Pocas cosas hay más apetecibles que el placer de una conversación con quien tiene la capacidad de devolverte una representación más amplia, profunda y enriquecida de lo que está ocurriendo en la cultura actual. Saber escuchar la vida, saber mirar la actualidad desde la memoria de lo que fuimos, anticipar en qué aspectos lo que va a ocurrir comparte similitudes con lo que alguna vez fue y saber transmitirlo como quien aconseja sin herir, es un don que se fragua en la humildad que habitualmente acompaña a quien ha madurado su comprensión del mundo en el silencio habitado del estudio de la historia y en la escucha acogedora a sus contemporáneos.
Esa experiencia sapiencial es la que Juan María Laboa viene compartiendo en las páginas de la revista Religión y Escuela mes a mes, desde noviembre de 2006. Su análisis de lo que está pasando y de lo que fue es un regalo para los profesores de Religión, para los profesores cristianos de otras especialidades y para cualquiera que se acerque a las páginas de la revista. En su columna «El mirador» nos brinda la oportunidad de comprender globalmente la historia eclesial como historia de la comunidad creyente y, a la vez, como reflejo de cómo los hombres y mujeres de fe se han integrado en su circunstancia histórica, encarnando, con sus luces y sombras, el Espíritu de Jesús. Esa fidelidad a cada momento de la historia exige, en nuestro tiempo, desinstalar del tópico la caricatura con la que se explica, con demasiada frecuencia, la perspectiva cristiana del ser humano, de la cultura, de la transformación social, etc. Esa es, sin duda, otra de las virtudes de los textos de Juan María: rebelarse a que el tópico o la simplificación se conviertan en protagonistas del relato que está conformando la opinión de nuestros contemporáneos.
En la actualidad, los sistemas educativos están priorizando la capacitación operativa de nuestros alumnos para la tecnología, el sistema económico y la sociedad que vendrá. El paradigma tecnocrático hunde sus raíces en las escuelas y prescinde de los puentes con el humanismo cristiano, también con la historia, como reliquias de un saber agotado, de otro tiempo. En el currículo vigente para la asignatura de Religión en el sistema educativo han desaparecido los contenidos de historia de la Iglesia, y, sin embargo, nunca fue más importante ofrecer a los profesores y, a través de ellos, a los alumnos modelos de análisis crítico de la realidad que no ignoren la dimensión histórica de la identidad, pertenencia, valores y vínculos que han conformado nuestras sociedades.
En estas páginas se han reunido las columnas de los últimos cuatro años y un muestrario de algunas publicadas a lo largo de estos últimos doce, en los que Juan María Laboa ha acudido a la cita con los lectores. Su relectura nos devuelve la conciencia de que aquellas intuiciones que sirvieron para iluminar un acontecimiento concreto siguen alumbrando lo que hoy está pasando y proponiendo caminos para que aquel anuncio del Nazareno siga transformando las vidas y las estructuras.
Por eso, la historia es maestra de la vida, porque nos interesa el futuro.
ANTONIO ROURA,
director de Religión y Escuela
En una entrevista a una modelo, esta contestaba: «Ahora estoy leyendo La pasión india. Me gustan las novelas históricas, y así, de paso, aprendo». ¿Aprende? ¿Qué aprende? Tengo la impresión de que nos encontramos ante un proceso aparentemente banal, pero de incalculables consecuencias culturales. Negativas.
Todo poder ha intentado siempre manipular la historia en provecho propio, y cualquier historiador consciente tiene en cuenta este factor en su investigación. Por otra parte, al subjetivismo de quien escribe debe contraponerse un esfuerzo serio por mantenerse fiel a las fuentes, a los datos, a la realidad. Bien sabemos que historia y literatura son dos géneros con métodos y fines diversos. Sin embargo, la tentación de utilizar la historia para fines espurios aumenta de acuerdo con los beneficios que genera.
En nuestro país existe una imparable tentación de rehacer la historia en función de intereses concretos, más o menos inconfesables, de ideologías, de fobias. Lo intentan los partidos políticos, algunas instituciones –incluso religiosas–, historiadores de mayor o menor prestigio. Tomemos el ejemplo de la Transición. No cabe duda de que la previa transición eclesiástica y la actitud de los obispos, de las instituciones eclesiásticas y de innumerables laicos resultaron decisivas para conseguir felizmente el cambio de sociedad y de régimen que comentamos. Sorprendentemente, en no pocos libros de historia actuales sobre la Transición no aparece ni para bien ni para mal el factor católico. Parece que no existió ni Tarancón, ni la Asamblea Conjunta, ni la JOC, ni la HOAC, ni tantas otras personas e instituciones. Se trata de una manipulación que falsea la realidad vivida, que ningunea a una buena parte del pueblo español y a una institución bien representativa de los valores y sentimientos de ese pueblo.
