ESPIRITUALIDAD
DEL
DESIERTO

GISBERT GRESHAKE

 

 

 

 

 

 

A los compañeros de camino

por el desierto.

INTRODUCCIÓN

 

Y de pronto,

en ese penoso en ninguna parte...

(RAINER MARIA RILKE)

 

 

La séptima parte de nuestra superficie terrestre está cubierta de desiertos, una forma de paisaje que se caracteriza –abstracción hecha de los desiertos helados de los polos– por temperaturas extremadamente elevadas (hasta 58° a la sombra) y que tiene un promedio de precipitaciones anuales inferior a 25 cm. Debido a ello está muy generalizada la opinión de que lo específico del desierto es esencialmente la sequía y el calor, la aridez del suelo y la falta de vida. Hay incluso quienes vinculan al desierto la idea de un gigantesco «cajón de arena» donde forzosamente muere de sed quien se queda en él largo tiempo. Todo esto no deja de ser cierto, pero es solo una parte de la verdad. Porque el desierto ni es completamente árido ni carece por completo de vida. El calor del día alterna con un considerable descenso de la temperatura por las noches, de modo que los tuaregs dicen: «El desierto es una tierra fría con un sol ardiente». Solo la décima parte de la superficie (en el Sahara, la quinta parte) posee campos de arena y de dunas. Y como la precipitación media anual no tiene lugar de forma continuada, sino frecuentemente a manera de diluvio tras años de completa sequía, el desierto puede convertirse de la noche a la mañana en un jardín paradisíaco y con tales masas de agua que se le puede aplicar el paradójico pero atinado proverbio de los tuaregs: «En el desierto han muerto más personas ahogadas que de sed».

La particularidad del desierto consiste precisamente en que reúne y mantiene juntos ambos extremos. El desierto significa indisolublemente ambas cosas: calor y frío, esterilidad y vida, inmensas zonas sin agua y fértiles oasis, arena y piedra, llanura y altas montañas. La relación entre todo ello es la de un equilibrio inestable. La vida y lo que da vida se defiende contra lo que amenaza y destruye la vida: contra calor despiadado y brutal, descenso nocturno de temperatura; contra falta considerable de agua, wadis impetuosos; contra arenas en expansión, sofocantes tormentas de arena. Y, sin embargo, son precisamente esos factores mortales los que, desgastando y erosionando formidablemente rocas y piedras, montes y valles, producen en el paisaje del desierto esas formaciones increíblemente bellas, majestuosas o extravagantes. Así, por ejemplo, las brutales diferencias de temperatura entre el día y la noche (¡hasta 50°!) dan lugar a que incluso las formaciones rocosas más duras se rajen literalmente y queden trituradas y, bajo el adicional «bombardeo continuo» de los violentos vientos huracanados y de las tormentas de arena, produzcan las formaciones geológicas probablemente más fascinantes del mundo. También la arena, por así decir el «producto final» de esa degradación aniquiladora, encuentra una nueva figura en sugestivas dunas que cambian su conformación según los flujos atmosféricos y las estaciones del año, y en las que el viento dibuja las más bellas formas. Por esas formas llenas de vida de las dunas y de sus dibujos, la propia arena, en cierto sentido, despierta también a la vida. Además, en el desierto se dan los mecanismos más «sofisticados» con los que plantas, animales y hombres tratan de lograr que haya vida en ese espacio amenazado por la muerte y la destrucción. Cada ser vivo se presenta allí como verdadero «artista de la supervivencia». Tal vez sea esa «alta tensión» entre la vida y la muerte, presente por doquier, uno de los elementos que más contribuyen a producir esa fascinación que ejerce el desierto.

Pero hay aún más. Con su tensión entre polos tan opuestos, el desierto es una de las más elocuentes imágenes de nuestra vida, marcada asimismo por tensiones y rupturas. Justamente con su doble polaridad de «lugar de muerte» y «lugar de vida», el desierto, cual persuasivo «icono», invita a ver en su imagen de un modo nuevo la propia vida. Tales comparaciones entre formas de la naturaleza y cosas que ocurren en la propia vida son habituales para nosotros en otros muchos campos. Hablamos del «otoño de la vida», del «seguro puerto del matrimonio», de la «noche de los tiempos», de «nuestras vidas son los ríos», etc. Otoño, puerto, noche, ríos, son imágenes de la naturaleza que esclarecen nuestra vida al ponernos delante un espejo en el que nos descubrimos en una nueva profundidad y una nueva perspectiva. ¿O no seremos tal vez nosotros mismos quienes, para interpretar esta vida nuestra tan cuestionable, acudimos a la imagen de la naturaleza?

