LA VUELTA AL MUNDO DE LIZZY FOGG (II)

Consejos para mujeres que viajan solas

ELIZABETH G. IBORRA


Índice

La vuelta al mundo de Lizzy Fogg (II)

© Elisabeth G. Iborra, 2019

© Ediciones Casiopea, 2019

ISBN: 978-84-121020-0-0

Maquetación: CaryCar Servicios Editoriales

Reservados todos los derechos

 

PRÓLOGO

Es verdad que yo nací viajera, pero, como dice mi sobrino, básicamente porque “es mi naturaleza”, no me daba cuenta. Hasta que, en 2005, crucé por vez primera el charco para ir a conocer Argentina durante un mes. No es casualidad, nada lo es, que, de 192 países, mi primer viaje a lo grande para hacer turismo a solas fuera a Argentina. En cuanto llegué aquel noviembre a Buenos Aires, ya me sentí en casa. Acogida tanto por la ciudad como por la escasa gente que conocí en aquel viaje, pues por entonces yo todavía viajaba en plan llanera solitaria, sin relacionarme más que lo justo y necesario. Supongo que para focalizarme en mis procesos internos o quizá por la falta de costumbre de abrirme a los demás como la tengo ahora después de haber dado una vuelta al mundo durante 18 meses por 33 países.

En aquel viaje estuve un mes y recorrí los lugares más turísticos del país, yendo en avión desde Buenos Aires a Iguazú, las cataratas más apabullantes que he visto en mi vida; después, a la Patagonia, a Península de Valdés, a ver ballenas, pingüinos, leones marinos… Seguí hasta Ushuaia, la ciudad más austral del mundo, que hoy en día sigue siendo mi lugar más idealizado, me enamoré absolutamente de los cambios de luz sobre el canal de Bagle. De ahí subí, por supuesto, hasta Calafate, Bariloche, Villa La Angostura y toda esa zona limítrofe con Chile, embellecida por glaciares como el Perito Moreno, picos dentro de Los Andes como el Torres del Paine y por los maravillosos lagos de Nahuel Huapi.

De vuelta en Buenos Aires, viviendo en San Telmo, en casa de Graciela, la madre de un amigo que se hizo mi amiga, impactada sobre todo por la luz y la creatividad inagotable del Soho, tomé otro avión hacia Salta, en el norte, para recorrer Jujuy, la quebrada de Humahuaca y de los 7 Colores, la Puna y sus carreteras, hice parapente en Salta para sobrevolarla libre como un pájaro…

Y cuando regresé (sin ningunas ganas) a España, me percaté de que había sido capaz de hacer todo eso yo sola, sin temblar, saliendo de situaciones muy complicadas como perder el pasaporte y que, a la vez, me dejara de funcionar la tarjeta, con lo cual, para los dueños del hotelito en el que me había alojado, me convertí inmediatamente en estafadora sospechosa. Logré salir de aquella con ayuda de otra persona buena y compasiva que me demostró que todo tiene solución, normalmente si te mueves para encontrarla y confías en la ayuda que te brindan los demás.

Aprendí que viajar por libre y a solas era mucho más divertido de lo que podía imaginarme ni me habían contado, porque por aquellos tiempos había muy pocas mujeres que viajaran solas. Ahora somos cada vez más las que queremos transmitir a nuestras congéneres que, cuando viajas por tu cuenta y por placer, vives más suelta, te relacionas con total libertad, disfrutas más del viaje interior y puedes improvisar muchísimo más sin miedo a perder el control o a fastidiarla y no saber cómo resolverlo.

En aquel primer viaje a Argentina, en definitiva, empezó mi vuelta al mundo, mi forma de viajar de forma independiente sin miedos ni prejuicios ni perjuicios mayores, por países lejanos y culturas desconocidas. Algo que, sin duda, requiere bastante más atrevimiento y madurez que hacer escapadas por España y Europa, aunque es el paso previo preparatorio para aprender a lidiar con las dificultades de la vida en plena autonomía. La experiencia que vas adquiriendo te proporciona seguridad y te enseña a viajar a tu rollo totalmente abierta de mente y de brazos a lo que la vida te depare en países que están a miles de kilómetros de tu hogar, tu familia, tus amigos, tu banco y todo aquello que te hace sentir cómoda y dentro de una rutina fácil de manejar. Viajar por el mundo es salir de la dichosa zona de confort y lanzarte a ser tú misma ante lo desconocido, lo extraño y lo porvenir, que nunca sabes cómo te va a venir a sorprender.

Este libro es una buena prueba de que, para saber viajar hay que estar preparada, porque muchas veces las cosas no van a ser tan bonitas como nos gustaría, ni las circunstancias van a ayudar, ni las personas con las que nos encontremos van a ser bondadosas, generosas y predispuestas a ayudarte y atenderte cuando lo necesitas. A veces, en determinados lugares y entre ciertas poblaciones, personas y tipos de sociedad, te sientes ajena, incomprendida, maltratada, abusada, fuera de lugar y con muchas ganas de matar a alguien o de pirarte inmediatamente de allá y gritarles que les den por saco a todos y cada uno. En serio.

En la primera parte de La vuelta al mundo de Lizzy Fogg, excluí seis destinos porque deseaba contar lo que pasó, pero recomendándoos que viajéis a ellos de otra manera diferente a como yo lo hice, porque considero que son dignos de ver, pero evitando cabreos, incomodidades, rabia y frustración… Creo que, en pequeñas dosis, es normal sufrir esas emociones y contratiempos mientras viajas, pero cuando el malestar no compensa lo que disfrutas, aprendes, compartes y te diviertes… pues hay que cambiar de fórmula y escoger otro modo de moverse y relacionarse con la población autóctona.

Así que en este segundo tomo he intentado echarle todo el humor posible a las aventuras y desventuras que me tuve que tragar sin piedad por parte del entorno y de los que me robaban hasta el espacio vital y, para terminar cada capítulo, recomiendo una manera de ir a ver los paisajes más bonitos de cada destino sin riesgo de acabar en la cárcel por asesinato.

