa de una humanidad nueva. Bien entendieron esto las primeras generaciones cristianas cuando, al esculpir la imagen del Crucificado, no lo representaron como un ajusticiado hundido, fracasado y muerto, sino como un triunfador, con corona de rey y manto real, con los ojos abiertos y con la mirada serena. Son los «cristos» románicos. En esas bellas imágenes se refleja una lectura diferente de Cristo en cruz, menos ajustada a la cruda realidad histórica de los hechos, pero más cargada de misterio.
«Comer» la Pascua y «padecer» la Pascua
Este título puede parecer un tanto estrambótico. Por la simetría apuntaría a una relación entre el «comer» y el «padecer». Sin embargo, debo decir que se trata de una propuesta con solera, que se remonta nada menos que al siglo II. Porque algunos escritores de esa época (Pseudo-Hipólito, Apolinar de Hierápolis, Clemente de Alejandría e Hipólito de Roma entre otros), defensores del calendario seguido por Juan en su relato de la pasión del Señor, aseguran que ese año, el año de su muerte, Jesús no «comió» la Pascua, sino que la «padeció». Según la cronología de Juan, Jesús murió el mismo día y al tiempo en que los judíos comían y celebraban la cena pascual. Por tanto, lo que Jesús celebró en la víspera de su pasión, el jueves, no fue la cena ritual de la Pascua hebrea, sino una cena de despedida. Mientras Jesús entregaba su vida, los judíos comían la Pascua. Este es el planteamiento de Juan (Jn 18,28) y el de estos escritores.
Aparentemente es una simple cuestión de calendario; pero no es así. Hay un mensaje de fondo en el que a mí me gustaría insistir. Cuando hablamos de «comer» la Pascua, nos referimos a la celebración cultual de la misma, a la cena ritual. Es lo que hizo Jesús seguramente según el calendario seguido por los sinópticos. «¿Dónde quieres que te preparemos la Pascua?», le preguntaron los apóstoles a Jesús (Mt 26,17). Después de una referencia tan explícita y contundente, no hay duda de que la cena de Jesús, según los sinópticos, fue una cena pascual, de carácter claramente ritual.
Pero ese año Jesús no la «comió», sino que la «padeció». De una forma latente, estas palabras, repetidas por los escritores citados, están apuntando hacia una primacía de la «Pascua padecida» sobre la «Pascua comida» o celebrada. Estamos sugiriendo aquí la primacía no solo de la Pascua, sino de la misma eucaristía «padecida» sobre la eucaristía «celebrada». Porque, en efecto, solo nuestra identificación existencial con el Cristo de la cruz, a través de una vida comprometida y sacrificada al servicio de los hermanos, puede garantizar la verdad de nuestras celebraciones. Solo tiene sentido la «eucaristía celebrada» cuando va apoyada y verificada en la «eucaristía padecida».
Voy a fijarme ahora en una vertiente nueva. La cena pascual de Jesús fue una anticipación ritual de lo que iba a suceder al día siguiente, el viernes, al entregar Jesús su vida en la cruz. Este gesto sacrificial y de donación total dio sentido a la cena ritual, le confirió una base de verdad y de autenticidad. Sin la pasión del viernes, la cena del jueves no hubiera tenido sentido, hubiera sido un simple gesto de amistad, carente de fuerza regeneradora y liberadora. Lo mismo podemos decir respecto a nuestra eucaristía. Solo una identificación comprometida y vital con el Cristo de la cruz, entregando su vida, puede dar sentido y garantizar la verdad de nuestra celebración.
Estoy insistiendo en estos aspectos para que nadie piense que, al promover la calidad de nuestras celebraciones, estoy apostando por una liturgia sublime, angelista, desconectada del compromiso por la justicia. La liturgia puede ser festiva y, al mismo tiempo, comprometida en la lucha por la justicia. Esa es la clave. Nuestras celebraciones deben abrir para nosotros un espacio para la alabanza y la acción de gracias, para la oración y la contemplación silenciosa, para el canto gozoso y la súplica confiada; a través de la magia de los símbolos, la liturgia debe cautivarnos espiritualmente y adentrarnos en la entraña del misterio. Pero, al mismo tiempo, esta experiencia de realidades y relaciones nuevas, cautivadoras y sorprendentes, debe dinamizarnos por dentro y lanzarnos a la aventura de luchar por un mundo nuevo y distinto, por una transformación de la sociedad.
