AL TERCER DÍA RESUCITÓ
DE ENTRE LOS MUERTOS
A todos mis compañeros de bachillerato de 1950 («o tempora, o mores!»), en las bodas de oro de nuestra promoción.
Mayo 2000
En la ya larga historia del espíritu humano y de sus variedades y exuberantes manifestaciones, hay un pequeño dato que no puede negarse: nunca, en ningún lugar, y de nadie, se ha afirmado algo similar a lo que la fe cristiana profesa de Jesús, cuando dice que «resucitó de entre los muertos».
A lo largo de los siglos, la palabra humana se ha atrevido a testificar algunas reviviscencias (verdaderas o no, ahora no hace al caso). Pero ciertamente no ha testificado ninguna resurrección, salvo la de Jesús.
En este mundo del que los antiguos afirmaban que «no hay nada nuevo bajo el sol», en esta historia de la que el escéptico Eclesiastés (1,10) escribía que «nadie puede decir “aquí hay una cosa nueva”, porque ya existió», en este mundo y esta historia hay una afirmación única, que no ha vuelto a ser dicha de nadie más –ni en otras religiones ni fuera de ellas– y que, a su modo, ha marcado buena parte de la trayectoria humana sobre el planeta tierra, y pretende enmarcarla toda: que Jesús de Nazaret, crucificado por los hombres, ha sido resucitado de entre los muertos.
Esta unicidad, esta novedad absoluta de la noticia, legitima al menos el interés por saber qué quiere decir eso de la Resurrección de Jesucristo. Aunque solo fuera por curiosidad.
Pero lo legitima mucho más en unos momentos como los presentes, en los que el analfabetismo religioso está llegando a niveles de inundación tropical o mediterránea. Y en los que, desde esa ignorancia, todo el mundo se atreve a pontificar sobre temas religiosos, con una impavidez y una seguridad que recuerda a aquellos sofistas de Atenas a los que Sócrates escuchaba pacientemente entre la sorna y la sonrisa.
Por ejemplo: el pasado verano1, y a propósito de unas declaraciones de Juan Pablo II sobre el cielo y el infierno como estados y no como espacios (declaraciones supuestas o reales pero, en cualquier caso, tremendamente obvias y elementales), una prensa angustiada por la sequía veraniega de noticias, se entretuvo comentando, criticando y especulando, como si el Papa hubiera declarado algo inaudito, tan rasgado y tan extraño que confirmaba el ateísmo de los no creyentes y amenazaba la fe de los fieles. Pero no había ni lo uno ni lo otro. En realidad no había nada.
Pasada aquella tormenta veraniega, quizás pueda quedar una conclusión modesta: no está mal tener una misma información y entender un poquito de aquello de lo que vamos a hablar, o nos van a hacer hablar. Ojalá estas páginas puedan ayudar a ello, aunque solo será mínimamente.
Ayudar a los no creyentes que, a veces, al hablar de temas religiosos hacen un ridículo impresionante del que no se dan cuenta ni ellos ni sus oyentes, porque todos están como en aquella ciudad de los ciegos novelada por Saramago. Y ayudar a los creyentes a los que la fe se les ha quedado tan pequeña como el trajecito de la primera comunión (que era además un traje de una época de penurias). Y no se dan cuenta de que, en asuntos de fe, salen muchas veces a la calle con aquel traje de marinerito, mostrando a la vez sus piernas peludas y sus cabezas entrecanas o entrecalvas.
No hay en estas páginas otra pretensión que la de informar un poco. Por las razones dichas. Y sin afán de convertir a nadie. Que no están los tiempos para más pretensiones.
Pero sí me quedaré contento si, al acabar, unos y otros entienden mejor el sentido pleno de aquella preciosa frase del salmista, que me gusta repetir de vez en vez: «Al despertar me saciaré de Tu semblante».
J.I.G.F.
Sant Cugat del Vallès
Marzo 2000
Hace unos días asistí al funeral de una excelente persona muy querida por cuantos la conocieron. La parroquia estaba más bien mohína, como es razonable, hasta que comenzó el sermón. Entonces nos pusimos todos tristísimos. El buen cura vino a decir que lo mejor que puede hacerse en esta vida es morirse, porque de inmediato nos disolvemos en la luz divina como chispas devoradas por un alegre y vertiginoso incendio. Lo cual está muy bien, pero lo presentaba como algo estrictamente espiritual. Solo nuestra parte inmaterial pasaba a formar parte de tan colosal luminosidad. Ni una palabra dijo sobre la parte carnal. Ahora bien, sin la resurrección de la carne, la Gloria eterna se queda en un cursillo de filosofía platónica, o, a todo estirar, hegeliana, dos potentes pensamientos ateos. Sin la resurrección de la carne, la promesa católica de inmortalidad se reduce a tener portal en un Internet eterno.
