Para Pilar, Tomás, Miguela,
Isabel, José Carlos, José Miguel, Lara,
Sandra, Marta, Montag, Álvaro
y el extraordinario claustro del C. P. San Miguel.
Y, a través de ellos, para todos
mis compañeros de profesión docente.
Mi padre me enseñó solamente dos cosas
que no sé si aprendí:
a escuchar y a medir el tiempo.
MARÍA ZAMBRANO
Todas las cosas le suceden a uno precisamente ahora.
JORGE LUIS BORGES
Casi todo el mundo está de acuerdo en que la educación es una ciencia y un arte. Si esto es verdad, un libro sobre educación debe integrar el saber y la belleza. El libro de Carmen Guaita cumple ambas condiciones, porque está muy bien pensado y estupendamente escrito. Cuando Carmen me envió el manuscrito experimenté una doble sorpresa. La primera, al comprobar que trataba de la relación entre el tiempo y la escuela. La segunda, al percatarme de lo injustificado de esa sorpresa, porque la gestión del tiempo y de sus ritmos es el factor esencial de la educación, y debería saberlo. «El tiempo –escribe la autora– es la esencia de la profesión docente». Comprendí que Carmen había tenido el talento de descubrir lo esencial, que suele estar oculto bajo los escombros de lo accidental.
Hablamos mucho del tiempo, al que dividimos en pasado, presente y futuro. Pero la autora nos recuerda que los antiguos griegos, extraordinariamente perspicaces, distinguían además tres modalidades del tiempo, cada una identificada con una divinidad: Cronos, el tiempo físico. Kairós, el momento oportuno. Y Aión, cuyo significado dejaré para el final.
Cronos es el tiempo que miden los relojes, el común a todos, el de los horarios, los calendarios y los programas pautados. Kairós es el tiempo eminentemente educativo, el que exige atender a la peculiaridad del momento. Como se lee en la Biblia:
Hay un momento para todo y un tiempo
para cada cosa bajo el sol.
Un tiempo para nacer y un tiempo para morir.
Un tiempo para plantar y un tiempo para cosechar.
Un tiempo para lamentarse y un tiempo para bailar
(Ecle 3,1-4).
Eurípides definía el kairós como «la mejor guía para dirigir una actividad», y para los sofistas, tan expertos en asuntos humanos, era «el momento adecuado para hacer algo». Los romanos pintaban a la «ocasión» como una muchacha llevada por el viento, que empuja su cabellera hacia la frente. El refrán español «la ocasión la pintan calva» remite a esta representación plástica. Una vez que ha pasado, ya no puedes agarrarla, porque solo ves su coronilla sin pelo.
Con frecuencia, Cronos y Kairós se enfrentan en las aulas, y esta lucha incruenta, pero dramática, es la que nos cuenta Carmen en este magnífico y oportunísimo libro. En los centros educativos oímos demasiado la expresión: «¡No me da tiempo!». Los interminables programas son la quinta columna de Cronos. Mi afición a la horticultura me hace comparar la educación apresurada con la maduración de los tomates. Se cogen verdes y a los pocos días se han vuelto superficialmente rojos, pero sin madurar. No es de extrañar que los defensores de la slow education busquen con ella una deeper education. A lo largo del libro se van describiendo, con la ayuda del testimonio de docentes, algunos episodios de esa batalla entre Cronos y Kairós. La necesidad de valorar el hoy. El respeto al tiempo de la infancia. La necesidad de concederse tiempo para dialogar, para preguntar y para pensar, sobre todo en un momento como el actual en que las nuevas tecnologías están provocando una «hiperactividad informativa» que hace que nuestros alumnos necesiten estar recibiendo mensajes nuevos continuamente.
Hay en las aulas un activismo desmesurado, un continuo trajín de actividades, una fragmentación de los libros de texto, una prioridad de la búsqueda de información sobre la comprensión de esa misma información, que producen un espejismo de aprendizaje. Un utilitarismo mal entendido presiona para arrinconar aquellas materias de las que, por nuestra incapacidad para explicar su profundo valor, se llega a pensar que no sirven para nada. Por eso recomiendo al lector el bello capítulo dedicado al arte como kairós. ¿Qué oportunidad nos brinda el acercamiento a la experiencia artística o a la experiencia espiritual o a la experiencia filosófica?
Todo el tiempo educativo debe ser un momento oportuno para la excelencia y el instante en que se decide el futuro. Carmen Guaita desgrana con elegante indignación las oportunidades perdidas, los kairós despilfarrados. Recuerdo que, cuando era adolescente, leí una frase de un gran maestro, Pedro Laín Entralgo, que aún recuerdo: «Junto a los asesinos de realidades existen los asesinos de posibilidades. Son aquellos que se pasan la vida perdiendo el tiempo». Muchas veces es lo que hacemos los docentes al permitir que Cronos venza a Kairós. No damos tiempo a que nuestros alumnos mediten sobre su singularidad, sobre la igualdad y la diferencia, ni nos damos tiempo a nosotros mismos para meditar acerca de nuestra profesión y sobre la mejor manera de desplegarla.
