Carles Castro

Cómo derrotar al independentismo
en las urnas

INTRODUCCIÓN

¿Condena a perpetuidad?

35. Esos son los años que el nacionalismo catalán
—ahora transmutado en soberanismo— lleva disfrutando de la mayoría absoluta en el Parlament de Catalunya. Y ese periodo de tiempo, en política, es poco menos que la vida eterna. Desde el distópico año de 1984, las formaciones nacionalistas, juntas o por separado, vienen sumando más de 67 escaños en una Cámara compuesta por 135 diputados. E incluso cuando en Catalunya ha gobernado la izquierda (entre el 2003 y el 2010), lo ha hecho condicionada por la mayoría nacionalista. Una mayoría en apariencia indestructible. Y una condena a perpetuidad para quienes, desde un catalanismo integrador, pretenden llevar a Catalunya a unos horizontes que no pasen necesariamente por el pulso suicida con el Estado o la ineficacia frente al dinamismo extractivo del centro de España.

Ahora bien, ¿es realmente indestructible la mayoría independentista? ¿Está Catalunya condenada a ser gobernada eternamente por fuerzas del mismo signo, cuyo balance estratégico se resume actualmente en el agotamiento y el descalabro? La pregunta es inevitable por cuanto el nacionalismo soberanista hace ya décadas que reúne menos de la mitad de los votos en las elecciones autonómicas. La pérdida de la mayoría parlamentaria nacionalista, en cambio, supone un reto mucho más complejo. Sin embargo, los indicadores demoscópicos y electorales revelan que es perfectamente posible una mayoría no independentista en el Parlamento catalán.

Este libro pretende justamente explicar las bases de la alternancia en Catalunya. Y para ello, empieza por describir la correlación y los comportamientos electorales que podrían hacer posible esa mayoría alternativa. Sobre todo tras el nuevo ciclo que han abierto las elecciones generales del 2019 y las europeas y locales del mismo año. Pero, además, este ensayo incluye una radiografía de los anhelos que caracterizan a la sociedad catalana y que revelan la base social sobre la que puede emerger, como un espacio mayoritario, el catalanismo pactista e integrador, esa tercera vía capaz de recomponer la convivencia interna y reconstruir una estrategia viable en la relación con el resto de España.

Asimismo, el libro detalla los relatos, las ofertas y las estrategias políticas que pueden vertebrar ese espacio complejo, sin olvidar el papel de Madrid como catalizador decisivo de una mutación que devuelva a Catalunya a la centralidad; es decir, que ponga fin a un proceso de autohipnosis colectiva en el que los datos de la fría realidad vienen siendo apartados de un alegre manotazo. Se trata, en definitiva, de reducir a sus magnitudes reales el engañoso perímetro electoral de ese segmento de la población de Catalunya que ha sido secuestrada emocionalmente por una fantasía escapista (la república catalana), que conduce de forma inexorable al fracaso, la melancolía y la frustración.

En resumen, los datos de la realidad revelan que existe la suficiente masa crítica ciudadana en Catalunya para impulsar una política fértil que persiga metas factibles y consensos más amplios que el destructivo intento de imponer a la mitad del país los designios de la otra mitad. Ahora solo falta que los actores políticos y sociales estén a la altura de ese reto y sean capaces de derrotar, desde la inteligencia de la voluntad, al egoísmo de la resignación.

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Primero los números

La hegemonía soberanista en peligro

La última vez que la Cámara catalana dibujó un escenario sin mayoría nacionalista fue en 1980. Es decir, hace casi cuarenta años. Por lo tanto, volver al mapa de 1980 —cuando el nacionalismo cosechó el 40% de los votos y se hizo con solo 57 escaños— se antoja una pretensión poco realista; aunque solo sea a tenor de los cambios que ha experimentado el censo electoral. Así, mientras en 1980 la mayoría del electorado lo formaban las generaciones de la Guerra Civil y la posguerra, hoy el grupo dominante lo componen quienes todavía no pudieron votar en aquellas primeras elecciones autonómicas (o sea, los nacidos a partir de 1962). De hecho, el censo electoral ha absorbido a un millón de nuevos electores solo en los últimos veinte años.

Si a ello añadimos las características diferenciales de esas nuevas generaciones (votan menos, dudan más, deciden más tarde y cambian con más facilidad de marca), está claro que el pasado remoto no es una referencia demasiado útil para dibujar el camino que conduzca a un cambio de mayoría en Catalunya. Sobre todo porque el mapa colectivo de los sentimientos también se ha transformado radicalmente desde las primeras elecciones autonómicas: si entonces solo un 7% de los ciudadanos de Catalunya se sentían únicamente catalanes, ahora ese porcentaje se ha multiplicado por tres. Y si en 1983 uno de cada cuatro catalanes se sentía solo español o más español que catalán, hoy ese contingente ha caído a menos de la mitad.

En realidad, hay que retroceder veinte años para dar con una cita electoral en la que la mayoría parlamentaria nacionalista haya corrido un serio peligro. En las autonómicas de 1999, con Pasqual Maragall como flamante candidato socialista, CiU y Esquerra sumaron 68 escaños, justo uno por encima de la mayoría absoluta. Aquella mayoría parlamentaria nacionalista se sustentaba sobre algo más del 46% de los votos, apenas un punto por debajo del respaldo (47,5%) que sumaron JxCat, Esquerra y la CUP en las últimas elecciones autonómicas del 2017.

