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TRIESTE

DAŠA DRNDIĆ

TRADUCCIÓN DEL CROATA Y PRÓLOGO
DE SIMONA ŠKRABEC

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TÍTULO ORIGINAL: Sonnenschein

Publicado por

AUTOMÁTICA

Automática Editorial S.L.U.

Avenida del Mediterráneo 24, Escalera B, 1° A - 28007 Madrid

info@automaticaeditorial.com

www.automaticaeditorial.com

Copyright © 2007, 2012 Daša Drndić and Fraktura d.o.o.

© de la traducción, Simona Škrabec, 2015

© del prólogo, Simona Škrabec, 2015

© de la presente edición, Automática Editorial S.L.U, 2015

© de la ilustración de cubierta, Natalia Zaratiegui, 2015

Derechos exclusivos de traducción en lengua española:

Automática Editorial S.L.U.

ISBN: 978-84-15509-28-8

eISBN: 978-84-15509-56-1

DEPÓSITO LEGAL: M-27705-2015

Diseño editorial: Álvaro Pérez d’Ors

Composición: Automática Editorial

Corrección ortotipográfica: Automática Editorial

Impresión y encuadernación: Romanyà Valls

Primera edición en Automática: septiembre de 2015

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización de los propietarios del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluyendo la reprografía y los medios informáticos.

Contenido

  1. Portada
  2. Título
  3. Créditos
  4. Contenido
  5. EL DOLOR COMO HERENCIA
  6. NOTA DE LA AUTORA
  7. OBSERVACIONES SOBRE LA TRADUCCIÓN
  8. OBRAS CITADAS EN TRADUCCIONES ESPAÑOLAS

EL DOLOR COMO HERENCIA

«¿Quién mata? ¿Quién queda? ¿Quién lo
mira?»

Tomaž Šalamun,
«Monstrum», 1980

El libro de Daša Drndić no es un libro fácil. El mérito de la novelista croata es precisamente haber sido capaz de crear barreras que dificultan el acceso a su texto. No pocas veces, el lector se encuentra completamente solo, rodeado de obstáculos que no sabe cómo afrontar, perdido, sin poder conectar tantos cabos sueltos. ¿Qué sentido tiene trabajar con ese conjunto de fragmentos mal ordenados? ¿Por qué la autora nos enfrenta con un rompecabezas a medio construir? ¿Qué hacer con tantas piezas que no encajan?

Drndić obliga a sus lectores a implicarse en la historia, uno no puede quedarse fuera. El espectador que se sienta cómodamente en su butaca esperando que el relato se desarrolle delante de sus ojos quedará con esta novela más que desconcertado. Trieste, o Sonnenschein, como reza el título original de la novela, es un texto imposible de recorrer sin haber perdido el paso unas cuantas veces, o haberse enfadado por alguna declaración o punto de vista, o haberse preguntado si todos esos minuciosos datos son ciertos, con la tentación incluida de ir a consultar el primer ordenador que uno tenga a mano. El libro no se deja visitar como se visitan los lugares de la memoria de un pasado, sí, reciente, pero al mismo tiempo velado por la indiferencia y tamizado por los olvidos. Las preguntas de Daša Drndić son insistentes, incómodas, no se pueden esquivar. Las lagunas sabiamente distribuidas en lugares estratégicos obligan al lector a tender sus propios puentes para ir comprobando constantemente si las versiones cuadran. La información de Daša Drndić matiza los lugares comunes y remueve los fundamentos de cómo se escribe la Historia.

De entrada, la historiografía poética de Drndić no reconoce ninguna frontera de las que se ven dibujadas en un mapa. Su visión es eminentemente lírica porque la autora explora el pasado desde la conciencia de las personas solas, de sus vidas individuales. El hombre como sujeto poético no está integrado en ninguna identidad estable porque la cuestión básica de la poesía es siempre ¿quién soy yo, en realidad? Así, pues, la autora, con una inusual audacia, confronta dos disciplinas que nunca se pueden solapar para crear un conjunto armónico: la poesía y la historia. El sujeto visto de una manera aislada resulta ser un auténtico universo de contradicciones, de soluciones provisionales, de búsquedas incesantes. Esa imposibilidad de llegar a conclusión alguna es la materia de la poesía. Y en cambio, la historia se escribe desde la perspectiva del mochuelo que sobrevuela los paisajes después de las batallas para determinar las tendencias, los puntos de inflexión. La historia siempre opera con conjuntos bien cerrados y firmes.

El continente europeo es aquí un continuo de destinos que nunca cesan de relacionarse, de mezclarse. No hay posibilidad de quedarse a salvo en un hogar seguro y protegido desde donde observar las desgracias que han pasado a los demás… Los personajes de esta novela se mueven constantemente, se relacionan, se hieren y se aman de tal manera que sus raíces se ramifican por todo el continente. Europa aquí tiene un solo pasado, compartido, imposible de dividir en porciones aisladas.

La novela está repleta de palabras y frases en lenguas desconocidas que no están traducidas ni tienen ninguna explicación sobre su significado. Ese obstáculo tan evidente, sin embargo, no dificulta la lectura porque la mayoría de esos incisos son fácilmente comprensibles o deducibles por el contexto, o ya están descritos en las frases que los enmarcan. La sensación de inaccesibilidad de la lengua «del otro» es en este libro un protagonista más que hay que tener en cuenta. Las lenguas son signos de frontera y no se pueden atravesar sin más, hay que realizar un esfuerzo para superar las divisiones lingüísticas. Para atravesar una frontera lingüística se debe tomar la decisión de estar dispuesto a escuchar unos sonidos que no tienen aparentemente ningún sentido, ninguna lógica. Delante de idiomas desconocidos, todos nos encontramos desarmados, no importa cuántas lenguas uno pueda dominar —yo comprendo bien siete lenguas, pero cuando choqué con algunas pocas frases en albanés sentí toda la impotencia que nos sobreviene cuando no tenemos la herramienta apropiada para comunicarnos. Y es así, el mundo no se deja dominar fácilmente, hay demasiados idiomas, demasiados puntos de vista, demasiadas historias y relatos como para poderlos reducir a una sola voz. Esas frases «incomprensibles», diseminadas a lo largo de todo el libro, nos invitan a cambiar de actitud frente al muro de la incomprensión. Hay que atreverse a entrar en mundos extraños, que no dominamos, donde nosotros somos los extranjeros. El libro habla sobre el terror que nace a partir del miedo que provocan aquellos que percibimos como diferentes. Es decir, que como mínimo debemos estar dispuestos a no fruncir el ceño cuando nos encontremos con un título o una frase corta en un idioma desconocido. Esos pequeños fragmentos exigen que uno esté dispuesto a aceptar elementos «foráneos», y aceptar que esas palabras tienen todo el derecho a estar ahí, indescifrables, como pedazos de otros mundos, fragmentos que testimonian que existen otras realidades, diferentes a la nuestra.