Al final, la autora nos presenta un «Manifiesto de la escuela del kairós», la crónica de una deseable victoria sobre Cronos, que es un brevísimo compendio de alta pedagogía que les animo a firmar.
Recordarán que, al principio de este prólogo, mencioné la tercera modalidad griega del tiempo –Aión– y prometí explicarla. Era una divinidad misteriosa, porque designaba el tiempo de la vida humana y también la eternidad. Era el reconocimiento de que la brevedad de la vida humana conecta de alguna manera con lo que desborda el tiempo. Algo parecido al eternal now, el eterno ahora. Me atrevería a decir que Aión es el dios de la intensidad vital. Carmen Guaita lo relaciona con los grandes valores, con la ética y con la poesía. Todos los docentes hemos tenido alguna vez la experiencia de un momento educativo luminoso en el que hemos visto cómo los límites del niño y los nuestros propios desaparecen por un instante. En el que sentimos la emoción creadora, que consiste en hacer que algo bello, bueno o verdadero que no existía exista. John Keats, en un conmovedor verso, dice: A thing of beauty is a joy forever. En efecto, un momento de belleza es una alegría para siempre. Supongo que esta intensificación que se da en la poesía es lo que ha hecho a Carmen Guaita terminar su libro con una antología de poemas. Al fin y al cabo, educar es una tarea poética. Y la autora quiere que no lo olvidemos.
JOSÉ ANTONIO MARINA
Hace años, uno de mis hijos, aún pequeño, me dijo:
–Mamá, ¿por qué tú nunca paseas?
Yo me quedé asombrada:
–Pero si voy andando a todas partes.
–Sí –me contestó muy reflexivo–, vas a los sitios, pero, ¿cuándo paseas?
La pregunta puede aplicarse también a los profesores. Cronos, el transcurrir del tiempo, va a nuestras clases y las alborota con sus prisas, tanto que apenas disfrutamos de la belleza de nuestra tarea. Nos hace falta escuchar mejor, pensar, mirar despacio a los ojos de otro ser humano, a los de un niño… Sentirnos maestros.
Cumplimos el horario, completamos la programación, pero, ¿cuándo «paseamos» los docentes?
Este libro contiene dieciséis ensayos independientes, un manifiesto y un epílogo. Espero que resulte útil para comprender mejor cuál es la dimensión esencial del tiempo en educación.
CARMEN GUAITA
abril de 2015
1
¿Qué es el tiempo?
Si nadie me lo pregunta, yo lo sé para entenderlo;
pero si quiero explicarlo a quien me lo pregunte,
no lo sé para explicarlo.
SAN AGUSTÍN
–¿Has terminado de copiar el horario?
–Sí, profe. Pero, ¿a qué hora reímos?
–No te entiendo, María.
–Que, en este horario, ¿a qué hora reímos?
ÓSCAR M., maestro de Primaria
Esta mañana, al entrar en el colegio me encontré con Óscar, un joven maestro compañero de claustro, y me confesó que iba como una centella buscando tiempo para completar los informes y las evaluaciones entre mirada y mirada a los ojos de los niños. Reconozco que me enterneció verlo tan serio en su agobio de profesor novato. Como él, al llegar la primavera, todos los docentes solemos encontrarnos a punto de estallar, estresados, afónicos y, con frecuencia, insomnes. Son nuestros trastornos de la estación, cuando la sucesión de festividades y puentes nos echa encima el temario sin acabar y las calificaciones finales de los alumnos nos sitúan ante dudas que dejan chiquitas las de Hamlet. En esos momentos solemos olvidar una certeza: ejercemos una profesión llena de sentido que por sí misma es capaz de producir una felicidad profunda, a pesar de su enorme exigencia. Así que también en primavera los profesores estamos encantados de la vida, aunque a veces no tengamos la suficiente perspectiva como para darnos cuenta.