Probablemente tiene mayor incidencia en la cultura y en la fe de la mayoría de los españoles la moda irresistible de la impropiamente llamada «novela histórica», que bien podría llamarse «novela legendaria». El tema comenzó con las películas históricas de corte hollywoodiano en las que se nos mostraba la vida de Roma, sus emperadores y el Imperio (a menudo con descarada deformación de la realidad histórica). De todas maneras, en este caso, a pesar de que multitud de imágenes falsas siguen en nuestro subconsciente, siempre utilizamos cosas de Hollywood como intento inconsciente de restaurar la verdad.
Esta defensa resulta casi imposible con las llamadas novelas históricas, que, generalmente, de históricas tienen algunos nombres de personajes reales y de ciudades conocidas. En ellas no se distingue entre fantasía y realidad, y la mayoría de los lectores de investigación tampoco son capaces de diferenciarlo. Para muchos españoles, los volúmenes de la saga de El caballo de Troya se integran en la lista de los libros inspirados, porque les conceden la misma importancia. Otro tanto sucede con la larga lista de novelas de temas religiosos y eclesiásticos sobre Cristo, la Magdalena, los templarios o el Vaticano, que, además, según la publicidad, descubren secretos largamente ocultados por la Iglesia.
El tema me resulta de enorme trascendencia cultural, educativa y religiosa. El tiempo pasa y va en contra de nosotros. Siempre se ha afirmado que la historia era maestra de la vida, pero que no tenía alumnos. Ahora se nos ofrece una historia falsa y unos alumnos adictos, en playas, vagones de metro, salas de estar, que aceptan cuanto se les ofrece y que configuran su universo con esos mimbres. Este problema, presente en las Autonomías españolas, en las que a menudo se aprende una historia novelada, en función del partido gobernante, resulta letal en el cristianismo, que es una religión eminentemente histórica, de forma que, si se desfigura su historia, se contamina su núcleo central. Por otra parte, estamos difuminándonos, muriendo en nuestra verdadera identidad; para buena parte de nuestros conciudadanos, a causa de la imagen de un cristianismo inexistente tanto en el pasado como hoy, pero cada día más real en la mente de los lectores.
Naturalmente, esta situación constituye un apasionante reto a nuestra creatividad y a nuestra capacidad de respuesta y de propuesta. No se trata tanto de defender la religión cuanto de defender la historia y la presencia de un cristianismo cierto en el mundo actual, conscientes de que la ignorancia del pasado lleva a la falsificación del presente.
En su conferencia «Ser cristiano hoy», Francesc Torralba comenta que, en nuestros días, nos encontramos con las primeras generaciones de españolitos que no han tenido una experiencia real de Iglesia, y que la única visión que tienen de la institución eclesial es a través de los medios de comunicación de masas.
Previsiblemente, esta situación de nuevos españolitos, que consideramos de consecuencias catastróficas, durará bastante tiempo, por lo que nuestra reacción tendría que ser rápida e inteligente.
El modo de actuar de nuestros periódicos, radios y televisiones resulta dramático para nuestro objetivo de ofrecer una visión real y positiva de la Iglesia. Los periodistas, en general, conocen poco del lenguaje, símbolos y doctrinas eclesiales. Se fijan en algunos tópicos irritantes, sorprendentes o escandalosos, que resultan más rentables por su capacidad para conseguir unos titulares llamativos, pero difícilmente ofrecen información veraz sobre la vida real de la comunidad creyente, sobre su presencia social y misionera y sobre su variedad de sensibilidades. Todo esto, en el mejor de los casos, es decir, cuando no existe una deformación voluntaria de la realidad eclesial.
Observamos, como ejemplo notorio, la actuación del periódico El País, durante años punto de referencia del progresismo español. A lo largo de veinte años ha presentado sistemáticamente deformadas las acciones y dichos de los hombres más representativos de la Iglesia, silenciando clamorosamente una importante presencia eclesial en la marginación, ámbitos de pobreza, emigración y sanidad. La imagen degradada de la Iglesia no proviene, fundamentalmente, de las equivocaciones o insensateces eclesiásticas –desde luego, no mayores que las de otros grupos sociales–, sino de una falta de interés o profesionalidad desconcertante de estos medios de comunicación. Hemos soportado estoicamente que, prácticamente, los únicos informadores y puntos de referencia del catolicismo español en este periódico hayan sido personajes situados en el filo de la navaja eclesial, cuyos puntos de vista eran compartidos por una ínfima minoría del catolicismo español.
