SANTIAGO MONDÉJAR


A GOLPES CON EL ESTADO


Una indagación acerca del soberanismo catalán, tras la sentencia del Tribunal Supremo



a mabel…






Si puedes soñar —y no hacer de los sueños tu señor;

Si puedes pensar —y no hacer de los pensamientos tu meta;

Si puedes darte con el triunfo y con el fracaso

y tratar a ambos impostores del mismo modo,

Si puedes soportar oír la verdad que has dicho

retorcida por villanos para engañar a los crédulos,

O ver roto lo que hiciste en tu vida,

y arremangarte para reconstruirlo con trilladas herramientas.


rudyard kipling, «Si», 1895

Este libro representa el intento de un español de  Cataluña, que no de un español en Cataluña —como diría cierta expresidente del Parlament de Catalunya, cuyo nombre es ocioso recordar aquí— por explicar la complejidad de la situación catalana a otros españoles, especialmente a aquellos que ni viven ni trabajan en Cataluña, con la esperanza de estimular conversaciones prolongadas en el tiempo, una vez cerrado el libro.

Mientras se acaban de escribir estas páginas, se ha hecho público el veredicto del Tribunal Supremo de la Causa Especial 20907/2017, más conocida como juicio del procés. La interpretación jurídica de la cronología del procés concluye esta etapa intensa, y tiene la virtud de revelarnos (del latín revelare, «retirar el velo») el carácter real de los hechos ocurridos, descorriendo los visillos que cubrían la desnudez de las tesis que abogaban por que nada había sucedido, pero sobre todo la de las hipótesis de golpe de Estado, que han quedado en evidencia al haber sido absueltos todos los acusados de los delitos de rebelión y organización criminal.



PRÓLOGO

Habemus sententiam; pero no habrá catarsis. Se engañarán quienes crean que las condenas son un punto y aparte. Kelsen ha muerto, pero el problema catalán sigue vivo. La justicia, en su ceguera, es incapaz de revelar el carácter general de la sustancia causal de la crisis catalana, si entendemos esta, con John Locke, como la identidad latente del problema; el soporte común del orbe sociocultural que mantiene su integridad a lo largo del tiempo y bajo diferentes coyunturas. O, dicho más brevemente, aquello que hace que una cosa sea una cosa, pese a sus circunstancias. Si no entendemos que la condición de catalanidad brinda la ocasión de dar un sentido especial a sus vidas a millones de personas, seguiremos moviéndonos en círculos. Pasamos a menudo por alto que la ley se aplica mediante un sistema legal personificado y que, en consecuencia, solo las personas pueden ser objeto de obligaciones legales. Cuando un tribunal impone responsabilidades coercitivas, lo hace a personas concretas, no a conceptos políticos ni a instituciones, ni aún menos a sentimientos. Por lo tanto, es fundamental entender que la naturaleza abstracta de la Ley, entendida en un sentido estrictamente positivista, se mueve en un plano paralelo a la dimensión sustancial de todo problema político, con la que solo puede intersectar incidentalmente coerciendo a personas concretas, como en el caso de los encausados por el Tribunal Supremo. Aquellos que hubiesen albergado de que descabezando a quienes lideraban políticamente al soberanismo en 2017, se había desactivado el problema durante una generación, han tenido ocasión de constatar, en los días inmediatamente posteriores a la publicación de la sentencia, que el muerto que creían haber matado goza de buena salud, como ha quedado patente en las muestras de violencia con vocación revolucionaria que la reacción espasmódica al fallo del Tribunal Supremo ha provocado¸y cuyos efectos y alcance no es posible prever, y sí muy difícil controlar —tanto por propios como por extraños— precisamente por la naturaleza de Hidra del movimiento soberanista, que lo hace refractario a las simplificaciones voluntaristas que se derivan de blandir el Código Penal como bálsamo de Fierabrás.

La motivación de este libro es proponer al lector un recorrido riguroso a través del caleidoscopio de marcos sociológicos, filosóficos, culturales, religiosos, económicos y políticos que forman la sustancia del soberanismo catalán, desde el convencimiento que este autor tiene de que limitarse a la dimensión normativa del problema jamás lo resolverá.

Mi objetivo es, por lo tanto, acometer una aproximación ensayística que aporte elementos para la reflexión —que puedan ser útiles para evitar la tentación de aplicar soluciones en blanco y negro a una realidad multicolor—, situando el análisis allí donde le corresponde, y en la escala de magnitud que lo caracteriza; con el propósito de ayudar a entender el problema incluso a quienes tienen el convencimiento de que hacer gala de incapacidad para entenderlo es una opción política respetable.

Estas páginas reúnen un conjunto de marcos analíticos que tratan de proporcionar una explicación racional de la estructura social y de las acciones y decisiones llevadas a cabo por las personas que se incardinan en el movimiento soberanista catalán, poniendo el énfasis en demostrar la significativa profundidad y complejidad del entramado reticular sobre el que se sustenta.