Ese problema ya preocupó a Goethe. En sus Aforismos en prosa escribe: «Observando la naturaleza en general y en particular he preguntado constantemente: ¿es el objeto o eres tú quien se expresa aquí?». Exactamente lo mismo puede decirse del desierto. Por un lado, nos pone delante con toda insistencia un espejo en el que podemos descubrir de nuevo las dimensiones opuestas de nuestra vida: trechos difíciles y combates fatigosos, desengaños y dolorosas despedidas, situaciones sin esperanza y esfuerzos inútiles, pero también libertad y entusiasmo, fascinación y alegría por éxitos y logros. De ese modo, la luz y la sombra, lo claro y lo confuso, lo favorable y lo hostil a la vida pueden encontrar en la imagen del desierto una comprensión más honda. Pero, por otro lado, somos sin duda nosotros mismos quienes en esa «metáfora de la naturaleza» vemos de nuevo nuestra vida, a menudo tan desconcertante y complicada, con sus anhelos y esperanzas, pero también con sus abismos y tinieblas. Así, el desierto no es solo un tipo de paisaje, sino una dimensión interior de nuestra condición humana que cada cual, inevitablemente, experimenta a su manera, aunque nunca haya tenido contacto con las zonas geológicas desérticas del mundo. Pero sobre todo: quien está en el desierto sabe que está siempre de paso, que es algo transitorio, provisional. Cada estancia en el desierto –con sus fatigas, penalidades y privaciones, con la ansiosa indagación del camino correcto y la búsqueda de agua, pero también con sus alegrías por las bellezas del paisaje, por las etapas recorridas exitosamente en común y por los oasis alcanzados– trae muy a lo hondo de la conciencia, hasta el agotamiento y el descanso del cuerpo, el carácter transitorio de nuestra vida. Se aprende a deletrear los múltiples contenidos y niveles de significado de esta somera afirmación: ¡nuestra vida entera es un viaje por un gran desierto! Así lo dice ya el monje cisterciense medieval Elredo de Rieval: «¿Qué significa marcharse al desierto? Significa considerar toda la realidad como un gran y único desierto, anhelar la casa paterna y tomar el mundo como un medio para coronar nuestro camino hacia allí» 1.

El desierto es, en resumidas cuentas, un «espacio espiritual» que proporciona experiencias espirituales. No es casualidad que grandes acontecimientos de la historia de la salvación tengan lugar en el desierto; no es casualidad que personajes determinantes de la historia de la fe hayan buscado la soledad. Y no es casualidad que hasta el día de hoy no pocas personas vayan al desierto para –como ellas dicen– «encontrarse a sí mismas», ya se trate del paisaje geológico del desierto o de dimensiones vitales, no menos reales, experimentadas en la metáfora del desierto: soledad, silencio y alejamiento de la vida cotidiana, firmeza y perseverancia en las decisiones vitales que se han tomado y en la reorientación ante nuevas situaciones decisivas. Es tal como escribió Alfred Delp desde la prisión nazi, al final de la cual le esperaba la ejecución:

 

El desierto es necesario. También el desierto físico... Las grandes empresas de la humanidad y del hombre se deciden en el desierto. Tienen su sentido y son una bendición esos espacios grandes y vacíos que dejan al hombre solo con lo real.

El desierto es uno de los espacios fértiles y creadores de la historia... Mal anda una vida que no resiste o que evita el desierto. Las horas de soledad han de estar en cierta relación con las de comunidad, de lo contrario los horizontes se reducen y, con las muchas palabras, los contenidos se desperdician y desintegran...

Mal anda un mundo en el que ya no hay cabida para el desierto y para el espacio vacío...

El desierto es necesario. «Quedar expuesto» lo llamó una persona querida a la que doy las gracias por esa expresión. Quedar expuesto, solo y desprotegido, a los vientos y las crudezas del clima, del día y de la noche, y de las angustiosas horas intermedias. Y del Dios que guarda silencio. Sí, también esto es un «quedar expuesto», o más bien el «quedar expuesto». Y así crece la capacidad del corazón y del espíritu más importante para conseguir la libertad: la infatigable asiduidad.

No quiero escribir una oda al desierto. Quien tuvo y tiene que superarlo hablará de él con reverencia y con la ligera contención con la que el hombre se avergüenza de sus heridas y sus debilidades. Es el gran espacio de la reflexión, del conocimiento, de las nuevas evidencias y decisiones... Es la ley del rigor y de la acreditación, la ley en virtud de la cual hemos sido llamados. Y es el callado rincón de nuestras lágrimas y llamadas de socorro y miserias y miedos. Pero es necesario 2.