Sin comunión de fe no hay comunión de eucaristía
Hace un tiempo publiqué un escrito en el «Pliego» de Vida Nueva (11-17 de junio de 2011) haciendo una valoración crítica del gesto permisivo de la Santa Sede al autorizar a los tradicionalistas seguidores del arzobispo disidente Marcel Lefebvre la posibilidad de utilizar el viejo misal romano tridentino, editado por san Pío V el año 1570. En ese escrito centraba yo mi interés en los pasos progresivos que había ido dando la Santa Sede, desde Juan Pablo II hasta Benedicto XVI, intentando abrir puertas y facilitar el regreso de los disidentes al seno de la Iglesia. Señalaba yo en ese momento la grave decisión tomada por Benedicto XVI al permitir a los grupos tradicionalistas el uso del viejo misal tridentino. No era solo una cuestión de libros: dejas un misal y coges otro. El tema era mucho más complejo, mucho más grave; implicaba toda una serie de aspectos y condicionantes, que ponían en entredicho la totalidad de la liturgia renovada en el Concilio. Lo que se ponía en juego era mucho más que el simple cambio de un misal por otro.
Ya en aquel momento señalaba yo la gravedad de la situación; porque, a la postre, el problema que se debatía iba más allá de las exigencias litúrgicas, para convertirse, en definitiva, en un problema doctrinal. No era un asunto banal, como puede apreciarse. Ahora, en cambio, siguiendo el hilo de esta reflexión, deseo señalar una situación anómala, de flagrante desajuste e incoherencia, que se ha creado al permitir el uso del misal romano, dando por descontada la comunión de eucaristía, y manteniendo al mismo tiempo una situación de conflicto doctrinal y de ruptura de la comunión de fe. Para decirlo con toda claridad, habría un desajuste, una falta de coherencia, entre la fe celebrada y la fe creída y confesada.
Porque el planteamiento de los lefebvrianos no deja lugar a dudas. En la respuesta a la Santa Sede, sus afirmaciones son claras y contundentes. Hay, por su parte, un claro y contundente rechazo del Concilio Vaticano II, de sus doctrinas y de sus reformas; hay además un rechazo persistente de la autoridad del papa y de su magisterio. Por tanto, cuando existe una tan clara evidencia del posicionamiento doctrinal de los grupos tradicionalistas, especialmente de los más estrechamente vinculados a Lefebvre, sobre su rechazo de las enseñanzas del Concilio Vaticano II; cuando aparece de forma patente su rechazo a la colegialidad episcopal, acusando a la Iglesia de «conciliarismo»; cuando se percibe una actitud radicalmente contraria al espíritu ecuménico y se la acusa de «neoprotestantismo»; cuando presenciamos una actitud de desobediencia cabal y de no reconocimiento de la autoridad del romano pontífice y de su magisterio; cuando se critica frontalmente el modo en que entiende la Iglesia del Concilio su actividad misionera y su respeto a la libertad religiosa; cuando uno toma en consideración todo el soporte doctrinal que sustenta la actitud reaccionaria de los grupos tradicionalistas y su profundo distanciamiento de los grandes valores y apoyos doctrinales que dan vida a la Iglesia del posconcilio, resulta muy difícil entender una posibilidad de comunión en la fe y de su expresión comunitaria en la liturgia de la Iglesia.
Ahora viene el reproche final. En estas circunstancias, uno contempla con una gran perplejidad, hasta con estupor, la actitud tan liberal y condescendiente de la Santa Sede al facilitar a estos grupos tradicionalistas el uso del viejo misal tridentino. Un misal que, como muy bien advierten los documentos pontificios, representa una forma peculiar, una forma extraordinaria, del rito romano. Es decir, la legitimidad de la liturgia romana no se agota con los nuevos libros reformados, emanados del Concilio Vaticano II. Esta advertencia legitimaría sin duda una cierta relativización de los modos concretos de que se sirve la Iglesia para celebrar los misterios.
Uno se pregunta cómo pueden ser admitidos a la gran comunidad celebrativa, a la celebración eclesial de los misterios, grupos que de forma tan descarada se declaran decididamente contrarios a la disciplina y al magisterio de la Iglesia. Grupos que han optado por la disidencia, la marginación y el alejamiento de la gran comunión eclesial. Cómo es posible, en definitiva, aceptar sin rubor el clamoroso escándalo provocado por grupos que pretenden compartir la celebración de los misterios en comunión con la Iglesia, manteniendo tercamente al mismo tiempo su ruptura con la Iglesia en el reconocimiento de las enseñanzas del magisterio y en la confesión de la misma fe.
¿Un bautismo laico?