El interrogatorio de Sonnenschein es duro porque obliga a mirar lo que había quedado en la penumbra. La pregunta que la autora dirige a cada uno de sus lectores es: Y Tú, ¿qué quieres saber sobre todo eso? ¿Hasta dónde te atreves a mirar en el pozo de ese pasado tan próximo, tan inmediatamente accesible, que nos esforzamos en no ver? Este libro es como un dedo índice dirigido al pecho de cada lector en singular. Es por eso que el rompecabezas no está acabado y sus hilos narrativos se pierden.

El pasado no existe como una lección escolar que uno solo debe aprender de memoria. El pasado es un conjunto inmenso de hechos que pueden ser conservados solo si alguien desde el presente los adopta, si permite que se inserten en su propia memoria. Para que el pasado perdure, hay que hacerse cargo desde el presente de que esos vestigios no van a desaparecer, de que esa lección sí que la vamos a aprender. Y no queda mucha esperanza en la Europa presente de que podamos lograrlo. Impera el olvido porque nadie quiere heredar el dolor, ni las incertidumbres ni mucho menos las manos manchadas de sangre.

Daša Drndić escribe con una pluma desencantada, no se hace ya ilusiones. Esta novela no está narrada en un estilo de crónica histórica. Con giros inesperados dentro de la frase y con un uso inusual de las palabras, la autora quiere suscitar una reflexión adicional, a veces muy compleja, sobre nuestro uso —y el abuso— del lenguaje. He procurado respetar tanto como he podido sus imágenes. Cuando he creído que el significado era demasiado irónico para ser comprendido fácilmente, he marcado las palabras en cursiva para confirmar al lector que sí ha leído bien la frase y que debe volver a pensar qué significa lo que acaba de leer. Solo un ejemplo, muy ilustrativo: al principio de la novela nos encontramos con la fantástica colección de animales disecados que era propiedad de la familia de los Habsburgo y allí la autora nos indica que «los dientes y los picos» de esos animales eran mantenidos en buen estado por odontólogos locales. Parece tan extraño, que la única explicación plausible es que el traductor no debe conocer la palabra «taxidermista». Pero no estamos hablando de conservar los cuerpos, sino «dientes y picos», y eso lo hacen los dentistas. Si uno deja que esa extrañeza inexplicable se grave en la memoria, luego no podrá contener el escalofrío cuando esos odontólogos del palacete de los Habsburgo establezcan una asociación involuntaria con las descripciones de las extracciones de los dientes de oro en los campos de exterminio. Es decir, que todo lo que llama la atención en este libro, todo aquello que lleva a detenerse por un instante y a pensar «qué raro es esto» muy probablemente tenga una posibilidad de interpretación. Lo inusual es utilizado aquí para inducirnos a pensar, a buscar nuestras propias preguntas y nuestras propias respuestas, ya que la Historia solo se puede comprender cuando uno se implica en su reconstrucción.

Pero los caminos de la memoria nunca son fáciles. Quien quiere recordar se condena a sí mismo al aislamiento de Haya Tedeschi. A partir del momento en que decide recordar, Haya ya no puede integrarse en la vida feliz, banal y fácil que le rodea. Y quien está dispuesto a hurgar en su pasado se expone al peligro de descubrir que no es quien creía que era. Los niños nacidos en el proyecto Lebensborn son ciertamente casos aislados, ejemplos estremecedores de hasta dónde puede llegar la locura de la planificación social en un sistema totalitario. Pero ¿cuántos abuelos han explicado a sus nietos qué hicieron durante aquellos pocos años de su juventud en que vestieron el uniforme y tuvieron el poder de disponer de las vidas de los demás?

La memoria transforma, la memoria es una herida que no cicatriza y no es fácil vivir con plena conciencia del pasado. El saber da miedo, sí. Quien no tiene coraje, no puede saber, ni ver, ni entender. A quien le falte el coraje buscará siempre una explicación que atenúe los hechos. La novela de Daša Drndić es un testimonio de la dificultad que supone aguantar la mirada y no apartarla cuando aparece el monstruo, sobre todo si ese monstruo forma parte de nuestra propia estirpe.

Los saltos bruscos, las interrupciones, la extrañeza general de esta novela es parte de una ágil estrategia de concienciación: la historia no se puede ni reconstruir y aún menos comprender sin que uno este dispuesto a descifrarla. El pasado es una colección de vestigios y de testimonios que no pocas veces se guardan ordenados de una manera obsesiva en archivos fuertemente custodiados. Por otro lado hay que llamar también la atención sobre el uso que la autora hace de la intertextualidad. Es tan complejo que desaconseja siquiera intentar indicar la procedencia de las citas y las referencias. En el fondo, no poder determinar con seguridad la procedencia de los fragmentos literarios también aporta una reflexión sobre la fragilidad de la memoria y sobre la dificultad de determinar la procedencia de todo el material documental.

El pasado permanece inaccesible hasta que alguien, desde el presente, no se hace cargo de prestarle su memoria íntima y su capacidad de raciocinio con la actitud clara de «yo quiero saber». Nadie puede pensar por nosotros, ese es el problema, el saber simplemente no se puede inocular como una vacuna y para siempre. Lo que pide la autora es que nos atrevamos a saber, a dibujar nuestros propios mapas, a construir los puntos de referencia. Hay que sentarse al lado de un baúl lleno de papeles acumulados en el desorden que caracteriza las vidas vividas y hay que encontrar tiempo para ir ordenandolos, esperando con paciencia a que «un rayo de luz» ilumine los paisajes devastados por el paso del tiempo, aunque sea por un instante.