Finalmente, para redondear esta segunda parte de La vuelta al mundo de Lizzy Fogg y la vuelta al mundo en sí y cerrar con muy buen sabor de boca, incluyo mi última visita a Argentina en 2019, dos meses de vuelta al origen, con todo el buen rollo del Universo, con todo el amor con el que hay que hacer y terminar una maravillosa vuelta al mundo.


CAPÍTULO 1

INDIA: LA ESENCIA DE KERALA Y EL TAJ MAHAL FRENTE AL HORROR DE MUMBAI

Mi primer viaje a India. No voy, como suele ser habitual, a buscarme a mí misma, ni a encontrar la esencia de la existencia, ni espero una experiencia mística ni un cambio de mentalidad o de personalidad. Voy a ver India, a conocerla, como voy a cualquier otro sitio, abierta a experiencias, curiosa y preparada para ver situaciones sociales e individuales como las descritas en libros de la crudeza de Era medianoche en Bhopal, que me dejó patidifusa cuando lo leí a los 24 años. Desde entonces, aún he podido saber más a través de películas, documentales, noticias... de modo que no voy disfrazada de hippy ni tampoco pretendo ir con unos tacones en plan actriz de Bollywood, no voy a buscar hoteles de cinco estrellas ni a meterme en uno de esos supuestos hoteles de carretera donde solo duermen camioneros autóctonos. Quiero descubrir lo más auténtico y lo más moderno de las ciudades, me interesa el contraste y me gusta reflejarlo.

En el avión a Mumbai, coincido con una pareja de azafato y azafata de vuelo que me recomiendan todo tipo de lugares. Con esas pistas y el chófer que contrato para que me guíe por la caótica ciudad, creo que tendré una visión mínima pero variada. Nada más lejos de la realidad. El chófer no sabe ni lo más básico en inglés, cero, es imposible entendernos por más que le indico a dónde quiero que me lleve. Consigo hacerle comprender que quiero que me lleve a la agencia para exigir el guía que he pagado y aquí empieza la odisea: 2 horas y media para atravesar la dichosa ciudad y creo que no la acabamos de cruzar de punta a punta. A través de la ventanilla del automóvil, me va asaltando a la cara la supervivencia en estado puro. Aquí me doy cuenta de que nunca estás suficientemente preparada para ver de cerca el sufrimiento.

Jamás llegas a imaginar que los seres humanos pudieran vivir en cajas de cerillas tan apiñadas como esas. Lo de las chabolas no es lo peor, ni siquiera las tiendas de campaña improvisadas con unos palos y una loneta en la mediana de la carretera. Lo jodido es habitar una especie de celda vieja con rejas que no es una cárcel, sino tu vivienda. Algunos intentan adornas las verjas con macetas para hacerse a la idea de que tienen una vida digna, pero otros tienen por ventanas meros agujeros realizados por el simple mecanismo de sacar un ladrillo de la pared. Hay mujeres en los balcones peinando sus melenas negras mientras ven pasar por debajo un tren tan atestado que los pasajeros sobresalen por los marcos de unas puertas inexistentes. Me pregunto cuántos se habrán caído durante su trayecto, pues muchos van agarrados a la chapa del vagón. Siempre podrán recogerlos los habitantes de las chozas que se eternizan a lo largo de todo el entramado ferroviario, con el ruido de los trenes como Banda Sonora Original día y noche. Los niños esqueléticos y descalzos van por la carretera en obras expuestos a ser atropellados hasta por el carro del butano, del que tiran y empujan varios hombres a la vez. Dos críos pequeños bien vestidos con su uniforme y sus mochilitas caminan con cuidado de no caerse para no llegar sucios al colegio. Un hombre duerme en un tronco, colchón duro donde los haya.

Los coches no cesan de pitar, por mucho que sepan que eso no va a solucionar nada ni a disolver el atasco. El ruido es infernal e intentar cruzar la calle da terror. Un señor no puede aguantar el apretón y se dispone a cagar en medio del arcén con su cubito de agua para lavarse, eso sí, como todos los que repiten la escena a lo largo del trayecto. Los camiones de mercancías van repletos de personas apiñadas, de pie y sin puertas. Los hospitales tampoco parecen un lugar muy saludable para sanar de cualquier enfermedad. Es descorazonador ver a los enfermos asomando por las rejas, desde donde solo pueden observar más miseria. Solo los hospitales y las carreteras privadas se salvan de la masificación. Y aun así, no es raro ver la ropa tendida en las vallas de la autovía que conecta el Mumbai viejo con el nuevo. Secarse se secará, pero de ahí, al río a lavarla otra vez para sacarle la polución. Tampoco se sorprenden los taxistas cuando les cortan un carril para que recen los musulmanes durante Ramadán. Unos trescientos ocupan la calzada y se agachan y se levantan siguiendo la oración del imán desde la mezquita por megafonía.

Lo más doloroso es ver a los niños que te vienen a pedir señalándose al estómago en señal de hambre. Da una rabia tremenda saber que si les das, alimentas su mendicidad; y si no les das, tampoco van a encontrar otro modo de ganarse la vida. Intento darle a uno parte de mi Vada Pav, que es una especie de patata rebozada y frita con varias salsas y pan, la comida de los pobres, pero me lo rechazan porque lo que exigen son monedas, literalmente. Me niego a darle la satisfacción a los padres que estarán por ahí escondidos explotando a sus hijos al apelar a la compasión de los extranjeros por la infancia. No sé si tendrán alguna posibilidad de trabajar, pero al menos deberían tener la consideración de pedir dinero ellos y no mandar a los niños a la carretera, exponiéndose a ser atropellados como mínimo.

Mi conclusión es que toda esa gente que salió del mundo rural para encontrar una vida mejor en Mumbai se ha encontrado con el infierno de la superpoblación porque no hay trabajo para todos y, por lo tanto, están malviviendo en las calles con la clara conciencia, además, de que el otro mundo que anhelan está ahí a la vuelta de la esquina, tentándoles desde todas esas marquesinas, vallas publicitarias, carteles móviles de pisos de lujo, coches de lujo, teles de plasma, móviles de 5ª generación... Debe de ser muy difícil ser mínimamente feliz así.

