¿Usted no recuerda haber sido niño?

¿No lleva dentro a un niño y quiere ser pedagogo?

¡Pedagogo quien no recuerda su niñez,

quien no la tiene a flor de conciencia!

Solo con nuestra niñez podemos acercarnos a los niños.

 

MIGUEL DE UNAMUNO

PRÓLOGO

 

Conocí a Carmen Guaita Fernández siendo alumna mía en ESCUNI cuando iniciaba mi docencia universitaria e impartía a los futuros maestros Teoría de la educación y la formación humana. Y ahora que ya no lo es puedo decir que era una muchacha resuelta –no diré atrevida–, inquieta y curiosa, muy curiosa. Brillante. Su presencia en mis clases me recuerda la de aquel mozo que describe Miguel de Unamuno en Sobre la carta de un maestro:

 

Mamerto Pérez Serrano se llamaba, era muy vivo y muy despierto el mozo […] Era en mi clase el más adelantado y el que más progresos hacía y, sin embargo, no me cabía duda de que apenas estudiaba fuera de ella. Todo lo tomaba al oído y había que verle oír. Verle, digo, porque oía hasta con los ojos. Pasábase buena parte del tiempo libre jugando al dominó en el café.

 

Al dominó no jugaba Carmen, pero en más de una ocasión al final de la clase se acercaba a la tarima –había tarima entonces– y sugería: «Profe, ¿le apetece un café?». Y con la excusa del café continuaba la clase. Subrayaba esto, cuestionaba lo otro, lo recordaba todo. Y como por aquella época ella tenía más preguntas que yo respuestas, al café terminaba invitando yo. La ignorancia se paga.

También recuerdo que Dolores María Álvarez Díez de Ulzurrun, la directora entonces, me solía pedir al iniciarse cada curso que presentara la Escuela y dijera unas palabras a los nuevos alumnos en torno a qué es eso de ser maestro. La vocación al magisterio. A veces pasa que los profesores perdemos la voz, incluso el tono. Me pasó esto un año, y pedí a Carmen –era ya su último curso– que me prestara su voz. Le di la palabra. Lo hizo muy bien. Y yo en un rincón pensando que en esto consiste ser educador. Dar a otro la voz. La voz y la palabra. Quedé arrinconado, pero pocas veces me he sentido más orgulloso. Arrinconado y orgulloso.

Después he seguido a Carmen –«con el pensamiento y el afecto es como sigue todo maestro a su discípulo aventajado», de nuevo Unamuno– y tal vez menos de lo que hubiera deseado. He podido comprobar que aquella «vocación al magisterio» la ha perseguido siempre. Maestra de la enseñanza pública, reza orgulloso su perfil. Inauguró en ella, en la enseñanza pública, su vida profesional y con ella, dice, quiere cerrarla. En el intermedio ha sido vicepresidenta nacional de ANPE, secretaria estatal de comunicación y escritora, escritora de libros de éxito… Lo cuenta ella.

Lo que no cuenta es que yo publiqué el que ha sido, tal vez, su primer texto. Su Memoria de prácticas, y que tituló Casi una maestra. No creo que desde entonces Carmen haya cambiado ni de ser ni de estilo. Ni como mujer ni como escritora. Trascribo de aquel texto un párrafo:

 

Lo que yo sé todos pueden saberlo, solo mi corazón es mío (J. W. von Goethe).

No quiero terminar estas reflexiones sin hablar de dos experiencias que duraron un minuto y que están durando todavía en mí. La primera se refiere a Rosa. La niña gitana de mi clase de tercero. Rosa es esbelta, morena, respira gitano, ¡y a mucha honra! Sus padres son gitanos señoritos y quieren que su hija tenga «curtura». Había observado desde hacía unos cuantos días que Rosa tenía los labios muy cortados –hacía frío en ese principio de octubre–. Como a mí me ocurre con frecuencia, llevo siempre en el bolso un tubito de vaselina. Sin pensarlo dos veces, al volver del recreo atraje a Rosa hacia mí y con un simple: «¿No te duelen los labios? Ven que te cure», le unté un poco de crema sobre sus labios agrietados, ya casi sangrantes. Mientras lo hacía, sin darme cuenta, levanté mis ojos hasta cruzarlos con los suyos; la mirada de Rosa no la olvidaré jamás, los ojos de aquella chiquilla expresaban lo que yo ahora no soy capaz de expresar. Me miraba con agradecimiento profundo, sincero, con amor, con algo especial nuevo para mí que duró solo un instante. Enseguida volvió a su trabajo, yo al mío, pero tenía como clavados en mi mente los ojos de Rosa. Pensé que por obtener en la vida una sola mirada así merecía la pena ser maestra.