El título original de la novela, Sonnenschein, es una palabra alemana que figura en las cubiertas de la edición croata tal cual, sin cursiva y, evidentemente, sin ninguna traducción ni nota explicativa. Traducida literalmente, esta expresión viene a decir algo así como «un rayo de sol», y en español resultaría difícil esquivar la asociación casi inmediata con la canción de Formula V. A pesar de esta coincidencia nada oportuna, conviene preservar la imagen de una irrupción repentina e inesperada de la luz y preguntarse qué valor puede tener en ese contexto. La decisión de optar por una palabra alemana indica que la novela se refiere a la herencia alemana en el Adriático Norte, que incluye tanto los estupendos pasteles como la devastación producida por el nazismo. En alemán, «schein» tiene también el sentido de mera apariencia, de algo que parece ser, pero no es.

En ese estrecho sendero que conecta el pasado con el presente, y que uno tiene que recorrer solo y a pie, se producen momentos en los qué uno cree entender la Historia, momentos de lucidez en los que todo cuadra, pero que duran solo unos instantes, como un rayo de sol que penetra hasta el suelo entre el follaje espeso de aquellos bosques inmensos. Parece que sí que lograremos iluminar el pasado… pero no. La lucha por la memoria es una lucha agotadora, constante. Si uno abandona la investigación, esa batalla se pierde para siempre, aunque de ningún modo se pueda ganar para siempre. No existen las respuestas definitivas. Lo único que todo ese esfuerzo puede conseguir es preservar la posibilidad de golpes de sol repentinos, frágiles como la esperanza, en los que parece que el mundo haya quedado inmóvil por unos instantes y lo podremos comprender.

Simona Škrabec
2015

TRIESTE

DAŠA DRNDIĆ

TRADUCCIÓN DEL CROATA DE SIMONA ŠKRABEC

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Hace sesenta y dos años que espera.

Sentada junto al amplio ventanal de una habitación del tercer piso de un edificio austrohúngaro en la parte antigua de Gorizia la Vieja, una mujer se balancea. La mecedora es vieja y mientras ella se balancea, la silla gime.

—¿Es la silla que gime o soy yo quien se lamenta?, pregunta la mujer al abismo de un vacío que extiende una capa transparente de putrefacción a su alrededor con intención de tragársela, de tragarse a la mujer que se balancea, de engullirla, de taparla, de envolverla, de empaquetarla para el vertedero donde el vacío, ese vacío suyo, amontona los cadáveres de un pasado ahora ya apaciguado. Ella está sentada junto al ventanal, tamizado por una cortina anticuada, respira suavemente, a intervalos (como si sollozara, pero sin voz) y lo primero que intenta hacer es olvidar el olor de una habitación mal ventilada. Agita las manos como si quisiera ahuyentar las moscas. Luego toca sus mejillas como si quisiera lavarse la cara o como si se quitara los restos de una telaraña atrapada en sus pestañas. Ese olor de putrefacción (¿De quién es? ¿De quién?) llena la habitación, el aire parece el curso de un río de aguas bravas, incontenible. Sabe que ahora debe empezar a amontonar guijarros para su tumba, ha llegado el momento. Hay que hacerlo por si acaso, por si acaso él no llega, por si él no llega a tiempo después de haberlo esperado sesenta y dos años.

—Llegará.

—Llegaré.

La mujer oye voces aunque las voces no existan. Las voces que le pertenecen han muerto. No importa. Ella habla con las voces de sus muertos, discute con ellos. De vez en cuando los sienta en su regazo, sobre sus muslos que han perdido la agilidad y deja que le susurren al oído, llevándolos de la mano por paisajes olvidados. En su cabeza los hechos se confunden con frecuencia. Sus pensamientos entonces se alinean como si pasaran por una avenida de estatuas, las figuras esculpidas en granito, en mármol, en piedra, tiemblan delante de ella y apenas mueven los labios. Hay que aguantar. Porque sin las voces, ella estaría sola, sola y encerrada dentro de su propio cráneo, que se está ablandando. Su cráneo es cada vez más frágil, se empieza a parecer al cráneo de un recién nacido. Y allí dentro, su cerebro, suspendido en el líquido cefalorraquídeo y momificado hasta cierto punto, late cansado. Su mente se mueve lenta, igual que su corazón. Toda ella se está haciendo más y más pequeña, también sus ojos, y hasta las lágrimas. La mujer evoca las voces inexistentes, unas voces que la habían abandonado, las evoca para que maticen su abandono.

Al lado de sus piernas hay un cesto enorme de color rojo que le llega hasta las rodillas. De ese cesto rojo, la mujer está sacando su vida entera y la tiende, pieza a pieza, sobre el alambre que representa la realidad. Saca de allí las cartas, unas cartas que no pocas veces tienen más de cien años. Va sacando de allí también las fotografías, las postales, los recortes de diarios y de revistas. Hojea las publicaciones, repasa ese montón de papel muerto y lo reordena de nuevo, ahora sobre el suelo y sobre la mesita junto a la ventana. Está ordenando su existencia. Está encarnando a sus ancestros. Está dando cuerpo a su estirpe, a su fe. Está materializando las ciudades y los pueblos donde ella vivió. Dibujan la época de su vida. El tiempo vivido se alarga bajo sus manos, con todo su espesor, a la manera de aquellas tortas enrolladas que se venden en las plazas de toda Europa Central, preparadas por expertos lugareños para las grandes ocasiones. Lo amontona todo, se lo traga todo, se empareda en su habitación. Y luego, allí dentro, todo empieza a descomponerse, a pudrirse.

La mujer está ferozmente quieta. Está escuchando con oídos hechos a los peores relatos. Se está vistiendo con el pasado de otras personas, allí, en aquella habitación de un viejo edificio situado en la Vía Apica, número 47, en Gorizia, en la ciudad que los italianos llaman Gorizia, los alemanes Görz y los friulanos Gurize, en ese cosmos en miniatura al pie de los Alpes, en la confluencia del río Isonzo, que también se llama Soča, con el río Vipava, allí donde los imperios fallidos topan con sus confines.

