Un proyecto de esta envergadura requiere mucha ayuda. Los miembros de nuestro equipo más inmediato constan en la página de títulos de este libro, pero queremos empezar expresando nuestra más profunda gratitud a Jun Gregory y Bici Eric, que pusieron el corazón en This I Believe desde el principio, y que siguen haciéndolo. Nuestro equipo editorial, formado por Bruce Auster, Emily Botein, Susan Feeney y Ellen Silva, así como por el fotógrafo del proyecto, Nubar Alexanian, ha sido invalorable. Todos nosotros hemos tenido la guía de Edward R. Murrow y de su equipo, que nos precedieron en los años cincuenta, entre ellos Gladys Chang Hardy, Reny Hill, Donald J. Merwin, Edward P. Morgan, Raymond Swing y Ward Wheelock.
Estamos especialmente agradecidos a Casey Murrow, Keith Wheelock y Margot Wheelock Schlegel, los hijos de los fundadores, Edward R. Murrow y Ward Wheelock, por su confianza y su cortesía.
Estamos agradecidos a Studs Terkel, no solo por su elocuente prólogo a este libro, sino también por su liderazgo en el reino de la audiencia.
This I Believe, Inc. tiene su sede en Louisville, Kentucky, y nuestra gente ha trabajado allí durante años para volver a poner este programa en el aire. Muchas gracias a Amy Fisher, Jeff Gillenwater, Kathleen Hoye, Brigid Kaelin, MJ Kinman y Joanna Richards. Estamos particularmente en deuda con Mary Jo Gediman por su oferta de asistencia en el nacimiento de este libro.
Nuestro socio en la producción es Atlantic Public Media, Inc., de Woods Hole, Massachusetts, donde todos los ensayos recibidos fueron revisados por un grupo de lectores escrupulosos, que incluye a Samantha Brown, Sydney Lewis, Chelsea Merz, Melissa Robbins, Helen Woodward y Sarah Yahm. Agradecemos a las emisoras de la radio pública del área de Cape Cod y las Islas del sudeste de Massachusetts, WCAI (W Cape And Islands), WNAN (W NANtucket) y WZAI, y su estación asociada, la WGBH (W Great Blue Hill), por dar alojamiento a ese equipo.
En la NPR (National Public Radio), le estamos agradecidos a Jay Kernis, que defendió apasionadamente la idea de revivir este programa y estuvo de acuerdo en que la NPR era la emisora moderna más adecuada para heredar un proyecto de Edward R. Murrow.
En todos los niveles, ponemos nuestra confianza en la reputación de NPR News, por su honestidad y su servicio público. Muchos miembros de esa sección informativa orientaron el programa a lo largo del camino, incluyendo a Davar Ardalan, Christine Arrasmith, Bob Boilen, Melissa Block, Madeleine Brand, Alex Chadwick, Neal Conan, Bruce Drake, Vladimir Dubinsky, Peggy Girshman, Sue Goodwin, Robin Gradison, Liane Hansen, Jeremy Hobson, Steve Inskeep, Bob Malesky, Bill Marimow, Ellen McDonnell, Maeve McGoren, Sarah Mobley, Renee Montagne, Michele Norris, Quinn O’Toole, Jeff Rogers, Nathan Santamaria, Setsuko Sato, Robert Siegel, Graham Smith, Christopher Turpin y Van Williamson.
El amplio sitio web de This I Believe fue construido por el equipo de NPR Digital Media, y estamos en deuda con cuantos participaron en él, incluyendo a Michael Horn, Melody Kokoszka, Joe Matazzoni, Brian Moffet, Christina Nunez, Robert Spier, Maria Thomas y Michael Yoch.
La NPR nos ha proporcionado también apoyo administrativo para nuestro programa —producción técnica, seguros y promociones, servicios de emisoras, ampliación del negocio y otras muchas cosas—, firmemente guiado por Stacey Foxwell y Ken Stern. Les damos gracias a Julia Bailey, Carlos Barrionuevo, Chad Campbell, Frank Casamento, Jacques Coughlin, Bill Craven, Michael Cullen, Scott Davis, Kitty Eisele, Alyne Ellis, Meghan Gallery, Micah Greenberg, Penny Hain, Barbara Hall, Neal Jackson, Jane Kelly, Kevin Klose, Vanessa Krabacher, Jenny Lawhorn, Denisa Leary, Jeeun Lee, Joyce MacDonald, Kathie Miller, Jeff Nemic, Eric Nuzum, Meredith Olsen, Ben Rogot, Marty Ronish, Emmy Rubin, Barbara Sopato, Andi Sporkin, Blake Truitt, Derek Turner, David Umansky, John Verdi, Barbara Vierow y Roger Wight.
