PABLO VI, ESPAÑA
Y EL CONCILIO VATICANO II
El título del libro que tienes en las manos, querido lector, anuncia con claridad lo que vas a encontrar en sus páginas. No se trata de una biografía de Pablo VI ni de una historia de España, y menos todavía de un comentario a los documentos del Concilio Vaticano II. Es algo bastante más cercano y ajustado al ámbito de nuestra vida.
El Prof. Laboa es un historiador riguroso, amigo de lo concreto, y en este libro ha querido ofrecernos los resultados del encuentro providencial de estas tres realidades: un papa, un país y un acontecimiento. En estas páginas, el autor expone con detalle la intervención del papa Pablo VI en el desarrollo del Concilio Vaticano II y la influencia del papa y del Concilio en la historia de España y en la vida de los españoles.
En el primer capítulo, Laboa nos presenta los rasgos más sobresalientes de la personalidad del papa Montini. Reservado y prudente, Juan Bautista Montini tenía una mente poderosa y una voluntad firme. Fue un discípulo fiel de Jesucristo y un diligente servidor de su Iglesia. Sus circunstancias familiares y ministeriales le proporcionaron una amplia cultura y una comprensión profunda del momento cultural y pastoral que tenía que afrontar la Iglesia. Era, en el mejor sentido de la palabra, un hombre moderno. No siempre sus ideas y sus criterios fueron bien interpretados ni acogidos en la Curia romana. Ni en los años de su servicio en la Secretaría de Estado ni después, durante los años de su pontificado, le faltaron las críticas y las incomprensiones. Por encima de todo ello supo ser fiel y abrir nuevos caminos para la Iglesia con mansedumbre y fortaleza extraordinarias.
Una vez elegido papa decidió continuar el Concilio iniciado por san Juan XXIII. Él fue, en lo humano, el timonel decidido y prudente de ese gran acontecimiento que fue el Concilio Vaticano II. Juan XXIII tuvo la inspiración, pero fue Pablo VI quien le dio forma y lo condujo sabiamente hasta el final. Este será sin duda, para siempre, su más grande servicio a la Iglesia y a la humanidad. Aquel Concilio cambió la historia de la Iglesia y, a medio o largo plazo, la historia del mundo. Este es el contenido del capítulo segundo.
En los dos capítulos siguientes, el autor refiere las relaciones del papa Pablo VI con la Iglesia de España y con el Gobierno del general Franco. Pablo VI comprendió antes y mejor que muchos españoles lo que significaba para España la aplicación del Concilio, precisamente en los últimos años del Gobierno nacido de la Guerra Civil. España tenía ante sí en aquellos momentos muy graves cuestiones. El Concilio significaba para nosotros un esfuerzo colosal de revisión y modernización. Era preciso revisar a fondo nuestra manera tradicional de interpretar y vivir el catolicismo. Teníamos que pasar de un catolicismo impuesto y tutelado desde el poder político, que había sido nuestro modelo desde Recaredo, hacia una concepción de la Iglesia como comunidad fundada en una fe personal y libre, independiente de los poderes políticos, centrada en el anuncio y la vivencia del Evangelio de Jesucristo, abierta a todos los sectores de la sociedad, capaz de acercarse amigablemente al mundo laico contemporáneo. El papa Pablo VI nos acompañó en esta aventura y más de una vez nos guió en las encrucijadas más complejas y peligrosas. En aquellos años fue verdaderamente para nosotros el hermano mayor, respaldado por la oración de Jesús, que nos guió y confirmó en la fe y en la comunión católica.