Su relato es un relato sin importancia, uno de tantos sobre los encuentros, sobre los recuerdos que guardan la huella de los contactos entre seres humanos. Ella lo sabe. Y sabe también que hasta que todos los relatos de este mundo no lleguen a estar cosidos en un único patchwork cósmico que envuelva la Tierra completamente, la gente va a continuar deshilachando las costuras, recortando la tela. Todos quieren romper en jirones ese cosmos compartido y robarle los trozos para entretejerlos en su mortaja. Ella sabe que sin su relato, el trabajo quedaría inacabado. Y sabe también que ese trabajo, de hecho, es inacabable, su realización se va posponiendo y se adentra en la eternidad, más allá de toda existencia. Sabe que llegar al final significa enloquecer. Se lo explicó un día Umberto Saba, allí mismo, echado en una cama de la clínica del doctor Basaglia de Gorizia, o quizás fue en Trieste, en el consultorio del doctor Weiss. Ella sabe que uno puede llegar al final de sus sueños, pero que allí nadie despierta. Los atajos que busca a ciegas son los caminos más cortos para llegar de un lugar al otro, pero son caminos cubiertos de matorrales, verdaderamente aptos solo para las cabras. Los atajos quizás despierten la nostalgia de disponer de una carretera larga, recta, lineal, que llegue hasta las provincias, le dijo en aquella ocasión el mismo Umberto Saba. Con las dos manos va apartando los tallos de los zarzales que han crecido sobre su memoria. No sabe si sus recuerdos realmente se han transformado en la memoria o bien se han quedado en el presente, escondidos, apartados, encerrados bajo llave. La mujer se ha encaminado por ese sendero casi desaparecido. Y sabe que las coincidencias no existen. No existe aquel tiesto que puede caerle a uno encima de la cabeza en plena calle. No existen las cadenas —ni tampoco el libre albedrío— que aparentemente no podemos controlar y que quisiéramos descifrar.

La mujer está allí sentada, balanceándose. Su silencio es insoportable.

Es lunes, 3 de julio de 2006.

HURRY UP PLEASE IT’S TIME

Se llama Haya Tedeschi. Nació el 9 de febrero de 1923 en Gorizia. De los documentos se desprende que aquel mismo año de 1923 fue bautizada el 8 de marzo por el sacerdote Aldo Boschin, que ella evidentemente no recuerda, como tampoco recuerda a su madrina Margherita Collenz. La ceremonia del bautizo fue dirigida por don Carlo Baubela. Baubela es un apellido alemán. Haya volvió a ver a don Carlo Baubela en el otoño de 1944, era un viejo que caminaba encogido. Con las manos frías y temblorosas, que olían a incienso y tabaco, le dio la bendición. Gorizia es una bella localidad. En Gorizia tuvieron lugar historias interesantes, pequeñas tramas familiares como la suya. Ella nunca llegó a conocer a muchos de los miembros de su propia familia. De muchos ni tan solo llegó a saber de su existencia. La familia de su madre y la familia de su padre eran numerosas. Existen, existieron, en Gorizia historias familiares complejas, pero se trata de historias sin importancia que recorren los siglos y que, como los torrentes, arrastran con la corriente troncos de árboles caídos, animales ahogados de vientre inflado, vacas con ojos hinchados, ratas sin cola, cadáveres degollados y también los cuerpos sin vida de los suicidas. Entre sus parientes no se conocen suicidas. Y si los hubo, nadie los mencionó jamás.

En Gorizia vivieron y luego se quitaron la vida algunos suicidas célebres. Por esa ciudad pasó mucha gente, algunos se quedaron, otros tuvieron que marchar. Entre ellos hubo judíos y no judíos. Aquí vivieron poetas, filósofos, pintores. Hombres y mujeres. El suicida más famoso de Gorizia se llamaba Carlo Michaelstaedter.

La madre de ella se llamaba Ada Baar…

Haya necesitó años para recopilar la información que le permitió reconstruir su árbol genealógico de ramas cortadas y saber quién era quién. Hacía mucho que no tenía a nadie a quien preguntar nada. Le quedaban muy pocos parientes y estos tenían la memoria cansada, agujereada, sellada con el lacre negro del olvido o de la confusión, sus viejos eran como islotes atrapados bajo las altas llamas de un incendio —que se agitan imparables. Las voces muertas de sus antepasados temblaban, chillaban, la asaltaban desde los rincones de su habitación, salían de debajo del suelo, bajaban del techo, entraban por las ranuras de las persianas venecianas y le cantaban aquella balada que ella era incapaz de comprender.

Qué aspecto tenían sus antepasados, ella no lo sabía. No tenía ninguna prueba. No habían dejado ninguna huella.

Familia Baar

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La familia Tedeschi

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Su familia ha quedado depositada en el fondo del baúl (de su memoria). Los miembros de su estirpe están diseminados, las ramas familiares están hoy tan rotas, tan removidas, que resulta imposible saber dónde se encuentran. Los órganos de su linaje han quedado esparcidos por todo el mundo. Pero las vidas de sus antepasados importan cada vez menos para ella, para sus esperas, para su propio relato.

Su abuelo nació en Görz. Su madre nació en Görz. Ella nació en una ciudad que se llamaba Gorizia/Gorica. Al inicio de la Gran Guerra empezaron las mudanzas, empezó su vida desperdigada. Nunca conoció Görz, pero tampoco sabe cómo es la ciudad de Gorizia por mucho que haya vivido en ella sesenta años. Sale regularmente a pasear por las calles de Gorizia, pero se trata de paseos cortos, de paseos rápidos, de paseos con un objetivo, se trata de sobrevolar el entorno. Si alguna vez el paseo se alarga, si sus pasos se alejan (cuando el tiempo se vuelve benigno y su habitación se llena de la quietud húmeda del aire estancado), Haya no nota ningún cambio de importancia a su alrededor. Tiene la sensación de estar sentada desde hace sesenta años en una habitación cuyas paredes se están acercando y que un día se unirán en un único tablón delgado, se convertirán en una sola línea y ella desaparecerá, aplastada. Ella no ve nada, ella no mira, ella lleva tapones de cera en los oídos, ella no escucha nada. Görz, Gorizia, solo son recuerdos, nada más. Ni tan siquiera está segura de si se trata de sus propios recuerdos o de la memoria familiar compartida. También podrían ser recuerdos nuevos adquiridos en sus paseos, mientras mira el sol con los ojos entreabiertos, mientras compra un ramo de margaritas y se sienta en el café Joy para fumar. No tiene un aspecto descuidado, no viste ropa negra ni tampoco pasa sus días en la mecedora. Ella controla su vida. Hasta tiene un televisor. Tiene sus pequeños recuerdos, unos recuerdos rápidos, huidizos. No tiene pasado. Los hilos de su relato no radican en la Historia. Ella se pierde en la superficie de la telaraña, de una telaraña muy frágil. A su alrededor, y también en el interior, ahora todo es silencio. Gorizia sí tiene un pasado, ella también tiene su pasado. Porque los días son viejos, muy viejos.

