Textos breves e imágenes
para transformar miradas
Colección Horizontes-Educación
Título original: Reconocer la diversidad. Textos breves e imágenes para transformar miradas
Primera edición impresa: octubre de 2018
Primera edición: enero de 2020
© Del texto: Ignacio Calderón Almendros (excepto del capítulo «Terminar con el apartheid educativo» en coautoría con Cristóbal Ruiz y Alejandro Calleja)
© De las imágenes: Paula Verde Francisco
© De esta edición:
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ISBN: 978-84-17219-95-6
eISBN: 978-84-18083-35-8
Realización y producción: Editorial Octaedro
«Si tú lo dices, será.»
Basilisa Almendros
A esas madres que asumen con la mayor humildad,
su protagonismo en la historia de la humanidad,
con la premura de la vida y el sosiego del amor.
Deformarse
Violación sistemática
El legítimo derecho a discriminar
Ese ente distinto
El miedo como motor
Schumacher ya no es Schumacher
Resistencias sensibles
«Cuerdas» y marionetas
Fracaso y pobreza. Una realidad intolerable
Lo que pasa, no lo que le pasa
Valentía para educar
El tiempo de la vida
Al cáncer con aspirinas
La realidad no está hecha
La batalla es política
Madre
Injusticias escolares que esconden absurdos
Educar y la búsqueda de sentido
Terminar con el apartheid educativo
Resistir en otros lenguajes
Reconocimiento
Sobre los autores
Este es un libro concebido para disfrutar cuestionando nuestras formas de pensar, sentir y actuar respecto a la educación y las diferencias. Hemos pensado que podríamos revisar nuestras certezas, como cuando volvemos sobre nuestros pasos al ver que el camino tomado estaba equivocado. Para ello te proponemos la inmersión en estas páginas con la razón y los sentidos abiertos a lo que está por venir. Quizás de ese viaje interior hacia nuestras propias diferencias nazca un nuevo espacio –todavía negado– para lo extraño. Para deformarse.
Una sucesión de imágenes y palabras quieren invitarte a ese viaje que supere la indiferencia y que permita el cambio. Las imágenes sitúan en un lugar bello a la par que incómodo para enfrentarse a los textos. A través de estos y otros lenguajes puede surgir el cuestionamiento de lo que hoy se nos presenta como absoluto e incuestionable, pero que asola el mundo de sinsentidos que nos dominan y someten.
Estas páginas quieren inquietar, sí. Porque la quietud duele. Y porque, al alterar el orden, también surgen nuevas esperanzas.
A menudo se piensa que cuando un niño o niña señalado por la discapacidad está en una escuela ordinaria, ya hablamos de educación inclusiva. También se piensa mayoritariamente que este alumnado requiere de una educación diferencial, que se distancia de la del resto de compañeros y compañeras, que ha de hacerse en espacios distintos, con profesionales y currícula diferentes. Asumimos que una persona situada dentro del espectro del autismo o con parálisis cerebral, por ejemplo, tiene unas necesidades educativas que difieren de las del resto del alumnado, lo que precisa de una adaptación individual que limita o impide su participación en clase, la atención de su profesorado a ella, el trabajo sobre los temas del resto de compañeros, una calificación con idéntica validez, etc. Todo esto se asienta sobre una falacia: que el resto aprendemos igual y que, por ello, ostentamos el derecho al aula y al centro escolar ordinario, al aprendizaje, a la participación y al logro allí. Esto desvela que lo que llamamos discapacidad es una cuestión de poder –y, por tanto, social–, aunque en las escuelas se siga abordando como una realidad biológica e individual.
La perspectiva de la discapacidad como fenómeno social está sólidamente argumentada en la literatura científica de las Ciencias Sociales desde hace décadas. También lo están otras cuestiones, como el hecho de que construir la identidad dentro de esa categoría social implica una devaluación irreversible, porque conlleva un proceso de exclusión social que afecta a la identidad y la inteligencia; o que educarnos juntos es algo positivo para todo el alumnado, y no solo para el alumnado nombrado por la discapacidad. Esto es evidente porque solo –¡solo!– aprendemos de las diferencias, lo cual implica que los ambientes en los que se convive con ellas son educativamente más ricos que los que pretenden ser homogéneos.
