CÓMO LEER LA BIBLIA
Y SEGUIR SIENDO CRISTIANO
LUCHANDO CON LA VIOLENCIA DIVINA
DESDE EL GÉNESIS HASTA EL APOCALIPSIS
Para Anne K. Perry y Alan W. Perry
PARTE I
1
Habíamos alimentado el corazón de fantasías,
el corazón ha crecido brutal desde el gozo.
WILLIAM BUTLER YEATS,
El nido de estornino junto a mi ventana (1922)
El título de este libro –Cómo leer la Biblia y seguir siendo cristiano– imagina alguna seria tensión en la Biblia cristiana entre ser un lector fiel y ser un fiel cristiano. Pero, en cuanto vi cómo, cuándo y dónde incidía este problema, vi también cómo, cuándo y dónde estaba la solución.
Para empezar, aquí hay algunos detalles autobiográficos como plena revelación de lo que me juego en el problema que estoy proponiendo y la solución que ofrezco en este libro.
Una revelación ya está implícita en mi triple nombre sobre la cubierta de este libro. «John Crossan» es el nombre que figura en mi carné de conducir, pasaporte y tarjetas de embarque. Pero en 1950, a los 16 años, entré en un monasterio católico-romano del siglo XIII y me convertí en «Brother Dominic» (Hermano Dominic). Se asumía que mi nueva vocación barría, por así decir, mi identidad pasada y me daba un único destino; como en la tradición bíblica, así también en la monacal.
Diecinueve años más tarde, habiendo caído por fin en la cuenta de que el celibato estaba muy sobrevalorado, dejé el monasterio y el sacerdocio para casarme. Pero, aunque las normas hubieran cambiado y se hubiera permitido un sacerdocio casado, yo lo habría dejado en 1969. ¿Cuál era mi problema?
Mis superiores del monasterio habían reconocido que cinco años de griego y latín en un internado irlandés no podían desperdiciarse, así que decidieron que yo tendría que ser profesor de estudios bíblicos después de mi ordenación en 1957. No fui consultado sobre ninguno de esos planes ni se esperaba que lo fuera. Sometido al voto de obediencia, yo hacía lo que me decían, aunque, para ser honrado, me gustó la decisión.
En la tradición católica-romana se exigía, con buen criterio, que había que tener un grado en teología antes del grado en estudios bíblicos. Por eso me enviaron a Irlanda para sacar un doctorado en teología, luego dos años al Pontificio Instituto Bíblico de Roma y, por último, otros dos años a la Escuela Bíblica y Arqueológica Francesa en Jerusalén. Con toda sinceridad fue una formación magnífica.
Lo que habría que tener presente es que yo era cristiano antes que académico, y también teólogo antes que historiador. Con otras palabras, siempre he entendido la Biblia cristiana desde esas múltiples ópticas, pero siempre podía hablar o escribir mientras veía a través de las lentes específicas que una audiencia determinada esperaba o pedía una determinada situación. También tendría que admitir que nunca encontraba que esos divergentes puntos de vista me confundieran o alarmaran, en razón del único convencimiento fundamental que he tenido durante mucho tiempo: que razón y revelación, o historia y teología, o investigación y fe –con diferentes nombres– no pueden contradecirse mutuamente, a menos que una de ellas, o las dos, estén equivocadas.
No estoy seguro de dónde procede la serenidad de esta seguridad, pero nunca me ha abandonado. Mis cursos de teología estaban profundamente impregnados por la Summa Theologiae de santo Tomás de Aquino, y eso ha sido, igual que el nombre «Dominic» (Domingo), otro regalo del siglo XIII. Mis superiores monásticos insistían en que el Aquinate nos enseñaba qué pensar, pero yo también absorbía ávidamente sus escritos para saber cómo pensar. Si Tomás de Aquino empleaba la mañana en leer al pagano Aristóteles y la tarde escribiendo teología cristiana, y nunca encontró un conflicto entre razón y fe que le amargara la comida o le perturbara la siesta, no debe haber ningún conflicto entre razón y revelación o cualquier otra disyuntiva. Esa, al menos, ha sido mi convicción desde entonces.
Tal como fueron las cosas, mi abandono del monasterio y del sacerdocio no tuvo nada que ver con la historia ni con la Biblia, pero todo que ver con la teología y con el papa. En el otoño de l968 dije en la PBS 1 que la encíclica Humanae vitae estaba equivocada sobre el control de la natalidad. Ello llevó a una inmediata condena del cardenal arzobispo de Chicago. Cuando las aguas se calmaron unos seis meses después, el cardenal Cody seguía siendo arzobispo, pero el Padre Dominic ya era un exmonje y un exsacerdote.
