A los queridos amigos
Myra Wells y Drew Gribble
Esas imágenes que
todavía engendran frescas imágenes.
W. B. YEATS, Byzantium
PRÓLOGO
En el verano de 1960 yo era monje y sacerdote en el monasterio servita en lo alto de la colina del Janículo, en Roma, y estaba a la mitad de dos años de investigación posdoctoral en el Pontificio Instituto Bíblico, en el centro de la ciudad.
Roma se estaba preparando para los Juegos Olímpicos a finales de agosto y, aparte del calor normal, la ciudad prometía demasiadas construcciones y demasiada gente. (Hasta el papa deja el Vaticano en agosto y va al fresco Castelgandolfo, en los Castelli romani, en las cercanas colinas albanas –una prueba segura, aunque pequeña, de su infalibilidad–.)
Aquel agosto yo agradecí recibir una «obediencia» –el equivalente monástico de las «órdenes» de un soldado– para cambiar Roma por Lisboa, encontrarme con un grupo norteamericano en esa ciudad y hacer de capellán suyo por los lugares más importantes de peregrinación católica en Europa occidental. Entre ellos estaban Fátima y Lourdes, por la Virgen María; Lisieux, por santa Teresita; Mónaco, por Grace Kelly, y Castelgandolfo, por Juan XXIII. Y entonces ocurrió.
Cuando nuestro grupo viajaba lentamente en autobús desde Roma a París para el vuelo hacia casa, paramos en Oberammergau, a los pies de los Alpes bávaros, para asistir a la representación de la pasión, una dramatización de la semana final de la vida de Jesús en la tierra que duraba unas cinco o seis horas. Se representa cada diez años por los habitantes del pueblo como acción de gracias por la curación de una peste bubónica en 1634. Naturalmente no hubo representación en 1940, pero se reanudó en 1950. Asistieron entonces el canciller Adenauer y el general Eisenhower.
En otras palabras, lo que nosotros veíamos en 1960 era la obra sin cambiar que Hitler había visto antes de su elección en 1930 y nuevamente en 1934, por una conmemoración especial con motivo del tricentésimo aniversario. Pero en aquel comienzo de septiembre en 1960 yo no había leído todavía el entusiasta comentario de Hitler sobre la representación:
Es vital que la pasión siga en Oberammergau; porque nunca la amenaza del judaísmo ha sido representada tan convincentemente como en esta representación de lo que ocurrió en los tiempos de los romanos. Se puede ver cómo Poncio Pilato, racialmente un romano e intelectualmente muy superior, está firme como una limpia roca en medio de todo el barro y fango del judaísmo.
Este obsceno comentario aparecía en julio de 1942, cuando los ejércitos alemanes estaban empezan do su terrible avance hacia Stalingrado. Pero aunque yo no conociera el comentario de Hitler, ciertamente conocía lo que ocurrió en la Semana Santa del cristianismo tanto por la liturgia monástica como por el estudio bíblico.
Pero lo que yo no esperaba es que una historia que conocía tan bien como texto escrito resultara tan profundamente poco convincente como drama representado. La representación empezaba a primera hora de la mañana del Domingo de Ramos, y el enorme escenario estaba lleno con una muchedumbre que gritaba su aprobación y aclamación en honor de Jesús cuando entraba en Jerusalén. Pero al final de la tarde la obra había avanzado hasta el Viernes Santo, y la misma enorme multitud estaba ahora gritando por la condena y pidiendo la crucifixión. Sin embargo, nada en la obra explicaba cómo la gente había cambiado de parecer tan radicalmente.
Me preguntaba si la infame escena en que la muchedumbre se hace responsable de la muerte de Jesús gritando: «Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos», era realidad o ficción. Como historia no parecía convincente. ¿Cuál fue la razón para el cambio de actitud de la gente desde la aceptación al rechazo? ¿Podría ser este relato más parábola que historia?
Esta idea llevó a otras. Si fuera parábola, es decir, un relato ficticio inventado con finalidades morales o teológicas, entonces habría no solo parábolas de Jesús –como la del buen samaritano–, sino parábolas sobre Jesús –como la de la muchedumbre asesina en esta obra sobre la pasión–. Y más aún, habría no solo parábolas de luz, sino parábolas tenebrosas. La historia fáctica de la crucifixión de Jesús se habría convertido en parábola –historia parabólica o parábola histórica, si se quiere, a lo que volveré con mayor detalle más adelante– y, a partir de ello, en el terror de los tiempos, un antijudaísmo teológico habría engendrado antisemitismo racial.
En junio de 1967 volvía de un período sabático de dos años en la Escuela Bíblica y Arqueológica Francesa, justo al norte de la Puerta de Damasco, en la Vieja Jerusalén. Me fui –el término técnico es «huí»– justo antes de que la Jerusalén Vieja pasara de Jordania a Israel en la Guerra de los Seis Días. Durante los siguientes dos años, antes de dejar el monasterio y el sacerdocio e ir a la Universidad DePaul en 1969, enseñé en dos seminarios en la zona de Chicago. Uno de mis cursos era sobre las parábolas de Jesús, y el otro sobre los relatos de resurrección acerca de Jesús.
Con estos cursos me encontraba volviendo a explorar –como antes en Oberammergau– la relación entre parábola e historia. Había observado que los relatos parabólicos de Jesús parecían notablemente similares a los relatos de resurrección acerca de Jesús. ¿Pretendían ser estos últimos tan parábolas como los primeros? ¿Habíamos estado leyendo parábolas como si fueran historia y equivocándonos en ambos casos, al menos desde que el literalismo deformó tanto la imaginación procristiana como la anticristiana en respuesta a la Ilustración? Piénsese, por ejemplo, en el camino de Jerusalén a Jericó, con su buen samaritano, y el camino de Jerusalén a Emaús, con su Jesús de incógnito después de la resurrección. La mayoría acepta el primer relato (Lc 10,30-35) como un relato de ficción con un mensaje teológico, pero, ¿qué pasa con el último (Lc 24,13-33)? ¿Es este último relato hecho o ficción, historia o parábola? Muchos dirían que este relato realmente ocurrió. Pero, ¿por qué es así cuando solo unos pocos capítulos antes un relato parecido es considerado pura ficción, una parábola completa? Tenemos que contemplar esta pregunta un poco más de cerca.