 

Carmen ha escrito luego muchos libros: Los amigos de mis hijos; Contigo aprendí. Conversaciones sobre valores con personalidades de nuestro tiempo; Desconocidas. La geometría de las mujeres; La flor de la esperanza; Memorias de la pizarra; Cartas para encender linternas; Encuentros... Es también coautora de varios libros de educación. Una biografía –Víctor Ullate, la vida y la danza–, de la que está especialmente orgullosa, y dos novelas, Jilgueros en la cabeza y El terrario. Pero ya allí estaba quién es: una mujer sensible, una educadora-maestra –en este orden– y una escritora apasionada, joven. ¿Joven? Sí, joven. Carmen observa la realidad, en-siente al otro, a sus alumnos, naciendo siempre al asombro no deja de cuestionarse nunca. Joven, sí.

Juzgue el lector.

 

 

Este libro

 

Hoy apenas hay libros de autor. Salvo la poesía, el ensayo, las novelas, claro. Casi todo es en colaboración. Si buscas en la portada al autor de un libro, te encuentras con «coord», que es coordinador, o con «coords.», que es coordinadores. También te encuentras «eds.», editores, o «dirs.», directores; «cols.», colaboradores, hay muchos. Autores, pocos, la verdad. Es la fragmentación posmoderna. Y si te vas al índice y te adentras en el contenido, ni orden ni concierto. Partituras deshilachadas e inconexas. Retales, muchos. Piezas únicas, pocas. Pero hay que publicar. De nuevo la fragmentación. Alguien diría que se escribe poco y se imprime mucho. No pasa esto con los libros de Carmen. Son de ella y son ella. Son libros de autor. De autora.

Francis Bacon decía de los libros que algunos se hojean, otros se tragan y pocos se mastican, se digieren. Olvidó decir que hay libros que se conversan. Los libros de Carmen se «conversan». Te hablan y les hablas. Leer a Carmen es como conversar con ella. Te cuenta un «sucedido», una historia, te plantea un problema, reflexiona sola, te hace pensar. Es un diálogo, una conversación. Tú hablas leyendo, ella escribe hablándote. Te habla y (te) hace hablarte. Es como volver al: «Profe, ¿le apetece un café?»… salvo que ahora es ella quien tiene las respuestas, y tú, ensimismado, las preguntas. Ensimismado y orgulloso.

Este libro alguien puede pensar que es «literatura pedagógica», reflexiones personales en torno a una, muchas palabras: ética, igualdad, lectura, seriedad… Y que es un libro original, que es creativo. Original es, porque es suyo, y original es, porque vuelve a su origen: ser maestra.

Carmen Guaita, como buena maestra que es, ha urdido un abecedario de la educación para leer la pedagogía, para explicarla. Así de simple y así de claro. Nada de «teorías abstractas», nada de elucubraciones, nada de «palabros», nada de análisis que dan vértigo y dolor de cabeza. Una letra, y de la letra la palabra, de la palabra la idea: La M de «modelo»; «cuando se dedica la vida a ser un referente, no se deja de serlo […] Mientras dura su camino común, cada profesor es un referente ético para cada alumno; por su parte, cada alumno, todos los alumnos, son apelaciones a la excelencia moral para el maestro». Y así letra a letra, palabra por palabra. De la A a la Z.

Pero no es un simple vocabulario. Ni un glosario, comentario de palabras. Es el ABC de la pedagogía y la educación. La ciencia de la educación de la A a la Z. No es literatura, es ciencia. Si se sabe ver y si se sabe leer, en estas páginas está la educación toda. Y eso que ahora se llama «las fuentes del currículo» y que para muchos son «grifos» o, peor, agua embotellada que compran en los «supermercados pedagógicos» y beben a sorbos. Carmen ha andado hasta las fuentes, las conoce bien, bebe de ellas. Las domina. Y por aquí anidan la filosofía y la antropología de la educación (qué es la educación y quién el hombre), la psicología educativa, la sociología (qué pasa en las aulas) y la didáctica (qué y cómo enseñar el aprender). Carmen sabe que, si no te inquieta y te preocupa el «quién», nunca llegarás a acertar con el «cómo». E invadiéndolo todo está la ética, la cuestión del fin.