Nada ocurre en la radio sin patrocinadores y nosotros les estamos enormemente agradecidos a los nuestros. This I Believe recibió su primer aporte de la CPB (Corporación para la Radio Pública). Damos las gracias al eficaz equipo de la radio y los grandes departamentos de la CPB, incluyendo a Jeff Breslow, Deborah Carr, Kathy Merritt y Sean Simplicio. Nuestro primer año de emisiones fue generosamente financiado por el Farmers Insurance Group, y por el segundo le estamos muy agradecidos a la Capella University. El equilibrio de nuestro presupuesto nos fue proporcionado por The Righteous Persons Foundation (Fundación de las Personas Decentes), The Edith and Herbert Lehman Foundation y muchos particulares que creyeron en esta poderosa idea, incluyendo a Nolen Allen; el señor Barry Bingham, Jr. y su esposa; Cornelia y Edward Bonnie; Christy y Owsley Brown II; el reverendo Georgine Buckwalter; Jill y Bill Cooper; Lois Cundiff; Beverly Giammara; Maurice Heartfield; Rowland y Eleanor Bingham Miller; David y Ona Owen; Marilyn Quinn, Joan Riehm; el reverendo Alfred Shands y su esposa; Henry Wallace; James y Jane Welch; el señor George Wheeler y su esposa; y el doctor Raichard Wolf y también su esposa.
El Public Radio Exchange (Servicio de Intercambio de la Radio Pública) nos ayudó a crear nuestro archivo y consiguió que los textos estuvieran directamente disponibles para las emisoras de radio de todo el país. Por esa labor, agradecemos a Joshua Barlow, John Barth, Jared Benedict, Jake Shapiro y Steven Schultze.
El sistema de la radio pública es fuerte porque es descentralizado y local. Saludamos a todas las emisoras que comparten el sistema y dan servicio a sus propias comunidades. Estamos particularmente agradecidos a las estaciones que ayudaron a difundir This I Believe antes de que estrenáramos emisión nacional, y que todavía construyen el programa, incluyendo la Capital Public Radio de Sacramento, la KTOO de Juneau, la KUOW de Seattle, la KUT de Austin, la Vermont Public Radio, la WBEZ de Chicago, WCAI/WNAN/WZAI de Cape Cod, la WFPL de Louisville, la WGBH de Boston, la WUSF de Tampa y la WUWF de Pensacola.
La creación de este libro contó con la enorme ayuda de nuestra agente, Lynn Nesbit, y sus asociados de Janklow & Nesbit, incluyendo a Mort Janklow, Cullen Stanley y, particularmente, Bennett Ashley. Somos afortunados al tener sus eficientes servicios.
Nuestros editores, Henry Holt and Company, han sido siempre un apoyo y han demostrado su fe en el proyecto. Debemos dar las gracias a John Sterling por su guía cuidadosa y su buen gusto, y a nuestra concienzuda y dedicada editora, Vanessa Mobley. También en Holt y en su compañía hermana, Audio Renaissance, estamos agradecidos a Patrick Clark, Barbara Cohen, Flora Esterly, Lisa Fyfe, Margo Goody, Jeanne-Marie Hudson, Meryl Levavi, Claire McKinney, Emily Montjoy, Rita Quintas, Maggie Richards, Mary Beth Roche y Laura Wilson.
Por su consejo y asistencia, agradecemos al Comité de Directores de This I Believe, Inc.: Charles Baxter, David Handmaker, Todd Lowe, Greg McCoy y Leslie Stewart; y a nuestro Comité Asesor: Mark Cebuski, Gladys Chang Hardy, el reverendo doctor Trace Haythorn, Ron Jones, David Langstaff, Joseph McCormick, Don Merwin, Casey Murrow, Carolyn Naifeh, Richard Paul, Howard Rheingold, Marita Rivero, Bill Siemering, Keith Wheelock, Dottie Williams y James Wind.
