A mis padres, Juan y Rosario.
Y a mis hermanas, Txaro y Mari Loli.
Ya han caminado con Dios hasta el final.
Cuando este libro vea la luz hará justo cinco años que me propusieron desde la editorial PPC realizar y escribir una larga entrevista con Jon Sobrino. La idea era enmarcarlo dentro del 50º aniversario del Concilio Vaticano II y conversar sobre lo que esto había supuesto para un teólogo de la talla y figura de Sobrino. Sin pensármelo demasiado, y sin prever en lo que me embarcaba, acepté la propuesta,
Pero, desde aquello, mucho ha llovido y muchas cosas han pasado. Me he encontrado con Jon en varias ocasiones, tres a lo largo de los dos primeros años. En esas ocasiones nos reunimos en varios momentos y charlamos largo y tendido. Como producto de aquellos encuentros y conversaciones, en marzo de 2015 envié a la editorial un manuscrito que, aunque se imprimió, nunca llegó a las librerías.
Pienso que a Sobrino aquella sencilla obra debió de parecerle muy poco para todo lo que tenía que contar, y comenzó un trabajo que ha continuado a lo largo de estos años, interrumpido por distintos avatares: enfermedades, beatificación de Mons. Romero y mil reclamos a los que ha ido atendiendo a lo largo de este tiempo.
Hemos seguido en contacto, siempre a través de los correos, animando a Jon a escribir y él a mí a tener paciencia en un trabajo al que no veía el fin. Un fin que ya ha llegado y que hace que la espera haya merecido la pena.
El resultado final de este tiempo es una obra donde podemos encontrarnos con el hijo, el hermano, el teólogo, el compañero, el alumno..., pero creo que a lo largo de las páginas nos podemos acercar a lo más íntimo de la persona, donde no solo habla de los pobres, sino de cómo él ha vivido su relación con los pobres; no solo habla de la teología, sino de su camino al hacer esa teología; habla de Dios y de su relación con Dios... Y, por supuesto, habla de las personas que han sido importantes y han marcado su historia.
Recuerdo una ocasión en la que tuve que preparar una oración con un grupo en un final de año. Pensé en una oración de acción de gracias. Recorté los dibujos de una pisada y los repartí por la capilla. Invité a las personas que me acompañaban a que hicieran silencio, orasen y pensasen en aquellas personas que habían dejado huella en sus vidas. Fueron recogiendo las huellas y escribiendo en cada una de ellas los nombres de las personas que las habían marcado a lo largo de la vida.
Creo que aquel primer libro, sencillo, fue la plantilla de la huella a partir de la que Jon ha escrito y recordado a todos los que han sido compañeros de camino: Rahner, Arrupe –«me ayudó a pensar la teología y sobre todo a que asomara Dios»–, Rutilio –«el 12 de marzo de 1977 asesinaron a Rutilio Grande junto con dos campesinos [...] Ese día yo me topé con el cristianismo»; «la muerte de Rutilio causó gran impacto, y de ese impacto surgió Mons. Romero»–, Romero, Ellacuría... Las menciones a Romero y Ellacuría son un eje transversal a lo largo de todo el libro: «Con Mons. Romero, Dios pasó por El Salvador», afirmó Ellacuría al hablar de Romero. Con Romero y Ellacuría, con el pueblo salvadoreño –me atrevo a decir yo–, Dios pasó por la vida de Jon.
En Saint Louis «surgió» para mí, inesperada e impensadamente, el problema de Dios como el mayor de los problemas, y con ello irrumpió la sospecha, la duda, el desconcierto y una especie de tristeza sin fondo. Dios se difuminaba...
En El Salvador «irrumpieron» los pobres –y los empobrecedores–, no el problema de los pobres, sino su realidad factual y una palabra clara que nos dirigían a los no pobres, sin que yo pudiera acallarla. Y, a diferencia de lo ocurrido en Saint Louis, la realidad de los pobres se me impuso con naturalidad y paz, y mi reacción primaria fue de agradecimiento. Algo bueno me había ocurrido.
Llama la atención en estas conversaciones con Sobrino su sinceridad, sobre todo al relatar el camino recorrido desde el teólogo europeo que discurre y piensa sobre Dios al teólogo que descubre en los pobres, en el pueblo crucificado, al Dios de la vida:
Mi inserción, en el sentido de contacto directo con los pobres, ha sido mínima. Sí procuré acercarme periódicamente a lugares de pobres en los suburbios de San Salvador, y en tiempo de guerra sobre todo a los refugios [...] Sea lo que fuere de mi falta de inserción, en la medida en que despertamos del sueño, descubrí que los pobres eran seres humanos a quienes el pecado del mundo los había convertido en desechos y piltrafas humanas. Y, sin buscarlo, pronto me vino a la mente que pecado es lo que da muerte [...] Y, sin buscarlo, también me vino a la mente que Dios es Dios de vida.
Como no podía ser menos, habla de los mártires y de la huella que han dejado en él, de aquellos de los que no le hablaron en Alemania, y los hubo, y de aquellos a los que ha acompañado en primera persona; unos y otros pertenecen al pueblo crucificado.
Acabo subrayando uno de los párrafos de Jon por la relevancia que creo que tiene:
En Jesús, los pobres son los destinatarios del reino de Dios, y que ese Dios, no otro, era la realidad última a la que yo daba vueltas. Es el Dios que se expresó con las palabras: «He escuchado el clamor de mi pueblo y he bajado a liberarlo». En palabras de Miqueas: «Escuchen de una vez por todas lo que es bueno y lo que deseo de ustedes: que practiquen justicia, que amen con ternura y que, en la historia, caminen humildemente con su Dios».
No quiero entretener más al lector para que se sumerja en la obra que tiene entre sus manos. Pero quiero agradecer a Jon el esfuerzo que ha hecho en estos años para escribir este libro. Han sido muchas las dificultades encontradas en el camino, pero lo hemos conseguido. En octubre canonizarán a Mons. Romero, y este será un buen regalo de Jon. También mío. Gracias.
CHARO MÁRMOL