Una primera clave de que el relato de Emaús fue pensado como parábola es que, cuando Jesús se une a la pareja en el camino, no le reconocen. Es como si estuviera viajando de incógnito. Una segunda clave es que, cuando explica con detalle cómo las Escrituras bíblicas señalan a Jesús como Mesías, todavía no lo reconocen. Pero la tercera y definitiva clave para la finalidad de la historia está en el clímax y requiere una cita completa:
Cuando se acercaban a la aldea a la que iban, hizo ademán [Jesús] como de seguir adelante. Pero ellos le insistieron con vehemencia, diciendo: «Quédate con nosotros, porque anochece y el día va de caída». Entró y se quedó con ellos. Cuando estaba a la mesa con ellos, tomó pan, recitó la bendición, lo partió y se lo dio. Entonces se abrieron sus ojos y lo reconocieron, pero él desapareció. Entonces se decían uno a otro: «¿No ardían nuestros corazones dentro de nosotros mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?» (Lc 24,28-32)1.
Esto es parábola, no historia. La liturgia cristiana implica la Escritura y la eucaristía, siendo la primera preludio y prólogo para la segunda. Así ocurre también con los componentes gemelos del relato de Emaús. Primero viene la sección de la Escritura, pero con el mismo Jesús como intérprete el resultado es « corazones ardientes», es decir, corazones dispuestos a actuar. Pero, ¿hacer qué? En la sección de la eucaristía tenemos la respuesta a esta pregunta. Es tratar al extraño como a uno mismo, invitar al extraño al propio hogar, hacer que el extraño comparta la propia comida. Y es precisamente en una comida compartida de ese tipo como Jesús es reconocido presente... entonces, ahora, siempre. Por eso las palabras clave «tomó», «bendijo», «partió» y «dio» en el clímax del relato de Emaús se usan también en la comida pascual de la última cena, antes de la ejecución de Jesús (Mc 14,22).
Este relato es una parábola sobre el amor, es decir, dar de comer al extraño como a uno mismo y encontrar a Jesús todavía –¿o solamente?– del todo presente en ese encuentro. Esto me resultaba muy claro hace algunas décadas y yo resumía la antigua intención cristiana y el moderno significado cristiano de esa parábola diciendo: «Emaús no sucedió nunca, Emaús siempre está sucediendo». Por cierto, eso es una definición inicial de parábola: un relato que no sucedió nunca, pero que siempre sucede... o al menos debería suceder.
Toda la sección precedente introduce las cuestiones básicas de este libro. Si por lo menos hubo una parábola oscura en los detalles de la crucifixión y una parábola brillante en los relatos de la resurrección, ¿cuántas otras parábolas hay allí? Algunas, muchas o la mayoría de las narraciones de los acontecimientos de la última semana de Jesús –la Semana Santa cristiana–, ¿son historia parabólica o parábolas históricas? Se puede ver ya que, aunque las parábolas de Jesús inventaban personajes y relatos –por ejemplo el buen samaritano, el hijo pródigo, el administrador injusto–, las parábolas sobre Jesús presuponían personajes históricos –por ejemplo Juan y Jesús, Anás y Caifás, Antipas y Pilato–, pero inventaban relatos sobre lo que decían y hacían.
¿Dónde empieza la historia real y la parábola de ficción? ¿Se extiende esta interacción del hecho interpretado por la ficción, de la historia interpretada por la parábola, del acontecimiento humano interpretado por la visión divina, a todo el contenido del evangelio? ¿Podría ser esta la razón por la que tenemos un único evangelio transmitido en múltiples versiones, en cuatro «según», tal como se titulan adecuada y correctamente: evangelio según Mateo, Marcos, Lucas y Juan? Estas son las preguntas generativas que inspiran la estructura de este libro y dan esbozo estructural a los capítulos siguientes.
El libro tiene dos partes de igual tamaño. La primera trata de las parábolas de Jesús e incluye sucesos imaginarios sobre personajes imaginarios. La segunda trata de las parábolas sobre Jesús e incluye acontecimientos imaginarios sobre personajes históricos. Entre las dos partes hay un interludio muy importante para acentuar y ejemplificar la fisura entre pura ficción y la mezcla hecho-ficción. El caso que he escogido es Julio César y su paso del Rubicón, para invadir Italia y comenzar veinte años de guerra civil romana, en el 49 a. C. Lo que hizo es historia real, pero todos los antiguos relatos sobre ello –¿quizá el mismo relato?– son parábolas. No nos ofrecen pura historia, sino parábola histórica o historia en parábola, lo que nos ayuda a entender, en la segunda parte, el tránsito a los relatos históricamente parabólicos sobre Jesús.
La primera parte, sobre las parábolas de Jesús, tiene seis capítulos. En los capítulos 1 y 2 propongo una tipología básica doble para las parábolas de Jesús, a saber, parábolas de adivinanza y parábolas de ejemplo. Hago ver que estas dos formas de entender a dónde apuntan las parábolas ya están presentes en la tradición bíblica antes de Jesús. Pero indico también los problemas de aplicar cualquiera de ellas a la propia visión de las parábolas por parte de Jesús.
En el capítulo 3 sugiero ampliar esta tipología doble a una triple, añadiendo una tercera, que llamo parábolas de desafío. Ello incluye dos pasos adicionales en los capítulos sucesivos. El capítulo 4 defiende que las parábolas de desafío ya estaban presentes –y mucho– en las tradiciones bíblicas anteriores a Jesús. Luego, en el capítulo 5, presento cuántas parábolas de Jesús eran parábolas de desafío más que parábolas de adivinanza o parábolas de ejemplo. El desafío encaja bien con la finalidad retórica de Jesús y su intención parabólica.
Para concluir la parte primera me pregunto en el capítulo 6 por qué Jesús eligió las parábolas de desafío como su estilo pedagógico favorito y su instrumento pedagógico más importante. Si el medio es el mensaje, ¿cuál es la especial relación entre su mensaje del Reino de Dios y el medio del desafío en parábolas? ¿Por qué Jesús «no les hablaba sino en parábolas», tal como apunta Mc 4,34?