Por su ayuda, recibida en incontables formas, estamos agradecidos a Robert DePue Brown, David Domine, Art Chimes y Mike Grey, de la Voice of America; John Cooke, del Western Territories Group; Norman Corwin y Geoff Cowen, de la Annenberg School of Communication de la University of Southern California; Elizabeth Deutsch Earle, Chris Enander, Adam Fiore, Dave Goldin, Chuck Haddix y Wendy Sistrunk, con los Marr Sound Archives de la University of Missouri-Kansas City; Marty Halperin, Pemberton Hutchinson, Elizabeth Kramer, Cameron Lawrence, Jim Lichtman, John McDonough, Michael Melford y Kurt Nauck, de Nauck’s Vintage Recordas; Toni Steinhauer; Stites & Harbison, PLLC, y sus abogados Jeremy Ballard, Jannifer Kovalcik y James Seiffert; Les Waffen, en los U. S. National Archives, y Barbara West. Además, tenemos una deuda de gratitud con Kyna Hamill y Anne Sauer, de las Colecciones Digitales y Archivos de la Tufts University, así como con los Archivos Albert Einstein de la Biblioteca Nacional y Universitaria de la Universidad Hebrea de Jerusalén.
Y, finalmente, nuestra más humilde gratitud y nuestra admiración para los miles de individuos que aceptaron el desafío de escribir una declaración personal sobre sus creencias y estuvieron dispuestos a compartirlas con todo el mundo.
JAY ALLISON Y DAN GEDIMAN
This I Believe. Bajo ese nombre, ofrecemos un nuevo programa de radio en el que se presentan las filosofías de la vida de cien hombres y mujeres reflexivos de todas partes. En este breve lapso de cada noche, un banquero o un carnicero, un pintor o un trabajador social, gentes de todas las clases, que no necesitan tener en común nada más que la integridad, una real honestidad, hablarán en voz alta de las normas de acuerdo con las cuales viven, aquellos que han descubierto que son los valores básicos de sus existencias.
No hace falta recordar que vivimos una época de confusión. Muchísimos de nosotros hemos cambiado nuestras creencias por la amargura y el cinismo, o por una pesada carga de desesperación, o hasta una trémula porción de histeria. Las opiniones se compran baratas en el mercado, mientras que bienes como el coraje y la fortaleza y la fe escasean de modo alarmante.
A nuestro alrededor, ora a lo lejos, como un trueno lejano, ora tan cerca como la húmeda intimidad de la niebla de Londres, crece una nube de miedo. Hay miedo físico, del que nos induce a huir de la ciudad y hacernos una madriguera, en el fondo de un valle de Montana, como perros de la pradera que intentaran escapar, aunque sea por un rato, del ruido y la furia de las bombas A o de las bombas del infierno o de cualquier otra cosa que pueda sobrevenir. Hay un miedo mental, que lleva a otros a ver imágenes de brujas en un patio de vecindad y los impulsa a quemar sus casas. Y hay un miedo que crece sigilosamente, miedo a la duda, duda respecto de lo que se nos ha enseñado, respecto de la validez de tantas cosas de las que siempre habíamos dado por seguro que serían eternas e inmutables.
Se ha hecho más difícil que nunca distinguir el blanco del negro, el bien del mal, lo correcto de lo erróneo. ¿Con qué verdades puede permitirse un ser humano amueblar la abarrotada habitación de su mente, cuando no tiene idea real de lo que durará su contrato con el futuro? Es para tratar de hacer frente al desafío de esas preguntas, que hemos preparado este programa. Ha sido una tarea difícil y delicada. Salvo aquellos que piensan en términos de piadosas obviedades o de dogma o de estrechos prejuicios —y esa clase de pensamiento no nos interesa—, a la gente no le resulta fácil exponer sus creencias en público.
En cierto sentido, nuestro proyecto ha sido una invasión de la privacidad, como pedir a un desconocido que nos deje leer su correo. El general Lucius Clay observó: «Es difícil que sea menos embarazoso pedirle a un hombre que se desnude en público, que pedirle que revele su filosofía personal». La señora Roosevelt dudó durante mucho tiempo: «¿Qué podría decir yo que fuera de algún valor para otros?», nos preguntó. Y un ejecutivo de los ferrocarriles de Filadelfia adujo al principio que, en el espacio de cinco minutos, lograríamos lo mismo si intentábamos grabar el padrenuestro en la cabeza de un alfiler, que si tratábamos de discutir algo con seriedad.