Para la renovación de la Iglesia española era indispensable una renovación del episcopado. Pero la creciente falta de entendimiento entre la Santa Sede y el Gobierno español hacía que el privilegio de presentación de los obispos dificultara cada vez más el nombramiento de los pastores más aptos para aquellos momentos. De ahí la importancia de que el Gobierno, siguiendo las directrices del Concilio, renunciara a ese antiguo privilegio y reconociera la plena libertad de la Santa Sede para actuar y decidir dentro de la Iglesia. La Santa Sede recurría al procedimiento de nombrar obispos auxiliares, en cuyo nombramiento no intervenía el Gobierno, para luego situarlos al frente de las diócesis con sede vacante. Aun así, los nombramientos se retrasaban demasiado y llegó a haber en algunos momentos hasta nueve diócesis vacantes.
Esta tarea insoslayable de la renovación de la Iglesia en España y de nuestro modo de entender y vivir el catolicismo tuvo en España importantes repercusiones políticas que nuestros gobernantes, por lo general, no fueron capaces de entender. Las actuaciones y directrices del papa fueron interpretadas como fruto de intrigas antiespañolas, e incluso de un cierto antiespañolismo del mismo papa. La prensa española más cercana al Gobierno criticaba y difamaba al papa sin piedad. Más de una vez, Pablo VI manifestó el gran sufrimiento que le causaban estas acusaciones. Amaba sinceramente a España, quería, como buen pastor, el bien de los españoles, y aceptó estos sufrimientos como precio de su amor clarividente y de su generoso servicio.
Después de referirnos en el capítulo cuarto a las difíciles relaciones del papa Pablo VI con el Gobierno español, el autor dedica un capítulo a presentar la historia de lo que fue la Asamblea Conjunta de obispos y sacerdotes. Aquel acontecimiento dividió las opiniones en la Iglesia española y tensó las relaciones entre la Conferencia Episcopal y la Santa Sede.
Los obispos habían percibido las distancias y los muros de desconfianza que había entre los sacerdotes, especialmente los más jóvenes, y sus pastores. La falta de comunicación y aun de comunión entre obispos y sacerdotes estaba afectando profundamente a la unidad de la Iglesia y a la imprescindible serenidad espiritual de los fieles. El papa les había recomendado estar cerca de los sacerdotes, especialmente de los jóvenes. Como respuesta pastoral a esta delicada situación, los obispos decidieron tomar una iniciativa valiente y generosa: prepararon una Asamblea en la que pudieran hablar y reflexionar juntos obispos y sacerdotes.
La Asamblea se celebró en el Seminario de Madrid del 13 al 18 de septiembre de 1971. Sin duda, aquel acontecimiento tuvo una importancia decisiva en la vida de nuestra Iglesia, cambió su clima interior, se recuperó en buena parte la comunicación y la confianza entre sacerdotes y obispos; los obispos más partidarios de la renovación conciliar de la Iglesia se vieron apoyados y fortalecidos por el sentir mayoritario de sacerdotes y fieles. Las críticas y las injustas sospechas que se levantaron contra aquella iniciativa no consiguieron frenar la fuerza renovadora que nacía de aquel acontecimiento, fruto de la sincera voluntad de los obispos españoles y de la Iglesia de España de renovarse a sí misma siguiendo fielmente las directrices del Vaticano II.
El libro termina con un capítulo de tipo general en el que se exponen las consecuencias que el Concilio Vaticano II, presidido y dirigido por el papa Pablo VI, tuvo en la vida de la Iglesia y aun de toda la nación española.
El Concilio Vaticano II tuvo y sigue teniendo una gran influencia en la vida de la Iglesia. Por eso no es aventurado decir que Pablo VI, el papa del Concilio, ha sido uno de los papas más influyentes en la historia de la Iglesia. Su sabiduría, su fortaleza y sus muchos sufrimientos, sin duda guiados y enriquecidos por la asistencia del Espíritu de Dios, están en el origen de la vida y la vitalidad misionera de la Iglesia actual. El magisterio y las iniciativas del papa Francisco nacen del espíritu del Concilio y concuerdan profundamente con la sensibilidad y los deseos del papa Pablo VI.