La segunda parte, acerca de las parábolas sobre Jesús, tiene cuatro capítulos. Cada capítulo corresponde a una de las cuatro versiones evangélicas. Marcos en el capítulo 7; Mateo en el 8; Lucas-Hechos en el 9 y Juan en el capítulo 10. En cada capítulo y para cada versión evangélica me centro en alguna parte importante del evangelio para presentarla como parábola en lugar de como historia. Amplío entonces la visión de ese caso concreto para pasar a considerar cada visión total en el respectivo evangelio como una megaparábola acerca de la vida, muerte y resurrección del personaje histórico Jesús de Nazaret. Hay, con todo, otro tema unificador a lo largo de los cuatro capítulos.
A lo largo de las cuatro versiones evangélicas encontramos no solo parábolas de desafío sobre Jesús, sino un cuarto tipo de parábola no investigado hasta ahora en la tipología triple de este libro. Lo llamo parábola de ataque, o sea, un relato en el que Jesús no solo desafía a sus oyentes, sino los ataca, por ejemplo poniéndoles calificativos negativos, dudando de su sinceridad o impugnando su integridad. La pregunta más importante que corre por los capítulos 7 al 10 y por las cuatro versiones evangélicas como megaparábolas sobre Jesús es la siguiente: ¿son las parábolas de ataque –como distintas de las parábolas de desafío– características del Jesús histórico?
En este libro me centro exclusivamente en parábolas de la tradición bíblica cristiana, tanto del Antiguo como de Nuevo Testamento, con lo cual se tiene ante la vista un mapa del terreno. Pero hay todavía otra pregunta obvia con la que concluir este prólogo: ¿qué es eso de «parábola» que hemos estado tratando? Aparte de un tipo u otro, aparte de la adivinanza o el ejemplo, el desafío o el ataque, ¿qué es una parábola ella sola, por así decir, y antes de todas estas distinciones?
«El desafío básico de la parábola es escribir un buen relato en el menor espacio posible», escribe Howard Schwartz en el prólogo2 a Imperial Messages, su soberbia colección de cien parábolas modernas. Pero esta definición parece un tanto inexacta y bastante inadecuada. Admitido que una parábola es ciertamente un relato, ¿tiene que ser reconocida solo por la longitud y juzgada únicamente por el número de palabras? ¿Es Jesús un famoso narrador de parábolas porque –al menos en el griego de Lucas– su buen samaritano tiene unas cien palabras y su hijo pródigo unas cuatrocientas?
No acepto la brevedad como la característica que define una parábola. Por una parte, Julio César contó su victoria del 47 a. C. en Zela, interior de la costa centro-sur de Turquía, junto al mar Negro, con el lapidario latín veni, vidi, vici –«vine, vi, vencí»–, pero normalmente no lo consideramos –por minimalista– como la perfecta parábola. Por otra, el Pilgrim’s Progress, de John Bunyan, y el Moby Dick, de Herman Melville, desde luego son narraciones muy largas. Y, sin embargo, pensamos en ellas como parábolas.
Pero, aun aceptando la brevedad como una importante característica de lo parabólico, ¿es todo lo que necesitamos para identificar una parábola? ¿Constituyen brevedad y narratividad una parábola? En lugar de ello propongo poner entre paréntesis la brevedad como una posible , aunque no necesaria, característica de la parábola y definirla del modo siguiente:
Parábola = metaforidad + narratividad
Una parábola –de longitud corta, mediana o larga– es una metáfora desarrollada en una narración o, más simplemente, una parábola es una narración metafórica. Pero, ¿qué es una metáfora, qué una narración y cómo su combinación en una narración metafórica es diferente de otro tipo de narración, digamos, por ejemplo, de la novela que se acaba de leer o de la película que se acaba de ver?
Metáfora. El término «metáfora» procede de dos raíces griegas; una es meta, «sobre» o «a través de», y la otra es ferein, «llevar» o «transportar». Mefáfora significa «transportar algo» de una cosa a otra y, por tanto, «ver algo como otra cosa» o «hablar de algo como de otra cosa». Piénsese en un típico ejemplo simple y cotidiano: «Las nubes están navegando por el mar». Esta descripción es metafórica, porque ve el cielo azul como el mar azul, y ve las nubes blancas como barcos de velas blancas. Una metáfora es «ver como» o «hablar como».
Naturalmente, no hay problema alguno en reconocer pequeñas metáforas como la que se acaba de mencionar o todas las demás metáforas diminutas que pueblan nuestro lenguaje ordinario, especialmente, por ejemplo, en dichos de todo tipo. Son las grandes las que resultan peligrosas, tanto más cuanto que son inevitables. Cuando una metáfora se hace grande se llama «tradición»; cuando es aún más grande es llamada «realidad», y cuando se hace la más grande de todas es llamada «evolución» y hasta «dios». El problema no es que estemos usando metáforas continuamente, sino que tendemos a olvidar o ignorar su presencia. Son, sin embargo, las placas tectónicas del lenguaje, y nunca es prudente olvidar o ignorar las placas tectónicas (esto es una metáfora).
Relato. Un relato o narración es una secuencia de acontecimientos vinculados entre sí con un comienzo, un medio y un fin. Mientras escribo este prólogo, El discurso del rey acaba de recibir cuatro de los Oscars de 2011. Es una narración, porque tiene una secuencia coherente, con un comienzo, cuando el rey Jorge VI asciende al trono de una Inglaterra en guerra y está incapacitado para hablar en público por tartamudez; un medio, cuando un terapeuta del lenguaje, tan amable como draconianas son sus medidas para curarle, y un fin, cuando el rey pronuncia una locución radiofónica navideña al combatido Imperio británico con pleno éxito.
Relato metafórico. Un relato corriente –piénsese en el que se acaba de exponer– intenta que el oyente o lector se centre interiormente en seguir el desarrollo de personajes y argumento, se pregunta lo que sucederá más adelante y cómo acabará. Quiere que se meta dentro del relato y no se quede fuera. Un relato fracasa cuando decimos: «Simplemente no puedo meterme en él» o «no capta la atención». De hecho, una novela o película ordinaria puede pretender que no se salga de ella, y que no se dé uno cuenta de lo improbable o increíble que resulta la trama.