Cuando pasé del seminario a la universidad en otoño de 1969, mi punto central de investigación ya estaba puesto en el Jesús histórico, es decir, en aquel judío del siglo I, vivo y que respiraba, proclamado como Mesías-Cristo e Hijo de Dios por algunos de sus contemporáneos, pero crucificado como rebelde y supuesto «Rey de los judíos» por el poder oficial romano. El interés había empezado realmente ya en septiembre de 1960, cuando mis superiores religiosos me enviaron de capellán con un grupo de norteamericanos en una peregrinación católica por Europa. Visitamos Castelgandolfo por Juan XXIII, Fátima y Lourdes por María, Lisieux por santa Teresa del Niño Jesús y Mónaco por Grace (dicho con toda honradez). Y, puesto que era 1960, pasamos un día en la Pasión de Oberammergau, representada cada diez años a los pies de los Alpes bávaros.
En 1634 y cada década desde entonces, los aldeanos han cumplido su promesa de hacer una representación de la Pasión durante un día en acción de gracias por la liberación de una epidemia. Algo me sucedió ese día cuando vi como drama una narración que conocía muy bien como texto. La representación me hizo plantearme nuevas cuestiones. ¿Cómo podía la misma multitud que había llenado un enorme escenario para saludar a Jesús el Domingo de Ramos por la mañana cambiar tanto por la tarde para pedir a gritos su crucifixión el Viernes Santo? Fue para mí una tranquila, pero clara, epifanía de que algo faltaba en la narración de la pasión de Jesús, que algo estaba mal cuando la aclamación se convierte en condena sin ninguna explicación.
La obra que vi en 1960 era la misma versión que había visto Adolf Hitler en 1930 y 1934 (el tricentésimo aniversario), es decir, antes y después de que se convirtiera en canciller de Alemania. Su opinión: «Nunca ha sido tan convincentemente retratada la amenaza del judaísmo como en esta presentación de lo que sucedió en tiempos de los romanos. En ella se ve en Poncio Pilato un romano racial e intelectualmente tan superior que emerge como una firme y límpida roca en medio de todo el fango y estiércol del judaísmo».
Mi interés por el Jesús histórico comenzó aquel día en Oberammergau. Pero su recuerdo significaba que, para mí, la historia siempre estaría entrelazada con la teología, y que yo nunca podría reconstruir el Jesús histórico tan desapasionadamente como podría hacerlo, por ejemplo, con el Alejandro Magno histórico. Solo una historia buena, honrada y exacta puede salvar a la fe cristiana de un antijudaísmo teológico como continuo semillero del antisemitismo racial. Por ese motivo, después de mi vuelta a Chicago en 1961, estuve con el rabino Shaalman en un programa televisivo el domingo por la mañana llamado –por lo que recuerdo– «¿Deicidio o genocidio?». Y por eso mismo mi primer artículo científico se titulaba «Anti-Semitism and the New Testament» («Antisemitismo y Nuevo Testamento») (Theological Studies [1965]).
Empezando en 1973 con mi libro In Parables. The Challenge of the Historical Jesus (En parábolas. El reto del Jesús histórico), y durante los siguiente veinte años en la Universidad DePaul en Chicago, ese subtítulo fue el centro de mi investigación científica y mi vida profesional. Durante esos años, mi acento siempre ha estado en la historia más que en la teología, y las cuestiones de la fe personal eran puestas entre paréntesis como irrelevantes para el discurso académico. Sin embargo, yo siempre era consciente de ellas. Todo comenzó a cambiar en 1991.
Aquel año publiqué el gran libro sobre Jesús que había estado preparando en fragmentos y partes aisladas durante dos décadas. Realmente escribí The Historical Jesus: The Life of a Mediterranean Jewish Peasant (El Jesús histórico. La vida de un campesino mediterráneo judío). Estaba dirigido a mis colegas académicos y pretendía plantear la cuestión de fuentes y métodos para la investigación sobre el Jesús histórico. Eso no sucedió, pero sí otra cosa y, por lo que a mí atañe, mucho más importante a la larga.
Peter Steinfels, observando que dos católico-romanos –ambos habían sido formados en el Pontificio Instituto Bíblico de Roma, aunque solo uno de ellos era todavía sacerdote, mientras el otro era un exsacerdote– habían publicado libros sobre el Jesús histórico ese otoño, comparó el A Marginal Jew (Un judío marginal) de John Meier y mi Historical Jesus en la portada de la edición de Navidad del New York Times del 23 de diciembre de 1991. Su artículo «Peering Past Faith to Glimpse the Jesus of History» («Asomándose a la fe pasada para atisbar al Jesús de la historia») fue repetido por otros periódicos nacionales e internacionales.