Alguna vez sueña…

…que está arrastrando a su madre dentro de una bolsa de plástico… la arrastra por los pies… se quiere esconder… da un estirón y el cuerpo de su madre se deshace… la pierna se desprende… la madre está muerta, pero le dice, «esconde esa pierna, entiérrala cerca de la papelería, en el cruce de las calles Seminario y Ascoli»… y el resto llévalo hasta Rožna Dolina… es lo que ella le dice…

Su abuelo, su abuela y su madre nacieron súbditos de la monarquía de los Habsburgo. Sus antepasados llegaron allí en épocas remotas, se cree que desde España. Ella nació en Italia. En su familia se hablaba alemán, italiano y esloveno, pero era el italiano lo que se utilizaba con más frecuencia. La abuela, Marisa, era eslovena y también su bisabuela Marija. Las dos murieron jóvenes. Su familia no era una mezcla de orígenes especialmente complicada, pero sí era una familia mixta. Hoy, sus antepasados le parecen tan mezclados que se ve incapaz de discernirlos.

De la biblioteca familiar, que fue devastada, Haya salvó un volumen del año 1780 que conserva, junto con una decena de otras publicaciones antiguas y algunos panfletos, en la mesita bajo la ventana. Allí se puede leer que Görtz o Goritz es una ciudad antigua a la orilla del río Lizono, situada dentro de la pequeña región de nombre Friul bajo el dominio de la Casa de los Austrias. Los Habsburgo perdieron la soberanía sobre Gorizia entre 1508 y 1509 al ser ocupada por la República de Venecia y transformada en una ciudad fortificada. Durante las guerras napoleónicas, la región formó parte de las Provincias Ilirias. El castillo (1780) continúa dominando la ciudad de Gorizia. A mediados del siglo XVIII, dice el librito, se construye una sinagoga que atestigua que la ciudad empezaba a tener habitantes de orígenes diversos. Gorizia se encuentra treinta kilómetros al norte de Aquilea y setenta kilómetros al nordeste de Venecia, informa la guía. Gorizia es una ciudad rodeada de bosques, no lejos de la vía romana que conectaba Aquilea con Emona. La primera vez que aparece bajo ese nombre fue el 28 de abril de 1001 («quae slavonica lingua vocatur Goritia») en un documento con el cual el emperador Otto III ofrece el castillo y la población al patriarca Giovanni II y al conde de Friul, Verihen Eppstein. Hoy, continúa la guía, Gorizia es un arzobispado cuya jurisdicción incluye el obispado de Trieste, de Trento, de Coma y de Pedena.

Durante la Primera Guerra Mundial, su abuelo, Bruno Baar, lucha en el ejército austríaco. Por aquel entonces su hermanastro Roberto Golombek estudia en Viena y en esa misma ciudad abre en 1924 una clínica estomatológica, en la calle Weinburgergasse 16. En 1939, Roberto Golombek se traslada a Gran Bretaña y allí encuentra trabajo en una fábrica de sardinas. No es posible establecer los canales de distribución que se utilizaron, pero entre 1943 y 1945, la familia Baar, que todavía vive en la calle Favetti número 13 de Gorizia, recibe cantidades ingentes de sardinas en salmuera, gracias a las cuales sobreviven incluso a los años más duros de la Segunda Guerra Mundial.

En mayo de 1915 Italia ya no es un país neutral. El Imperio Austrohúngaro no le cede el Trentino, ni el Tirol del Sur, ni la península de Istria, que eran las recompensas pactadas para no entrar en el conflicto. Ofendida, Italia mantiene conversaciones secretas con la Entente y después entra en la guerra en su bando. En una guerra siempre hay bandos enfrentados. La Gran Guerra fue un conflicto entre dos bandos con un solo objetivo. Y ese objetivo fue conquistar el mundo. Para sí mismo. Para un solo bando. Entrando en la guerra en el bando de la Entente, Italia exige de nuevo: Trentino, Trieste, el litoral esloveno, la península de Istria, parte de Dalmacia y Albania, y también el derecho a las regiones turcas de Adalia y Esmirna, colonias ampliadas en África, etc. Exige mucho. Y lo que no consigue con la Primera Guerra, Italia lo intenta conseguir con la Segunda. Las guerras son juegos ambiciosos. Niños malcriados mueven sus soldaditos de plomo por mapas de todos los colores. Marcan sus victorias. Y se van a dormir. Los mapas vuelan por los aires como aviones de papel, se depositan encima de ciudades, campos, montañas y ríos. Los mapas ocultan a las personas porque las personas se transforman en figurines que los grandes estrategas mueven de un lado al otro y redistribuyen junto con sus casas y sus estúpidas esperanzas. Los mapas de generales desenfrenados ahogan lo que hubo, entierran el pasado. Y cuando el juego termina, los luchadores descansan. Entonces llega el momento de que entren en el escenario los historiadores y conviertan los juegos crueles de insaciables caudillos en mentiras. Se escribe así un pasado nuevo en el cual los capitostes dibujan cartografías nuevas como si el juego nunca hubiese acabado.