No pretendemos hacer de este espacio un cofre de medicamentos espirituales o psicológicos, al que se pueda acudir a coger una píldora de sabiduría para tragarla como una aspirina y desvanecer el dolor de cabeza de nuestra época. Las creencias de nuestros colaboradores son fluidas. Sería más fácil enumerar las cosas en las que uno no cree, que hacer lo contrario. Y sin embargo, hablando con la gente, escuchándola, he comprendido que no tengo el monopolio de los problemas del mundo, que otros tienen su parte, a menudo muchísimo mayor que la mía. Esto me ha ayudado a ver mis propios problemas con una perspectiva más exacta. Y el conocer el modo en que otros han enfrentado sus problemas, me ha proporcionado ideas nuevas acerca de cómo enfrentar los míos.
EDWARD R. MURROW
Te invitamos a contribuir a este proyecto escribiendo y enviándonos tu propia declaración sobre tus creencias personales. Comprendemos lo comprometido que es el asunto: requiere un intenso autoexamen, y muchos encontrarán difícil comenzar. Para guiar a nuestro público en ese proceso, ofrecemos algunas sugerencias:
Cuenta una historia. Sé concreto. Toma tu creencia del éter y asiéntela sobre los acontecimientos de tu vida. Tu relato no tiene por qué ser especialmente tierno ni por qué ser dolorosísimo; puede ser hasta divertido, pero tiene que ser real. Ten en cuenta los momentos en que tu creencia se formó, se puso a prueba o cambió. Tu relato tiene que estar ligado a lo esencial de tu filosofía de la vida diaria y al modo en que tus creencias se desarrollaron.
Sé breve. Tu texto debe tener entre 150 y 500 palabras. Te obligará a centrarte en la creencia nuclear de tu vida.
Pon nombre a tu creencia. Si no puedes hacerlo en una o dos frases, tu ensayo no será sobre esa creencia. Más que hacer una lista, procura centrarte en una creencia nuclear.
Sé positivo. Di en qué crees, no en qué no crees. Evita declaraciones de dogma religioso, plegarias y artículos de opinión.
Sé personal. Escribe acerca de ti mismo, en primera persona. Trata de leer tu texto en voz alta, a solas, varias veces, y corrígelo o simplifícalo cada una de esas veces, hasta comprobar que las palabras, el tono y la historia misma reflejan con precisión tu creencia y tu modo de expresarte.
Por favor, envía tu ensayo completo al proyecto This I Believe por medio del sitio web www.thisibelieve.org.
Uno de los objetivos de este proyecto es el de facilitar un nivel más alto de discurso público activo. Esperamos inspirar a nuestro público para que reflexione, alentarlo a que comparta y comprometerlo en una conversación sobre valores y creencias personales que puedan dar forma a su vida, a su comunidad y a nuestra sociedad.
Escribir un ensayo para This I Believe es solo el primer paso.
Te proponemos que te reúnas con amigos, vecinos y conocidos para discutir de una manera respetuosa los ensayos que hayas leído o escrito: en el aula, en sitios públicos y en lugares de culto. Para ayudarte a hacerlo en tu comunidad, te ofrecemos estas herramientas, que están a tu disposición en el sitio web www.thisibelieve.org.
Sarah Adams ha tenido muchos empleos en su vida, entre ellos el de vendedora por teléfono, obrera industrial, recepcionista de hotel y cajera de una floristería, pero nunca repartió pizzas. Criada en Wisconsin, Adams es actualmente profesora de inglés en el Olimpic College, en Washington.
Tengo una filosofía operativa de la vida: «Mantén la calma con el repartidor de pizza; trae buena suerte». Cuatro principios rigen la filosofía del chico de la pizza.