Por otro lado, una parábola, o sea, un relato metafórico, siempre apunta a algo fuera de ella, apunta a un referente un tanto diferente y mucho más amplio. Cualquiera que sea su contenido, una parábola nunca es sobre ese contenido. Cualquiera que sea su contenido interno, una parábola siempre apunta hacia un referente externo, y quiere que se vaya hacia él.
Esa es la razón por la que la parábola de Franz Kafka «Mi destino» es también una parábola paradigmática acerca del narrar parábolas. En este relato tan corto, cuando el criado pregunta a su señor dónde va, este responde.
–No sé... solo lejos de aquí, lejos de aquí. Siempre lejos de aquí. Solo haciendo eso puedo alcanzar mi destino.
–Entonces, ¿conoce su destino? –pregunta [el criado].
–Sí –contesta [el señor]–. Ya lo he dicho. «Lejos de aquí» es mi destino.
Del registro literal al metafórico y del microcosmos específico al general, «lejos de aquí» es el destino de toda parábola.
Piénsese, por ejemplo, en la parábola de Jesús sobre el sembrador en Mc 4,3-9. Cuenta la historia de un labrador que esparce la semilla en diferentes tipos de suelo. Pero los oyentes más tempranos y los últimos lectores saben inmediatamente que, sea lo que sea, no se trata de sembrar. Jesús no intenta mejorar la producción agrícola de la Baja Galilea. Es algo «lejos de sembrar». Pero, ¿en qué grado y por qué? Las raíces griegas de «parábola» combinan para, «con», «a lo largo de», y ballein, «poner», «tirar». En la parábola de Jesús, «sembrar» es comparado con alguna otra actividad; pero, ¿cuál es esa otra actividad? Y esta pregunta nos lleva directamente al capítulo siguiente, donde consideraremos la parábola del sembrador con mucho más detalle. Veremos cómo Marcos nos cuenta lo que es –positivamente–, y, desde luego, eso no tiene nada que ver –negativamente– «sobre» el sembrar semilla en la tierra, sino «lejos» de ello.
PRIMERA PARTE
1
Nessun dorma –«nadie duerma [esta noche]»–, dice la princesa Turandot en la última ópera de Giacomo Puccini, Turandot¸ inacabada a su muerte en 1924. Nadie puede dormir porque hay que resolver un acertijo antes del alba. Esta es la leyenda de la princesa Turandot.
En un pasado muy lejano, su antepasada, la princesa Lo-u-Ling gobernaba sabiamente y bien hasta que fue violada y asesinada por un príncipe invasor. Como venganza, su descendiente, la princesa Turandot, decreta que cualquier hombre que quiera casarse con ella tiene que resolver tres adivinanzas. El fracaso lleva consigo la decapitación, y el éxito, los esponsales. Cuando comienza la ópera, el apuesto príncipe de Persia va hacia su ejecución con el alegre consentimiento de la princesa Turandot. A pesar de ello, el recién llegado príncipe de Tartaria se declara dispuesto a resolver los tres acertijos. El primero es este:
Princesa Turandot: ¿Qué nace cada noche y muere cada amanecer?
Príncipe de Tartaria: La esperanza.
Acierta. Y llega la segunda adivinanza:
Princesa Turandot: ¿Qué arde rojo y caliente como una llama y no es fuego?
Príncipe de Tartaria: La sangre.
De nuevo acierta y llega la última adivinanza:
Princesa Turandot: ¿Qué es como hielo y quema como fuego?
Príncipe de Tartaria: ¡Turandot!
El príncipe ha vencido en la prueba, pero ofrece a la princesa una vía de escape del matrimonio. Si ella puede adivinar su nombre por la mañana, él será ejecutado y ella se liberará. Si no, se casarán. Por eso nadie duerme esa noche, porque todos han de resolver la adivinanza del auténtico nombre del príncipe.
La princesa Turandot tortura a la sierva Liu, pues solo ella conoce el nombre del príncipe, pero Liu se mata para proteger su secreto. Sin embargo, el mismo príncipe le dice a la princesa que su nombre es Calaf y deja su destino en manos de ella. Finalmente, la princesa anuncia que conoce su nombre. Es «Amor», y viven felizmente para siempre.
Hoy en día pensamos que las adivinanzas son acertijos y juegos de palabras más propios de niños o entre niños y adultos, en los cuales los adultos tienen que decir que no saben, aunque sepan. Pero, en el folclore –como en el cuento de la princesa Turandot–, son a menudo pruebas mortales en los que no acertar te puede costar un ataúd y el éxito te puede proporcionar un reino. Eran luchas arquetípicas entre ignorancia y conocimiento, y, como a menudo en la vida misma, la ignorancia te puede costar la vida.
Cuatro preguntas estructuran este capítulo, y la respuesta a cada una de ellas lleva a la siguiente. Primera: ¿existían parábolas de adivinanza mortales –como la de Turandot– en el mundo mediterráneo antes de Jesús? Segunda, ¿es mejor considerar las historias del propio Jesús como tales adivinanzas, con consecuencias –negativas o positivas– potencialmente profundas? La respuesta a esta pregunta implica una lectura detallada de Mc 4 –como se dijo al final del prólogo–, y Marcos responde con toda claridad afirmativamente. Tercera, ¿por qué Marcos interpreta las parábolas de Jesús como parábolas de adivinanza? Y, finalmente, ¿era realmente esta forma de entenderlas la intención de Jesús o solo la interpretación (equivocada) de Marcos?
La primera pregunta de este capítulo es si tales pruebas lingüísticas, potencialmente fatales, como la que acabamos de ver en Turandot, existían en el ambiente greco-romano propio de Jesús o en su propia tradición judía y bíblica. Dos famosos casos responden a esta pregunta con una respuesta muy clara y acentuadamente positiva.
El primer caso es el Edipo y la Esfinge. La vida de Sófocles –noventa y nueve años– abarca todo el siglo V a. C. en Atenas. La obra más importante del gran trágico es –según la famosa opinión de Aristóteles– Edipo rey, del 429 a. C.