Italia se alineó con las fuerzas de la Entente. Se creó así un frente nuevo, el frente de Italia. En el río Soča, las batallas fueron épicas. El Soča atraviesa la ciudad de Gorica, de Gorizia, de Görz, de Goritz. El Soča, Isonzo, es un río que tiene un color turquesa de ensueño. Su cauce guarda historias que los historiadores no son capaces de atrapar. El Soča es un río de rostro humano. Puede ser calmo, puede estar enfurecido. Si se enfurece, su fuerza es brutal. Si fluye tranquilo, parece que el río cante. En el año 1915 los italianos libraron cuatro batallas terribles en el Soča. En el año 1916, en la batalla número seis del Soča (hay contabilizadas unas once o doce), los italianos finalmente ocupan la ciudad de Gorizia. Gritaban: ¡Viva! ¡Evviva Italia! El Soča bajaba rojo. Turbio. Las lluvias prometían al río que le limpiarían las heridas. Las tormentas se precipitaron sobre el valle del Soča como un amante loco de pasión. Pero el Soča callaba. Las aguas turbias de barro y de sangre llenaron el cauce y ninguna tormenta consiguió limpiar esas aguas. En el fondo se habían depositado los huesos que la corriente removía constantemente, y esos huesos eran un enorme cepillo que interrumpía los sueños del río. Y así hasta hoy.

El Soča es el archivo líquido del pasado, es un almacén de guerras y de amores, de leyendas y de mitos. Ese río es una arteria coronaria que alimenta la tierra circundante e irriga sus órganos para que el cuerpo no se atrofie. Es una partícula mágica en la cual se concentra el cosmos y que irradia la duración del tiempo. El río está atravesado por innumerables puentes, que son como brazos abiertos que invitan a un abrazo. Ungaretti dice: «Éste es el Isonzo/ y aquí es donde mejor/ me he reconocido /una dócil fibra /del universo».

A principios del mes de julio de 1906 Franz Ferdinand, un gran aficionado a la caza, se vio obligado a dejar las armas con desgana y a abandonar su palacio de Konopište. El palacio de Konopište se encuentra dentro de un pinar frondoso de la Bohemia media, rodeado de ricos cotos de caza. Los interiores del palacio tienen tapicerías de pieles selectas y muebles de ébano y los salones están repletos de trofeos de caza de Ferdinand. Ferdinand disfrutaba sobre todo con la caza de los bisontes europeos. Con solo dos batidas que organizó en Polonia consiguió extinguir el género del bisonte en el continente entero. Su palacio no es más que un elegante y caro cementerio de animales. En Konopište, las víctimas de Ferdinand son preparadas con cuidado para conservar esos millares de cuerpos en vitrinas de cristal. Sus cabezas cuelgan de las paredes, y en Konopište, las paredes no faltan. Dientes y picos fueron acondicionados con el saber y la paciencia de los odontólogos locales y luego colocados sobre pedestales recubiertos de terciopelo violeta, depositados en cofres de cristal con adornos elaborados a mano. Los trofeos de caza hacen compañía a los muebles que se amontonan en el palacio de Konopište. František los trajo de su igualmente estimada Villa d’Este. Hay aquí también armas y armaduras a montones, en total 4618 piezas. Además de los bisontes, Franz mostró una predilección especial por las figuras de San Jorge. Ha recopilado en total 3750 piezas del santo mártir en su pose característica matando al «monstruo». El archiduque Ferdinand es un gran coleccionista. Colecciona antigüedades, cuadros de pintores amateurs, utensilios de casas campesinas, toda clase de objetos útiles e inútiles de cerámica, de piedra y de minerales, vidrios de colores, relojes y medallas.

El palacio estaba rodeado de amplias rosaledas, cuidadosamente mantenidas. La rosaleda, que siempre era mostrada a todos los invitados, dejaba boquiabiertos incluso a los horticultores más experimentados. Entre los rosales se erigían algunas esculturas renacentistas.

Treinta y cinco años más tarde el palacio de Konopište atrajo la atención de los altos oficiales de las SS y fue convertido en su lugar de reposo. Hitler ordenó que la mayor parte de la colección de Ferdinand se trasladara al museo de la Wehrmacht de Praga. Hitler ordenó también que el resto de las 72 712 piezas se guardasen en Viena para que «después de la guerra» él pudiera trasladarlas a su museo privado, que tenía intención de hacer construir en Linz. Antes de instalarse en el palacio de Konopište, los nazis ordenaron que el edificio se pintara por fuera y por dentro completamente de negro.

Franz Ferdinand volvió desde su coto de caza en Konopište a Viena y embarcó en el tren de la línea «Woheiner Bahn» (conexión directa con Trieste y Venecia a través del túnel de Woheiner/Bohinj). El tren se detuvo en el largo puente de Solkan/Solcano, construido por encima de una de las gargantas del río Soča/Isonzo, junto a Gorizia/Nova Gorica. Por ahí pasa hoy la frontera entre Italia y Eslovenia, una frontera desdibujada a causa de un nuevo proceso histórico en el cual se está formando un nuevo imperio: el Imperio Europeo. La banda tocaba, las banderas y los estandartes de la monarquía Austrohúngara volaban al viento. Estaba el blasón de los Habsburgo, la bandera negra y amarilla, que ya entonces resultaba algo anticuada, y la bandera del compromiso, la enseña del Ausgleich, y la bandera de la marina mercante, la roja, blanca y verde con las dos coronas, y también la bandera de guerra, la Kriegsflagge, que se dejaría de utilizar en menos de ocho años para siempre, en 1915.

Era jueves. En el cielo no había una nube. De vez en cuando lo sobrevolaba algún pequeño pájaro negro, rápidamente, como el ojo que escudriña el entorno. Desde la garganta bajo el puente se levantaba una brisa que traía el olor de los tilos en flor, de los brotes tiernos de pino, del musgo y del agua fría. El Soča fluía tranquilo y transparente; el río respiraba a intervalos regulares, inspirando el aire con bocanadas profundas.