Lo que luego ocurrió me sorprendió enormemente. Podía esperar invitaciones para hablar en seminarios o universidades, pero en lugar de eso me invitaron a dar conferencias en iglesias, los fines de semana tres o cuatro, así como sermones en los servicios dominicales. El Jesús histórico había pasado a ser una cuestión no solo de historia o de teología, sino de fe cristiana y vida eclesial.
Las charlas en las iglesias no son lo mismo que las clases académicas. En ninguno de los dos sitios hablé nunca de nada distinto del Jesús histórico, pero los debates después de las conferencias en las iglesias siempre planteaban temas teológicos que implicaban la fe y la práctica cristianas, especialmente las mías. ¿Cómo había influido la investigación histórica en mi fe cristiana? ¿Qué estaba en juego para mí en la Biblia cristiana después de todos aquellos años de estudio bíblico?
Así que este libro fue concebido, dado a luz y madurado más mediante conferencias en iglesias que con debates académicos.
«Un látigo de cuerdas»
En las conferencias en iglesias situaba a Jesús en su patria judía del siglo I de nuestra era, especialmente en su matriz de resistencia violenta y no violenta al poder romano y a la opresión imperial. Recuérdese la palabra «matriz» para el resto de este libro. Para mí significa el fondo que no se puede eludir –como el imperialismo británico para entender a Mahatma Gandhi– o el contexto que no se puede evitar –como el racismo americano para entender a Martin Luther King–.
Entre las opciones de esa matriz, yo acentuaba la propia resistencia no violenta de Jesús tanto a la ocupación imperial romana como a la colaboración con ella de los sumos sacerdotes judíos. Pero en los coloquios después de cada conferencia se planteaban fuertes, aunque corteses, objeciones a esa interpretación histórica de Jesús.
Una objeción que se ponía repetidamente trataba del incidente en el Templo de Jerusalén cuando Jesús, al parecer, atacó violentamente a la gente con un látigo.
Era fácil de responder. La acción de Jesús en ese caso era una demostración profética contra el culto en el Templo que excusaba la injusticia en el país... injusticia exacerbada, evidentemente, por la necesaria colaboración sacerdotal con el poder y control imperial romano. Por eso Jesús citaba la «cueva de ladrones» de Jeremías (7,11; Mc 11,17). (Jesús no acusaba a la gente de robar en el Templo. Una «cueva» no es un sitio para robar o hacer injusticia dentro de él, sino un escondite para esconder el robo y protegerse de la injusticia de fuera.) En cumplimiento de la amenaza de Dios en Jr 7,14, Jesús estaba «destruyendo» simbólicamente el Templo, destruyendo sus bases físicas y sacrificiales.
Pero solo la versión de Jn 2,14-15 menciona a los cambistas y los animales. Nótense, por ejemplo, las dos mitades de estas frases:
Y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas en sus mesas. Haciendo un látigo con cuerdas echó a todos fuera del templo, con las ovejas y los bueyes, desparramando el dinero de los cambistas, y les volcó las mesas 2.
Con otras palabras, solo en Juan hay una mención de un «látigo de cuerdas», no para los cambistas, sino para el ganado. Era un acto de demostración religioso-política o de resistencia no violenta, no un acto de violencia con un látigo usado contra la gente.
Más aún, continuaba yo, podemos ver claramente que hasta Pilato reconocía que Jesús resistía al control romano no violentamente. Pilato ejecutó a Jesús públicamente por esa resistencia, pero él no se molestó en detener a los compañeros de Jesús, porque pensaba –con razón otra vez– que el movimiento del Reino era no violento. Habría crucificado a todos los seguidores de Jesús si Jesús hubiera estado encabezando una banda de revolucionarios violentos. El evangelio de Marcos destaca ese juicio en su parábola del Jesús no violento contra el violento Barrabás (Mc 15,6-9), y el evangelio de Juan lo subraya en la parábola del no violento Reino de Dios contra el violento Imperio de Roma (Jn 18,36).
Con todo, esto llevaba a otra objeción mucho más seria que ponían los auditorios de las iglesias. ¿Qué ocurre con el Apocalipsis de Juan de Patmos, con el libro de la Revelación y con la segunda venida de Jesucristo? No importaba lo que yo dijese sobre la no violencia de la primera venida; los que preguntaban objetaban que la segunda venida iba a ser extraordinariamente violenta, una guerra para acabar con todas las guerras.
Dicho con toda claridad, el Jesús no violento del Sermón del monte parece quedar anulado y descartado por el posterior Jesús del Apocalipsis. Trataré ahora de esa mucho más seria objeción contra un Dios no violento y un Jesús no violento.