La importancia del Concilio y del pontificado de Pablo VI, que son tan grandes para la Iglesia universal, tuvieron y siguen teniendo todavía una importancia especial para la Iglesia española y para la vida de todos los españoles. El Concilio iluminó y preparó a los católicos españoles para poder colaborar de manera decisiva en la inminente transición política. El papa Pablo VI nos acompañó paternalmente, con clarividencia y prudencia, en esta colosal aventura.
Si ahora, a la distancia de sesenta años, quisiéramos evaluar el resultado de aquellos acontecimientos para nosotros, tendríamos que reconocer que el Concilio y proporcionalmente las orientaciones pastorales de Pablo VI nos ayudaron a descubrir la necesidad de una Iglesia libre de cualquier injerencia del poder político, centrada en el anuncio del mensaje religioso y salvador de Jesucristo, abierta a todos los sectores de la población, partidaria decidida de la reconciliación y la paz entre todos los españoles, en diálogo cercano y sincero con la vida, los sentimientos y las ideas de todos nuestros conciudadanos, servidora de los pobres, responsable de la fe y del bienestar espiritual de todos, abierta al mundo contemporáneo y comprometida en el anuncio y la extensión del Evangelio por el mundo entero.
Estos cambios no fueron fáciles para una Iglesia que vivía en otros esquemas sociopolíticos desde los tiempos de los esplendores visigóticos, que luego se había afirmado en la lucha contra las invasiones musulmanas y que había colaborado generosamente en la defensa de la unidad católica contra las innovaciones y rupturas del protestantismo. Hasta principios del siglo XX, la Iglesia española se había mantenido fiel al ideal tridentino, que después de la Guerra Civil fue restaurado con entusiasmo y mantenido en la soledad y el aislamiento del tiempo de la posguerra. Hijos de su circunstancia, como lo somos todos, los obispos españoles, en su mayoría, no estaban preparados para comprender el sentido y la justificación de las enseñanzas conciliares, nacidas en otros ambientes. La novedad del Concilio les resultaba desconcertante. Los cambios conciliares les parecían imprudentes y hasta perjudiciales.
Naturalmente, cambios tan importantes en la vida española no fueron posibles sin producir desconcierto y conflictos. Muchos cristianos, también religiosos y sacerdotes, acostumbrados a vivir la religión con fuertes connotaciones políticas, pensaron que los cambios conciliares consistían en pasar del franquismo al socialismo; aceptaron las propuestas del PSOE y de otros partidos radicales de origen marxista con la falsa ilusión de que la política de las izquierdas iba a ser un buen apoyo y una buena mediadora para la misión de la Iglesia. A esta ilusión ajustaban su visión de la Iglesia y sus criterios pastorales.
Estas opciones políticas y eclesiológicas de algunos cristianos los enfrentaban con la jerarquía y los alejaban de la comunión vital con la Iglesia; muchos creían de buena fe que el compromiso político de izquierdas era la verdadera práctica de la caridad cristiana; surgían conflictos y desajustes por todas partes, tanto en la doctrina como en la vida litúrgica y en los comportamientos. La jerarquía era incapaz de evitarlos, y los que eran contrarios a los cambios políticos acusaban a los obispos de falta de autoridad y de condescendencia con las corrientes revolucionarias. A Roma llegaban informaciones alarmistas y alarmantes. Muchos personajes de la Curia veían con preocupación la marcha de los acontecimientos en España. El papa Pablo VI mantuvo siempre la confianza en los obispos españoles y les alentó en el ejercicio de su ministerio. En los años siguientes aparecieron otros criterios y otras formas de actuar con el ánimo de evitar abusos y recuperar la normalidad en la vida de la Iglesia española.