En consecuencia, que todos los niños en edad escolar estén juntos no depende de la ciencia, que ya ha probado el valor de las diferencias en el proceso educativo. Depende de la voluntad política, lo que significa desafiar el poder y los privilegios, como ya ha ocurrido con otros colectivos en la historia. De lo que estamos hablando es de Derechos Humanos. Del derecho a la educación de todas las personas, proclamado en el artículo 26 de la Declaración de los Derechos Humanos y vulnerado en España casi setenta años después. Es algo así como si se hubiera hecho una lectura restrictiva de la carta de Derechos Humanos en la que no caben ciertos niños y niñas. O lo que es lo mismo: se ha negado la categoría humana a todo un colectivo.
Como respuesta a esta realidad, el Estado español ratificó la Convención de los Derechos de las Personas con Discapacidad (ONU, 2006), que nace como instrumento con el que hacer efectivos los Derechos Humanos para esas personas que habían sido excluidas: en su artículo 24 consagra que el derecho a la educación es el derecho a la educación inclusiva. Los Estados miembros se comprometieron a «respetar, proteger y garantizar la educación inclusiva y de calidad para todas las personas sin distinción». De todo ello podemos concluir que, a pesar de que la ciencia ha probado la efectividad de la escuela inclusiva, esto es lo de menos. Al tratarse de una cuestión de Derechos Humanos tenemos la obligación moral y el imperativo legal de hacer que nuestras escuelas estén diseñadas para todo el alumnado. Cuando nos referimos a la educación inclusiva, de lo que hablamos es de un gran proyecto social y educativo: el de educarnos juntos.
Esto es lo que subyace tras el contundente informe1 que acaba de publicar el Comité sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad de la ONU tras realizar una investigación sobre el Sistema Educativo del Estado español, motivada por una denuncia de la Asociación SOLCOM. En la base de esta denuncia está la consideración de que un colectivo importante dentro de las escuelas sigue siendo objeto de un tratamiento injusto y discriminatorio. Esto es bien conocido por quienes nos relacionamos profesional o familiarmente con las personas que viven bajo esa losa de las necesidades educativas especiales (NEE) o necesidades específicas de apoyo educativo (NEAE), pero la denuncia ha sido una iniciativa inédita hasta la fecha. El informe es taxativo:
El Comité considera que la información disponible revela violaciones al derecho a la educación inclusiva y de calidad principalmente vinculadas a la perpetuación, pese a las reformas desarrolladas, de las características de un sistema educativo que continua excluyendo de la educación general, particularmente a personas con discapacidad intelectual o psicosocial y discapacidades múltiples, con base en una evaluación anclada en un modelo médico de la discapacidad y que resulta en la segregación educativa y en la denegación de los ajustes razonables necesarios para la inclusión sin discriminación en el sistema educativo general.
El Comité añade que «el destino del estudiante con discapacidad depende en la mayoría de los casos de la voluntad de familiares y profesionales», lo cual resulta inadmisible. El destino de los niños y las niñas no debería depender de la suerte; el respeto a sus derechos humanos no puede ser opcional ni arbitrario.
Pero ocurre. Eso manifiesta el informe, tan extraño para la mayoría de la población porque cuestiona creencias y prejuicios superados por el conocimiento disponible hace ya demasiado tiempo. Sorprende que sigamos entendiendo como razonable, lógico y deseable que a una parte de la infancia se le impida estar con el resto de niños y niñas, relacionarse con ellos y construirse mutuamente en las escuelas. Y esto, que se aborda en la investigación de la ONU, no es algo anecdótico o excepcional, sino que forma parte del ADN del sistema escolar: «Se ha perpetuado un patrón estructural de exclusión y segregación educativa discriminatorio, basado en la discapacidad, a través del modelo médico». Una cuestión que suele pasar inadvertida, pero que no deja de ser evidente: en las escuelas se entiende la discapacidad en términos individuales y biológicos –un problema personal–, por lo que las soluciones que el sistema plantea enquistan el problema, al circunscribirlo al terreno privado. Pero, como vengo argumentando, el problema es público y las soluciones han de ser sociales. La pregunta no puede seguir siendo qué le pasa a este niño o a esta niña. Debemos preguntar qué pasa para que hayamos decidido que no puede aprender con el resto.
educación inclusiva