El relato que estas páginas exponen, intenta utilizar de manera sistemática un método de correlación, como una forma de vincular los métodos históricamente empleados por el catalanismo político y la situación actual. Trata de establecer una correspondencia entre bien conocidas teorías sociológicas, psicológicas y políticas implícitas en el ideario que apuntala la situación catalana, y las motivaciones implícitas en los acontecimientos y conjuntos estructurales utilizados por el independentismo para lograr sus fines políticos. Desde este punto de vista, las respuestas que surgen del análisis de los eventos producidos por el activismo soberanista durante décadas, solo son significativas, a efectos de los objetivos de este libro, si están en correlación con las cuestiones que conciernen a la totalidad de nuestro sistema democrático, es decir, con las cuestiones que atañen a la maquinaria que administra la convivencia.

Toda organización trabaja como una máquina para lograr sus objetivos, produciendo unos resultados deseados dentro de unos determinados márgenes de tolerancia.

Un Estado constitucional de derecho no es en este sentido diferente; es, asimismo, una máquina cuyos componentes principales son la cultura y la gente. Como toda máquina, no es un fin en sí misma, y requiere evaluar continuamente los resultados en función de los atributos teleológicos para los que fue concebida. Si los resultados de la máquina son incoherentes con los objetivos, bien a causa de un diseño inadecuado, o porque acciones y eventos como los analizados en los capítulos de este libro distorsionan su funcionamiento, es necesario rediseñarla para ajustarla a las condiciones reales en las que opera corrigiendo sus disfunciones. Lo contrario, aboca a situaciones a la Chernóbil, en las que un mal diseño, unido a una cultura de negación sistemática de la realidad, hicieron inevitable la catástrofe.

En clave de la maquinaria del Estado constitucional de derecho, esto significa aparcar prejuicios y maniqueísmos, y rehacer leyes desfasadas o ambiguas y hacer nuevas leyes que no puedan ser manipuladas con fines espurios por juristas conocedores de las lagunas del marco legal. Pero significa sobre todo no caer en un totemismo constitucional que acabe petrificando nuestra Carta Magna por entenderla y tratarla como un tótem inmutable por perfecto (del latín perfectum; «completamente hecho y acabado, sin defectos»), en lugar de una máquina ajustable para que sea capaz de gestionar la sociedad que tenemos en realidad; no la que nos gustaría idealmente tener. De lo contrario, se corre el riesgo de terminar tocando en cubierta la música de una partitura que solo interesa a sus intérpretes, mientras el barco hace aguas y saltamos por la borda.

Como autor, me daré por satisfecho si la lectura de los análisis contenidos en este libro consigue sembrar en el lector la duda acerca del uso que puedan tener las soluciones simplistas, coercitivas, o propias del Procusto de la mitología griega, para dar una salida duradera a la situación en Cataluña.

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A golpes con el Estado:  último acto y caída del telón

La condena a los principales encausados por el delito de sedición recogido en nuestro Código Penal, cometidos en el accidentado decurso del proceso soberanista catalán, cierra el enésimo capítulo en la antología de las crisis catalanas; por más que, parafraseando a Winston Churchill, podamos colegir que la sentencia del Supremo no será el final, y ni siquiera el principio del final, de un problema político que ahora adquiere una dimensión penal que le abre las puertas a su proyección en ámbitos legales supranacionales e insufla aire al renqueante movimiento soberanista. Pero por ahora, nos situamos en un intermedio marcado por la caída del telón tras el último acto en la saga del soberanismo catalán, que en esta ocasión, y a fuer de querer hacer historia merced al filibusterismo legal urdido por el Consell Assessor per a la Transició Nacional, estuvo a punto de haber pasado a ser historia para siempre, sobreactuando antes, durante y después del fátidico 1 de octubre de 2017.

Como dijo Mark Twain, aunque la historia no se repita, acostumbra a rimar; y en el caso catalán, con tintes tragicómicos, que han llevado a la cárcel a políticos profesionales a los que, parafraseando a Felipe González, no les cupo la naturaleza del Estado en la cabeza ni supieron comprender las dinámicas que el instinto de supervivencia del leviatán hobessiano desencadena, lo que les inhabilita políticamente, y ahora también administrativamente. Esta carencia les llevó a utilizar los mismos métodos —basados en el oportunismo coyuntural del golpe a golpe— que otros ilustres predecesores suyos, desde Pau Claris hasta Companys pasando por Macià, sin tener en cuenta que repetir la misma forma de actuar esperando resultados diferentes solo delata debilidad, que les llevó a sortear una confrontación directa y abierta con el Estado, y empleando un aventurismo propio de los corsarios catalanes, cuyas patentes estaban ya reglamentadas en tiempos de Ramón Berenguer IV —allá por el año 1050— y cuyas actividades ayudaron a impulsar la proyección mediterránea de la Corona de Aragón, situando en el terreno de los golpes ventajistas y ocasionales la lucha por el poder contra los competidores genoveses.