Hay otro Mumbai más agradable: el de la mezquita Hajii Ali y las playas que la circundan, el del barrio de Colaba, que es el más turístico y, por ende, tiene muchas tiendecitas para comprar barato. El Mumbai de las Elephanta Caves, unas cuevas a las que se accede cogiendo un barquito en la Indian Gate; el de la iglesia católica Mount Mary Church; o el de Fashion Street, una especie de mercadillo donde un vestido de marca sin la etiqueta de Made in India puede costarte 2 euros. Si no les explotan poco las multinacionales desde los países ricos, aún puedes ir tú en persona a regatearles por un par de euros. Estoy tan apesadumbrada con todo lo que he visto que necesito salir de esta ciudad cuanto antes.

Nueva Delhi y el Taj Mahal son otra historia

Decido coger un avión a Nueva Delhi para ver el Taj Mahal, que para algo es una de las 7 Maravillas del Mundo y no sé si volveré a estar tan cerca de nuevo. Llego al aeropuerto y la agencia que ya la cagó en Mumbai tampoco mejora en la capital y me manda a un hotel en una zona bastante tétrica donde no saldré sola por la noche ni loca. Justo me da tiempo a dormir 4 horas para subirme de nuevo en un coche hacia Agra, la ciudad donde se erige el conjunto de edificios que el emperador musulmán Shah Jahan levantó en homenaje póstumo a su amada Mumtaz, la cual murió al dar a luz a su 15º hijo, para contemplar su pedazo de mausoleo desde el fuerte de Agra nada más despertarse por las mañanas.

En el coche en el que en principio íbamos a viajar 4 (un matrimonio peruano encantador, el guía y yo) nos meten a cinco sin rebajarnos el precio. Y lo peor es que llegar hasta el destino, si no se toma como parte curiosa del tour, puede convertirse en un suplicio a un máximo de 40 km/ hora por las atestadas rutas, en las que a cada cruce hallas un atasco. Un puzle cuyas piezas son vacas, rickshaws de tres ruedas que no se sabe ni cómo se mantienen tiesos con la cantidad de peso que aguantan, seguramente los pasajeros compartirán costes, pues alguno se sienta hasta en el techo. Al igual que en el de muchos camiones y autobuses que portan a tipos de pie y agarrados a la parte de atrás, a puntito de caerse. También se ha de lidiar con familias enteras en una moto, o carretas tiradas por elefantes o camellos, con unos cargamentos propicios para un tráiler europeo. Las bicicletas llevan asimismo su carga y circulan además en la dirección que les da la gana, siguiendo la costumbre patria de tomarse las normas de tráfico por cuenta propia. Si lo sobrellevas con humor, paciencia y fotografías, puede resultar hasta exótico y entretenido. Para ellos es su vida cotidiana y lo máximo que pueden hacer para agobiarse menos es subir el aire acondicionado a tope para contrastar con el calor exterior. No sé bien qué es peor, pero la lucha con el chófer y el guía para bajarlo es un “toma y daca” a la ida y a la vuelta.

El guía es harina de otro costal. El pobre hombre supuestamente hablaba español, pero es tan desesperante que preferimos que hable en inglés, aunque tampoco eso nos salva de la incomprensión mutua. Yo soy muy tolerante con las dificultades a la hora de hablar idiomas de la gente, pero me parece que las agencias de viajes no deberían serlo tanto, puesto que les pagamos por un correcto servicio.

No sé si era su desconocimiento idiomático o una mala escuela de turismo, pero el chaval nos compra las entradas del Taj Mahal, nos explica que es un monumento hecho por amor y con 40 tipos de mármol y nos lanza a descubrir su interior por nosotros mismos, sin explicarnos ni cómo cambian de color algunos de esos mármoles según la luz, ni las influencias de los estilos persa, islámico, indio y mogol. Ni que los jardines emulan a los supuestos jardines del paraíso según las creencias persas, o que el emperador, condenado al arresto domiciliario por sus propios hijos, murió poco después de ella y están enterrados juntos bajo esa cúpula de mármol blanco. Como los amantes de Teruel pero más al estilo Bollywood.

Después de comer en un restaurante de un hotel nada recomendable por europeizado y de verme obligada a visitar varias tiendas de alfombras y joyas que no pienso comprar, ante la previsión de formidables atascos en el regreso a Delhi (lo que faltaba), decidimos aplazar la vuelta para ver El Lal Qila. El fuerte de Agra también es patrimonio cultural de la Unesco y, sin duda, merece una visita para ver las murallas de piedra caliza que le han dado el sobrenombre de Fuerte Rojo. Está también a las orillas del río Yamuna y desde sus terrazas se contempla perfectamente el palacio blanco donde yacía la adorada Mumtaz. Sus instalaciones dan cuenta de una lujosa vida de la dinastía mogol, no hay más que entrar en el salón blanco y los dos salones dorados, con pinturas en el techo y en las paredes, para entender porque todos los emperadores mogoles gobernaron desde este fuerte, que es el más grande de la India.

Claro que, para grande, el templo Akshardham, construido en 1992 a imagen y semejanza de otros dos templos de esos cuya ornamentación dio empleo a miles de obreros durante unos cuantos años. Lo descubro en el Time Out Delhi y le pregunto al guía que si vamos a ir. Me argumenta que no porque no se pueden tomar fotos. No sé para qué tengo los ojos pues. A mí, con que me dejen verlo, ya me sirve para escribir. Menos mal que insisto, porque es extraordinario. Desde sus monumentos a los niños y las mujeres y hombres de la patria, que han de servir como ejemplo a todos los demás, pasando por el edificio principal, dedicado al ídolo Swaminarayan, que procuró educación y un lugar en la sociedad a las mujeres y construyó su templo mano a mano con sus trabajadores, por lo que le consideraban un dios del pueblo. Sus devotos visten de blanco y con gorrito, pero aparte de ellos hay una inmensa cantidad de indios de otras religiones que van a disfrutar de la arquitectura como si aquello fuera un parque temático. Vete con un velo y los bolsillos vacíos porque las medidas de seguridad son muy extremadas, dado que los terroristas han intentado volar por los aires varios templos hindúes.