El gran oráculo de Delfos advierte al rey Layo y a la reina Yocasta de Tebas que su hijo matará a su padre y se casará con su madre. Layo manda a un esclavo para que mate al recién nacido, pero el esclavo solo lo abandona en una colina. Es salvado y criado por unos pastores, y luego es adoptado por el rey y la reina de Corinto. Cuando llega a descubrir que ellos no son sus verdaderos padres, consulta al siempre dispuesto oráculo de Delfos, que le da el mismo aviso acerca de matar a su padre y casarse con su madre. Por tanto, decide no volver a Corinto, sino que se dirige –¡como se habrá adivinado!– a Tebas.
De camino hacia allí tiene una pelea con otro hombre y lo mata. Sin saberlo en absoluto acaba de matar a su padre Layo. Así, a la mitad de su terrible destino llega a las puertas de Tebas. La entrada está protegida por la Esfinge, una leona con cabeza humana que plantea una adivinanza a cada viajero que quiere entrar en la ciudad. La pena por no resolverla es ser devorado vivo por el monstruo. Esto era claramente malo para el comercio, de forma que la ciudad adelgazó y la Esfinge engordó. Aquí está la prueba mortal:
Adivinanza de la Esfinge: ¿Quién anda a cuatro patas por la mañana, sobre dos por la tarde y sobre tres por la noche?
Respuesta de Edipo: Los seres humanos. De niños gatean a cuatro patas, de adultos caminan con dos piernas y de viejos se apoyan en un bastón.
Naturalmente acierta, y la Esfinge se mata inmediatamente. Tebas está libre. Edipo se casa con la reciente viuda Yocasta, la reina, y de este modo, sin saberlo, ha matado a su padre y se ha casado con su madre. La gran obra de Sófocles se abre con el trágico desenlace para todos los protagonistas.
Esta es la más famosa adivinanza en la tradición griega, y ciertamente es difícil decidir si el éxito o el fracaso en su solución hubiera significado un mejor o peor destino para Edipo, Yocasta y toda la gente de Tebas. Pero, de un modo u otro, las parábolas de adivinanza no son juegos de niños, sino pruebas de adultos mortalmente serias. El éxito significa una gran ganancia; el fracaso significa una pérdida grande. Y, como veremos a continuación, la misma amenaza mortal está al acecho en las parábolas de adivinanza en la tradición bíblica.
El segundo caso es el de Sansón y el león. La historia de Sansón aparece en Jue 13-16, y entre otras cosas es una advertencia contra los matrimonios mixtos de israelitas y no israelitas. «¿No hay una mujer en tu clan o entre tu pueblo –le dicen sus padres – para que tengas que ir a tomar esposa entre esos filisteos incircuncisos?» (14,3). Sansón era una figura de tipo Hércules que protegía a sus pueblo de amenazas y peligros, pero desgraciadamente aprendía muy lentamente cuando se trataba de mujeres, por no hablar de los problemas en cuanto al dominio de su ira. En aquel tiempo, los enemigos más especiales de Israel eran los filisteos, que habían invadido Egipto posiblemente desde la Creta micénica hacia el 1190 a. C. Rechazados por Egipto, se asentaron en la costa sur de Canaán y llegaron a ser una seria amenaza para Israel, a pesar de lo que la honda de David había hecho en singular combate entre los ejércitos formados.
La preferencia de Sansón por las mujeres filisteas implicó en primer lugar a una mujer anónima de Timná (14,1), luego a una prostituta anónima de Gaza (16,1) y, por último, a Dalila de Soreq (16,4). Me fijo aquí en la primera mujer y, una vez más, en una prueba de adivinanza que puede terminar en muerte. Durante su camino para proponer matrimonio a la mujer de Timná, Sansón fue atacado por un joven león, pero «descuartizó al león con solas sus manos como quien descuartiza un cabrito» (14,6). Más tarde, cuando volvía para casarse con su prometida, vio que unas abejas habían hecho miel en el esqueleto del león, la sacó y la comió durante su camino.
Sus parientes filisteos dieron a Sansón treinta compañeros para el convite de bodas. «Os voy a proponer un acertijo –les dijo Sansón–, si me lo acertáis en estos siete días del convite, os doy treinta sábanas y treinta mudas; si no lográis resolverlo, me dais vosotros a mí treinta sábanas y treinta mudas» (14,12-23).
Aquí está el acertijo:
Del que come salió comida,
del fuerte salió dulzura (14,14).
Por cierto, no es exactamente un acertijo limpio, porque usa información privada que ellos nunca podrían adivinar.
Así, «al cuarto día le dijeron a la mujer de Sansón: “Engaña a tu marido a ver si nos enteramos de la solución, que si no te quemamos a ti y la casa de tu padre. ¿O nos habéis invitado para dejarnos sin nada?”» (14,15). Sansón acabó por rendirse ante la insistencia de su mujer, y sus treinta compañeros le respondieron triunfantes:
¿Qué hay más dulce que la miel?;
¿qué hay más fuerte que un león? (14,18).
Sansón sabe que han hecho trampas usando a su mujer contra él. El resultado es que «el espíritu del Señor lo invadió y bajó a Asquelón. Mató a treinta hombres de la ciudad, los desnudó y dio sus ropas a los que habían resuelto el acertijo» (14,19). Aun después de esto, los efectos letales del acertijo continúan.
Sansón considera que la mujer de Timná es su esposa y, cuando se entera de que su padre se la ha dado a uno de sus compañeros, «quemó los haces, las mieses sin segar e incluso viñas y olivares» de los filisteos (15,5). Ellos a su vez quemaron a la mujer de Timná y a su padre (15,6). En venganza, Sansón «les sacudió una paliza» (15,8). En muchas ocasiones, los acertijos llevan consigo en el folclore y las leyendas el olor de la muerte.