«El gran lagar del furor de Dios»
La Biblia cristiana termina con la gloriosa imagen de un matrimonio en el cielo, un casamiento de la humanidad y la divinidad. Es una serena conclusión que establece un mundo transformado, visión encantadoramente bella no de una tierra que sube al cielo, sino de un cielo que baja a la tierra. Es un símbolo sublime de una definitiva regeneración cósmica aquí abajo de una tierra transformada y transfigurada. (Yo la llamo «la divina limpieza del mundo» o «cambio de imagen total: edición mundial».) A propósito, el libro del Apocalipsis en el Nuevo Testamento ampliaba esa visión tomada del libro de Isaías en el Antiguo Testamento.
Antes que nada, aquí está esa decoración de Jerusalén en el profeta Isaías, hacia finales del siglo VIII a. C.:
Preparará Yahvé Sebaot
para todos los pueblos en ese monte
un convite de manjares enjundiosos,
un convite de vinos generosos,
manjares sustanciosos y gustosos,
vinos generosos, con solera.
Rasgará en este monte
el velo que oculta a todos los pueblos,
el paño que cubre a todas las naciones;
acabará para siempre con la Muerte.
Enjugará el Señor Yahvé
las lágrimas de todos los rostros,
y acabará con el oprobio de su pueblo
en toda la superficie del país.
Lo ha dicho Yahvé (Is 25,6-8).
Nuestro mundo no culminará con una conflagración, ni con un sollozo, ni con destrucción ni extinción, ni con una emigración al cielo o al infierno, sino con una fiesta de transformación «para todos los pueblos». Dios ya no es, por así decirlo, el Señor de los ejércitos, sino que ahora es el Señor de los señores... y de las señoras.
Más tarde, en los años 90 d. C., un cristiano llamado Juan tomó prestada la esperanza de la visión de Isaías, pero elevó la fiesta de su gran banquete cósmico a una fiesta de bodas cósmica:
Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo. Y oí una fuerte voz que decía desde el trono:
«Esta es la morada de Dios con los hombres.
Pondrá su morada en ellos,
y ellos serán su pueblo
y él, Dios con ellos, será su Dios.
Y enjugará toda lágrima de sus ojos,
y no habrá ya muerte,
ni habrá llanto,
ni gritos ni fatigas,
porque el mundo viejo ha pasado».
Entonces dijo el que está sentado en el trono: «Mira que hago nuevas todas las cosas» (Ap 21,2-5a).
Sería difícil imaginar una consumación más magnífica. El texto bíblico termina, como la mayoría de las comedias y relatos románticos, con una fiesta de bodas. Y todavía, y todavía, y todavía...
El primer «y todavía» se refiere a la escena de la boda como la celebración culminante. El problema está en que hay que cruzar hasta ese bendito acontecimiento por medio de un mar de sangre. Y no estoy exagerando. Naturalmente que tratamos de metáforas y símbolos, pero son metáforas de matanzas y símbolos de carnicerías. La tierra, por ejemplo, se imagina como una viña a punto de vendimia, pero no de vino, sino de sangre; de esta manera:
El ángel metió su hoz en la tierra y vendimió la viña de la tierra, y lo echó todo en el gran lagar del furor de Dios. Y el lagar fue pisado fuera de la ciudad y brotó sangre del lagar hasta los frenos de los caballos en una extensión de mil seiscientos estadios (Ap 14,19-20).
Durante la Guerra de Secesión, el «himno de batalla de la República» se refería a que Dios «pisaba la vendimia donde se guardaban las uvas de la ira», pero ni siquiera la sangre de más de medio millón de muertos habría alcanzado la altura de los frenos de los caballos en una extensión «de mil seiscientos estadios».
El segundo «y todavía» alude a Jesucristo en esa boda culminante de tierra y cielo. Por un lado es el «Cordero degollado» (Ap 5,6.12), mártir no violento de la violenta autoridad imperial, que pasa a ser el Cordero-esposo en esa boda culminante (19,7.9; 21,9). Pero también es el Cordero que suelta a los cuatro terribles jinetes; el que cabalga el caballo blanco es Cristo, el conquistador (6,2, cf. 19,11); el jinete del caballo rojo es Guerra, el carnicero (6,4); el del negro es Hambre, el que encarece (6,5-6), y el del verde es Muerte, el destructor (6,8). De nuevo son metáforas y símbolos, pero los cuatro jinetes del Apocalipsis son imágenes del horror humano y del terror divino, y Jesús los suelta.
El tercer «y todavía» se refiere a la prometida guerra culminante. Dice el texto que habrá una gran batalla final entre el Reino de Dios y el Imperio de Roma, al que repetidamente se identifica con el nombre en clave de «Babilonia», desde Ap 14,8, pasando por 16,19, hasta 17,5, para culminar en 18,2.10 y 21. ¿Por qué Roma como Babilonia? Porque el Imperio romano destruyó el Segundo Templo de Jerusalén en el 70 d. C. como el Imperio de Babilonia había destruido el Primer Templo en el 586 a. C.