Mientras veía alejarse a mi joven compañero de claustro entraron en el aula mis alumnos. Un flash de la memoria me trajo la imagen de su primer día de clase, en septiembre, cuando no nos conocíamos aún y ellos se mostraban expectantes ante mí, que disfrazaba de seriedad mi propia expectación. Entre aquel recuerdo y estos chicos y chicas que hoy están hechos, en diferente proporción, a mi imagen y semejanza han pasado nueve meses, la duración de un curso entero, con sus días lectivos recorridos uno por uno. De este período intenso solo puedo evocar fragmentos sueltos, como si mi memoria –tal vez la cualidad más limitada– renunciara de antemano a descubrir los secretos del tiempo. Sin embargo, desde un lugar más profundo que esta pobre memoria, desde un lugar sin nombre, me llega la seguridad de que ese período al que artificiosamente llamo «curso» ha modificado mi realidad y la de los chicos. El tiempo ha pasado, sí, pero a nuestro favor. Sin que pueda fecharlo, hubo un momento en que la mutua expectación se convirtió en empatía; un momento en que renuncié a lograr todo lo me propuse en septiembre; otro en que el progreso de mis alumnos sobrepasó mis objetivos; un momento en que comprendí que el curso había terminado, dijera lo que dijera el calendario; un momento en que fui capaz de lograr la alquimia de la comunicación personal. En alguno de esos instantes, un niño o una niña me abrieron su corazón y entonces atisbé, deslumbrada, el secreto de la felicidad.
El tiempo es el marco de referencia de cada vida concreta. Por eso cualquiera puede escribir un grueso tomo sobre el calendario, la medición de los lapsos físicos a lo largo de la historia, la relación entre las fechas y las actividades humanas o el concepto de lo efímero, pero nadie puede escribir un libro sobre el tiempo. Y de lo que no se puede hablar es mejor callar, como decía el sabio Wittgenstein, aunque él se refería a la ética. Pero es lo mismo. Al fin y al cabo, la ética es la comprensión de lo que significa de verdad una vida.
La prisa de mi compañero Óscar, la memoria del progreso de mis alumnos y las expectativas que yo albergo están relacionadas con el tiempo, un don que nos ha sido otorgado para vivir. Sin embargo, como la palabra «tiempo» en lengua española tiene muchos significados, me gustaría imitar a los antiguos griegos y distinguir, como ellos, entre tres variables: cronos, aión y kairós.
Cronos es el tiempo externo y uniforme cuya medida es el movimiento de los astros. Es la arena que cae en la clepsidra, el tictac que no cesa. Cronos pasa y no vuelve, se mide y se pierde. Aión es la duración de la vida, por fuerza incognoscible. Kairós es un diosecillo capaz de enlazar a los dos anteriores porque es el momento presente, el más real. En la traducción literal del griego, kairós es la oportunidad.
Cada ser humano posee un tiempo delante de sí mismo y un tiempo en su interior, por eso pudo decir Nietzsche: «En un instante feliz está la justificación de todo lo pasado y lo futuro»1. Ese instante del kairós nos configura como una persona determinada, siempre la misma, pero nunca igual.
El secreto para entender el tiempo educativo es reconocerlo como kairós. Hay una manera consciente de ser docente. Es posible concentrarse más en ese privilegio, vivirlo con los ojos más abiertos, controlar mejor el tiempo y sus tiempos. Más allá de que, efectivamente, hay que programar la duración física de las clases y la distribución del temario a lo largo del curso, existe otra dimensión que espera nuestra capacidad de estimarla y disfrutar de ella.
La primera clave del kairós en educación estriba en distinguir lo superfluo de lo importante. La segunda, en la capacidad de congelar un momento concreto de cada día de clase, un aquí y ahora, una vivencia, para saborearla en el presente, mientras está sucediendo, y para que vaya formando parte de la historia que nos contemos al llegar a la meta. Porque ser docente va de historias. La mía con mis alumnos; la de cada profesor con los suyos; la de los alumnos con nosotros también, por supuesto, pero esa se la contarán a sí mismos. Érase una vez el tiempo…
La tercera clave del kairós en educación es su relación directa con la ética. Los docentes no podemos resignarnos a permanecer atrapados en una sola dimensión temporal, aquella que nos constriñe en un planeta chato de timbres que suenan y burocracia. Aunque ese planeta sea inevitable, debemos encontrar un momento de la convivencia diaria con los alumnos para vivirlo a cámara lenta. Y es que enseñar no consiste en resolver la fórmula «alumno x = tiempo requerido para obtener tal resultado» Se trata de transmitir a la gente joven sentido crítico, valores «empoderantes», conocimientos sobre el presente y el pasado, y apertura mental para que ellos mismos puedan diseñar el futuro que deseen.
El tiempo –esta vez referido a la época en que vivimos– nos obliga a una evolución que actualice la enseñanza, pero mantenga viva su esencia. Esta profundidad esencial es el lugar natural del kairós en educación; pero, para alcanzarlo, es preciso reflexionar sobre los otros dos factores. Cronos puede ser un tirano; en el incógnito aión debo desenvolver el pensamiento, la libertad y el proyecto personal.
En cada curso que comienza, Cronos, Aión y Kairós vienen a mi clase. Con ellos tengo que contar. Cronos es una herramienta; Aión es un misterio; Kairós soy yo.