El título de este libro, Lo que mis alumnos me enseñaron, me recuerda la divisa del instituto J.-J. Rousseau, de Ginebra: Discat a puero magister, «Aprenda del niño el maestro», pero no sé si es una argucia literaria o una realidad. No se lo voy a preguntar. En mis clases jugaba con los alumnos a cambiar los títulos de libros, artículos o textos. Y si el editor, jugando, me dice: «Cambie el título», yo propondría este otro: «Lo que aprendí contigo, profesora». Y a Carmen, esta profesora, le haría una última pregunta: ¿dónde explica, educa o enseña usted, profesora? Y: ¿a qué hora es su clase, porfa?

Gracias. Allí estaré.

 

MARIANO MARTÍN ALCÁZAR

 

INTRODUCCIÓN

 

Durante buena parte de mi vida he sido maestra.

No ingresé en Magisterio con una clara vocación docente. Sabía, sí, que me interesaban los niños: que, si fuera médico, me especializaría en pediatría y, si fuera juez, en menores. Sabía también que era curiosa para el conocimiento y me gustaba transmitir lo que aprendía. Sin embargo, para transformar mi interés genérico por la infancia en una vocación clara tuve que atravesar un proceso casi químico: de amalgamar y producir sustancias nuevas. Mis alquimistas fueron Mariano Martín Alcázar –autor del prólogo de este libro– y otros profesores extraordinarios de ESCUNI, mi escuela universitaria. De allí salí con la seguridad de que había acertado en la elección profesional y de que comprometer la vida en ser maestra me llenaría de felicidad. Cuarenta años después sé que no me equivoqué.

Conocí a mis primeros alumnos allá por 1980, en el centro de educación especial «María Corredentora», de Madrid. Recuerdo que trabajaba allí un grupo incandescente de profesoras. De ellas y de aquellos niños y niñas aprendí que en mi clase no podría haber nunca un rincón para el desánimo.

Ingresé en la función docente en 1981, y mi primer centro público fue el colegio «Arquitecto Gaudí», también de Madrid, que escolarizaba un alumnado de alto nivel social y económico. En aquel primer año de funcionaria novata aprendí de los chicos a no tomarme demasiado en serio a mí misma. También aprendí que hay diferentes tipos de polvos pica-pica.

Después di clase en La Codosera, un pueblo de Badajoz fronterizo con Portugal adonde por entonces no llegaba la carretera. Mis alumnos no habían recibido nunca una carta y mi propio abuelo escribió treinta diferentes, dirigidas a aquellos chiquillos, así que celebramos una gran fiesta cuando llegó el cartero. Recuerdo que las familias del pueblo me inundaban a diario de pan caliente y leche recién ordeñada. Por entonces aprendí el valor esencial de muchas cosas sencillas.

Dirigí un grupo de teatro escolar en el colegio público «Juan Vázquez», de Badajoz capital, con el que preparé durante todo un trimestre la Historia de una escalera, de Buero Vallejo. Compartimos muchas horas de ensayos en las que aquellos chicos de 8º de EGB sacaron de sí mismos talentos y pasiones desconocidos. Estrenamos nuestra obra el día que murió Luis Álvarez Lencero, y allí, en un salón de actos de colegio, ante media entrada de padres y niños pequeños, mis alumnos y yo guardamos un minuto de emocionado silencio por la memoria del gran poeta extremeño. Ese homenaje fue iniciativa de los jóvenes actores, que me dieron entonces una gran lección. Aprendí tanto de aquellos chicos que todavía hoy ocupan un lugar especial en mi memoria y mi corazón.

En el colegio «Ciudad del Aire», de Alcalá de Henares, aprendí de los alumnos y de un maravilloso director la importancia que tiene para un docente la autodisciplina. Y recuerdo con emoción a aquel chiquillo que me pidió dirigirse solemnemente a la clase, y entonces dijo: «Por favor, no me llaméis Nacho. Mi nombre es Ignacio y me gusta ser yo mismo». Lo apunté para tenerlo yo también en cuenta.