Entre los lugares que se acaban de mencionar, Roma, igual que «Babilonia la grande», es la «madre de las prostitutas y de las abominaciones de la tierra», y está llena de «espíritus de demonios que realizan signos y van donde los reyes de todo el mundo para convocarlos a la gran batalla del día del Dios todopoderoso» (16,14). Pero Roma será finalmente reducida a «morada de demonios, guarida de toda clase de espíritus inmundos, guarida de aves inmundas y detestables» (18,2). Así se describe esa gran batalla final:
Entonces vi el cielo abierto, y había un caballo blanco; el que lo monta se llama «Fiel» y «Veraz»; y juzga y combate con justicia. Sus ojos, llama de fuego; sobre su cabeza, muchas diademas; lleva escrito un nombre que solo él conoce; viste un manto empapado en sangre y su nombre es: la Palabra de Dios. Y los ejércitos del cielo, vestidos de lino blanco puro, le seguían sobre caballos blancos. De su boca sale una espada afilada para herir con ella a los paganos; él los regirá con cetro de hierro; él pisa el lagar del vino de la furiosa ira de Dios, el Todopoderoso. Lleva escrito un nombre en su manto y en su muslo: Rey de reyes y Señor de señores (Ap 19,11-16).
Como hemos visto más arriba (6,2), el jinete en el caballo blanco es Cristo, el conquistador, con la espada afilada en su boca (1,16; 2,12.16). Pero, para mí, el libro del Apocalipsis estaba y está profundamente equivocado sobre el destino de Roma. Equivocado realmente sobre el tiempo y sobre Cristo.
En primer lugar, la destrucción de Roma iba a ocurrir «pronto», es decir, todavía en tiempo de la vida del autor, o al menos de su generación. La palabra «pronto» repica como un toque a muerto desde el comienzo hasta el fin del Apocalipsis. Comienza con «lo que ha de suceder pronto» (1,1) y sigue en 2,16; 3,11; 11,14 y 22,6-7, para culminar con la declaración de Cristo de que «sí, vengo pronto» (22,20). Pero el Imperio romano occidental duró hasta finales del siglo V, y el oriental hasta mediados del XV.
En segundo lugar, el Imperio romano no fue destruido por Cristo, sino que, para bien o para mal, se convirtió a Cristo bajo Constantino en el siglo IV y después de él. No hay indicio alguno de esos hechos en ningún sitio de la visión profética del Apocalipsis. Destrucción, sí; conversión, no. (Solo los Hechos de Lucas imaginaron correctamente el futuro como cristianismo romano.)
En tercer término, la inminente destrucción de Roma era presentada por el Apocalipsis como la consumación del mundo y el establecimiento de unos cielos y una tierra nuevos en esa fiesta de bodas entre la divinidad y la humanidad (21,2-5). Esa visión celeste es todavía una consumación que ha de desearse devotamente y está lejos de ser claramente inminente.
Por último, como hemos visto, Isaías había imaginado una gran fiesta final para celebrar el establecimiento por parte de Dios de una tierra pacífica. Ciertamente hay una gran fiesta final en el libro del Apocalipsis, pero es el «gran banquete de Dios» para los buitres:
Luego vi a un ángel de pie sobre el sol que gritaba con fuerte voz a todas las aves que volaban por lo alto del cielo: «Venid, reuníos para el gran banquete de Dios, para que comáis carne de reyes, carne de tribunos y carne de valientes, carne de caballos y de sus jinetes, y carne de toda clase de gentes, libres y esclavos, pequeños y grandes».
Vi entonces a la Bestia [el poderoso Imperio romano] y a los reyes de la tierra con sus ejércitos reunidos para entablar combate contra el que iba montado en el caballo [Cristo] y contra su ejército [los ángeles]. Pero la Bestia fue capturada, y con ella el falso profeta [el divino emperador romano] –el que había realizado al servicio de la Bestia los signos con que seducía a los que habían aceptado la marca de la Bestia y a los que adoraban su imagen–; los dos fueron arrojados vivos al lago del fuego que arde con azufre. Los demás fueron exterminados por la espada que sale de la boca del que monta el caballo, y todas las aves se hartaron de sus carnes (19,17-21).
Más aún, las cuestiones y objeciones sobre el Cristo violento en este culminante libro del Apocalipsis se acentuaban por dos factores contemporáneos ajenos a mis conferencias en las reuniones en las iglesias.