Con Turandot, Edipo y Sansón tenemos relatos que contienen adivinanzas más que relatos de adivinanza. Pero, ¿qué ocurre si una adivinanza se amplía para llenar todo el relato de tal forma que su tema mayor y aun los pequeños dentro de él confrontan a los oyentes o lectores con acertijos y adivinanzas uno tras otro? Un acertijo –como se ha visto en los tres casos– ordinariamente es solo un enigma o misterio en una frase. Cuando una pregunta de adivinanza de una frase crece hasta un relato de adivinanza, no solo el mismo relato en sí, sino incluso sus múltiples partes, todas y cada una, apuntan hacia otro lado. Tales parábolas de adivinanza también se llaman alegorías (de las raíces griegas correspondientes a «otro» y «hablar»). En las parábolas de adivinanza o alegorías, todo el relato y cada uno de sus elementos «hablan» de algo «diferente». En ellas no solo el relato en su conjunto, sino todos sus elementos han de ser descodificados.
La respuesta a la primera pregunta de este capítulo, por tanto, es que adivinanzas potencialmente letales existían en el mundo mediterráneo antes de Jesús tanto dentro como fuera de la tradición bíblica.
Paso ahora a la segunda pregunta de este capítulo. ¿Hay que entender todas o la mayoría de las parábolas de Jesús como parábolas de adivinanza, llamadas también alegorías, como decía más arriba? ¿Es la parábola de adivinanza el tipo más importante de parábola preferido por Jesús? Una respuesta enfáticamente positiva se encuentra en el evangelio según Marcos; y, puesto que Marcos es el más antiguo de los cuatro evangelios en nuestro actual Nuevo Testamento, la respuesta exige un estudio cuidadoso.
En primer lugar, Marcos nos presenta la parábola de Jesús acerca del sembrador y la interpreta punto por punto como una parábola de adivinanza (4,1-20). También la cita como modelo o paradigma para otras parábolas de Jesús, de forma que todas ellas se toman como parábolas de adivinanza. Por último, en la mejor tradición de las adivinanzas, estas parábolas tienen consecuencias muy profundas. El acierto en entenderlas proporciona el reino de Dios. No lograr entenderlas termina no en la muerte física, sino en la espiritual. Marcos, pues, presenta la parábola del sembrador de Jesús como un breve drama en dos actos.
El primer acto comienza en el mar de Galilea. Jesús «entró en una barca en la orilla del mar y se sentó allí, mientras toda la gente estaba junto al mar en tierra». Les enseñaba «muchas cosas en parábolas» (4,1-2). Nótese inmediatamente el uso de «parábolas» en plural. Es digno de notarse, porque únicamente la parábola del sembrador viene a continuación, en 4,3-8, antes de que los discípulos le pregunten «sobre las parábolas», de nuevo en plural, en 4,10.
¿Por qué esta secuencia del primer plural «parábolas», luego la única parábola del sembrador y, finalmente, otra vez, la mención del plural «parábolas»? Marcos está acentuando que este único ejemplo del sembrador es un paradigma para las parábolas, un modelo para todas las demás. Si se entiende esta sola parábola, dice, se entenderán todas las parábolas. Si no, no se entenderá ninguna de ellas.
Aquí está esta parábola paradigmática (añado los números):
Un sembrador salió a sembrar.
[1] Y, al sembrar, alguna semilla cayó en el camino y los pájaros vinieron y se la comieron.
[2] Otra semilla cayó en suelo pedregoso, donde no había mucha tierra; como la tierra no era profunda, brotó enseguida. Pero cuando salió el sol se abrasó, porque no tenía raíz, y se secó.
[3] Otra cayó entre zarzas, crecieron las zarzas y la ahogaron, y no dio grano.
[4] Otra cayó en tierra buena y, brotando, creciendo y granando dieron fruto, una treinta, una sesenta y otra ciento por uno (4,3-8).
No se da a la gente ninguna otra explicación de esta parábola antes de que acabe el primer acto.
El segundo acto comienza con Jesús dejando a la gente y hablando en privado con sus discípulos. Entonces, «cuando se quedó solo, los que estaban en torno a él y los doce le preguntaron sobre las parábolas» (4,10). Hay un segundo uso plural de «parábolas». El sembrador es una parábola para todas las parábolas, una parábola sobre parábolas y sobre contar parábolas. ¿Qué dice Jesús en respuesta a la pregunta de los discípulos?
Su primera cuestión no es solo sobre el sembrador, sino «sobre las parábolas». ¿Por qué, preguntan, usar tales imágenes, figuras, metáforas? ¿Por qué parábolas? ¿Por qué no una enseñanza abierta, simple, directa? La respuesta de Jesús es más bien chocante:
–A vosotros se os dado el misterio del reino de Dios, pero a los de fuera todo viene en parábolas, para que
«miren pero no vean,
escuchen pero no entiendan;
de manera que no se conviertan y sean perdonados» [Is 6,10].
Y les dijo:
–¿No entendéis esta parábola? Entonces, ¿cómo entenderéis todas las parábolas? (Mc 4,11-13).
Estas son probablemente las más enigmáticas palabras que Jesús haya dicho nunca. Pueden tomarse de dos maneras, una en el buen sentido y otra en malo, pero ambas son malas.
Es posible dar a esta frase una lectura un tanto benigna, diciendo que el efecto de las parábolas de adivinanza de Jesús se cita como su finalidad. La incomprensión de la audiencia es consignada como si fuera la intención de Jesús.
Se encuentra la misma estructura, por ejemplo, en el libro del Éxodo, cuando Moisés intenta liberar de las ataduras egipcias a los esclavizados hebreos y el faraón persiste en negarse. Obsérvese cómo la causalidad pasa de lo que el faraón hace a Dios a lo que Dios hace al faraón:
El faraón endureció el corazón (8,15.32; 9,34).
El corazón del faraón se endureció (7,13-14.22; 8,19; 9,7.35).
Dios endureció el corazón del faraón (9,12; 10,1.20.27; 11,10; 14,8).
Lo que el faraón hace a Dios como efecto, resultado y consecuencia se atribuye a Dios como causa, intención y finalidad.