Del «Fray Albino», de Santa Cruz de Tenerife, me traje la paciencia. Mis alumnos la tuvieron a manos llenas conmigo y mi dificultad para aprender los nombres guanches.

En el «Manuel Azaña», de Alcalá de Henares, donde di clase durante quince años entre enormes dificultades por las circunstancias sociales de los alumnos, comprendí la profunda complejidad y belleza de la docencia. Entre tantos chicos y chicas que pasaron por mi aula recuerdo a un alumno guineano que no podía aprender a escribir y se convirtió en buen jugador de ajedrez; a una alumna gitana llena de talento e inteligencia que dejó de asistir a la escuela con la primera regla; a un pequeño con un grave desequilibrio psíquico del que no conseguí nunca una mirada, pero que un día me agarró la mano y me la besó, y a una alumna abandonada por una madre alcohólica a quien recuerdo a diario con la sensación de que no hice por ella lo suficiente.

De nuevo en Madrid, en el «Padre Coloma», di clase a un grupo de 6º de Primaria con el que compartí mi amor por los cuentos de Borges y que supieron adaptar El Aleph a un teatrillo de marionetas. El último día de curso del año 2000, cuando sonó el timbre que anunciaba el final de la hora de clase, todos se quedaron sentados y en silencio. Yo les pregunté por qué no se marchaban a casa y el delegado, de pie y en nombre de todos, me dijo: «No queremos separarnos de ti, profe». Lo considero uno de los momentos más bellos de mi vida.

Después de un paréntesis de trece años, en el cual tuve el honor de defender al profesorado desde el sindicato ANPE, regresé a la escuela para encontrar de nuevo la belleza de esa forma única de comunicación entre seres humanos que es la relación educativa. Y desde el CEIP «San Miguel», de Hortaleza, rodeada de compañeros excelentes, aprendo y reaprendo cada día por qué me hace tan feliz compartir con los alumnos la dura, absorbente, mágica y feliz trinchera de la escuela.

A las puertas de la jubilación comprendo que este compromiso ha sido un buen viaje para la vida. No existe poder de transformación más grande que el de un maestro sobre su discípulo, ni poder de transformación más bello que el de un discípulo sobre su maestro. Todo lo que sé de la educación se ha fundamentado en el encuentro con personas y lo he recibido a través de ellas. De mis alumnos y de mis compañeros, de todos aquellos con quienes han cruzado la línea de mi vida, aprendí y aprendo. A diario.

Este libro está escrito a partir de ese bagaje de encuentros. Espero que estas reflexiones breves y diversas –que he ordenado alfabéticamente, como un guiño a los contenidos de la escuela– resulten útiles a todos aquellos a quienes la voz de un niño les dice: «Enséñame el mundo».

Con profundo agradecimiento a mis alumnos por tanto aprendizaje como les debo,

 

CARMEN GUAITA

A DE «AL COLE»

 

Son las seis de la mañana. El colegio abre sus puertas para que las familias que no tienen otra alternativa puedan dejar allí a sus hijos. Es aún noche cerrada en invierno, apenas amanecer en verano. El aula madrugadora es un refugio donde muchos pequeños desayunan y juegan, sin televisiones ni otras pantallas, y donde dan alguna cabezada, que el día es largo.

Desde las ocho y media se va reuniendo en el patio el resto de los alumnos, y a las nueve en punto comienza la jornada lectiva. Profes y chiquillos nos saludamos. Los padres también andan por allí. Es lunes o martes o jueves. Un día más. Y también –qué certeza– un día distinto, único e inolvidable.

Un día más, porque la comunidad educativa renueva el compromiso, el esfuerzo, las ganas de enseñar y las de aprender. Alumnos, familias y profesores recorremos hoy juntos un tramo del camino y sabemos de antemano que vamos a compartir muchas vivencias. Como siempre.

Sin embargo, será también un día distinto: los alumnos aprenderán algo nuevo; también los maestros. Plantearemos nuevos retos, buscaremos solución a nuevos conflictos, intentaremos desarrollar lo programado y tendremos que improvisar, llevados por la ola de creatividad y curiosidad de los niños. Iremos cumpliendo los objetivos con el esfuerzo particular de cada miembro del grupo.