Por cierto, mientras estoy en India absolutamente ajena a los medios de comunicación me entero de que han cometido varios atentados contra lugares públicos y frecuentados por turistas en Delhi. Suerte que mi familia cree que estoy en Mumbai, aunque teniendo en cuenta que el alarmismo televisivo provoca en los telespectadores la sensación de que los desastres asolan todo un país y no solo una ínfima parte de su territorio, más me vale dar señales de vida. Es alucinante: si hay una insurrección armada, una bomba, una guerrilla o una epidemia en una sola ciudad, por puro desconocimiento geográfico, los que están en casa extienden la desgracia hasta las puntas más alejadas del continente mientras que los que estamos dentro ni nos enteramos de lo ocurrido.

El monumento en honor a Gandhi, que fue asesinado por pretender la división de Pakistán e India, nunca está solo. Siempre hay una llama encendida sobre el Rajghat negro y cientos de admiradores venidos de todo el país, especialmente de los pueblos, a juzgar por cómo me miran al pasar por tener el pelo rubio y la piel considerablemente más clara (pese a mi moreno). Tal es su asombro que, de repente, me doy cuenta de que tengo a dos tipos a mi lado posando mientras otro 'nos' hace una foto con el móvil. Me vuelvo y les hago yo una a ellos. Así se pasarán un buen rato cada vez que nos encontremos casualmente por sus jardines. Y más o menos lo mismo me ocurre en el centro de culto Bahá-i o Templo del Loto, esa flor blanca semi-abierta que es el símbolo nacional. La arquitectura es tan contemporánea que resulta difícil creer que fuera terminado en 1986, sobre todo por dentro, que es puro minimalismo, sin imágenes ni adornos recargados ni nada parecido a los templos hinduistas.

Vamos, por cierto, a uno muy bello llamado Bisla Temple, construido en 1938 por Bidi Birla, un amigo de Gandhi, para que los pobres tuvieran algún templo hindú al que acudir tras la dominación de los musulmanes. Como he discutido con la agencia por la escasa locuacidad del guía teniendo en cuenta que no le pago para que me haga compañía sino para que me explique cosas que luego tendré que escribir, el chico, que es muy majo, se explaya con toda la mitología hinduista. Problemilla: que yo me armo un pitote tremendo con los dioses y los ámbitos que domina cada uno y, por más que tomo notas, no acabo de enterarme del culebrón.

Más o menos lo típico: peleas entre unos dioses y otros, unos mayores y otros menores, discípulos y maestros... Todos ellos representados en esculturas y en pinturas con enseñanzas varias para que los creyentes aprendan valores sin necesidad de saber leer el Saraswati Veda (un libro antiquísimo de esta religión) o los libros secretos Ramayana o Mahabasta, se cuentan mitos y leyendas que aleccionan con idéntico fin... Para muestra, el botón de Ganesha, que es la diosa de la fortuna, pues ya es buena suerte que tu padre te corte la cabeza por no dejarle entrar el baño donde tu madre se ha encerrado encargándote que le impidas el paso a todo el mundo y, para recuperar tu vida, el dios Brahma mande encontrar la cabeza del último animal bebé muerto en la selva, encuentren a una elefantita y, al encajarte su cabeza con esas orejotas, te encaje en el cuello y vuelvas a respirar como si tal cosa. La medio elefanta Ganesha está en todos los negocios de India: si a ella le fue bien con lo negro que pintaba el asunto, ¿cómo no les va a salir redondo a ellos?

Para quedarse con una buena idea del hinduismo, sugiero apuntarse a sus festivales, que hay uno por cada dios a lo largo de todo el año, aparte de su día de la semana, en el que se le canta y se le hacen ofrendas. Estos indios cantan para todo, su vida es una banda sonora, aunque no tengan demasiados motivos. En Delhi, como mínimo parece haber mejor calidad de vida que en Mumbai, yo por lo menos no veo tanta miseria, aunque la hay; ni tanto tráfico, ni tamaña desorganización. Los ciudadanos se reúnen en los parques, que cada vez habilitan más para aumentar las zonas verdes y restar contaminación al ambiente, a jugar al cricket y a comer, especialmente en el Sujan Singh park, colindante con la Indian Gate, que homenajea con los nombres inscritos en sus columnas de los 90.000 soldados indios caídos durante la I Guerra Mundial (dado que fue colonia británica hasta que Mahatma Gandhi consiguió la independencia con su famosa resistencia pacífica en 1947). La llama que permanece siempre encendida recuerda a los soldados muertos en la guerra entre India y Pakistán en 1971, pues, tras independizarse de la corona británica, se enzarzaron en una guerra religiosa entre hindúes, sijs y musulmanes que arrojó más de 200.000 muertos. No ha sido fácil la Historia de este país que en 2009 es una república con una mujer como presidenta, Pratihba Patil, y una de las potencias más importantes del mundo, a pesar de la miseria en la que todavía habitan unos 450 millones de sus 1.150 millones de habitantes. Según el Banco Mundial, un tercio de los pobres del mundo viven en India. Así que aún me parece poco lo que he visto estos días. De todos modos, India es mucho más que eso, como se puede comprobar en Kerala.

Kerala, la esencia de la India incorrupta

Por contraposición a todo lo anterior, me parece maravillosa esta región del sureste de India. Caracterizada, sobre todo, por su herencia cristiana y comunista, lo que la convierte en un paraíso en la que a nadie le falta ninguna necesidad cubierta, conviven pacíficamente el 45% de cristianos con hindúes y musulmanes, con la consiguiente riqueza de cultos y festivales de lo más colorido y pintoresco, así como de diversidades gastronómicas que poco tienen que ver con las del norte de tan vasto país.