Marcos, sin embargo, no parece pretender esta lectura bienintencionada. No dice que el resultado no pretendido de las parábolas de Jesús fuera la incomprensión. Dice que la incomprensión ya estaba allí en respuesta al mensaje de Jesús, y que por eso Jesús usaba parábolas de adivinanza para aumentar y castigar esa incomprensión. Según Marcos, el rechazo anterior a Jesús por parte de sus oyentes genera un rechazo contrario por parte de Jesús a sus oyentes por medio de parábolas de adivinanza. La interpretación de Marcos, por tanto, es que se pretendía que las parábolas de Jesús fueran deliberadamente incomprensibles a los de fuera, a los opositores, pero comprensibles –con especial interpretación de Jesús– a los de dentro, a los discípulos.
Esto nos lleva a la tercera pregunta de este capítulo. ¿Por qué interpretó Marcos las parábolas de Jesús como parábolas de adivinanza punitivas para sus oponentes, parábolas que requieren interpretación privada para sus seguidores? Mi respuesta se deriva de pasajes específicos de Marcos en los capítulos 3 y 4, así como en los capítulos 7 y 12.
Comienzo con Mc 3. Aquí se encuentra la visión del evangelio de Marcos: «Después de que Juan fuera arrestado, Jesús vino a Galileo proclamando el evangelio de Dios y diciendo: “Se ha cumplido el tiempo y el reino de Dios está próximo, arrepentíos y creed en el evangelio”» (1,14-15). Pero, desde 2,1 en adelante, Jesús tropieza con una repetida oposición, que alcanza su cumbre cuando «los fariseos salieron y conspiraron con los herodianos contra él para hacerlo perecer» (3,6).
A continuación viene este incidente: «Su familia [...] salió para hacerse cargo de él, porque decían: “Está fuera de sí”. Y los escribas que habían bajado de Jerusalén decían: “Tiene a Belzebú y en el nombre del príncipe de los demonios expulsa a los demonios”» (3,21-22). En respuesta inmediata a este absoluto insulto, Marcos menciona por primera vez el uso de las parábolas por Jesús:
Él, llamándoles junto a sí, les decía en parábolas:
–¿Cómo puede Satanás expulsar a Satanás? Si un reino está dividido contra sí mismo, ese reino no puede subsistir. Si una casa está dividida contra sí misma, esa casa no podrá subsistir. Y si Satanás se ha alzado contra sí mismo y está dividido, no puede subsistir, pues ha llegado su fin. Nadie puede entrar en la casa del fuerte y saquear su ajuar si no ata primero al fuerte; entonces podrá saquear su casa (3,23-27).
Después de este uso inicial de la parábolas en 3,23, no es sorprendente encontrarlas comprendidas en Mc 4 como el rechazo de Jesús del rechazo, como parábolas de adivinanza que pretenden ampliar y condenar el rechazo anterior.
Vuelvo a Mc 4. Ya he mencionado que, cuando una pregunta de acertijo –como con Sansón, Edipo o Turandot– se amplía con una narración y se convierte en una parábola de adivinanza, normalmente se llama alegoría. Así es como el Jesús de Marcos explica la parábola de adivinanza o la alegoría del sembrador cuando está solo con los discípulos (los números son míos, como se dijo más arriba):
El sembrador siembra la palabra.
[1] Los que están a lo largo del camino donde se siembra la palabra son aquellos que, en cuanto la oyen, viene Satanás y se lleva la palabra sembrada en ellos.
[2] De igual modo, lo sembrado en terreno pedregoso son los que, al oír la palabra, al punto la reciben con alegría, pero no tienen raíz en sí mismos, sino que son inconstantes; y en cuanto se presenta una tribulación o persecución por causa de la palabra, sucumben enseguida.
[3] Y otros son lo sembrado entre zarzas; son los que han oído la palabra, pero las preocupaciones del mundo, la seducción de las riquezas y las demás concupiscencias les invaden y ahogan la palabra, y queda sin fruto.
[4] Y los sembrados en tierra buena son aquellos que oyen la palabra, la acogen y dan fruto, unos treinta, otros sesenta y oros ciento por uno (4,14-20).
¿Pájaros como Satanás? ¿Rocas como tentaciones? ¿Zarzas como deseos? Ciertamente, esto parece una historia de adivinanzas que pretende, en primer lugar, incomprensión y, en segundo lugar, condenación: «Para que [...] así no se conviertan y sean perdonados». Aun cuando se sospeche que «sembrar» significase «enseñar», ¿cómo se podrían comprender correctamente los demás detalles? Y un acertijo exige que se resuelvan correctamente todos sus detalles. Para Edipo, «cuatro» significa infancia; «dos», edad adulta, y «tres», vejez; para Marcos, «pájaros» significa «Satanás»; «rocas», persecución, y «espinas», tentación. O se entiende todo o no se entiende nada.
Vuelvo a Mc 7. Una situación similar a la de Mc 4 aparece en Mc 7: «Cuando los fariseos y algunos de los escribas que habían venido de Jerusalén se reúnen junto a él» y «critican a algunos de sus discípulos» (7,1-5), Jesús responde llamándoles «hipócritas» que «dejan los mandamientos de Dios y se aferran a tradición humana» (7,6.8). En esta situación de enfrentamiento es donde, una vez más, Jesús habla públicamente a «la gente» (7,14), y luego, «cuando había dejado a la gente y entrado en la casa, sus discípulos le preguntaron sobre la parábola» (7,17). Para Marcos, las parábolas pretenden rechazar a aquellos que ya han rechazado a Jesús.
Mi último punto es Mc 12. La serie inicial de acerbas controversias al comienzo de la vida pública de Jesús en Mc 2-3 se corresponde a otra serie a su final, en Mc 11-12. Y otra vez encontramos a Jesús hablando en «parábolas» en medio de esta confrontación mortal:
Y se puso a hablarles en parábolas.
–Un hombre plantó una viña, la rodeó de una cerca, cavó un lagar y edificó una torre, la arrendó a unos labradores y se marchó [...]
Cuando ellos [los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos de 11,27] comprendieron que había dicho la parábola por ellos, trataban de detenerle, pero tuvieron miedo de la gente. Y, dejándole, se fueron (12,1.12).
Para Marcos, desde 3,23-27 a 12,1.12, pasando por 4,11-13 y 7,17, Jesús cuenta «parábolas» en medio del rechazo de sus oyentes como su propia reacción contraria a esos oyentes.