Mientras escuchaba las palabras del bondadoso sacerdote, me vinieron a la memoria espeluznantes imágenes de una película de Dreyer, la sublime Ordet (La palabra): cuando el personaje chiflado que todos creen mudo se enfrenta al cadáver de su hermana pequeña y comienza a balbucear con voz cada vez más tonante hasta que, fuera de sí, aúlla las terribles palabras y ordena a la muerta que resucite. Al tiempo de caer desvanecido, la niña se incorpora. Creo recordar que las flores que cubrían su cuerpo resbalan hasta el suelo volando con la lentitud de una sumisión reticente.
Católicos, no os dejéis arrebatar la Gloria de la carne, no os hagáis hegelianos. Que, sobre todo, el cuerpo sea eterno es la mayor esperanza que se pueda concebir y solo cabe en una religión cuyo Dios se dejó matar para que también la muerte se salvara. Quienes no tenemos la fortuna de creer, os envidiamos ese milagro, a saber, que para Dios (ya que no para los hombres) nuestra carne tenga la misma dignidad que nuestro espíritu, si no más, porque también sufre más el dolor. Rezamos para que estéis en la verdad y nosotros en la más negra de las ignorancias. Porque todos querríamos, tras la muerte, volver a ver los ojos de las buenas personas. E incluso los ojos de las malas personas. En fin, ver ojos y no únicamente luz.
Félix de Azúa
El País, 21 de junio de 2000
1
«Si Cristo no resucitó es vana la predicación y la fe… y somos los más desgraciados de los hombres» (1 Cor 15,14.19)
Antes de hablar de la Resurrección2 es preciso ubicarla en el contexto del mensaje cristiano para saber de qué hablamos. Esta contextualización se vuelve más necesaria si tenemos en cuenta, por un lado, las radicales palabras de Pablo que encabezan este capítulo. Y por otro, también, el que a veces se ha dicho que se puede ser cristiano y creer en el Dios cristiano, sin aceptar la Resurrección de Jesús.
Parece evidente que, cuando se puede llegar a conclusiones tan opuestas, es porque las palabras no significan lo mismo. Convendrá, pues, que comencemos acercándonos a estas palabras: resurrección y cristianismo.
1. Cristianismo
Muy someramente, la fe cristiana puede reducirse a estas dos afirmaciones:
a) En la vida, muerte y Resurrección de Jesucristo ha ocurrido algo que cambia totalmente el significado de este mundo, de la historia y de la relación de los hombres con Dios.
b) El Dios que se revela en el cristianismo es «el Dios de los pobres».
Veamos un poco más detenidamente cada una de esas afirmaciones.
b) La segunda de ellas viene ya del Antiguo Testamento. Es como el balance o el resultado de toda aquella trayectoria en la que Dios fue revelándose, no desde fuera, sino desde dentro de la historia humana. Valiéndose primero de elementos impuros inherentes a la religiosidad humana (nacionalismo, violencia, culto, manipulación de Dios…) y entrando por ellos para, desde el seno de esa noche casi prehumana, ir preparando la aurora del verdadero rostro de Dios, que brilla en multitud de frases veterotestamentarias como estas: «He oído el clamor de mi pueblo oprimido»; «quien maltrata al pobre, maltrata a Dios»; «conocer a Dios es practicar la justicia»…3
a) La primera afirmación constituye el mensaje del Nuevo Testamento, no al margen del Antiguo sino en continuidad dialéctica con él. La vida de Jesús gira en torno a esa categoría que Jesús llamaba «el reinado de Dios» y del que decía expresamente que es un reino «de los pobres». La muerte violenta de Jesús es el rechazo por los hombres (o mejor, por los poderes políticos y religiosos) de ese reinado de los pobres. Un rechazo que tiene lugar en nombre de Dios y en defensa de la ley de Dios. Por eso Jesús muere acusado de blasfemia. Y por eso, después de morir Jesús, no puede quedar ninguna esperanza, aunque puedan quedar en pie muchas preguntas.
2. Resurrección
Pero el testimonio sobre Jesús no concluye ahí. Se nos dice además que Dios ha resucitado a Jesús y que, al resucitarlo, Dios se identifica con Él, desautorizando a sus jueces y a sus verdugos.
Los desautoriza pero no los aniquila. Confirma con hechos su revelación como Dios del reino de los pobres. Pero además ofrece el perdón y garantiza una posibilidad de transformación para todo este mundo criminal, que vive y avanza machacando a los pobres de Dios y a los vindicadores de esos pobres.