Entre la multitud había muchos niños porque era tiempo de vacaciones. Los niños saludaban con la mano porque eran niños, no tenían ni idea de que la Historia existe. Diez años más tarde, esos mismos niños, en ese mismo lugar, se encontraron atrapados en las trincheras que ellos mismos cavaron, se arrastraron por el barro, desaparecieron en las aguas del Soča. Las imágenes de ese día de verano tan solemne quedaron grabadas en los rápidos del río embravecido, en el agua de color esmeralda. Los recuerdos sobresalían de esa «agua sagrada» como las luciérnagas, como una canción de cuna, como el llanto, instalándose bajo sus cascos, susurrando el «adiós» en al menos cinco lenguas diferentes. En esas mismas lenguas llamaban a sus madres en el estertor de la muerte: ¡Mutti!, ¡Mama!, ¡Mamma mia!, ¡Oh, mamma!, ¡Majko!, ¡Anyuka!, ¡Mamusiu!, ¡Maminka! Los pájaros entonces no volaban, los pájaros se desplomaban. La lluvia negra de pájaros muertos se convirtió en la tapa de un río convertido en ataúd.

Franz Ferdinand, acompañado por los miembros de su familia, salió del tren, dio la mano a los constructores y saludó a la multitud reunida para la ocasión, sonriente. Luego se acercó a esa maravilla de puente, construido con 4533 bloques de piedra calcárea del Carso, y se quedó mirando la superficie del río, donde la luz se reflejaba como en un espejo. El arquitecto Rudolf Jaussner y el ingeniero Leopold Orley no podían esconder el orgullo y la excitación. Franz Ferdinand observaba el río Soča/Isonzo sin pensar en las promesas de amor que habían presenciado esas aguas ni en los juramentos apasionados que se pronunciaron a la orilla de ese río soberbio, delante de sus corrientes furiosas, que no podían evitar la intromisión en su cauce. Jaussner y Orley necesitaron prácticamente dos años para levantar el coloso: el puente que construyeron tenía el arco de piedra más largo que jamás se hubiera construido encima de un río. El puente estaba hecho con cinco mil toneladas de piedra; el arco central, acabado en nada más que quince días, medía ochenta y cinco metros, algo inaudito hasta entonces.

La Línea Transalpina, que tanto había dado que hablar, y que había de conectar la costa, o mejor dicho, la ciudad de Trieste, con Austria, quedó así inaugurada. La Monarquía necesitaba una conexión directa con sus provincias del sur. La Monarquía no quería utilizar las vías que pasaban por territorios ajenos, por ejemplo por Údine. La Monarquía se bastaba a sí misma, y ya que los países que estaban bajo su gobierno no parecían tener quejas, se le despertó el anhelo de ampliar sus territorios. Al final, sin embargo, perdió incluso aquellos que ya tenía. La estación principal de los ferrocarriles de Gorizia es la estación término de la vieja línea llamada Meridionale, construida en la segunda mitad del siglo XIX, y los trenes que llegan a Gorizia llegan siempre medio vacíos. Parece como si Gorizia todavía no hubiese sanado sus heridas de guerra. En la ciudad de Nova Gorica, en cambio, los trenes forman parte de la línea «Transalpina». Justo en la frontera que separa las calles de Gorizia de las de Nova Gorica hay un museo que custodia los relatos de vidas minúsculas. Esa frontera antes era de «acero» y cortaba la ciudad en dos piezas desiguales, como si fuera un pastel. El «telón de acero» atraviesa hoy una plaza por la cual puede pasar cualquiera libremente. Pero fuera de esa plaza, en las dos partes de la ciudad cortada, el muro de aire todavía persiste.

Su Alteza Francisco Fernando y la duquesa Sofía Chotek pasaron por última vez por el puente de Solkan hacia el final de la tarde, el martes 23 de junio de 1914. El matrimonio había embarcado en Viena aquel mismo día en la «Transalpina» que les llevaría hasta Trieste. Viajaban con las ventanas de sus compartimentos abiertas. Era el mes de junio, el mes en el que los tilos están en flor y perfuman el aire. Sophie cantaba El bello Danubio azul y Franz le preguntó:

—¿Quizás ese riachuelo también tiene su propia canción?

Sophie dijo:

—No lo creo. Se trata de un río tan pequeño, tan insignificante, desconocido.

Franz dijo:

—Quizás no siempre resulté así.

Sopie y Franz brindaron con la copa llena del mejor tokay, bien fresco. Ellos no lo podían saber, pero sus corazones latían al ritmo del Soča, allí, encima del puente de Solkan.

El miércoles 24 de junio Franz se embarcó en la nave militar llamada Viribus unitis. A pesar de todo, él intentaba conservar la fe de que con «las fuerzas de todos unidas» preservaría su imperio. Pero para entonces el nervio de la Historia europea ya estaba descarnado. Italia y Austria cada vez estaban más cerca de un abrazo mortal. Se instauró una nueva ética, la ética de los malentendidos. Los «odios heredados» entre Austria e Italia se convirtieron en una de las tensiones nacionalistas más agudas de toda Europa, en una versión perversa de folie a deux, en un odio «acordado» que atrapó en sus redes también a Alemania y Francia, Grecia y Turquía, Estados Unidos y Rusia, Vietnam y Camboya, Croacia y Serbia… La mancha blanca de la razón.

Con un barco pequeño llevaron a František por el río Neretva hasta Metković, luego se fue en tren hasta Mostar y finalmente por carretera hasta Ilidža, donde le estaba esperando Sophie. El viernes y el sábado, los días 26 y 27 de junio, el archiduque asistió a unas maniobras militares de las tropas de montaña de los Cuerpos XV y XVI. Y pasó lo que pasa cuando uno quiere empezar de nuevo, en vez de empezar de nuevo, Fernando llegó a su final porque en cada final hay también un nuevo comienzo. Dicen que después del disparo mortal, el archiduque tuvo tiempo de susurrar a su adjunto, aligerado porque la muerte lo liberaría de todas las responsabilidades: «Dios no admite la incertidumbre. La fuerza mayor ha vuelto a establecer el orden que yo era incapaz de mantener.» En julio de 1914, Franz Ferdinand y Sophie viajaron a bordo del mismo buque militar Viribus unitis en el cual habían llegado allí, pero esa vez como cadáveres. En el mes de septiembre de 1914 la editorial rusa más importante imprimió «la carta de la Europa futura», que recuerda de manera chocante al mapa de 1945. La bala con la cual Princip acertó a Fernando en la frente se conserva hoy en el palacio de Konopište.

