HUMANIZACIÓN
Y EVANGELIO
«La humanización es la utopía o la meta que Dios desea que alcancemos para que convivamos los seres humanos como hermanos», me decía Jon Sobrino en una entrevista que tuve la oportunidad de hacerle en su despacho y que encontraremos en estas páginas. «Las religiones han constituido un eficaz factor de humanización», escribe Juan Martín Velasco respondiendo a las preguntas que le formulé con vistas a este libro.
Sí, este libro nace del «diálogo» con los protagonistas, que son un grupo de teólogos, hombres de fe y de servicio al mundo y a la Iglesia. No son unos teólogos cualesquiera. Tienen nombre. Es decir, su servicio ha sido tal que han generado un impacto en la sociedad y en la vida de la Iglesia, fundamentalmente por su talante humanizador.
Asistimos hoy a un interés por el tema de la humanización en el mundo de la salud y del sufrimiento humanos. Y a una cierta sospecha de que la fe cristiana vivida en la Iglesia de los últimos decenios no esté conectando suficientemente con el potencial humanizador del Evangelio.
Desde hace años dedico parte de mis energías a explorar algunas implicaciones del sentir universal de la necesidad de humanizar los espacios de salud y sufrimiento humanos. Lo hago desde mis motivaciones más profundas. Con frecuencia he fundamentado la humanización en la dignidad intrínseca del ser humano, reconocida así por la comunidad mundial en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Pero la Buena Noticia que constituye la persona de Jesús de Nazaret para el mundo, y en particular para el mundo del sufrimiento humano, quizá esté todavía por explorar.
Dice José Antonio Pagola en estas páginas que «en el mensaje de Jesús hay como una idea de fondo, que es esta: cuidado con la religión, la religión es peligrosa. Se puede convertir en un tranquilizante que nos impida ver y captar la verdadera voluntad de Dios, que es hacer un mundo más humano, justo y fraterno. Jesús no envía a sus discípulos a desarrollar una nueva religión, sino a anunciar el proyecto humanizador de Dios y a curar».
He disfrutado con mis compañeros de esta publicación. He disfrutado escuchando a Jon Sobrino diciéndome: «Cuando me di cuenta de la pobreza fue cuando la olí», e insistiendo en que solo poniendo a los pobres en el centro y tomando conciencia de nuestra responsabilidad hablaremos legítimamente de humanización.
Me ha hecho bien encontrarme con la respuesta de Marciano Vidal a alguna de mis preguntas, al decir: «El contenido humano de la moral cristiana puede ser expresado mediante el principio ético de humanización. De esta suerte, “humanizar” se convierte en la orientación básica y en el objetivo más completo de la moral cristiana». Marciano dice que la humanización puede ser considerada como «el principio unificador y vertebrador de la ética de los cristianos» y que «una de las urgencias de la humanización es la consideración del sujeto sanador como un ministro de la bondad que alberga la humanidad». Marciano dice en estas páginas que «por humanización se entiende, en expresión de la encíclica Populorum progressio, la realización “de todo el hombre y de todos los hombres”, es decir, buscar el bien integral de todas las personas por igual».
Encontrar a mis compañeros me ha ayudado a aproximarme al concepto de humanización evocando diferentes dimensiones. Desde la más personal e interior de cada uno hasta la más social y comprometida con el mundo entero.
En efecto, el cardenal Óscar Andrés Rodríguez Maradiaga, de quien he sido huésped en su casa de Tegucigalpa (Honduras), evoca la importancia de encontrar las potencialidades más personales e íntimas en el proceso de humanización. En la entrevista grabada con él me decía: «Yo creo que esto es lo más necesario hoy día: quitar el miedo a las personas para que puedan entrar en su yo profundo, base del ser, y apoyarse en los puntos fuertes que tiene cada persona para poder crecer». Pero no solo insistía en la necesidad de identificar los puntos fuertes y su potencial humanizador, sino también en descubrir las propias limitaciones como camino humanizador para el mundo del sufrimiento. Así respondía: «Falta ese acercamiento a la propia miseria para entender lo que significa el sufrimiento y la enfermedad. Y yo creo que esto es puro Evangelio».
El cardenal Rodríguez Maradiaga, afable y humano en su hospitalidad, consciente de la necesidad de humanizar la propia Iglesia, como afirman todos los autores de este libro, sabe de pobreza. Dice que «el único capital que tienen los pobres es la salud», y eso le lleva a subrayar la importancia de humanizar desde esta mirada. Dice Marciano Vidal que «la razón empática se basa en la limpieza de la mirada y se despliega en la razón comprometida».
Me parece que vale la pena dejarse acompañar por los que yo llamaría «teólogos de la humanización» para explorar algunas claves evangélicas de humanización y la necesidad de que la Iglesia se centre en su verdadero objetivo: ser comunidad que construya un mundo más humano, teniendo a Jesús como el Señor. Juan Martín Velasco recuerda que «no es extraño que se haya llegado a decir que la eclesiastización del cristianismo está requiriendo, como única respuesta adecuada, la cristianización de la Iglesia», y reclama la solidaridad como lugar teológico, lugar de manifestación de la presencia de Dios, porque, como dice al citar a E. Schillebeeckx: «Sin solidaridad eclesial con los que sufren, sean quienes sean, el Evangelio de la Iglesia resulta tan incomprensible como increíble».
Estoy contento de compartir estas páginas con los lectores. Cada uno podrá dirigirse directamente al capítulo que más le provoque la curiosidad o la atención, en virtud del teólogo que responde. Porque no es un tratado sobre la humanización, sino una oportunidad de sentar a «la mesa de la palabra compartida» a referentes de una teología que quizá se esté hoy debilitando en nuevas generaciones que han bebido menos de exégesis y de investigación sobre el Evangelio.
No hay una uniformidad simplificadora en los diferentes capítulos de este libro. Hay una libertad respetuosa del modo de responder de cada uno. Algunos capítulos son tan ágiles como que constituyen la transcripción del diálogo hablado y grabado con los interlocutores: el de Jon Sobrino y el del cardenal Rodríguez Maradiaga. Otros, como una parte del de José Antonio Pagola y el de Marciano Vidal, siguen la respuesta que han dado a las preguntas formuladas por escrito. Por su parte, Juan Martín Velasco ha respondido más libremente en el sentido de que se ha referido a los temas sobre los que versaban las preguntas, sin atenerse literalmente a ellas. He querido respetar el estilo diferente de las respuestas, por eso se ha mantenido su diversidad, también en lo relativo a la extensión y el estilo más o menos espontáneo o académico.
Me siento agradecido a los autores, a quienes veo como referentes generosos y con quienes me siento alineado en sus planteamientos. Sus aportaciones podrían alcanzar saludablemente a profesionales de la salud, de la acción social, de la educación, de la teología. Cada vez siento más la urgencia de reflexiones de este tipo en contextos de fe cristiana: reflexiones saludables para un mundo con sed de sentido y con oportunidades religiosas sanas y sanantes, no siempre aprovechadas por creyentes (eclesiásticos o no), que pueden carecer de la alegría y el poder humanizador del Evangelio.
JOSÉ CARLOS BERMEJO