Todo esto es bastante claro... para Marcos. Pero nos deja con la cuarta y última pregunta para este capítulo. ¿Fueron las incomprensibles parábolas de adivinanza de Jesús un castigo deliberado a la incomprensión anterior, su contrarreacción al rechazo anterior? ¿Fue esa la intención de Jesús o una comprensión (falsa) de Marcos?
No creo que esta contrarreacción fuera la finalidad de Jesús para sus parábolas, aunque se consideren adivinanzas o alegorías. La razón principal es que Marcos se contradice sobre la función de las parábolas como creadoras de incomprensión, y por tanto garantizando condenación. Aquí hay cinco ejemplos del mismo Mc 4.
Primero. La interpretación de Marcos contradice su propio acento inicial al comienzo de este capítulo de las parábolas: «Jesús empezó a enseñar a la orilla del mar [...] Empezó a enseñarles muchas cosas en parábolas, y les decía en su enseñanza...» (4,1-2). La parábola del sembrador viene a continuación. Pero, ¿qué maestro enseña para fomentar incomprensión? Enseñar a menudo puede terminar en incomprensión, pero esto no es normalmente la intención de los maestros; más bien enseñan normalmente para aportar claridad y entendimiento.
La interpretación de Marcos también contradice las palabras del propio Jesús que enmarcan la misma parábola del sembrador. Comienza con «escuchad» y termina con «el que tenga oídos para oír, ¡que oiga!». Buenas traducciones serían: «Tenéis oídos, ¡usadlos! ¡Escuchad!, ¡pensad!, ¡responded!, ¡entended!». ¿Por qué destacaría Marcos el escuchar si él creyera que la finalidad era la incomprensión?
mismainterpretación
En la versión de Marcos de la parábola de adivinanza, Jesús no habló solo de tres tipos de suelo malo, sino también de tres tipos de suelo bueno. Hay tres tipos de pérdidas, pero también tres grados de ganancia: «Otra semilla cayó en suelo bueno y produjo fruto, creciendo y aumentando y produciendo treinta, sesenta y ciento por uno» (4,8). El suelo bueno produce treinta, un suelo mejor sesenta y el mejor suelo ciento por uno. Esto se explica alegóricamente más tarde. «Estos son los sembrados en buena tierra: oyen la palabra y la aceptan y dan fruto, treinta, sesenta y ciento por uno» (4,20).
Los tres tipos de tierra mala tienen un comentario amplio, pero nada más se dice sobre los tres tipos de tierra buena. No se interpretan alegóricamente. ¿Es que no son importantes? Uno de los primeros lectores más cuidadosos y más críticos fue Lucas. Él vio este problema y reescribió Marcos para evitarlo. Termina la parábola con esta frase: «Y otra cayó en tierra buena y, cuando creció, dio fruto centuplicado» (Lc 8,8). Y la interpretación dice de este modo: «En cuanto a la tierra buena son los que, después de haber oído la palabra, la mantienen en un corazón bueno y recto y dan fruto con perseverancia» (Lc 8,15). Lucas expone tres modelos de fracaso, pero solo uno de éxito.
¿No niega acaso esta proporción de tres modos de fracaso y tres grados de éxito dentro de la parábola esa interpretación externa de su finalidad como incomprensión, con o sin condenación? Si la audiencia reconoce fácilmente las tres formas de fracaso (pájaros, piedras, zarzas), ¿cómo interpretaría las tres de éxito (treinta, sesenta, ciento) aun dentro del literal microcosmos de la siembra? La parábola de Jesús parece totalmente abierta a esperar y aceptar grados de fracaso y éxito. Concluyo, pues, que, a la espera de nuevas investigaciones, la interpretación por parte de Marcos de las parábolas de Jesús como parábolas de adivinanza que buscan incomprensión y, por ende, generan condenación, no es apropiada o adecuada a la intención de Jesús.
La segunda parte del título de este capítulo, «para que no entiendan», es un lema o mantra para todas las parábolas de adivinanza. Empezaba este capítulo con la ópera Turandot, a manera de moderna obertura para acentuar que, en el mundo antiguo, las adivinanzas no eran juegos de palabras infantiles, sino pruebas potencialmente mortales. A este comienzo han seguido respuestas a cuatro preguntas.
La primera de ellas preguntaba si tales duelos mortales de palabras existían en el mundo mediterráneo de Jesús. La historia de la Esfinge de Edipo y la del león de Sansón nos han proporcionado una respuesta rotundamente afirmativa. Las parábolas de adivinanza mortales podían ser, en otras palabras, modelos de las propias parábolas de Jesús.
La segunda pregunta era si esas parábolas de Jesús se consideraban adecuadamente como parábolas de adivinanza, no solo historias con adivinanzas en ellas, sino adivinanzas con historias en ellas. La interpretación de Marcos de la parábola del sembrador como paradigma para el resto de ellas nos proporcionó otro rotundo sí.
La tercer pregunta era por qué Marcos escogió el sembrador como una parábola de adivinanza punitiva y, desde luego, como modelo principal para todas las parábolas de Jesús. ¿Por qué pensaba que Jesús pretendía incomprensión pública por parte de mucha gente, mitigada solo por una interpretación privada para unos pocos? Porque, para Marcos, el rechazo de Jesús por parte de sus oyentes generaba un correspondiente rechazo de tales oyentes por parte de Jesús.
La última pregunta era si Marcos acertaba en esa forma de entender la intención de las parábolas de Jesús. Mi respuesta ha sido vigorosamente negativa, porque se encuentra en contradicción con el mismo contexto de Marcos, como por ejemplo su parábola de la lámpara. Las parábolas no están contadas para fomentar incomprensión, igual que una lámpara no está pensada para no alumbrar.
Admitido, a partir de este capítulo, que las parábolas de Jesús no pretendían, como parábolas de adivinanza, una incomprensión punitiva, ¿estaban pensadas como parábolas de ejemplo para exhortación ética? Esta será la cuestión básica del capítulo siguiente, donde expondré con detalle su estructura y orden después de la introducción del capítulo.