De esta manera, «el Dios que resucita a Jesús de entre los muertos» (y que es el mismo Dios «que llama al ser a lo que no es») confirma que Él es «el Dios que derriba del trono a los poderosos y levanta a los humillados, el que despide vacíos a los ricos y colma los hambrientos». Confirma eso pero, además, revela que Él es «el Dios que justifica al impío». Ahí están las cuatro definiciones de Dios que encontramos en el Nuevo Testamento, y que llevan a la otra definición cumbre que encontramos después: Dios es amor4.
Esto es lo medular del cristianismo. Pero, con solo afirmar esto, ya se percibe la centralidad de la Resurrección de Jesús. Sin ella, afirmar que Dios es «el Dios de los pobres» puede seguir siendo blasfemia o al menos locura, igual que la vida de Jesús. Ese sigue siendo el veredicto de eso que el Nuevo Testamento llama la sabiduría de este mundo.
Toda la trayectoria del Antiguo Testamento y de la iglesia posterior queda centrada en la Resurrección de Jesús. Otras mil cosas que al lector le pueden sonar vagamente, como la Trinidad, la divina de Jesús o la vida eterna…, derivan y nacen todas de ahí, aunque ya no toca a este libro mostrar ese desarrollo.
3. La fe cristiana
Si esto es lo que significan los dos términos en litigio, esta simple aclaración ya nos permite comprender que la fe cristiana no es ni debe ser confundida con una «filosofía» o con una «explicación intelectual» o «religiosa» de las cosas. No es eso lo que pretende la fe cristiana. Esta puede ser sencillamente ignorante respecto a muchas legítimas cuestiones filosóficas (origen del mundo, existencia e inmortalidad del alma…).
No quiero decir que no existan en la Biblia y en la tradición cristianas elementos que pueden ser útiles para buscar respuesta a esas cuestiones filosóficas: pues la Biblia nace precisamente desde la entraña misma de esta historia humana en la que los hombres han preguntado y preguntarán siempre. Pero sí afirmo que son solo «elementos para una respuesta», la cual, a lo mejor, podrá estar más o mejor desarrollada en otras cosmovisiones filosóficas o religiosas (por ejemplo en el hinduismo, etc.). Solo eso.
Todo esto quizá contextúe suficientemente los textos a los que por fuerza tenemos que acercarnos para ver lo que se nos dice. Pero, además de ese contexto creyente, la Resurrección de Jesús no se predica como una enseñanza para los cristianos solamente, sino como una «buena noticia» para todos los hombres, sean creyentes o no. Si algún no creyente lee estas páginas, tiene derecho a preguntarse qué puede significar para él esa buena noticia.
Aunque este tema reaparecerá más adelante, cuando hablemos del «significado» de la Resurrección, puede que valga la pena insinuar ahora un nuevo marco más amplio, que acabe de contextuar nuestro tema. Podemos calificarlo como el «contexto humano».
4. Contexto humano: el principio esperanza
Pocos meses antes de morir, en 1980 y en una entrevista concedida si no me equivoco al diario Le Monde, el filósofo Jean Paul Sartre reconocía que «ante ese amasijo miserable que forma nuestro planeta, vuelve a atormentarme la desesperación; es la idea de que todo se acabará, de que solo existen fines particulares por los que luchar… no hay un objetivo humano…, no hay más que desorden». Reconocía el filósofo la necesidad de una ética bien fundada, y confesaba: (ante la desesperación) me resisto con toda justicia y sé que moriré en la esperanza, una esperanza que, sin embargo, es preciso fundamentar».
No se trata de elucubraciones filosóficas ininteligibles, sino de algo que marca todo nuestro ser humano y que podemos retraducir de manera más universalizable:
* El triunfo de la muerte («Cuánto penar para morirse uno», decía el poeta. O con las palabras más sobrias de Sartre: «Todo se acabará»).
* El triunfo del verdugo (que, además, acaba escribiendo él la historia). Con palabras de Sartre: la desesperación ante el «amasijo miserable de nuestro planeta donde solo existen fines particulares y ningún objetivo humano».
* El triunfo del fracaso, o la derrota de las utopías porque, al final, acaba imponiéndose la realidad («No hay más que desorden»).
