Cada vez que lo veo me pregunto, ¿por qué viaja? La mayoría lo hace por negocios, motivo certero a lo largo de la historia. Pocos empezaron a viajar por placer. Viajar siempre fue, ante todo, un deber. Pero yo lo veo allí sentado, en su asiento preferencial en esta Nave, con el diario sobre su regazo sin hojear, mirando la pantalla donde aparece la Nave estacionada, como incitándolo a que se adentre a la pista y que inicie el ritual. Un ritual que yo bien conozco, señor Navegante. Porque los dos sabemos que Usted no viaja ni por negocios ni por placer. Viaja para ir allí donde también voy yo, a las alturas, a cuatro mil metros de todo.
Veo que tamborilea los dedos sobre el diario. No me acepta ninguna bebida de bienvenida. Es que yo tampoco bebo en el avión, me olvido. Me olvido hasta de beber agua. Pero tome agua, señor Navegante, porque nos espera un largo viaje. Le recomiendo mis películas favoritas, querido Navegante, pero sé que de nada valdrá, porque ambos sabemos que se acerca el momento más esperado, el “despegue” de lo terrenal. Verá que esta es una de las etapas más peligrosas del vuelo, junto con el aterrizaje. Muchas cosas pueden salir mal. Alguna falla en la turbina. Un cortocircuito en el sistema. La puerta de la bóveda mal cerrada. Una bandada de aves descuartizada por el motor. Hasta un par de canes copulando en el medio de la pista. Todo esto, a discreción del comandante, puede hacer que nos quedemos en tierra. Pero hoy despegaremos con éxito. Sentiremos la aceleración. La espalda se pegará al asiento. Y siempre, pero siempre, por más de que hayamos volado cientos de veces, sentiremos cómo sobre nuestras entrañas se ejerce esa presión que hace borbotar la adrenalina. Y cuando estemos allí, en lo alto, miraremos siempre a ese punto fijo en el horizonte. Sobrevolaremos la cordillera del Himalaya, las pirámides de Egipto, los glaciares del Ártico, pero solo nos sentiremos libres cuando las nubes cubran la superficie. Cuando estemos volando sobre nubes que lo tapen todo. Y es que ni siquiera queremos saber por dónde estamos sobrevolando. No queremos referencias ni rutas de vuelo. Nos calma el leve rugido de las turbinas. Esto es un recordatorio necesario de que estamos perdidos en tiempo y espacio.
Usted se duerme. Pero no se preocupe que yo velaré ese punto en el horizonte y el rugido de esta Nave. Y lo despertaré para anunciarle que en breve aterrizaremos, que debe enderezar el respaldo del asiento, que se debe calzar los zapatos y abrocharse el cinturón. Y siempre veré en su semblante ese gesto de decepción y enojo en este momento del vuelo, y esa es la cruz que me hace acarrear este trabajo. Porque como Usted, yo también odio el aterrizaje. Aunque hayamos volado cientos de veces, siempre, pero siempre, contendremos la respiración segundos antes de que las ruedas toquen el asfalto.
¿No se ha imaginado Usted cómo sería estrellarse sobre el suelo o el mar? Nuestro deber requiere que, durante el descenso, nos tomemos unos segundos para repasar las estrategias de evacuación. Yo siempre me detengo en qué provocaría esa evacuación, en cómo sería el accidente, el impacto, el destrozo, el caos. Y así me detengo en el tiempo y el espacio. Así retengo el momento en las alturas. Imagino cómo sería nunca bajar. Tanto Usted como yo no queremos bajar. Y Usted no lo sabe pero yo lo acompaño, señor Navegante. Y cada vez que desembarque el avión con ansiedad apremiante, yo lo miraré a los ojos, y Usted me recordará con una mirada, una sonrisa, un adiós o solo ignorancia pura que esa es la cruz a la que me condenó este trabajo.
Fabiana Lorena Zuccatto nació en Corrientes y creció en Formosa. Es traductora de inglés y azafata. Asistió al Taller de escritura y literatura contemporánea dictado por Pablo Natale, y hoy cursa Narrativa en la Escuela de Escritura y Oralidad de la Casa de Letras. A Usted, Navegante es su primer libro.
Le di un beso a las 9 a.m. en su Sur,
que fueron las 9 p.m. en mi Norte.
Me comí un sándwich a las 12 a.m. hora Este,
que digerí a las 12 p.m. hora Oeste.
Acaricié al gato en dirección al Noroeste,
y él salió disparado hacia el Sudoeste.
Me vestí para la cena y prendí velas,
pero afuera salió el sol y la cocina olía a café.
Entonces entré a bañarme para despabilar,
pero el agua parecía escurrir el cansancio de un día que pasó.