Visto desde dentro, era muy claro que la Iglesia española tenía que asumir decididamente las enseñanzas del Concilio, dejando atrás los viejos esquemas del antiguo régimen. La comunión con la Iglesia universal nos exigía ese esfuerzo. Además, esa transformación, por dolorosa que fuese, era imprescindible para poder anunciar el Evangelio de Jesús a las nuevas generaciones y ser instrumento de paz y reconciliación en una sociedad dividida por las ideologías políticas y profundamente herida por las secuelas de una trágica Guerra Civil. Sin el Concilio no habría habido renovación de la Iglesia, y, sin la renovación conciliar, la Iglesia de España no habría sido capaz de contribuir como lo hizo a la transición política y a la reconciliación de los españoles. Algunos prefieren olvidarlo, pero es evidente que, sin la colaboración decidida de una Iglesia renovada por el Concilio, la transición española no habría sido posible. Por lo menos no habría sido posible tal como fue, pacífica y reconciliadora. Algunos historiadores ya lo han reconocido. El tiempo se encargará de convencer a los que todavía no lo ven o no quieren aceptarlo.
A la hora de hacer un balance sincero y realista, es evidente que en estos años de vida democrática se ha debilitado la vida cristiana de los españoles. Desde la década de los setenta, la práctica sacramental de los españoles ha descendido a menos de la mitad; durante los últimos treinta o cuarenta años venimos padeciendo una dura crisis vocacional que ha reducido drásticamente el número de sacerdotes y religiosos en nuestras iglesias e instituciones, y las tendencias culturales dominantes se inclinan por el laicismo y el permisivismo moral. Algunos atribuyen esta decadencia religiosa a las imprudencias del Concilio y a la falta de autoridad de los obispos. No sabemos qué habría ocurrido con la continuidad de la situación anterior y sin la celebración del Concilio. ¿Habría podido España continuar durante mucho tiempo como un islote de catolicismo tridentino en una Europa liberal y secularizada?
A la vista de lo ocurrido, parece más realista pensar que España no era tan homogéneamente católica como se decía; la formación y las convicciones católicas de los españoles no eran tan profundas como parecía; la inevitable penetración de la cultura dominante en Europa tuvo más fuerza y más atractivo que las convicciones espirituales y religiosas de buena parte de los católicos españoles. Sin duda, las cosas podrían haberse hecho mejor, pero los cambios y las transformaciones sociales son difícilmente programables y dominables.
Para cualquiera que mire los hechos imparcialmente, es evidente que la Iglesia española, al cabo de cuarenta años de vida democrática, se ha visto reducida a una minoría de miembros practicantes, ha perdido significación e influencia social, vive en una situación social bastante marginal y es a veces minusvalorada por la opinión o por los poderes públicos. En compensación, no puede ser acusada de colaboración con ningún poder político, es una Iglesia libre, centrada en el anuncio y la práctica del Evangelio de Jesucristo, comienza a ser una comunidad coherente y significativa ante el conjunto de la sociedad, cuenta con grupos y comunidades de cristianos convencidos y testimoniantes, aspira a ser una Iglesia abierta a todos, acogedora y misionera en el campo real y concreto de nuestra sociedad. Seguramente, nada de esto habría sido posible sin el sufrimiento de los cambios y de la renovación conciliar. El modelo de una Iglesia potente e influyente, bien respaldada por el poder político y social, que pudo ser acertado y fructífero en otros tiempos, no podía ya seguir favoreciendo la credibilidad de la Iglesia ni el anuncio universal del Evangelio.
Conviene que se conozcan estas cosas. La manera tridentina de interpretar y organizar la vida de la Iglesia no habría podido subsistir ni habría resultado pastoralmente adecuada en estos tiempos de secularización y pluralismo. No hay justificación para las nostalgias. Los acontecimientos narrados en esta obra tienen que seguir siendo la fuente inspiradora de nuestro presente y nuestro futuro. Hoy, lo razonable es profundizar en las enseñanzas conciliares bajo la guía del papa Francisco, tan cercano a las intuiciones y orientaciones del papa Pablo VI, con las cautelas y la potencia misionera de san Juan Pablo II.