El 25 de mayo de 1915 pasó el último tren de pasajeros por el puente de Solkan en dirección de Viena a Trieste. Hasta 1918, el puente fue repetidamente derrumbado, bombardeado, reconstruido y de nuevo sometido a fuego cruzado. Por el puente de Solkan pasaban cañones, pasaban columnas de soldados derrotados —del ejército austríaco, del ejército austríaco-alemán y del ejército italiano. Entre ellos también se encontraba Bruno Baar.

La sexta batalla, la batalla más sangrienta de entre las once o doce que hubo en el río Soča, tuvo lugar entre los días 5 y 7 de agosto de 1916. En esos combates Italia se abrió camino hasta Trieste. Gorizia, abrazada por jardines y palacios majestuosos, protegida por las paredes de las altas montañas, con los ríos Vipava y Soča como collares de diamantes en su pecho, ese pequeño Homburg, ese espejismo de Baden-Baden, perdió para siempre a los aristócratas austríacos que la visitaban en los días más cálidos del verano.

El general Cadorna ordenó el 5 de agosto de 1916 a sus veintidós divisiones distribuirse a lo largo del Soča. En la otra orilla esperaban la señal de ataque nueve divisiones de soldados austrohúngaros, cansados y desmoralizados, la mayoría de ellos demasiado jóvenes o bien demasiado viejos para combatir.

Bruno Baar tenía entonces cuarenta y nueve años. Era un hombre con barriga, tres hijos y una esposa que horneaba pasteles para los soldados austríacos. Tenía unas viñas cuya producción quedó parada. Tenía una colección de discos de pizarra de 78 revoluciones que no podía escuchar, pero mientras desfilaba a lo largo del Soča cantaba La donna è mobile porque adoraba a Caruso. Su Marisa proveía el burdel reservado a los oficiales austrohúngaros con bandejas de pastas rellenas de nueces, balanceando sus caderas encima de unos zapatos de tacones gastados. Ella se imaginaba que era Bice Adami, capaz de poner al público milanés en pie mientras cantaba Voi lo sapete acompañada por el piano. Su voz era ronca de tanto fumar tabaco barato, pero Marisa Baar, nacida Brašič, intentaba sin éxito cantar como una soprano. Una gota de lluvia de verano quedó atrapada sobre sus pestañas como una minúscula bola de cristal en la cual se reflejaba su futuro. Marisa Baar cantaba Voi lo sapete sin saber que Bice Adami viviría muchos más años que ella misma.

El 6 de agosto de 1916, Cadorna empezó la batalla con fuego de artillería. Simultáneamente envió hacia el sur, cerca de Monfalcone, dos divisiones de infantería para tender una trampa. La estrategia resultó previsible. Las unidades austríacas no se movieron de sus posiciones. Franz Conde Conrad von Hötzendorf ya había reducido el número de sus soldados a lo largo del frente del Soča para reforzar la ofensiva contra Trentino. Por ello Cadorna hizo transportar sus tropas rápidamente por ferrocarril (gracias a la vía Transalpina) desde Trentino al Soča. Las batallas feroces, imposibles de controlar, empezaron dos días más tarde en Oslavia y Podgora, cuando Cardona conquistó la cima de la montaña de Sabatin. El día 8 de agosto las unidades de la XII División italiana entraron en Gorizia. Al día siguiente, el ejército italiano cruzaba el río Soča bajo el fuego cruzado. Los soldados sostenían los fusiles por encima de sus cabezas con los brazos extendidos, como si tuvieran que vadear el río con un niño, como si quisieran saludar al cielo. Los soldados cruzaban el río cantando el himno de Garibaldi:

Si scopron le tombe, si levano i morti

i martiri nostri son tutti risorti!

Le spade nel pugno, gli allori alle chiome,

la fiamma ed il nome d’Italia nel cor:

corriamo, corriamo! Sù, giovani schiere,

sù al vento per tutte le nostre bandiere.

Sù tutti col ferro, sù tutti col foco,

sù tutti col nome d’Italia nel cor.

Va’ fuori d’Italia,

va’ fuori ch’è l’ora!

Va’ fuori d’Italia,

va’ fuori o stranier!

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El pueblo entonces cogió gusto por cantar canciones largas. Quienes cantaban eran sobre todo las mujeres, y la canción que se cantaba con más fervor era la del estribillo «O, Gorizia, tu sei maledetta».

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Las ráfagas de los disparos austríacos cortaban la superficie verde azulada y convertían el agua en un vino espumoso que provocaba embriaguez. Después se imponía un silencio atroz, enjaulado por los rayos de un sol despiadado. El aire era un velo largo, húmedo, pegajoso y espeso. Las trompetas dieron la señal de ataque y los uniformes grises se cuadraron, parapetándose unos tras otros para protegerse del fuego. Ese escudo humano, hecho de insectos de alas arrancadas, gritaba ¡Avanti Savoia! El puente de piedra sobre el Soča había sido derribado el día antes. Los ingenieros habilitaron un puente de hierro por el cual pasaba el tren desde Milán y Údine hasta Gorizia y Trieste. Las tropas de asalto italianas lo utilizaron para que la escuadra a caballo, entonces ya con sus efectivos hechos jirones y heridos, pudiese galopar hacia la otra orilla y disparar contra los austríacos que se batían en retirada. Detrás de la caballería avanzaba la infantería, protegida por un escudo de bayonetas caladas y tras ella los carabineros y los cuerpos de los Alpini y de los Bersaglieri. Para unos, Gorizia acababa de ser conquistada. Para otros, Gorizia acababa de rendirse.

Bruno Baar subió a una colina para observar la batalla, escondido detrás del tronco rugoso de un pino centenario en el cual alguien había grabado con la navaja la forma de un corazón. La batalla le parecía el juego de unos niños traviesos que se dividían de buena gana en dos bandos y que habían marcado la línea de separación con un cordel. Le pareció que los niños de ambos bandos se agachaban para soplar a esa cuerda delgada que los separaba, la cuerda se levantaba en el aire como una serpiente y caía de nuevo al suelo con la brisa. «Esa cuerda representa la frontera», dijo Bruno Baar, «es una línea que siempre se irá moviendo de un lado al otro». Y luego añadió: «Ahora yo debería bajar y rendirme».