 

El desierto es el más intenso desafío. Pero es también hermoso y fascinante. Esa fuerza de atracción del desierto nos tiene cautivados –a mis compañeros de viaje y a mí– desde hace muchos, muchos años. Una y otra vez nos seduce para que pasemos algún tiempo en él. Pero una y otra vez se nos pregunta por qué lo hacemos. ¿Por qué se viaja precisamente al desierto? ¿A santo de qué?

Las extremas condiciones meteorológicas del desierto hacen surgir los más extraños fenómenos: una «figura fantasmagórica» de treinta metros de altura en las montañas de Acacus (Sahara libio).

Ya se ha indicado una serie de respuestas y reflexiones. Muchos puntos de vista al respecto están resumidos de un modo muy plástico en un texto de Manfred Scheuer, que llevó el diario de nuestro pequeño grupo durante un viaje al Sahara en febrero de 1999. En tales diarios «oficiales» no solo se consignan hechos externos: sucesos y encuentros, puntos del camino y descripción del recorrido, lugares con agua apropiados para pasar la noche, sino también contenidos de las conversaciones nocturnas, de los coloquios espirituales en el servicio religioso, así como impresiones personales y bonmots. Sobre los motivos que llevan a buscar el desierto se encuentran los siguientes apuntes:

 

¿Qué salisteis a ver al desierto? (Lc 7,24).

¿Qué buscamos en el desierto? ¿Dormir mucho después de unos días y noches bastante estresantes? ¿Clasificar y ordenar nuestras relaciones? ¿Restablecerse después de no pocos problemas? ¿Recoger huellas de la búsqueda de Dios? ¿Variar, cambiar de lugar, terapia de la distancia? ¿Una fase intermedia o zona de contención entre períodos de la vida? ¿La higiene óptica y acústica después de muchos estímulos e influencias? ¿Búsqueda de una vida plena después de un tiempo unidimensional en el que la percepción estaba reducida y la ocultación formaba parte del programa? ¿Buscamos el fuego de los propios deseos, la zarza ardiendo, el brillo en los ojos, la energía interna, la atención para el momento actual tras una fase de carstificación?

Yo te he llevado al desierto (Os 2,16).

El desierto es un paisaje mental, pero también un paisaje de la sensibilidad, con sol deslumbrante y con oscuridad, con calor y frío, con paisajes sombríos, largas y desesperantes llanuras, pero también con tonalidades suaves, elegancia, encanto y redondeces eróticas. Lleva a empinados ascensos y a peligrosas pendientes. Conoce la distancia que conduce fuera de la llanura y abre horizontes y perspectivas. Pero también lleva a extensiones desoladoras, llanuras que no conocen contornos ni orientación, y en las que todo está nivelado, aplanado.

La vida espiritual encuentra en el desierto sus formas de expresión: vacío, caos, aflicción, acedia 3, pobreza, despojo, serenidad, frugalidad, silencio. Es terreno yermo, no experimentable, no transitable, no habitable. Lleva al mayor misterio de Dios, que no se deja vincular a ningún ídolo. El desierto es paisaje de muerte, desertizado, carstificado, un paisaje en el que ya no crece nada, en el que nada puede echar raíces, pero es también lugar de libertad. Es salida (éxodo) de la manipulación y la heteronomía. Purifica, permite ver prejuicios, ideologías y obcecaciones. En el desierto se suceden consecutivamente consolación y desolación, paisajes malogrados y paisajes de ensueño. Ambas facetas se necesitan mutuamente para experimentar, para valorar. El paisaje refleja el alma débil, arrugada, desarraigada, apática, pero también palpitante, atenta, llena de color, de ímpetu, de luz.

Precisamente en experiencias del desierto hay que aceptar una vocación, una nueva misión (1 Re 19: Elías). Solo cuando, a la vista de la nada, del vacío, de la inutilidad, de la sequedad, de la falta de reciprocidad, me decido por una persona, por una misión, por Dios, solo entonces se ha alcanzado la base existencial, la profundidad inmensa de Dios. El desierto es lugar de decisión entre Dios e ídolo, libertad o regresión, limpidez o golosineo, maná u ollas de Egipto, entre el infinito vacío del anhelo o las lisonjas del momento, entre el Espíritu Santo o los demonios, entre realidad y ensoñación.