«Suceda lo que suceda, nunca olvides enjugar tu espada»
Un factor entre 1995 y 2007 fue la publicación por Tim LaHaye y Jerry Jenkins de variados libros en la serie «Left Behind». Esos libros y las películas y juegos posteriores organizaban muchas y discretas imágenes bíblicas de la consumación cósmica en un guión más o menos coherente. Pero, al hacerlo así, también elaboraron una egregia ampliación de la violencia divina del Apocalipsis. La gran batalla final implicaba no solo a Cristo y a los ángeles, como en el Apocalipsis, sino también a seres humanos.
Aquí hay un ejemplo tomado de Glorious Appearing: The End of Days (Aparición gloriosa. El fin de los días). El protagonista humano es Montgomery Cleburn McCullum, conocido como Mac, un «antiguo piloto de Nicolae Carpathia [el Anticristo], Potentado Supremo de la Comunidad Global [CG]», convertido ahora a «Cristo» como «piloto principal de la Fuerza de la Tribulación destinado a Petra» (p. IX). El incidente ocurre en la Puerta de Damasco de Jerusalén:
«Señor, perdóname», musitó con una ráfaga de su Uzi y derribando al menos a una docena de GC desde atrás. No sintió ningún remordimiento en absoluto. Todo es limpio... Era desde luego adecuado que la tripulación del diablo estuviera vestida de negro. Vive por la espada, muere por la espada (p. 27).
Nótese que el autor (ab)usa de la observación de Jesús de que «todos los que empuñen espada, a espada perecerán» (Mt 26,52). Jesús dijo «todos», pero Mac carece de todo sentido de autocrítica, y hasta de la gracia de la ironía.
Otro factor externo fue el estreno de la película Las crónicas de Narnia: el león, la bruja y el armario en 2005. Esa película estaba basada en el libro de C. S. Lewis con el mismo título publicado en 1950, que empezaba su serie de siete volúmenes.
Como en la serie «Left Behind», en la de Narnia hay seres humanos que participan en la gran batalla final entre el bien y el mal. También en la serie de Narnia el bien es representado por un personaje masculino y el mal por uno femenino: Cristo, «el león de la tribu de Judá», se convierte en Aslan, el león de Narnia; la gran prostituta de Ap 17,1.15.16 y 19,2 pasa a ser la Bruja Blanca de Narnia.
Además, antes de que Aslan, el león/Cristo, mate a la Bruja Blanca, Peter, el mayor de los cuatro niños que son los participantes humanos en esta batalla apocalíptica, mata al monstruo Lobo. Después de eso, Aslan/Cristo le recuerda: «Has olvidado limpiar tu espada... Suceda lo que suceda, nunca olvides enjugar tu espada» (cap. 12). Otra vez tengo que recordar una advertencia diferente a un Pedro que blande una espada: «Mete tu espada en la vaina, porque todos los que empuñan espada, a espada perecerán» (Mt 26,52).
Tanto la serie de Narnia como la de «Left Behind» van más allá del Apocalipsis al hacer que seres humanos –niños en el primer caso y adultos en el segundo– participen plenamente en la violencia divina de la limpieza apocalíptica. Las dos series generaban cuestiones y objeciones en mis auditorios cuando yo hablaba de la resistencia no violenta de Jesús al control romano de su patria judía del siglo I. Si yo quería hablar como lo hacía sobre el Jesús histórico, mis audiencias preguntaban con igual razón sobre el Apocalipsis y su divina violencia, apoyada ahora, al menos ficticiamente, por la violencia humana.
Me gustase o no, evidentemente tenía que ampliar mi enfoque desde el evangelio al Apocalipsis, del Jesús histórico al apocalíptico, y así pasar por todo el Nuevo Testamento, de comienzo a fin. Pero ese enfoque no podía parar ahí; tenía que extenderse a toda la Biblia cristiana y debatir el propio personaje del Dios bíblico.
La visión de un Dios bipolar
En las conferencias sobre Jesús yo proponía que su actitud de resistencia no violenta estaba programáticamente fundada sobre su visión de un Dios no violento. Dicho de otra manera, el mensaje de Jesús proclamaba el Reino no violento de un Dios no violento. A propósito, esto procedía del Sermón del monte, en el que el modelo divino para «amar a los enemigos» es un Dios que «hace salir su sol sobre malos y buenos y llover sobre justos e injustos». Nuestra resistencia no violenta terrena a la violencia nos hace adecuados «hijos» de ese Padre celestial que obra de manera semejante (Mt 5,43-48; Lc 6,27-36).