Podemos ver lo ocurrido entre los gobiernos de Cataluña y España, hasta la aprobación por parte del Senado de la aplicación del artículo 155 de la Constitu- ción, en estos términos. Una serie de golpes oblicuos contra la maquinaria del Estado, en forma de razzias políticas que buscaban obtener ventajas inalcanzables mediante el uso normal de las urnas. Lo extraordinario de los acontecientos catalanes radica en que los dirigentes del movimiento soberanista convencieron a propios y extraños de que podrían alterar el ordenamiento jurídico español transitando, mutatis mutandis, y sin solución de continuidad, del estadio estético de las movilizaciones populares al estadio ético de una axiología jurídica que habilitara la independicia de Cataluña en el derecho positivo.

Esto provocó el afloramiento de una cierta psicosis entre algunos sectores opuestos al soberanismo, que se expresó mediante una dialéctica de golpe de Estado, elevando así el problema catalán a la categoría de crisis existencial para España y abriendo aún más la brecha entre ambas posiciones.

Sin embargo, tildar los hechos del octubre catalán de 2017 como golpe de Estado equivale a ver gigantes allí donde solo había molinos. Como posiblemente volvería a decir Ortega y Gasset; «no es eso, no es eso». Una parte de la oposición al órdago separatista adoptó el lema usado por el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico Fernando I en el siglo xvi, fiat iustitia et pereat mundus, blandiendo las tesis del jurista austriaco Hans Kelsen para justificar una interpretación de la justicia en clave de absolutos morales: la última etapa del proceso soberanista catalán puso de moda Hans Kelsen, un erudito de la filosofía jurídica nacido en Praga en 1881, y que terminó sus días en California en 1973. Su principal legado es la obra Teoría pura del derecho, una suerte de manifiesto del positivismo jurídico, compendio de sus tentativas de concebir un principio transdecental de lo jurídico. Por lo tanto, Hans Kelsen solo puede ser interpretado en términos ideológicos, con arreglo a su condición de filósofo del derecho, esto es, desde una perspectiva nomológica, no legislativa, que ciñe el contenido de su obra al ámbito de las creencias. Lo contrario nos lleva a callejones sin salida.

En última instancia, quienes se aferran a las tesis de Kelsen, por su aparente justificación de que el Estado no es otra cosa que la materialización de su orden legal, y que por lo tanto, todas las problemáticas de un estado pueden reducirse a problemas legales, están defendiendo una opinión metafísica presentada como ciencia; cualidad esta que el también filósofo Karl Popper refutó calificando al positivismo jurídico kelsiano de ser una pseudociencia a la par con otros marcos ideológicos como el marxismo.

Al sostener que la fuerza normativa de la ley no emana de la moralidad, sino que la legalidad se deriva de la legitimidad, y esta de probar su grado de eficacia ([...]«la eficacia es condición de la validez en aquella medida en que la eficacia debe aparecer en la imposición de la norma jurídica»[...]), Kelsen nos retrotrae al mítico conflicto entre Antígona y Creonte, a la dicotomía entre normativismo y moralismo.

Irónicamente, el propio Kelsen se preguntó retóricamente que qué era la justicia, haciendo pública su defensa de una posición relativista y escéptica en materia legal, elaborando una teoría subjetivista y emotivista de la justicia, en la que destacó que «[…] los verdaderos juicios de valor son subjetivos, siendo por lo tanto posible que existan juicios de valor contradictorios entre sí […]», lo que le lleva a resaltar su convicción de que «[…] un sistema positivo de valores no es la creación arbitraria de un individuo aislado, sino que siempre constituye el resultado de influencias individuales recíprocas dentro de un grupo dado bajo determinadas condiciones […]. Todo sistema de valores, especialmente el orden moral, con su idea predominante de justicia, configura un fenómeno social que, por lo tanto, será diferente según el tipo de sociedad en que se genere. El hecho de que ciertos valores sean generalmente aceptados dentro de una sociedad dada no es incompatible con el carácter subjetivo y relativo de los valores que afirman esos juicios. Que varios individuos coincidan con un juicio de valor, no prueba de ningún modo que ese juicio sea verdadero, es decir, que tenga validez en sentido objetivo […]».

Como podemos ver en las citas precedentes, Kelsen defiende una concepción relativista de la democracia, que nos aconseja ser cautelosos a la hora de subcontratar a la justicia para que resuelva conflictos que nacen emotivamente de la subjetividad política y cultural. Una vez puesta en marcha, la maquinaria de la justicia no se detiene en consideraciones políticas, por lo que puede llegar a curar la enfermedad acabando con la vida del paciente, o, como diría Fernando I, hacer que se pare el mundo. Partiendo de la premisa de que la democracia es ante todo un sistema para la resolución ordenada de los conflictos civiles, haríamos bien en saber leer correctamente lo que pasó en Cataluña antes de la aplicación del artículo 155 de la Constitución española, sin caer en la tentación de flexibilizar la interpretación de nuestras leyes para que la aplicación de la justicia sea políticamente ejemplarizante.