Por otra parte, algunos medios de comunicación eclesiales han sido, tal como es bien conocido, altavoces de una intolerancia radical, más política que eclesial, que, ciertamente, no han beneficiado ni a la difusión del Evangelio, ni a la buena imagen de los obispos, ni al establecimiento de contactos y diálogo con la orilla opuesta.
En esta situación, todo es válido menos llorar sobre la leche derramada. No nos merecemos la imagen que tenemos los católicos en la sociedad española. Resulta intolerable la manipulación constante de la realidad eclesial por parte de medios que se consideran serios y buenos profesionales. No se puede tolerar por más tiempo que unos medios eclesiásticos contradigan el talante que consideramos que debe caracterizar la presencia de los cristianos en España. Es hora de reaccionar.
La primera medida que debemos tomar quienes nos encontramos con capacidad de enseñar, predicar o escribir es presentarnos y actuar con un talante de moderación, respeto y tolerancia. Durante la Transición, la sociedad española buscó desarrollar estos valores y consiguió una añorada época de diálogo y respeto mutuo.
De Gasperi, el gran político italiano, escribió: «Llamarse cristiano en el ámbito de la actividad política no significa tener el derecho de gozar de privilegios frente a los demás, sino que implica el deber de sentirse entrelazados, de manera más especial, con un profundo sentido de fraternidad cívica, de moralidad y de justicia, con los más débiles y los más pobres».
Se trata de una manera evangélica y ciudadana de estar presentes con nuestra identidad propia en esta sociedad plural y, en el fondo, poco respetuosa con otras identidades. Podemos exigir respeto si somos respetuosos, debemos pedir que se nos juzgue y se nos presente con verdad si ofrecemos una información transparente e inteligible. Debemos ser libres y coherentes y estar dispuestos a recibir las críticas honestas a nuestros modos de actuar.
Cada uno de nosotros tendrá sus ideas políticas, pero, como institución, la Iglesia no es política ni hace política, aunque es obvio que no por presentar y defender sus valores una institución se mete en política. Todos los españoles debemos madurar en estos temas, pero no es honesto utilizar la demagogia en temas serios de convivencia.
Nuestros jóvenes reciben un inmenso bombardeo de noticias, juicios y críticas, pero no han sido enseñados ni formados para, a su vez, juzgar, discernir y elegir. Este constituye también un objetivo imprescindible de la escuela.
En un estudio reciente sobre la lectura de la Biblia en Occidente se descubre que, en España, solo el 20 % de sus ciudadanos lee alguna vez los libros que conforman la doctrina del cristianismo. Teniendo en cuenta que en Francia, país laico y alejado de las prácticas cristianas, un 40 % de su población afirma leer en alguna ocasión la Biblia, somos conscientes de la seriedad del problema.
El cristianismo, como toda religión, no consiste únicamente en la fe individual de cada creyente, sino también en su comunidad, en sus prácticas sociales, en su modo de ubicarse en la sociedad, en su capacidad de influjo, en sus relaciones con la cultura. Ninguna religión puede desarrollarse al margen de la sociedad civil y de sus estructuras. Podemos vivir y soñar solos, pero resulta muy difícil creer en Cristo al margen de la comunidad y de la sociedad.
Jacques Maritain afirmó que una religión que no puede encarnarse a sí misma en una cultura no es digna de tal nombre. Naturalmente, muchos son los campos en los que puede traducirse la religión, pero en estas líneas quiero señalar aquellos que retroalimentan la vida y la práctica de los fieles.
Naturalmente, el primero es el de la lectura y el conocimiento de los libros sagrados. ¿Cómo puede un creyente vivir su experiencia religiosa y manifestar su testimonio si no conoce la persona de Jesús y su enseñanza, si no conoce y no lee con una cierta frecuencia los evangelios? Su lectura constituye su alimento, su punto de referencia, la sustancia de su experiencia religiosa. Gracias al Concilio Vaticano II hubo en España un renovado interés por el conocimiento del Nuevo Testamento, pero se ve que su efecto ha durado poco.
Este es el más importante y decisivo, pero existen otros instrumentos que ayudan a los creyentes a alimentar su fe, impregnar su cultura, su sensibilidad y sus intereses humanos gracias a la experiencia y el testimonio de otros cristianos. Me refiero a la literatura, el teatro, el cine, la música y las artes plásticas, capaces de manifestar la doctrina, la moral, las inquietudes y la estética propias de la experiencia cristiana.