Principio 1: Mantener la calma con el repartidor de pizza es una práctica de humildad y perdón. Le permito adelantarme en el tráfico, le permito alcanzar con seguridad la rampa de salida desde el carril izquierdo, le permito olvidar el intermitente sin hacerle gestos ofensivos desde la ventanilla ni tocar la bocina porque tiene que haber un momento en mi complicada existencia en que deje pasar un coche que me adelante o me cierre el paso. A veces, cuando me siento muy segura de mis derechos de propiedad sobre mi carril y desafío a cualquiera a que me lo discuta, el chico de la pizza, en su maltrecho Chevette, pasa a toda velocidad a mi lado. La pizza de atrezzo que brilla sobre su coche como un faro me recuerda la necesidad de hacer examen mientras me desplazo por el mundo. Después de todo, el muchacho lleva pizza a jóvenes y viejos, familias y solitarios, gays y heteros, negros, blancos y mulatos, ricos y pobres, así como también a vegetarianos y a amantes de la carne. Cuando él viaja, yo le proporciono paso seguro, ejerzo la moderación, muestro cortesía y contengo la ira.
Principio 2: La calma ante el repartidor de pizza es una práctica de empatía. Veámoslo: todos tuvimos trabajos menores antes de tener un trabajo estable, porque un poco de dinero es mejor que nada. Yo he tenido varios de esos empleos y estoy agradecida por la paga, que significó que no tuviera que compartir mi Cheerios con mis gatos. En la gran rueda de la vida, que tiene forma de pizza, a veces nos toca ser el queso burbujeante, y a veces, la costra quemada. Es bueno tener presente lo inconstante que es el material de esa rueda.
Principio 3: La calma ante el repartidor de pizza es una práctica honorable y me recuerda el deber de honrar el trabajo honesto. Permíteme decirte algo sobre esos muchachos: nunca se han hecho cargo de una empresa ni, como gerentes ejecutivos, han inflado artificialmente el valor de las existencias y han retirado su parte en efectivo, llevando a la compañía al borde de la quiebra y a veinte mil personas al desempleo (mientras el gerente ejecutivo se hacía construir una casa del tamaño de un hotel de lujo). Al contrario, esos muchachos duermen el sueño de los justos.
Principio 4: La calma ante el repartidor de pizza es una práctica igualitaria. Mi medida como ser humano, mi valor, es el orgullo con que hago mi trabajo —cualquier trabajo— y el respeto con que trato a los demás. Soy igual al resto del mundo, pero no por el coche que conduzco, ni por el tamaño del televisor que poseo, ni por el peso que soy capaz de levantar, ni por las ecuaciones que soy capaz de resolver. Soy igual a todo aquel con quien me cruzo por la bondad de mi corazón. Y eso comienza aquí, con el repartidor de pizza.
Dadle una buena propina, amigos y hermanos, porque lo que otorgáis libre y voluntariamente os traerá toda la buena suerte que un universo agradecido sabe cómo devolver.
Phyllis Allen ha vendido publicidad para las Páginas Amarillas durante quince años. Pasa aproximadamente la mitad de sus horas de trabajo en el coche, recorriendo el territorio que rodea Dallas y Fort Worth, en Texas. Escribió su ensayo en su automóvil y ensayó su lectura en voz alta en el almacén de la compañía telefónica. Cuando se retire, espera continuar con su primera pasión, la escritura.
De pie bajo la lluvia, esperando para subir los escalones que nos llevarían a la galería del Gran Teatro, apretaba la mano de Mamá y observaba a los hermosos niños rubios que entraban al vestíbulo, en la planta principal. Corrían los años cincuenta, yo era «de color» y esto es lo que creía: mi sitio estaba en la galería del teatro céntrico, en la parte de atrás del autobús y en la entrada trasera del White Dove Barbecue Emporium (Barbacoa Paloma Blanca). Cuando le pregunté a Mamá por qué eso era así, me dijo: «Niña, la gente hace lo que hace. Lo que tú tienes que hacer es ser lo mejor que puedas».
Tuvimos nuestro primer televisor en los años sesenta, y este introdujo en mi sala de estar a los pastores alemanes que le pisaban los talones a una jovencita. También mostraba a niños como yo, que iban a la escuela en medio de una muchedumbre aullante, iracunda, que coreaba palabras que a mí no me estaba permitido decir. Ya no podía seguir siendo «de color». Ahora éramos negros que nos manifestábamos en las calles para reclamar nuestra libertad; al menos, eso era lo que decía el predicador. Yo lo creía, aunque estaba asustada. Tenía que ser valiente y defender mis derechos.