El tema saltó hace unos años a la opinión pública y provocó una estrepitosa algarabía mediática. A mi juicio, el asunto no es baladí y bien merece un comentario. Por ello voy a intentar en este escrito aportar algunos criterios que ayuden a clarificar posturas y a establecer obligadas distinciones y matizaciones.
1) Fueron sobre todo los medios de comunicación los que airearon la desafortunada expresión «bautismo laico». Los protagonistas de aquel evento refieren que, en relación con el bautismo cristiano, este acto debía interpretarse en clave simbólica; es decir, como una aplicación extensiva del gesto sacramental. Por otra parte, el acto se definía como «una bienvenida democrática» del niño o como su incorporación a la comunidad ciudadana; y se apela a los grandes valores de «libertad, igualdad, comprensión, tolerancia, convivencia, respeto y paz». El acto sirve además para imponer oficialmente el nombre al niño.
2) Teniendo en cuenta que el bautismo cristiano es un rito de iniciación, sí cabría destacar algunas coincidencias o puntos de convergencia. A este propósito cabe anotar que en casi todas las tradiciones religiosas existen ritos de paso o tránsito, llamados de iniciación. Así se celebra el paso de la niñez a la pubertad, o de la juventud a la edad adulta. El bautismo cristiano es un rito de iniciación. Ello supone la imposición de un nombre, la aceptación de unas creencias y unas formas de comportamiento, y el ingreso en una comunidad. Indudablemente, en este sentido, cabría reconocer una cierta analogía, un cierto paralelismo con lo que se quiere celebrar en el llamado «bautismo laico».
3) Pero el bautismo cristiano es algo más. Porque la iniciación cristiana es, ante todo, una incorporación a Cristo. Por el bautismo, el bautizado se convierte en un hombre nuevo, en un hombre regenerado, inmerso en una nueva existencia, unido al triunfo de Cristo sobre el mal y sobre la muerte. Por otra parte, san Juan, al hablar del bautismo en su evangelio, lo considera un nuevo nacimiento por el cual el bautizado nace a una nueva vida. Esta es la gran realidad cristiana que hace del bautismo un gesto propio, único e intransferible.
4) Hay que decir algo además sobre el uso de la palabra «bautismo». Es un término de origen griego. Inicialmente, en su acepción más arcaica, significa «sumergir en el agua» o «sumergirse». Los cristianos asumen esta palabra porque el símbolo bautismal, en su forma más antigua, consistía en una inmersión en el agua. Por eso se le llamó bautismo. Los cristianos de tradición latina reutilizaron la palabra griega, latinizándola, y así llamaron a este rito «bautismo». Por eso, esta palabra es propia y específicamente una expresión cristiana, y solo debería usarse con referencia al rito cristiano. Todo uso civil o laico de esta palabra, a mi juicio inapropiado y abusivo, ha de entenderse únicamente en sentido genérico y extensivo.
5) Quiero añadir una última observación. No desearía caer en tecnicismos teológicos abstractos utilizando un lenguaje inaccesible para los lectores de este libro. A mi juicio, una interpretación sesgada del sacramento del bautismo ha convertido este rito en el sacramento de los recién nacidos, el sacramento que acompaña el nacimiento de los niños. Al utilizar este criterio, los sacramentos son interpretados como ritos que acompañan el desarrollo biológico del cristiano. Esta interpretación, aceptable desde cierto punto de vista, no agota en absoluto la realidad profunda de los sacramentos. Estos se definen no por su referencia al desarrollo biológico, sino por los diferentes niveles de nuestra gradual y progresiva incorporación a Cristo, experimentada desde una evidente pluralidad de situaciones existenciales. Lo cual, a juicio de los teólogos, explica la pluralidad de sacramentos. Hablando en plata, todos sabemos que el bautismo no es solo un sacramento para niños, sino que también existe la celebración del bautismo para adultos. En este caso no cabría la más mínima analogía que permitiera asimilar el bautismo cristiano a la incorporación de un niño a la sociedad democrática y ciudadana.
6) Termino. A mí no me gusta que se utilice el término «bautismo» para referirse a la incorporación del niño a la comunidad ciudadana. Sin embargo, reconozco la existencia de importantes analogías que hacen de ese acto una especie de rito de iniciación. Además, me parece justo que, en una sociedad laica, haya personas que deseen celebrar de alguna forma, al margen de la religión, el acceso de sus hijos a la vida social. No es de recibo, sin embargo, la escandalera monumental montada con motivo del «bautismo laico» del hijo de Cayetana Guillén Cuervo, por hipócrita, indocumentada y tendenciosa.