Sin duda, la belleza de Kerala radica en su desbordante vegetación, apreciable desde las alturas al sobrevolar Kochi o Cochín. Un mundo de palmeras se extiende rozando casi las alas del avión. El agua juega con ellas al reflejo en su espejo. Esperemos que la zarpa humana no meta cizaña en este paraje selvático que, de momento, ya tiene bastante con el contraste de la belleza con la pobreza. La cual no por parecernos exótica deja de ser menos pobre, pero tampoco menos digna. Los habitantes de Kerala transmiten esa condición básica en el ser humano que pervive independientemente de sus posesiones materiales, cierta paz de espíritu y una amabilidad en su sonrisa añoradas en las grandes urbes.

En definitiva, hay que prepararse para una inmersión en la más pura de las naturalezas antes de aterrizar en el aeropuerto de la capital, Kochi, que merece una visita por su pasado portugués-holandés-británico, especialmente en la antigua zona de Fort Cochín, con su sinagoga judía, el palacio holandés Sant Francis Church y sus redes de pescadores chinos. Antes de nada, alquilamos, con mis ya amigos peruanos Eli y Óscar, un coche con chófer profesional de la zona, no solo porque encontrar los lugares depende de la amabilidad de los paisanos a los que hay que ir preguntando, sino porque es impracticable conducir en sus carreteras para cualquier occidental.

Por ejemplo, desde Cochín, se puede tardar dos horas y pico en llegar y dar con la paradisíaca finca de Devalokam, un trayecto que no demoraría más de una hora en una carretera española. Pero eso se olvida fácilmente tras recibir el tradicional recibimiento con flores, percusión y cocos frescos, que te sumerge de súbito en una casa familiar y granja orgánica, justo en el fin del mundo, parapetada de todos los árboles imaginables, entre ellos, de la papaya, el café, la fruta de la pasión, la vainilla o del caucho, de donde se extrae la leche que da lugar al látex. Tras el té con pastas amenizado por mujeres bailando al ritmo de sus instrumentos de percusión, la encantadora y cariñosa familia te guía a conocer su extensa propiedad, enseñándote a sus animales (patos, gallos, gallinas, cabras...). Así como su proceso de reutilización de los gases de las vacas para cocinar, sus placas solares para obtener la electricidad... Además, ir detallándote y dándote a oler infinidad de plantas y arbustos medicinales y de todas las especias que solo ellos son capaces de reconocer mientras cenas a la luz de las velas a la orilla de su fructífero río sus elegantes y sabrosos platos de curry. Que, por cierto allí no sientan nada mal, contra la mala fama que tiene la comida india de provocar diarreas y acidez.

Estómago a salvo de incontinencias

Nada de nada, en todas las casas familiares restauradas y promovidas por el departamento de Turismo, el agua es embotellada y la comida, casera y sanísima, gracias a los frescos ingredientes de sus propias plantaciones. De hecho, disponte a probar allá las primeras bananas de tu vida. El resto es goma de mascar. Recién recogidas de varias palmeras diferentes, hay bananas rojizas, tamaño pulgar o cetro. Ah, los cocos, las piñas, los mangos, la granadina, la fruta de la pasión, los tomates y las papayas saben a lo que parecen, no al plástico que los envuelve en los supermercados.

La primera hora de la mañana es la más idónea para practicar yoga con un auténtico maestro que da clases también en su propia escuela. Después del desayuno, con frutitas junto a la tortilla y el té al estilo massala -es decir, ambos con especias-, un tratamiento de ayurveda a cuatro manos de los que ofertan allá en paquetes especiales te enajena de todo. Sus especialidades son rejuvenecimiento, anti-estrés, pérdida de peso, anti-diabetes... En siete días acabas estrenando organismo.

De la zona selvática de Koduveli, en Kodikulam, por el trayecto se puede ir a ver su lindo bosque, Thomann Kuthu National Forest, con sus cascadas, antes de continuar hacia Munnar. En plena montaña (verde a más no poder), se presta a hacer un circuito en barco por Mattupetty Dam y ver algunas plantaciones de café o té o cardamomo. En la boutique-estancia Casa del Fauno, montada por una italiana, te acoge en un gusto exquisito que alienta a esperar allí los doce años que tarda en florecer la famosa flor Neelakurunhi.

La danza del macho internacional

Siguiente parada: Tekkady, donde recomiendo un viajito en barco por el Wild Life Sanctuary de Periyar, a fin de estudiar todas las especies de animales salvajes que en un zoo dan tanta lástima por su cautiverio. El Cardamom County es una gozada de resort que ha conservado el estilo de las cabañas antiguas como habitaciones. El recibimiento con elefante, zumo y percusión, al igual que los espectáculos de bailes tradicionales, son encantadores para una sorprendente cena con pescaditos especiados y curries vegetarianos o carnívoros, regados con vino made in India.

Un vino que deja a todos los hombres entonados para comenzar su danza del tigre: aquí me veo rodeada, de repente, en plena fiesta, por unos siete ejemplares de nacionalidades tan dispares como la sudafricana, la malasia, la sri lankesa, la canadiense, la japonesa, la británica y la hindú. Me doy cuenta de que soy la única soltera y sola, así que me he revelado como el único blanco al que pueden disparar. Me pongo a hablar con el hindú, que es sin duda el más educado, joven y guapo, pero no es fácil concentrarse con el público alrededor interviniendo. De pronto, el sudafricano, que duerme en la habitación encima de la mía, me pregunta delante de todos, como si ya lo tuviéramos planeado, que cuándo nos vamos a ir a su habitación. Consciente de que de mi respuesta depende lo que asuman todos los demás, le respondo: "Esta noche yo me voy a ir a dormir, y sola; ni contigo ni con nadie". Todos los demás se retiran inteligentemente, menos el hindú, que no le he dado motivos, y el propio sudafricano, que se queda allá plantado hasta que consigue interferir en nuestra conversación. Como veo que la noche se me complica, decido presentarlos y, cuando se están dando la mano, aviso: 'Bueno, señores, ahora que ya se conocen, me retiro a dormir. Que lo pasen bien'. Y allí les dejo con un palmo de narices incapaces de reaccionar.