Los profes seremos felicísimos en algún momento, y en otro rozaremos la desesperación. También desarrollaremos algunas de esas actividades que tanto trabajo nos cuestan y tantas compensaciones nos aportan: el cross escolar, la función de Navidad, el Carnaval, la Semana del Libro, el grupo de teatro, que sale «de gira» por el distrito, la marcha en bicicleta, el Día del Agua… Cualquiera de nosotros, al recorrer los pasillos del centro, se irá encontrando iglús de tamaño natural, personajes del Retablo de las maravillas de Cervantes, maquetas de circuitos eléctricos, un coro musical e incluso a Dulcinea, Sancho y Don Quijote. Irá leyendo poemas clavados en las paredes por los alumnos de 4º o carteles tan curiosos como los que han colgado los pequeños científicos de Infantil. Verá cómo se trabaja por proyectos, cómo se lleva a cabo la tarea en un grupo cooperativo o escuchará como sonido de fondo un piano y una batería en clase de Música. Le costará encontrar hueco en la biblioteca, porque suele estar siempre hasta los topes. Puede que se dé de bruces con los chicos de un centro de educación especial que vienen de visita o con esas madres que pasan la mañana grafiteando de colores el patio, porque ya han terminado de tejer flores de ganchillo para las verjas. Un grupo saldrá de excursión, y tal vez algún profesional de cualquier ámbito se acerque para aportar buenas ideas. Por supuesto, la breve tertulia del recreo en la sala de profesores estará dedicada a un monográfico de nuestra propia actualidad: los chicos del colegio, o mejor, aquel concreto que nos da tantos quebraderos de cabeza. Y ahí seguiremos, cada loco con su tema, y el nuestro es educar. ¿Cómo podemos hacerlo mejor? Mientras buscamos la respuesta, la interacción de todos se traducirá de nuevo en la alegría y la luz que desprende nuestro colegio, aunque a veces vayamos tan deprisa que no nos demos cuenta. Este día cualquiera –lunes o martes o jueves– será único.

Todavía son las nueve, pero mientras vamos escalera arriba nos conmueve ya la intuición de que el período de tiempo que va del principio al final de cada jornada modificará la vida de todos los que formamos parte del colegio. Nos hará mejores. Yo misma, al subir, comento con uno de los compañeros a quienes más necesito –el profe de Compensatoria– la cantidad de cosas que hacemos sin darle mayor importancia. Y él –que se llama Ángel– me regala una estupenda lección:

–¿Qué importancia le vamos a dar? Ninguna. Este es nuestro trabajo.

Cuánta razón tienes, Ángel. Al final va a resultar que esta jornada de lunes, martes o jueves va a ser inolvidable.

El curso transcurrirá con sus altibajos imprevisibles. Pero el iglú de tamaño natural no se va a derretir, porque está hecho de briks forrados de cartulina; las aulas, la biblioteca, el gimnasio y los pasillos nos esperarán cada mañana con ganas de que lleguemos, porque los objetos, los recursos, los métodos saben que, en realidad, este colegio somos las personas. Todas. Un día tras otro.

Qué alegría formar parte de esta gran aventura.

A DE ARTE

 

Hablaban en 4º de Primaria sobre la música, y la maestra preguntó si serían capaces de adivinar el estado de ánimo de un autor al componer una melodía. Como la pizarra digital permite abrir al mundo las ventanas de la clase, ella encontró en YouTube dos piezas de violín y les pidió que explicaran cómo se sentían los compositores. Con el Zapateado de Sarasate respondieron al unísono: «Alegre»; con el Concierto de Sibelius: «Triste». La maestra preguntó cómo lo sabían, y ellos respondieron con su lógica implacable: «Porque lo dice la música». Ella quiso ir más allá y cuestionó su respuesta, ya que esas piezas musicales no tienen palabras. Entonces una chiquilla la miró con paciente resignación y dijo, cansada de la ignorancia de los adultos: «Sí tienen palabras, profe, pero solo las entiende el corazón».

Estaban en la biblioteca escolar, y Miguel, que es gitano, levantó la cabeza del papel y maravillado dijo en voz alta: «¡Qué poemas!». El libro era el Romancero gitano. El poeta, Federico García Lorca.

Toda el aula de 2º de Primaria permaneció en un estado aparte, entre la emoción y la risa, ante la película muda y blanquinegra en la que Charlie Chaplin limpiaba las calles con un escobón. Luces de la ciudad se llama ese tesoro, pero el espectáculo estuvo, sin duda, en el rostro de los niños.

