La distancia entre dos puntos
1ª Edición Digital
Mayo 2014
© Fernando García Maroto, 2011
© de esta edición:
Literaturas Com Libros
Erres Proyectos Digitales, S.L.U.
Avenida de Menéndez Pelayo 85
28007 Madrid
http://lclibros.com
ISBN: 978-84-15414-97-1
Diseño de la cubierta: Benjamín Escalonilla
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Copyright
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Sobre el autor
Sobre la editorial
Nada esencial nos une ya con lo que recordamos; pero, fundamentalmente, esa distancia no la proporciona el tiempo sino el desinterés.
J.C.O.
Y es posible que todavía no me haya acostumbrado de nuevo a estar solo, a vivir solo, a comprar y cocinar para uno, a entrar en casa y que no haya nadie. Suena el teléfono y siempre espero a que alguien lo coja. Pero no hay nadie más. Mi mujer se marchó de mi vida hace tiempo. No puedo echárselo en cara. A fin de cuentas la forcé a hacerlo, incapaz de tomar yo mismo esa decisión definitiva. Así que si ahora suena el teléfono y espero a que alguien lo coja, supongo que es culpa mía.
Son las siete de la tarde. No sé por qué razón pensé que era más tarde. Sin embargo, solo son las siete de la tarde. Hace apenas media hora que el tren me dejó en la estación de Atocha. Y hace apenas unos minutos que me ha dejado en la puerta de casa el taxi que tomé a la salida de la estación, después de esquivar y adelantar a cientos de personas que volvían de sus vacaciones de verano con el rostro tostado y desquiciado del que regresa de la playa y al día siguiente tiene que reincorporarse a las filas de la realidad monótona del trabajo cotidiano. Nada más entrar he notado el olor a cerrado, la presencia densa y estancada del aire acumulado que no ha podido renovarse a lo largo de casi tres semanas. Abro todas las ventanas para que escape. Aun así, durante un buen rato seguiré percibiendo ese olor cargante y seco, antiguo, como si se me hubiera quedado pegado justo debajo de la nariz. No es agradable; pero sí reconocible, familiar. Porque ha sido la propia casa con sus muebles, con sus cuadros, con sus libros, con sus electrodomésticos y con todo aquello que le pertenece y a la vez es mío quien ha dotado de carácter a ese aire que quedó atrapado días atrás cuando cerré la puerta, giré la llave tres veces y me marché para desconectar. No ha sido al entrar en Madrid, ni al ir viendo pasar por la ventanilla del tren los edificios cercanos a la estación y que conozco de memoria como si viviera enfrente de ellos, ni al respirar la contaminación gris y venenosa que cubre la ciudad y la separa del cielo, ni al avanzar por sus calles repletas de coches que hemos ido sorteando con maniobras cuestionables, ni al cruzar el río que ya solo es cauce y recuerdo y que no merece ese nombre si nos atenemos a la definición y no a la historia, ni al callejear por el barrio donde crecí y no reconozco hasta llegar a la puerta de casa. Ha sido al entrar en el interior de mi casa y toparme con ese olor cuando he empezado a sentirme otra vez en mi sitio. Si pudiera reproducir ese mismo aroma con todos sus matices en cualquier otro lugar del mundo, quizá me daría igual estar en otra ciudad. Pero sé que es imposible. Al igual que sé que debo abrir las ventanas y ventilar bien todas las habitaciones. Por el momento tiene que desaparecer. Aunque nunca se irá del todo.