En los setenta: jeans gastados, el pelo como un halo de rizos y el puño cerrado levantado, estuve en la calle del centro gritando. Jóvenes negros iracundos, con lustrosas chaquetas de piel negra y boinas, habían convocado desde las distantes orillas de Oakland, California. Basta de no violencia, basta de aguantar tranquilamente en las primeras líneas mientras nos apaleaban. Se acabaron las simples cortesías como «por favor» o «muchas gracias». Era oficial; así lo decían Huey, H. Rap y Eldridge. Yo creía en ser negra y estar furiosa.1
En los ochenta, los dioses de la fertilidad cubrieron las paredes y atiborraron las vitrinas de las casas de todos mis amigos. Gente que lo más cerca de África que había estado era en el pase de una película de Tarzán, rompía de pronto a hablar swahili. Los ochenta nos otorgaron el guion entre orígenes: «afro-americano». Envuelta en vestidos de tejido elaborado y diseño suelto, con mucho oro, fui una seudoafricana que jamás había visto África. «Es tu herencia», decía todo el mundo. En aquel tiempo, creía en la elusiva promesa de la tierra materna.
En los noventa, fui una mujer —cuya piel, casualmente, era castaña— que corría tras el sueño americano. Todo el mundo decía que la culminación de ese sueño estaba en lo material. Creía en el mérito de pasar días enteros de compras. ¿Deudas? No me preocupaba ninguna apestosa deuda. Eran los noventa. Mi plan 401(k) estaba en las cifras de mediados de los sesenta y yo creía en American Express.2
Entonces llegó el crash, y American Express no creyó en mí ni una mínima parte de lo que yo había creído en ella.
Ahora estamos en un milenio completamente nuevo y la ostentosa generación del vídeo nada tiene que ver conmigo. Todo cambió cuando cumplí los cincuenta. Con las arrugas, la pérdida del tono muscular y la vista cansada, llegó la confianza que me permite mantenerme apegada a una muy breve lista de creencias. Dejaré a los demás la cuestión de la identidad. Creo que soy libre de ser lo que quiera ser. Creo en ser buena amiga, buena amante y buena madre, así puedo tener buenos amigos, buenos amantes y buenos niños. Creo en ser mujer, la mejor que pueda, como decía mi madre.
La novelista Isabel Allende nació en Perú y se crió en Chile. Cuando su tío, el presidente chileno Salvador Allende, fue asesinado en 1973, huyó con su marido y sus hijos a Venezuela. Es autora de más de doce novelas, entre ellas La casa de los espíritus, y de un libro de memorias, Mi país inventado.
He vivido con pasión y prisa, tratando de lograr demasiadas cosas. Nunca tuve tiempo para pensar en mis creencias hasta que mi hija Paula, a los veintiocho años, cayó enferma. Estuvo en coma durante un año y cuidé de ella, en casa, hasta que murió en mis brazos en diciembre de 1992.
Durante aquel año de agonía, y el siguiente, de duelo, todo se detuvo para mí. No había nada que hacer, únicamente llorar y recordar. Sin embargo, aquel año me dio también una oportunidad de reflexionar sobre mi viaje y sobre los principios que me habían sostenido. Descubrí que mis creencias, mi escritura y el modo en que guie mi vida guardan coherencia. No he cambiado; todavía soy la misma niña que era hace cincuenta años, y la misma joven que era en los años setenta. Aún deseo con vehemencia vivir, aún soy ferozmente independiente, aún ansío justicia y me enamoro locamente con facilidad.
Paralizada y silenciosa en su cama, mi hija Paula me enseñó una lección que ahora es mi mantra: solo tienes lo que das. Es gastándote a ti misma como te enriqueces.
Paula llevó una vida de servicio. Trabajó como voluntaria, ayudando a mujeres y niños, ocho horas por día, seis días a la semana. Nunca tuvo dinero, pero necesitaba muy poco. Cuando murió, no tenía nada ni necesitaba nada. Durante su enfermedad, tuve que deshacerme de todo: su risa, su voz, su gracia, su belleza, su compañía y, finalmente, su espíritu. Cuando murió, pensé que lo había perdido todo. Pero entonces comprendí que todavía tenía el amor que le había dado. Ni siquiera sabía si ella estaba en condiciones de recibir ese amor. No podía responderme en modo alguno; sus ojos eran estanques sombríos que no reflejaban la luz. Pero yo estaba llena de amor, y todo ese amor siguió creciendo y continuó multiplicándose y dando frutos.