Los católicos españoles tenemos que aprender a vivir la vida cristiana y católica en otras condiciones sociales y culturales, en una sociedad pluralista, un poco perdida culturalmente y a veces algo desconfiada y hasta agresiva con nosotros. Tengamos paciencia. Seamos pacíficos y generosos. También nosotros hemos sido a veces rigurosos y agresivos con los no cristianos. No perdamos la esperanza de que los no creyentes superen sus prejuicios anticlericales y algún día podamos construir entre todos una sociedad más justa, más tolerante y comunicativa, en la que el Evangelio se pueda anunciar y vivir sin sospechas ni marginaciones de ninguna clase. Es verdad que tenemos que trabajar en contra de las aspiraciones envolventes del laicismo. Pero nuestra lucha no puede ser política ni intransigente, sino dialogante y convincente. La cuestión no está en condenar, sino en convencer. La fuerza de la Iglesia está en el Evangelio de Jesús, y el Evangelio vence convenciendo y cambiando el corazón y la vida de quien lo escucha y lo recibe con fe. Nuestra lucha se llama evangelización y conversión.
Iluminada y fortalecida con la enseñanza del Concilio Vaticano II, la Iglesia de España tiene que insistir en una acción evangelizadora centrada en el anuncio de la fe y de la necesidad de la conversión personal al Evangelio de Jesús, acercándose poco a poco al ideal de una Iglesia de convertidos al Dios de la salvación, sin miedo a vernos convertidos en una Iglesia minoritaria; seguros de que la coherencia y el ejemplo de la vida de los cristianos bautizados y de las familias santificadas por el sacramento del matrimonio serán el mejor apoyo para una pastoral misionera de expansión y crecimiento. Para eso tenemos que ser y aparecer como una Iglesia de todos y para todos, sin aceptar el encuadramiento en ningún sector cultural o político de nuestra sociedad. La fortaleza de la Iglesia no puede estar en la protección de unas instituciones civiles cada vez más secularizadas y presionadas por las fuerzas y las ideologías de este mundo, sino en la fe y en la vida santa de los cristianos.
La Iglesia no puede renunciar a llevar el Evangelio de Jesús a todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Pero este crecimiento del número de los cristianos y de su influencia social tiene que venir por el camino de la conversión personal y la coherencia de vida, no por la vía de las influencias y apoyos políticos, que hoy resultan imposibles y, si se dieran, serían más perjudiciales que favorables para el anuncio y la aceptación cordial y gozosa del Evangelio de la salvación.
El camino de la evangelización y de la conversión, asumido por la Iglesia como opción pastoral fundamental para los países occidentales desde los tiempos de Pablo VI, confirmado por san Juan Pablo II y aplicado ahora día a día por el papa Francisco, tiene que ser también nuestro camino, aceptado con humildad y aplicado con decisión, en humilde obediencia a las orientaciones del Concilio Vaticano II, en continuidad con las opciones de hace cuarenta años y con la gozosa esperanza de las promesas del Señor: «Yo estaré con vosotros hasta el fin de los tiempos».
Tengamos paciencia. No tengamos prisa. El calendario de Dios es más amplio que nuestras vidas. Si somos capaces de anunciar y vivir con claridad y mansedumbre el Evangelio de Jesús, con la ayuda del Señor y con el poder del Espíritu Santo llegaremos a convencer a nuestros hermanos de la verdad de Jesús como camino, verdad y vida de nuestra vida personal y de nuestra historia colectiva. Los buenos cristianos volverán a ser sal que purifica y luz que ilumina en las mil circunstancias y en las crecientes complejidades de nuestra vida personal y colectiva. Es posible que nosotros no lo veamos. Pero estamos obligados a acertar con el buen camino y a mantenerlo con fortaleza y esperanza.
+ Card. FERNANDO SEBASTIÁN
arzobispo emérito de Pamplona y Tudela