Aparte del gustazo de haberme librado de una buena, el entorno idílico ayuda bastante a conciliar el sueño entre el silencio de la vegetación y los animalillos noctámbulos. Al despertar, después de un desayuno autóctono con dhosa, sopa, chutney de coco, tortilla de especias y zumos de frutas frescas, corro a disfrutar de otro masajito ayurvédico, con sus aceites milagrosos para cada malestar… ¡y preparada para proseguir la andadura!

No vale dormirse por el camino, conviene dedicarse a observar la cantidad de niños en uniforme que van andando por la carretera, cruzándose con elefantes, mujeres con la cesta a la cabeza, trabajadores vestidos con una especie de pareo que se recogen por la rodilla para no enseñar sus intimidades... India es uno de los escasos países del mundo donde los hombres van en falda y cogidos de la mano sin que por ello se les considere gays. Tampoco se comprende de qué sobreviven la inmensa cantidad de pequeños negocios de chucherías, artesanías, joyas, móviles o de reparación de cualquier cosa a lo largo de la vía, pero es la tónica incluso en el atajo más recóndito de la zona. Alguno hasta provee Internet y en ningún instante falta la cobertura del móvil.

Para integrarse de lleno en la cultura de Kerala, quizás de India en general, hay que ir concienciado de una idiosincrasia de su carácter: jamás te dicen que no. Si se arrugan, es solo por el sol, pues no alteran las expresiones de la cara ni ante la mayor contrariedad. Te dicen a todo que sí, ya que, antes de soltarte una verdad desagradable, prefieren ocultártela y hacer lo que les viene a bien o lo que pueden. Es así y no se puede cambiar. Así que más vale relajarse tanto como ellos.

Residencias familiares antiquísimas

No hay que fijarse en pequeñas contrariedades ni en el laxo concepto del tiempo, teniendo en cuenta todas las bondades de Kerala, como las Nazarani Experiences, preparadas en su ancestral residencia por la familia Kottukapally, cuyos orígenes datan de hace dos siglos, cuando se convirtieron del brahmanismo al cristianismo. Su hogar hoy también sirve como preciosa homestay para huéspedes, en Pala, y están encantados de mostrarte su antigua casa- despensa y las cocinas con las ollas enormes para cocinar en banquetes en los que podían alimentar hasta a 400 invitados en la típica boda india celebrada por todo lo alto.

Más modesta pero también más silvestre es la residencia de Kumarakom, con su canal, su bosque particular y sus patos paseando libremente. De ahí, lo ideal es ir a visitar una plantación de cocos para aprender cómo fabrican derivados de la leche que dulcifica sus platos al tori, un brebaje parecido a la cerveza. Imprescindible visitar los backwaters de ríos y lagos que inundan Allepey y Kumarakom, a bordo de un house-boat, un barco con habitaciones, baño, saloncito y hasta piscina, alquilable con cocinero incluido. El fin es ir escudriñando el paisaje y a la población autóctona pescando en piragua o con las redes chinas, bañándose o lavando su ropa, yendo al cole o a rezar en una barca...

Da un poco de vergüenza hacerles fotos ya que, realmente, si supieran lo que es un parque temático, se sentirían parte de él. Aunque a ellos no parece importarles, posan tan contentos y, curiosamente, no te piden dinero como en otros países pobres asaltados por el turismo o en Mumbai.

Yoga para los más místicos

Si la India es archiconocida por el yoga, existe un lugar apropiado para practicarlo, aislado en plena jungla en el área de Kottayam. Se trata de la restaurada y asceta heritage home de Kanakakunnu, donde imparten completos cursos de yoga y meditación, además de darte una habitación (incido, asceta) y una comida de lo más saludable. Buenísima su tapioca y su hoja de bananero con “pica pica” típico, pero difícil de trasegar para un esófago occidental su desayuno a base de pudín de arroz con coco y banana. Aunque es genial verlos crecer en la tierra de sus extensas plantaciones, de donde sacan la hoja de banana en la que te sirven el almuerzo: una degustación de salsitas con arroz y verduras, leche de la vaca que acabas de ver pastando, ginseng... Y un postre supercalórico y dulce a base de frutos secos, pasas, cardamomo, más arroz, pasta... Vamos, que con eso tienes energía para inspeccionar todas las montañas de la zona.

En cuanto al yoga, la verdad es que sus amabilísimos propietarios y el yogui que da allí las clases convencen. Una se llega a creer que si es constante cada día, va a llegar a vieja sin arrugas y como un roble. Casi que, en lugar de hacerte mayor, sufres una regresión a la infancia, como Benjamin Button. El maestro Nair, además de hacer tratamientos curativos de ayurveda con sus medicinas patentadas, imparte programas completos de Prana Yoga en su International Health & Peace Foundation.

Playas por descubrir

Para rematar la semana de purificación física y mental, nada como un baño en pleno Mar Arábigo. A sus orillas, en Allepey, se encuentra el lujoso Marari Beach, con sus cabañas rústicas y pintorescas hasta en su baño al aire libre, pero con todos los detalles y gran cuidado por el medioambiente. Sus playas regalan una arena perfecta para rebozarte tal que croquetilla y kilómetros para nadar preparándote para las próximas Olimpiadas. Solo que hay que esforzarse por no provocar a los pescadores con bikinis indiscretos porque se ponen como motos e intentan que te acerques para enseñarte el pescado (o su sangre en un cubo) con tal de observarte de cerca. Para sosegarse antes de regresar a la jungla de la civilización occidental, otro tratamiento ayurvédico será clave.