De los comicios de 1999 se recuerdan los 5.720 sufragios que le faltaron al PSC en Tarragona para arrebatarle el último escaño a CiU, lo que habría dejado sin mayoría absoluta tanto al centro derecha (CiU+PP) como al nacionalismo (CiU+ERC). Claro que las hipótesis contrafácticas corren siempre el riesgo de tropezar con alternativas que las neutralicen. Por ejemplo, a Esquerra le hubiesen bastado entonces 375 votos en Lleida para hacerse con el quinto escaño del PSC, lo que habría amarrado de nuevo la mayoría absoluta nacionalista.

La especulación más sólida sobre aquellas elecciones es la que nace de los resultados reales. Por ejemplo, de haber concurrido toda la izquierda coaligada en Barcelona, como lo hicieron el PSC e ICV en las restantes provincias, esa alianza habría sumado un escaño más a costa de Esquerra. Y algo aún aparentemente más fácil: de haber presentado una sola lista en Barcelona los ecosocialistas de ICV y los neocomunistas de EUiA, la candidatura resultante se habría hecho con un cuarto escaño, también a costa de ERC. Es decir, en ambos casos la mayoría absoluta nacionalista no se habría consumado; y si se mantuvo entonces fue por una frágil conjunción de factores. En consecuencia, y cuando se trate de imaginar un escenario verosímil sobre la eventual pérdida de la mayoría parlamentaria soberanista, habrá que volver al «lugar del crimen interruptus» de 1999.

Pero el análisis político exige ir más allá de los lances de la fortuna, siempre previsibles en un sistema electoral como el catalán, que tiende por naturaleza a penalizar al centroizquierda de ámbito estatal (que en 1999, como en el 2003, sumó más votos que CiU, pero cosechó cuatro escaños menos). En realidad, lo relevante de los comicios de 1999 fue el impulso que adquirió una candidatura de centroizquierda catalanista como la que encarnaba el PSC de Maragall y cuya génesis e impacto sirven de posible referencia para cualquier estrategia que pretenda arrebatar al independentismo el control del Parlament. No en vano, el resultado de las autonómicas de 1999 otorgó, por primera vez desde 1980, la victoria en votos a los partidos de ámbito estatal.

Aquel resultado se explica en base a dos elementos interconectados: los inéditos nutrientes electorales del PSC y el reequilibrio en el comportamiento abstencionista, ya que la caída de la participación afectó también de manera sensible al electorado nacionalista. A partir de ahí, la principal lección de futuro que brinda el avance de la izquierda federalista en los comicios de 1999 nace de un contexto que combinaba el cansancio que suscitaban veinte años de gobierno monocolor de CiU y la presentación de un candidato competitivo como Maragall al frente del voto de recambio. Ese es el escenario significativo: un gobierno agotado que había defraudado las expectativas de sus seguidores y una oferta alternativa que resultaba más atrayente. Ahora solo se trata de completar los paralelismos

El papel del factor candidato se comprueba en el hecho de que en 1999 solo uno de cada diez electores de CiU emitió su voto motivado por la credibilidad del líder de la coalición nacionalista (el presidente en ejercicio, Jordi Pujol), mientras que dos de cada diez votantes del PSC eligieron esa papeleta porque Maragall encabezaba la lista. Ahora bien, en 1999 el socialismo maragallista no solo se benefició del voto útil de izquierda (que era su espacio natural), sino también de miles de papeletas procedentes de los caladeros del centro y la derecha. Y ese es un dato fundamental.

Ciertamente, los mimbres de aquel avance federalista corresponden a una cita electoral marcada por la caída de la participación (cuatro puntos menos que en las anteriores autonómicas de 1995 y hasta 20 puntos menos que en las últimas catalanas de 2017), una circunstancia poco homologable al movilizado escenario actual. Por eso, para obtener su mejor registro autonómico, al catalanismo federalista le bastó entonces con aglutinar en torno a una sola marca la mayor parte del voto útil de la «izquierda participante en las catalanas», un contingente que entonces quedaba siempre muy por debajo del que se movilizaba en las legislativas. Hoy, en cambio, la afluencia a las urnas en la cita autonómica es infinitamente mayor, ya que el proceso soberanista ha hecho saltar por los aires la desafección crónica de un sector de la población catalana de origen inmigrante o con un menor sentido de pertenencia.

Sin embargo, y como un factor no menos decisivo en el resultado de 1999, el deteriorado estado de salud del centro nacionalista propició entonces dos movimientos clave: por un lado, el trasvase hacia el PSC de hasta cien mil votantes que en las anteriores autonómicas habían apostado por CiU o PP (cuyas mermas conjuntas con relación a 1995 superaron los 250.000 sufragios), y, por otro, el «desistimiento» de otros cien mil electores nacionalistas y populares que entonces se quedaron en su casa y renunciaron a dar su apoyo a las listas del centroderecha.

Buena prueba de ello es que el incremento en la abstención que se produjo en 1999 fue superior en los territorios más tradicionalmente participativos y favorables al centroderecha. Por ejemplo, la caída de la participación en los distritos acomodados de Barcelona fue de cuatro puntos, mayor casi siempre que en los barrios populares. Y esa caída se situó entre cuatro y siete puntos en las localidades de la Catalunya interior, mientras que en una población del área metropolitana como Santa Coloma de Gramenet no llegó a los dos puntos. Los sondeos indican, además, que ese contingente de votantes tránsfugas del centro y la derecha respondía a dos sentimientos antagónicos: aquellos que estaban visceralmente hartos de dos décadas de nacionalismo pujolista y aquellos otros que, simplemente, se hallaban decepcionados de los confusos y zigzagueantes horizontes del pujolismo. Algunos de estos últimos se atrevieron incluso a cruzar la frontera electoral e identitaria entre partidos autóctonos y formaciones de ámbito estatal. Un precedente que tener muy en cuenta.