El dolor de perder a mi niña fue una experiencia purificadora. Tuve que tirar por la borda todo el exceso de equipaje y quedarme tan solo con lo esencial. Por Paula, no me aferraré a nada nunca más. Ahora me gusta mucho más dar que recibir. Soy más feliz cuando amo que cuando soy amada. Adoro a mi marido, a mi hijo, a mi nieto, a mi madre, a mi perro y, francamente, no sé ni siquiera si les gusto. Pero ¿qué importa? Amarlos es mi alegría.
Dar, dar, dar: ¿qué sentido tiene la experiencia, el saber o el talento, si no los doy, tener historias si no las cuento a los demás, tener salud si no la puedo compartir? ¡No quiero que me cremen con todo eso! Es al dar cuando conecto con otros, con el mundo y con lo divino.
Es al dar cuando siento el espíritu de mi hija en mi interior, como una dulce presencia.
Elvia Bautista, de veintidós años, vive en Santa Rosa, California, donde trabaja en el cuidado de ancianos y discapacitados mentales. Aunque el resto de su familia se mudó tras el asesinato de su hermano, Bautista siguió viviendo en el mismo lugar. Tras abandonar sus estudios en el instituto, habla con los jóvenes sobre los riesgos de la vida en bandas.
Creo que todo el mundo merece flores en su tumba.
Cuando voy al cementerio a visitar a mi hermano, me entristece ver tumbas sin flores, solo la fría piedra.
Se ven solitarios, como si nadie los quisiera. Creo que eso es lo peor del mundo, esa soledad. Nadie que te visite y quite el polvo de tu nombre y te cubra de color. Una tumba sin flores da la impresión de que la persona ha sido olvidada. Y cabe preguntarse a qué aspiran los vivos: ¿a ser olvidados?
Casi cada día hay algo nuevo en la tumba de mi hermano: flores que yo le llevo, o velas de la tienda de todo a un dólar, o una imagen de la Virgen María, o copitas. Hasta algún homie, un muñeco con pinta de gánster.
En cierta ocasión, uno de los homies de mi hermano llevaba hasta un manojo de marihuana para él; me parece que mi madre lo retiró. Y que también retiró el trapo azul que alguien le dejó un día.
A veces, cuando llevo flores, las dispongo en las tumbas que rodean la de mi hermano. En algunas de las lápidas figuran fechas de nacimiento próximas a la suya; son jóvenes. Buena parte de ellas tiene encima juguetitos u objetos rojos.
Alrededor de mi hermano hay muchachos que crecieron amando el rojo, lo que los convertía en enemigos de mi hermano. Mi hermano tenía dieciséis años cuando alguien, a quien le gustaba el rojo, le disparó y lo asesinó porque a él le gustaba el azul. Y cuando voy al cementerio, también pongo flores sobre las tumbas de los muchachos a los que les gustaba el rojo.
En ocasiones, voy al cementerio en compañía de una de mis mejores amigas, que perdió la cabeza por un chico al que le gustaba el rojo, que a su vez fue asesinado a los dieciocho por alguien que prefería el azul. Y nosotras queremos ir juntas y llevar un gran ramo de flores, suficiente para los dos muchachos, cuyas familias son en realidad del mismo estado de México.
Solo yo y unos pocos amigos míos visitamos las tumbas de los dos muchachos. Hay quien piensa que no es buena idea. Y hay quien piensa que es heroico.
Yo pienso que unos y otros dicen estupideces. Yo no tengo la intención de faltar al respeto a ciertas normas especiales ni de detener una especie de guerra. Voy porque creo que no importa de dónde vengas ni cuáles sean tus creencias; cuando mueres, quieres flores en tu tumba y gente que te visite y que te recuerde.
No soy una traidora ni una heroína. Soy la hermana de Rogelio Bautista y digo su nombre para que lo oigas y seas una persona más para recordarlo. Quiero que todo el mundo recuerde a todos los muchachos, rojos y azules, de mi cementerio. Cuando recordamos, ponemos flores en sus tumbas.
Del programa de los años cincuenta
Compositor, director de orquesta y educador, Leonard Bernstein dirigió durante mucho tiempo la Filarmónica de Nueva York, donde organizó los enormemente exitosos Conciertos de la Juventud. Bernstein forjó una nueva relación entre la música clásica y la popular con sus obras West Side Story, On the Town, Candide y otras.