Pero, sea lo que fuere sobre Jesús en el Templo o el Apocalipsis, era sobre el carácter del Dios bíblico donde las cuestiones, objeciones y contradicciones subían exponencialmente. ¿No era el Dios bíblico tan bipolar respecto a la violencia y la no violencia como el Jesús bíblico? Algunas veces se argumentaba que el Dios del Antiguo Testamento era un Dios de venganza y castigo, mientras el Dios del Nuevo Testamento era un Dios de perdón y piedad. Así es como me sugerían que resolviera mi problema sobre los dos aspectos del carácter del Dios bíblico.
A pesar de este estereotipo de antijudaísmo cristiano, la sugerencia mencionada tenía poco peso entre mis auditorios eclesiales. Porque, evidentemente, de ordinario ya habíamos discutido el Apocalipsis para entonces, y los que ponían pegas sabían que allí se imaginaba una violencia cósmica definitiva mayor que cualquier cosa del Antiguo Testamento. Y el Dios «poli malo» del Antiguo Testamento y el Dios «poli bueno» del Nuevo resultaban persuasivos solo a los que nunca habían leído realmente la Biblia cristiana entera.
En todo caso, era del todo claro, de un modo u otro, que el expreso bíblico cristiano, como yo lo llamo, brama a lo largo de dos raíles gemelos y paralelos, uno de la violencia divina y el otro de la no violencia divina.
Para discutir con más profundidad el carácter del Dios bíblico me centraba en un concepto muy importante, la justicia, especialmente con un Dios bíblico de «justicia y derecho» (Jr 9,23), que exige «derecho y justicia» de otros (Jr 22,3). Pero eso requería alguna terapia lingüística preliminar.
En el lenguaje corriente de todos los días, el término «justicia», sin calificar, de ordinario se refiere exclusivamente a la justicia retributiva, con especial acento en penas y castigos. Piénsese, como ejemplo, en el Departamento de Justicia de los Estados Unidos o en el Código General de Justicia Militar. A cada delito le corresponde un determinado castigo. Eso es justicia retributiva. Hay, sin embargo, dos formas de justicia –la justicia de distribución y la justicia de retribución–, una distinción de enorme importancia en la Biblia y en este libro. De hecho, iré un paso más adelante y defenderé que la justicia distributiva es el significado primario de la palabra «justicia», y que la justicia retributiva es secundaria y derivada.
Por ejemplo, un juez es acusado de prejuicio racial en un procedimiento judicial. Los acusadores seleccionan cien casos de delitos idénticos y circunstancias similares que implican a acusados blancos y negros. Encuentran que el juez impone fianzas y dicta sentencias dos o tres veces más duras en los casos de negros que en los de blancos. La conclusión es que el juez no distribuye la justicia retributiva de forma honrada, equitativa y justa.
En otras palabras, para mí –y para la Biblia–, la justicia distributiva es primaria; la retributiva es secundaria y derivada. Dicho de otra manera: la justicia trata de distribuir adecuadamente los temas en cuestión. En la Biblia se trata principalmente de una justa distribución del mundo divino entre todo el pueblo de Dios. Por ejemplo, cuando la Biblia clama justicia, ¿se puede pensar realmente que está exigiendo retribución?
Defended al débil y al huérfano,
haced justicia al humilde y al pobre:
liberad al débil y al indigente,
arrancadle de la mano del malvado (Sal 82,3-4).
El núcleo de la justicia de Dios es garantizar que el «débil y el huérfano» hayan recibido su parte de los recursos de Dios para vivir y medrar. La justicia retributiva solo entra cuando ese ideal se viola.
En resumen, la disyunción entre Dios como violento y no violento puede reformularse para el resto de este libro de la forma siguiente: el Dios bíblico es, por una parte, un Dios de justicia distributiva no violenta y, por otra, un Dios de justicia retributiva violenta. ¿Cómo podemos dar sentido a este enfoque tan dual? ¿Cómo reconciliamos estas dos visiones? Es lo que vamos a explorar en el resto del libro.
¿Dónde estamos ahora y qué viene a continuación?
Comienzo con un ¿ahora dónde? y un ¿qué a continuación?, que se extiende por todo el libro.
Una palabra sobre dos expresiones de crucial importancia no solo para este capítulo, sino también para más adelante.
Primera, «Biblia cristiana». Esta expresión no es apologética ni polémica, sino simplemente descriptiva para esa serie de Escrituras sagradas que se extienden desde el Génesis hasta el Apocalipsis. Acepto plenamente que la Biblia cristiana tomó la idea misma, la mayoría de su contenido y mucho de su orden de la Biblia hebrea, que la precedió. Desde luego, si los primeros cristianos no hubieran sido judíos cristianos (es decir, mesiánicos), ese uso habría sido un robo conceptual, un plagio textual y un expolio cultural.