Es gratuita la excursión al colindante campo de mariposas y otros animalitos voladores, hasta 60 especies diferentes. Aquí lo tienen todo a lo grande y a mansalva. En especial, en cuanto a la variedad culinaria. En ningún momento dejarás de probar exquisiteces y curries diferentes. Los chefs del Marari Beach inclusive enseñan a cocinarlo. Lo más raro para un primerizo en India suele ser su costumbre de beber y comer por separado. Es decir, primero beben, luego van a comer y, a continuación, vuelven a beber otra vez. No beben durante. Una posible interpretación pasa porque se da mucho el estilo buffet y, al comer con las manos, es inmanejable llevar el plato en una mano, comer con la otra y sostener el vaso al tiempo. Aunque a todo se acostumbra el ser humano si está tan rico. Y si además, te lo amenizan con música tradicional en vivo y te llevan los platos a la mesa para que no vayas cargada, qué más lujos puedes pedir.

Mis advertencias básicas: contrata con una agencia de aquí que te garantice que te pondrá guías profesionales, se haga responsable cuando las cosas fallen, porque fallarán, y que sea capaz de decirte que no te puede ofrecer un servicio imposible de conseguir. Y, definitivamente, si pretendes hacer un tour por India, relega Kerala para lo último: el buen sabor de boca incita a repetir.

 

CAPÍTULO 2

HONG KONG: UN TROZO DE INGLATERRA AL MÁS PURO ESTILO CHINO

Welcome to Hong Kong, me anuncia la red Wifi del aeropuerto. Al contrario que en China, aquí es bastante fácil conectarse y sin censuras. Al ir a cambiar dinero, tengo un encontronazo de esos tontos en los que dos personas van para el mismo lado, se mueven hacia el otro a la vez y, así, varias intentonas, hasta que el morenazo que tengo delante me suelta: ‘ladies first‘. ‘So, thank you’, le agradezco. No veas cómo está de bueno, y oriental no es.

La oficina de Turismo me proporciona folletos informativos para estar un mes y al lado está la Asociación de Hoteles que te reserva el que quieras entre toda la gama de precios. El más barato que tienen son unos 410 Hong Kong Dolars, unos 41 euros al cambio en ese momento. Luego por la ciudad hay muchos más, pero ya nadie te garantiza unas condiciones mínimas, depende de lo que quieras. Yo te recomendaría buscar alojamiento por Couchsurfing antes de aterrizar. Me proponen coger un shuttle directo al hotel por 130 HKD que sale dentro de una hora y tarda otra en llegar, pero el tren express cuesta 90, sale cada 15 minutos y tarda 30, así que ahí que me voy, no sin perder el billete antes de salir por el torno. Me veo enseñándole al empleado del metro el recibo de haber pagado con tarjeta como comprobante de que en algún momento el billete ha estado en mi mano, pero pretende que pague otra vez. Saco mis armas de mujer, lloriqueo un poco... y me deja pasar, por esta vez. Cojo un taxi que me cuesta 34 HKD y me deja en plena calle Natham de Kowloon, la península que hay enfrente de la isla de Hong Kong y es probablemente el área más popular, barata, viva, ferviente y auténticamente china.

Tengo mono de sushi, así que me meto a un buffet giratorio antes de empezar la ruta por las calles comerciales, las de dispositivos electrónicos, junto a tiendas de ropa salteadas con otras de cosmética, algunas con prendas de mayor calidad que otras; las de deporte, muchas con falsificaciones claras de las mejores marcas; o la calle de las mujeres, que no sé con qué criterio le han llamado así, pues no he visto cosa más hortera en los días de mi vida. Ni aunque hubiera salido con la vena consumista al mil por mil habría sido capaz de comprarme ni un bolso, deja de lado las camisetas, vestidos, kimonos o bañadores.

Creo que, como consecuencia de esta visión, me sale un orzuelo. Aunque también colabora lo suyo Temple Street, atestada de puestos de todo a 10, gafas, mecheros grabados, imitaciones de bolsos y monederos caros, o de MP3 y móviles de última generación. Lo único que se salva está en la calle Shangai y son varios puestos de juguetitos sexuales de una diversidad que va de los soldaditos con sombrero alto, hasta unos penes que no recuerdo haber visto de un tamaño similar en la realidad. También hay varios restaurantes callejeros especializados en cangrejo picante y marisco vivo, que luego te cocinan, claro, como mínimo te lo cortan en láminas para hacer sashimi. Como ya he cenado, continúo caminando entre calles, tiendas, centros comerciales, boulevards con boutiques en rebajas, hasta llegar a la estación de Tsim Sha Tsui, por cuyo subterráneo cruzas hasta the Avenue of the Stars.

La Avenida de las Estrellas

Semejante horizonte de luces provenientes de los cientos de rascacielos de Hong Kong parece verdaderamente una constelación estelar, pero creo que en realidad se llama Avenida de las Estrellas porque en el suelo están las huellas de las manos de artistas famosos (para los chinos), con Bruce Lee como personaje internacional, pues no solo le han puesto una estatua, sino que varios puestos se dedican a vender objetos sobre su persona. La visión nocturna es apabullante, colorida por las fachadas de los rascacielos, lumínicamente escandalosa, a todas luces contaminante, inabarcable como el Universo mismo, aunque el cielo no tiene tantos puntos de luz como Hong Kong.

Por la mañana, cojo un metro que me lleva a Central Hong Kong Station, desde donde hay un entramado de pasos subterráneos y elevados para dirigirte a las 200 salidas posibles en el centro. Las señales son claras por lo menos, así que no tardo mucho en encontrar el muelle del ferry que cruza a la isla de Lamma.

Descendemos en el puerto de la villa de Sok Kwu Wan, que consiste en varios restaurantes de pescado y marisco para turistas, como el Tai Yuen, donde negocio un menú para que me cobren la mitad de lo que vale el menú para dos personas, puesto que soy una sola con un solo estómago, aunque no lo parezca: me como una langosta con jengibre y verduras, unas almejas en salsa deliciosas, una vieira riquísima, unas gambas fritas con ajito y acelgas, más fruta y cervecita: 20 HKD. Y menos mal, porque el camino hacia el pueblo de Yung Shue Wan es largo y caluroso, tanto que no me queda más remedio que pararme en dos de las playas que hay entre la profusa vegetación tropical para bañarme, en tanga y sujetador, no me queda otra. Los jóvenes chinos no me miran siquiera, a pesar de que ellas se bañan con las camisetas puestas; me doy el chapuzón reparador en aguas verdes, no precisamente cristalinas pero sí limpias, y me voy con el vestido sin nada debajo a escalar colinas bajo un sol desolador hasta la siguiente playa, donde repito escena ante chinos y turistas occidentales. Ha llegado un punto en el que lo único que puedo pensar es que esta gente no me va a volver a ver nunca y, mientras no se ofendan, no me importa que me vean en ropa interior. Yo preferiría hacer nudismo, pero eso sí que sería liarla parda.