Durante la primera mitad del XX se produjo en Europa un fenómeno nuevo (que ha desaparecido en la segunda parte del siglo, con consecuencias desastrosas): la presencia de temas estrictamente religiosos en la obra creativa de grandes literatos. Recordemos la insistencia en la acción del pecado y de la gracia en la vida –a menudo anónima– del ser humano, presente en los novelistas Graham Greene y Julien Green a lo largo de su obra, o de Chesterton, Bernanos, Mauriac y Cesbron. Una parte de la literatura de ese siglo constituye un espejo vivo de las inquietudes y esperanzas de los cristianos del tiempo y una deslumbrante presentación de la búsqueda de Dios por parte del hombre moderno.
Otro tanto cabría decir de las nuevas formas artísticas experimentadas por Rouault, Oteiza o Niemeyer en iglesias y catedrales, de la ópera Diálogos de carmelitas, de Francis Poulenc, de las comedias musicales Gospel o Jesucristo Superstar, de algunas espléndidas misas capaces de emocionar al hombre contemporáneo y de películas y obras de teatro igualmente expresivas.
Todas estas manifestaciones de arte y fe, de belleza y experiencia religiosa, constituyen expresiones necesarias de la religiosidad de cada época. Su presencia indica una religión vivida, comprometida y creativa, mientras que su ausencia significa decadencia. Hoy padecemos una situación preocupante, demasiado ensimismados y guarecidos en los jardines de invierno, sin darnos cuenta de que una religión incapaz de traer y de inquietar por su incapacidad de comunicarse se encuentra moribunda. Sin estas presencias, el cristiano está sin referentes culturales, y los ciudadanos, sin incentivos cristianos.
Cuando estudiábamos metafísica, nos explicaban que los atributos de Dios eran la verdad, la bondad y la belleza. Y se nos hablaba de cómo esa belleza divina se manifestaba espectacularmente en sus obras, de manera especial en el complejo universo de astros y estrellas y, claro está, en la naturaleza que nos rodea.
La comunidad cristiana ha puesto ese amor por lo bello, expresión de los atributos de Dios, dentro de nosotros, al servicio de la liturgia, de las iglesias donde se reúnen los fieles, de la música, del arte en general. La historia del cristianismo está íntimamente mezclada con la historia del arte, colaboradora imprescindible de la catequesis, de la manifestación visual de la Biblia, de cuanto en la vista, el oído y los sentidos nos acercan a Dios, de la expresión de los misterios cristianos.
Desde las primitivas pinturas de las catacumbas, los relieves de los sarcófagos, las basílicas constantinianas, las iglesias armenias, los mosaicos bizantinos, Santa Sofía de Constantinopla, el románico, el gótico, hasta la plenitud del Renacimiento o del Barroco, la creatividad humana ha estado al servicio del culto y de los modos humanos de alabar y acercarse a Dios. El hombre religioso y su experiencia de lo sagrado han sentido la necesidad de expresarse en arte y belleza, en pinturas, esculturas y edificios; en colores, mármoles, terracota y madera.
Los grandes artistas han estado supeditados, naturalmente, a los encargos de los mecenas, de los gobernantes y de las iglesias para sobrevivir, pero la historia nos enseña que las grandes obras de arte religioso no han dependido exclusiva ni fundamentalmente del dinero, sino del espíritu religioso de sus autores. Los pintores de iconos se mantenían arrodillados durante su creación, y el beato Angélico, Cimabue, Giotto, Rafael, Miguel Ángel y tantos otros gozaban de un ardiente espíritu religioso que transformaba su inspiración e influía en la elaboración de su arte.
Por el contrario, en momentos en los que la Iglesia se encontraba en dificultades, desconcertada, sin fuerza vital –tal como sucedió en el siglo XIX–, el arte religioso fue anodino, repetitivo, mala copia del arte de otras épocas, con una música sin garra. La Iglesia se encerró en sí misma y no fue capaz de sugerir o animar un arte novedoso capaz de inspirar a los creyentes.
La segunda parte del siglo XX ha resultado conflictiva y desconcertante. A pesar del interés de Pablo VI por relacionarse con los grandes artistas y de la creación de un Museo de Arte Contemporáneo en el Vaticano, los desencuentros han sido múltiples. A menudo, las obras de algunos artistas, expuestas en importantes exposiciones, se han convertido en espacios hostiles al cristianismo y a la Iglesia: Vírgenes que lloraban esperma, últimas cenas con apóstoles que se masturbaban, papas rodeados de falos, mujeres o ranas crucificadas. En muchos casos se trataba de ganas de llamar la atención, artificiales escándalos religiosos con el objetivo de que se hablara de tales artistas, pero también de incomprensión mutua y de falta de reconocimiento del sentido de lo sacro.