Me enjaboné el cuerpo y lavé mi cabello,
solo para notar que la espuma nunca terminaba
de enjuagarse.
Me puse aquel vestido que compré hace unos días,
y noté que no me subía en las caderas.
Fui a regar las plantas del balcón
solo para encontrarlas marchitas, muertas.
Llamé a una amiga para tomar unos mates,
y del otro lado alguien respondió en hindi, Namaste.
Le tenía que contar algo, que me da miedo tener hijos,
pero recordé que estaba tomando pastillas.
¿Usted sabe lo difícil que es calcular husos horarios
para tomar a buen tiempo la pastilla anticonceptiva?
Ayer la tomé pensando que en el lugar donde vivía
anochecía
pero la mañana del lugar donde estaba me confundía.
No sé si conté para adelante
cuando debí contar para atrás.
Mis amigos, pensé, la edad de los hijos de mis amigos,
la edad de los hijos de mis amigos en mi mente
va para atrás.
Intenté recordar los nombres de los hijos de mis amigos,
pero sus lugares de origen no me daban una pista.
Y me pregunté qué más esperaba de mí,
si nunca fui buena para ubicarme.
“Es que ya no vivo en esa zona horaria”, me excusé,
mientras miraba la pared a la que daba mi silla en el bar.
“Es que nunca fui buena para las matemáticas”, dije,
y no sé ya cuántas horas sumar al día o restarle.
Pero a esa excusa no la di aquí,
la di en otro hemisferio y pensando en otra cosa.
Y me vestí para ir a aquel bar que quedaba
en otro continente,
pero terminé en una fiesta en la casa de unos amigos.
Y dije que a la zona horaria se la metan todos por el orto
mientras me encandilaba el sol a la salida de la fiesta.
Recuerdo entonces que alguien me llevó de la mano
a la playa
y cuando metí los pies en el agua cálida, estaba sola.
Tal vez no era la misma playa, ni el mismo país,
ni la misma hora,
pero lo que sé es que siempre me sumergí de la misma forma,
de pie.
Me pareció escuchar a unas gaviotas, a unos lobos de mar,
pero ir al mar es más que llevarse un caracol a la oreja.
Y me llevé la mano a la oreja para ver si podía ir
dentro mío,
pero sabe qué, Navegante, escuché de nuevo al mar.
Y me pregunté si estar sordo es escuchar al mar
infinitamente,
pero no nací ni me crié cerca del mar
y aún así me hago la sirena.
Y dije que se vayan todos a la mierda,
soy más que un trópico, soy más que un meridiano.
Soy aquella que habitó el Triángulo de las Bermudas
de cada país que pisó sobre esta tierra.
Soy más que el reloj falso de un teléfono celular,
soy el "des-" en el Tiempo Universal Coordinado.
Soy un ave migratoria girando en círculos,
soy una gata pariendo sola en el desierto.
Su Tripulante
Le pregunto, ¿qué hace cuando tiene una espera de largas horas en el aeropuerto? Voy camino hacia un lugar desconocido, y la maldición de las conexiones ha caído sobre mí. Tengo una espera de ocho horas. La maldición que ha caído varias veces sobre Usted, Navegante, al que más de una vez los horarios le han jugado en contra y debió anclarse en un lugar remoto, lugar que tal vez nunca antes ha visitado y que no podrá visitar jamás, pero del que se jacta al menos conocer su aeropuerto.
Verá que yo a los aeropuertos no estoy muy acostumbrada. Puedo recorrer estas Naves en las que vuelo con los ojos cerrados si me lo pide, y esquivar todo tipo de extremidades, juguetes, mantas y basura en los pasillos. Pero no transito los aeropuertos de esta forma como Usted, a quien más de una vez he visto caminar con determinación hacia una puerta de embarque, sentarse sin titubear en el café de al lado, pedir rápido lo que desea, abrir el diario y escuchar los anuncios sin pestañear ni detener su actividad.
Se descubren distintos especímenes en los aeropuertos. Bien se pueden distinguir a aquellos que van de vacaciones, despreocupados, haciendo parada en cada tienda de Duty Free, comprando soportes de cuello que nunca más en su vida usarán, comprando revistas que nunca se hubieran comprado en las calles de su ciudad, comiendo alimentos que siempre evitan, pagando fortunas por cafés de marcas que no existen en sus países. Estos son los que suelen detener el tránsito, los que suelen retrasar a aquel que va apurado porque pierde su vuelo. Aquel como Usted, mi Navegante, que viajó tantas veces que no quiere ver más un aeropuerto y pasa lo mínimo e indispensable haciendo escala. Aquel que putea y mira mal a los que paran en medio del camino para intentar conectarse a Internet, filmar videos y sacar fotos.