En Shelly Cake Express me como una New York Cheesecake y callejeo entre tiendas de souvenirs, alguna interesante, pero no tanto como para comprar nada. Y vuelvo a coger el ferry con destino a Hong Kong. Casi a tientas, desemboco en el Western market, un edificio de estilo británico que alberga tiendas de arte, manualidades y coleccionables. A partir de la plaza Sheun Wang, salen un montón de callejuelas para comprar todo lo que se te ocurra; si subes hasta Hollywood Road, las antigüedades te esperan en los escaparates. Bajo de nuevo a Central para coger el green bus que lleva hasta The Peak, dándome una interesante vuelta por toda la montaña frondosa y seguramente habitada por gente de pasta, pues se ven algunas casas de lujo por el trayecto que deriva en el centro comercial The Peak Galery y The Peak Tower Sky Terrace.

Desde allá, las vistas de toda la ciudad y de la Avenida de las Estrellas de la península de Kowloon quitan el habla cuando empieza el espectáculo de luces que empieza cada anochecer a las 20 horas. Durante unos minutos, los edificios proyectan en sus fachadas un baile de luces coreografiado para alternarse entre sí, cambiando de colores y vibrando en la oscuridad. Ya que lo más llamativo de esta ciudad son los rascacielos, hay que sacarles partido como atracción turística. Y lo logran, a tenor de los cientos de turistas que se agolpan a la entrada del tranvía The Peak Tram, que lleva desde 1888 inclinando a sus usuarios a un ángulo de 45º, imperceptibles para mí porque baja por un túnel y no aprecias la peripecia. Al descender, en el Charten Park, unos cuantos paisanos practican tai chi entre medio de unos kilométricos edificios para relajarse tras el ajetreo laboral, que aquí parece no acabarse nunca. Quería ir al SOHO, pero no puedo más. A dormir.

A veces, escoges mal

Me debato entre ver lo que me queda de la ciudad e ir a la isla de Lantau, a coger un funicular hacia Ngong Ping 360, para disfrutar de las vistas del Mar del Sur de China, ver el Buda Gigante (el más grande del mundo) y el Monasterio Po Lin y comer en Tai O Fishing Village, con sus templos y monasterios cuidados por los pescadores Tanka, descendientes de los primeros moradores de Hong Kong. Sigo el precepto de que quien mucho abarca poco puede y equivoco la opción.

Cojo el metro hasta Caseway Bay, que no es nada del otro mundo, aunque entre callejuelas encuentro un mercado de abastos no turístico sino local, en el que me alucinan unos cuantos pescados amarillos, azules y verdes de esos que solo ves en los acuarios o haciendo submarinismo, pero aquí están ya en la tabla y dispuestos a ir a la plancha. Cojo el bus 40 para ir al Stanley market, mercadillo para turistas de souvenirs y tiendas de imitación o de ropa de marca de sospechosa procedencia ilegal, que me tengo que comprar porque empieza a jarrear y me muero de frío. Mal, porque al rato escampa y supuro de calor. Pero el lugar tiene algo, con su bahía con vistas al otro mundo, y a la vuelta veo un par de playas como la de Repulse Bay, con su pabellón chino, que no está nada mal. Pese a llevar, hoy sí, el bikini puesto, continúo hasta Central St. para ver el SOHO, el barrio fashion con restaurantes de cocina internacional carísimos incluso en el menú de mediodía. Como veo que me van a engañar sí o sí y estoy desmayada de hambre, me meto a La Pampa a comerme un bife de chorizo y un vino Malbec que me hacen agradecer los beneficios de la globalización; siempre echo de menos Argentina, como si fuera mi segunda patria. El dueño es un argentino del interior que emigró en el 2000 porque le mandaron los pasajes (ese punto no me lo detalló más), no sabe si le gusta HK porque va solo del restaurante a su hogar y hace cocina argentina de la buena, con carne argentina, según demuestran las cajas que van entrando al almacén. Me recomienda una churrasquería brasileña de un amigo suyo que vive en Macao, haciendo red.

Muy cerca está la zona de marcha de Lan Kwai Fong, que aún a mitad de tarde tiene happy hour, si bien su punto álgido se alcanza por las noches, me imagino que con toda la colonia extranjera y cosmopolita que trabaja en la urbe. Yo me canso de ver bares, centros comerciales y tiendas y tiendas y tiendas, y opto por tomarme la tarde con calma, por la península de Kowloon, desde la zona de Tsim Sha Tsui de nuevo, que me quedaron algunas cosas por explorar, como el parque Kowloon Walled City Park, un jardín chino típico de la dinastía Qing que contiene la Old South Gate, varios pabellones entre la agradecida sombra de los árboles, esculturas varias y una piscina que hoy justamente está cerrada.

El mercado de jade es abominable, qué le vamos a hacer, pero muy cerca encuentro un centro de estética donde no me van a decorar las uñas de los pies como árboles de navidad sino a hacerme una buena pedicura en la planta, que me ha elevado dos centímetros de altura en los últimos meses. Liza House es un negocio familiar donde fuman, comen, beben (y comparten), dan el jarabe al bebé, lo abrazan y lo besan mientras me pulen las durezas... y me hablan en inglés todo lo que pueden para integrarme. Salgo de allí pareciendo una mujer de nuevo, pero en cuanto piso Temple street, un tipejo me da un pisotón y se me lleva la mitad de la pintura del dedo gordo. Lo soluciono metiéndome a una cadena de cosmética para pintármela con el probador de una laca de uñas parecida.