Juan, ocho años de persona extraordinaria, lloró ante «Las meninas» cuando visitó el Museo del Prado. Los profes no habían presenciado nunca un caso tan precoz de síndrome de Stendhal, la emoción aguda ante la belleza.

Marisol, de nueve años, permaneció hipnotizada durante la proyección del ballet El lago de los cisnes. Luego dibujó y dibujó y dibujó a Margot Fonteyn y Rudolf Nureyev bailando enlazados y felices. Fue tanta su emoción que la maestra decidió utilizar aquellos dibujos como felicitación navideña.

Al terminar el capítulo del Quijote que presenta a la pastora Marcela, Teba, de doce años, se levantó de la silla y gritó: «¡Sí!». De repente había comprendido qué es la igualdad.

Las quinceañeras que visitaban el museo Carmen Thyssen, de Málaga, fueron capaces de ver, en los maravillosos vestidos de las mujeres de Madrazo, una opresión de la verdadera esencia de la mujer. Y fueron capaces de reflexionar sobre cuáles son –en los tiempos del short y no del corsé– los elementos que las oprimen ahora a ellas.

Hablaban en 6º de Primaria sobre lo natural y lo artificial. Y surgió el tema de si sentimientos e ideas como el amor y la libertad podían considerarse parte de la naturaleza o elaboración humana. Los chicos llegaron a la conclusión de que no podían etiquetarlos de una manera ni de otra. La profe de Valores propuso entonces una tercera vía que sugirió denominar «naturaleza humana». Preguntó entonces por qué medio llegábamos a conocer mejor esas manifestaciones que tienen realidad, pero no son objetos. Y así, los chicos llegaron a los símbolos. De repente, una chiquilla que participa muy poco y suele estar distraída y ajena en estos debates se levantó como un resorte y dijo: «Las conocemos por medio del arte».

La música y las artes plásticas nunca fueron importantes en la educación española; la historia del arte y la literatura perdieron su valor hace veinticinco años; inmediatamente después siguieron ese camino la totalidad de las humanidades: lenguas clásicas, filosofía… Las artes escénicas, el cine y la danza sencillamente nunca estuvieron presentes. Después de varias décadas de deterioro, este proceso ha resultado una decisión suicida. Hoy, inermes, vivimos tiempos tan banales o estamos bajo una égida tan absurda que la escuela se ha llenado de palabras como input, output y emprendimiento. Ya no queda lugar para el arte. Y esto sucede en un país que tiene un patrimonio artístico inconmensurable y que es la cuna de muchos grandes.

Sin embargo, el arte es una necesidad primigenia del ser humano. Tiene que ver con la verdad, que no es la representación exacta de nuestra vida, sino su esencia secreta. El territorio de la verdad es el de la intuición profunda, la conciencia, el espíritu, el bien. Allí viven las emociones, los sentimientos y todo lo que no se ajusta a la definición del hombre como animal racional

¿Debe la educación ignorar esa verdad esencial del arte? ¿Ese poder transformador y curativo? ¿Esa fuerza simbólica que responde a nuestra esencia más profunda?

Tampoco es posible que una sociedad se olvide de la relación entre las obras de arte y sus espectadores –es decir, del arte como hecho cultural–, porque negar a la generación más joven experiencias relacionadas con su propio origen, con el bien y con la belleza es empobrecerla injustamente. El arte necesita un espectador, y solamente puede serlo quien quiera asomarse a la verdad, quien esté educado para percibirla. Si contemplamos las obras de arte desde la indiferencia de quien no ha educado su sensibilidad, se convierten en simples cosas. Para quien no se deja permear por su valor simbólico, un cuadro cuelga de una pared como podría colgar una percha. Sin embargo, para quien sabe verla, una obra de arte es una historia de seres humanos.

Los niños y jóvenes aprecian de corazón, con la sensibilidad intacta, cualquier acercamiento al arte. Lo comprobamos los profesores cuando abrimos las puertas del aula a las manifestaciones artísticas, que son, al fin y al cabo, los mayores regalos que los seres humanos nos hemos hecho a nosotros mismos.

El efecto de una obra de arte sobre la sensibilidad porosa de un niño constituye el más impresionante bucle del tiempo. El artista y el niño viven un encuentro de almas en un presente eterno que refleja de una manera certera la armonía del universo.

No se lo neguemos.