El desierto no responde a ninguna pregunta, exige la superación, la resistencia, la constancia y la permanencia. Plantea preguntas sobre las fuentes de la vida, sobre el sentido de la orientación, pero también sobre dependencias y viscosidades. Atrae a la soledad, a la intimidad de la relación, a la expuesta, a la desprotegida transparencia ante Dios. Induce a llenar el vacío con ocupaciones, con becerros de oro. Su reverso demoníaco es el éxodo sin albergue, una existencia vagabunda sin alegría de vivir y sin hospitalidad.

Dios es como pan para el hambre, como agua para la sed, como un roce en la falta de vida, como luz en la oscuridad, como fuego en el frío, como una estrella en la desorientación, como la amplitud en la angostura del miedo, como una puerta abierta en el espacio cerrado. Pero no es simplemente un medio para llegar a un fin, no es material de nuestra (auto)complacencia. El deseo de él no debe ir en una sola dirección. La polaridad ha de invertirse en la disposición a dejarse buscar y encontrar por Dios.

Estos textos de participantes en un seminario sobre la espiritualidad del desierto expresan lo que puede significar en concreto el desierto como metáfora de la propia situación vital.

Hasta aquí los apuntes del diario de Manfred Scheuer. Se pueden resumir en una frase que sirve de lema a una obra en tres volúmenes que reúne a lo largo de más de mil quinientas páginas textos espirituales sobre el desierto: «El desierto, clave de todas las renovaciones» 4.

Mientras que hace algunos años escribí un libro sobre el desierto, reeditado muchas veces, que se podría considerar como una «declaración de amor» a él 5, el presente volumen tiene un enfoque muy distinto. En el centro está lo que se podría denominar, con secas palabras, una «historia de la espiritualidad del desierto». Sin embargo, no se trata de una exposición distanciada de un fragmento de la historia de la fe y de la piedad que gira en torno a la palabra programática «desierto», sino de las experiencias, acentuadas de modo muy diferente según tiempos, épocas y situaciones, por las que han pasado personas creyentes e increyentes desde el Antiguo Testamento hasta la actualidad. Esas experiencias históricas han de ser confrontadas con las experiencias de «desierto» que nos sobrevienen a cada uno de nosotros o por las que nos decidimos en libertad: cuando nos vemos privados de cosas o de personas a las que tenemos cariño, cuando caen por tierra aspiraciones y esperanzas largo tiempo acariciadas, cuando se nos arrebata el espacio vital que se ha tenido hasta ahora y todo lo que nos rodea guarda un opresivo silencio, pero también cuando nos liberamos de bienes narcotizantes, de hábitos esclavizantes y de ruidosa superficialidad. Todas estas experiencias y otras parecidas pueden ser vistas, ante el telón de fondo de experiencias espirituales del pasado, en nueva profundidad y esperanzada perspectiva. El «trabajo de traducción» de experiencias pasadas, y además de personas extrañas a la situación personal, tiene que ser llevado a cabo por cada cual, pero los textos e imágenes aquí ofrecidos, de composición propia o seleccionados, con sus abundantes experiencias tomadas de la historia o de la actualidad, están elegidos de manera que puedan ser una invitación al lector a entender mejor y más profundamente con su ayuda el camino a través del desierto propio, lleno de dolor o alegría, y a salir airoso de la prueba.

Que este libro no trata de una sucesiva «historia de la espiritualidad del desierto», orientada solo hacia el pasado, sino que es viva actualidad queda documentado también por el hecho de que la exposición de testimonios históricos se ve interrumpida, y hasta cierto punto «ilustrada», por relatos de experiencias y vivencias personales, así como por textos contemporáneos, también de otros autores (localizables porque su título va en negrita y cursiva). Así, quien no aprecie esa clase de presentación y prefiera un texto «todo seguido» puede saltarse sin más esas «interrupciones».

El lema de este libro está tomado de la quinta elegía de Duino, de Rainer Maria Rilke. En el contexto inmediato dice así:

 

Y de pronto, en esta fatigosa ninguna parte, de pronto

el inconcebible lugar en el que el puro demasiado poco

se transforma incomprensiblemente...

 

Con ello se quiere remitir programáticamente a uno de los rasgos esenciales del desierto: es un paisaje en el que de súbito todo puede «transformarse»; en el que el «puro demasiado poco» pasa a ser, de golpe, una inconcebible profusión; en el que –dicho con las palabras de la Sagrada Escritura– el paisaje mortal del desierto se convierte en un fecundo vergel y así en el símbolo de la vida eterna prometida por Dios:

 

Cuando el espíritu sea derramado desde lo alto sobre nosotros,

el desierto se convierte en vergel,

y el vergel en una selva.

En el desierto habita la equidad,

la justicia mora en los vergeles (Is 32,15s).