Esas tres grandes cuestiones: muerte, injusticia y utopía, marcan la vida y la historia humanas, y claman por alguna razón positiva que permita creer que la esperanza no es un mero voluntarismo ciego que va sembrando la vida de mil promesas falsas. La grandeza de las declaraciones de Sartre proviene precisamente de la fe en que resistir a esa dinámica degradante era cosa de «justicia», y que había que «mantener la esperanza». Porque rendirse de antemano ante la evidencia de que esas cuestiones no tienen solución, acaba por significar, de un lado, el embrutecimiento personal, y del otro la degradación de la sociedad humana en un amasijo todavía más miserable. O con otras palabras: la resistencia a esa triple ley no prueba que no sea verdadera. Lo que muestra es que es inaceptable.
¿Es demasiado pesimista esa descripción de nuestro contexto humano? ¿No sigue siendo posible prescindir de él y vivir «relativamente bien»? Permítaseme aún un par de pinceladas para precisarlo más.
La muerte acaba teniendo la última palabra. Lo decisivo no es morir sino saber que se ha de morir. El problema no es cómo la muerte influirá cuando venga (y ya no estaré yo) sino cómo influye ahora que sé que ha de venir. Y el olvido de ello es también una manera de influir. Porque la reacción de «para cuatro días que vamos a vivir…», suele ser la que más invita a cerrar los ojos ante los demás, y a abrirlos solo para uno mismo.
La historia la escriben siempre los vencedores. Los vencedores dan por sentado que su causa era la justa y que, con ellos, triunfó la justicia. Pero suelen esconder no solo la parcialidad de su posible causa justa, sino los medios injustos y crueles que son imprescindibles para que triunfe cualquier causa, y que acaban por desautorizarla. La patética imagen del presidente Aznar, defendiendo casi a gritos su colaboración con la barbarie con la OTAN en Kosovo porque «había sido un éxito» (mientras el criminal Milosevic sigue en pie, el país, que, como tal, no era culpable ha quedado destruido y los odios han alcanzado niveles quizá ya incurables), me parece una imagen de humanidad universal, y no simplemente el ridículo de un personaje particular.
Y, al final, la realidad se impone. Recordemos la trayectoria de tantos amores eternos que acaban escribiendo guiones para películas como American beauty. Evoquemos la decepción de tantas ilusiones profesionales juveniles. Recordemos aquel ministro que exhortaba a los jóvenes a que no cometieran errores como él, que había sido comunista en su juventud, hasta que luego encontró su verdadero progreso… Recordemos también la frase de T. Adorno –que volveremos a encontrar– sobre la necesidad de mirar las cosas «desde la utopía», si es que queremos pensar bien. La utopía es una imposible ansia humana de plenitud. Cuando se abandona ese punto de mira, se imposibilita toda crítica (salvo aquella que sirve para insultar al adversario y medrar frente a él), y se cae en la canonización del estado de cosas.
Hoy está de moda hablar contra las utopías. Pero cuando mueren la utopías nacen las idolatrías, o pequeñas causas legítimas convertidas en absoluto y a las que se acaba ofreciendo sacrificios humanos. La misma defensa absoluta de la vida es ya una utopía, la única que parece quedar en estos momentos. Pero pensemos qué ocurriría si, reconociéndola como tal (como utopía), dejáramos de mirar las cosas desde el valor absoluto de la visa.
Muerte, injusticia, frustración. Si se quiere añadamos a estos tres rasgos de nuestro vivir, la aparente irreversibilidad de la vida. Jaime (30 años, víctima de la heroína y del sida) me decía pocos días antes de morir: «Yo no soy hombre religioso, pero la vida es así de canalla: te equivocas una vez y ya no tienes remedio. Y esto es lo que me ha deparado a mí». Intenté asegurarle que la dimensión no «religiosa» pero sí creyente de la persona implica la confianza de que siempre hay un arreglo posible para lo que haya sido tu vida. Y que esto lo hemos conocido los hombres en Jesús de Nazaret. Cuando más adelante encontremos la Resurrección de Jesús vinculada con el tema del perdón, no deberíamos olvidar esta anécdota con su significado.
Es suficiente la mera evocación de esos problemas. Ahora quedémonos solo con esta conclusión: es enormemente humana la pregunta por si en algún lugar se ha producido alguna vez algún suceso o palabra que proclame decisivamente la desautorización de la muerte, quitándole su poder, la desautorización de los vencedores, restableciendo a sus víctimas, y a la desautorización de esta realidad que acaba por imponerse. Es una pregunta profundamente humana, aunque no sepamos darle respuesta. Porque nuestro ser humano solo podría eludir esa cuestión, rebajando su nivel y su calidad humana.
De momento, puede el lector olvidar estos «textos humanos» que, en realidad, no son mero presupuesto sino también consecuencia del acceso a los textos bíblicos, que ahora vamos a emprender. Solo han sido evocados para facilitar los primeros pasos, un poco áridos, de nuestro recorrido. Ya volveremos a encontrarlos.