Tal como fueron las cosas, el judaísmo rabínico y el cristianismo primitivo surgieron con igual validez y completa integridad de la común matriz de la tradición bíblica del judaísmo del Segundo Templo. Fueron hijos gemelos de la misma madre y ambos nacieron en los terribles dolores de parto del primer siglo después de Cristo. (A propósito, «matriz» y «madre» proceden de las mismas raíces griegas y latinas.)
Segunda, «justicia distributiva». ¿Cómo surgió entre los israelitas y judíos, dentro de la tradición bíblica, esta visión tan poco intuitiva de la justicia distributiva de Dios? Casi no era obvia ni evidente en el mundo antiguo entonces y ni en el moderno ahora. No procedió de ninguna posibilidad imaginada ni de una abstracta teoría de los derechos civiles, o los derechos democráticos, o los derechos humanos. Vino, en cambio, de la actualidad experimentada y de la realidad concreta de los derechos familiares. El hogar campesino bien regido, con derechos y deberes, títulos y responsabilidades, era la metáfora de la tradición bíblica para un mundo bien gobernado y un país bien regido.
Por eso, Dios obra con «justicia y derecho en la tierra» (Jr 9,24), y el rey con «justicia y derecho en el país» (23,5; 33,15). Desde la casa, pasando por el país, hasta la tierra, siempre se trataba de un tema de justicia distributiva y derecho restaurador. De ahí que la tradición bíblica pudiera aceptar la pobreza extrema como necesaria algunas veces (por ejemplo durante el Éxodo de Egipto), pero no la desigualdad extrema. Imaginemos que entramos en un hogar de campesinos y encontramos a algunos hijos muriendo de hambre mientras otros están ahítos. Esta es la obscenidad que acosa a la imaginación bíblica, la cual provoca que pidan a su Dios igualdad para todos y suficiencia para cada uno.
(Si se funciona en el patriarcado corriente, se podría llamar al dueño de la casa «padre», pero, puesto que uno de cada tres hijos del siglo I era huérfano de padre a los 15 años, podría ser tanto nostalgia como patriarcado. En cualquier caso, nótese cómo la oración oficial del cristianismo comienza con «Padre [Dueño de casa] nuestro» antes de llegar a «tu reino».)
Paso ahora al ahora dónde y qué a continuación para este capítulo. He defendido en él que la Biblia cristiana nos presenta un Dios con una justicia distributiva no violenta, pero también de justicia retributiva violenta. También proclama a Jesucristo como el Cristo no violento del Sermón del monte y el Cristo violento del libro del Apocalipsis. Pero los seres humanos están hechos «a imagen y semejanza» de Dios (Gn 1,26a.27), y los cristianos están llamados a ser «coherederos» con Cristo (Rom 8,17) para el cuidado y conservación de la creación (Gn 1,28; Rom 8,19). Entonces, ¿cómo tenemos que actuar contra la injusticia y la violencia, no violenta o violentamente?
Esta es la pregunta esencial detrás de mi título Cómo leer la Biblia y seguir siendo cristiano. ¿Hemos de elegir y seguir una u otra opción, puesto que ambas son presentadas como el carácter del Dios bíblico? Pero, si un cristiano opta por el Dios no violento, ¿puede otro, con igual legitimidad, optar por el Dios violento? ¿Es la respuesta a mi «cómo» del título sencillamente «cuál es tu opción»? O, como alternativa, ¿tendríamos que mezclar un cóctel trascendente de tantas partes de violencia y tantas de no violencia, dependiendo del gusto personal o según la tradición confesional?
Mi tarea en el capítulo siguiente es sugerir otra opción diferente para Cómo leer la Biblia y seguir siendo cristiano. Más aún, y todavía más importante, la solución que proponga no vendrá externamente de mí, sino internamente de la misma Biblia cristiana.
Procede de proponer una teología cristiana de la Biblia cristiana imaginando la Biblia como un todo, como un volumen completo, como una unidad organizada, como una totalidad integrada. Aunque los científicos puedan ver la Biblia como una colección de diversas obras de autores con diferentes trasfondos, teologías y finalidades, la Iglesia debe tratar con la Biblia como un todo, como revelación, como guía para nuestras vidas hoy en día. Tengo el proyecto de leer esa Biblia cristiana como si nada me hubiera hablado de dos secciones separadas llamadas Antiguo y Nuevo Testamento. Pensaré que nuestros ejemplares carecen de esa división y que podemos leerlos todos seguidos, libro a libro, desde el Génesis al Apocalipsis.
En el capítulo 2 estudio la cuestión «¿qué revela la Biblia cristiana sobre su propia imaginación del carácter de Dios cuando la leemos como una unidad completa y como un todo integrado?». ¿Hay ahí más que una simple bipolaridad paralela de violencia y no violencia?