Solamente he hecho esto, abrir de par en par todas las ventanas, con la intención de crear una corriente depuradora e invisible que despeje ese perfume viciado. Ni siquiera he tenido tiempo de deshacer las maletas, una grande y la otra pequeña, una simple mochila que me gusta tener a mano cuando salgo de viaje y en la que llevo los objetos más personales en comparación con esos otros que llenan hasta reventar esa maleta indiferenciada de las miles que se agolpaban en el andén de la estación y en el propio tren, todas repletas de ropa y objetos de aseo. Registrando la maleta nadie sacaría nada en limpio de mí. Que prefiero las camisas a las camisetas, el calzado de sport al de vestir, los pantalones largos a los cortos y que no tengo color favorito. Nada en especial. En cambio, por la mochila, y dejando a un lado que en ella va la documentación, cualquiera podría hacerse una idea aproximada de con quién trata. Dentro se esconden las gafas de sol, el tabaco y un mechero de plástico y sin dibujo, anónimo; la música que suelo escuchar almacenada en un minúsculo aparato compacto con los auriculares enrollados y los libros que he decidido llevar conmigo estas vacaciones que he pasado solo. También hay un pequeño cuaderno de escolar en el que tomo apuntes. Esas son las cosas que entregarían a mis padres, porque supongo que a mi mujer ni se le pasaría por la cabeza hacerse cargo de ellas, en el caso de que el tren hubiera descarrilado y yo hubiese muerto. Un puñado de objetos sin valor que caben en el vientre oscuro y profundo de una mochila de tela. Un testimonio bastante pobre y escaso, ridículo, de mi paso por la vida. Aunque el resto tampoco podría aportar mucho más. Así que quedamos reducidos a cinco cosas, cinco elementos tomados a la ligera, sin haberlo pensado demasiado, sin habernos parado a considerar la trascendencia y la importancia sintetizadora de esa elección que resume la existencia, que la comprime apelotonándola en una masa apretujada de cables, celulosa, cristal, hojas secas y gas. En cualquier caso, si pudiera volver atrás y repetir la elección, si dispusiera de más tiempo para meditar y fuese consciente de la rendición de cuentas que me aguarda después, estoy seguro de que no cambiaría, de que las variaciones serían mínimas. Me es indiferente una cosa u otra.
No puedo arrepentirme de lo que he hecho. Ni aquí ni en ningún otro momento de mi vida esquematizada en cinco objetos. Y no es por falta de ganas; es por incapacidad, por la ausencia de fe en el futuro, por el tedio suave sobre el que me deslizo y en el que se ha convertido el vivir. Estoy a la espera de que suceda algo que no sucede, que no ocurre jamás porque quizá ya está teniendo lugar y no me he dado cuenta, no he sido capaz de distinguir su comienzo. Estoy dejando pasar los minutos intentando encontrar el principio del tiempo. Mientras tanto, él sigue pasando. A diferencia de mí, él sí sabe lo que tiene que hacer.
Tengo todavía que sacar las cosas de la maleta y liberar a los cinco residuos presos que aún esperan en la mochila. Me ha faltado tiempo material para hacerlo. Es entonces cuando suena el móvil. Soy yo el que debe cogerlo. No hay nadie más. Vibra encima de la mesa del salón tratando de escapar de ella zumbando, temblando alterado a intervalos ruidosos con un soniquete tecnológico alejado de todo vestigio humano. Por costumbre, tardo en reaccionar. Aunque no me detengo a pensar en quién puede ser, no invierto segundos en valorar el número escaso de posibilidades que tienen algún sentido y se pueden ajustar a esa llamada inesperada. Si quisiera, si me encontrase con ánimo, si tuviera un poco de interés por lo que me rodea, en menos de cinco minutos descartaría nombres de forma lógica y precisa siguiendo un patrón de conducta e introduciendo el menor número de variables y parámetros para aumentar así la eficiencia del método y dar con una respuesta adecuada. Pero solo adecuada. Eso no implica que sea la correcta. Y hay bastante diferencia entre lo conveniente y lo verdadero. Me contento con saber que en menos de cinco minutos habría sido capaz de encontrar al autor de la llamada. Sin embargo, también sé que nadie esperaría ese tiempo para hablar conmigo.
Así que cojo el teléfono acabando de sopetón con su furia doble de timbre y vibrador. Conozco la voz.
—¿Casal? Soy yo. ¿Te has enterado? Supongo que no. En enero estará prohibido fumar por ley en todos los centros públicos. ¿Qué te parece?
No me parece nada. Soy fumador pero no me parece nada. No tengo opinión al respecto. Lo sabía, aunque no he dedicado ni un minuto de mi tiempo a valorar ese veto, que, por otra parte, no depende de mí. Por eso no sé qué contestar.
Gómez parece enfadadísimo. Le dejo hablar. Yo solo escucho. Entiendo su preocupación ya que la imagen que tengo de él, mi recuerdo asociado a su persona va siempre acompañado de un cigarrillo frágil a punto de caerse colgando de la comisura de sus labios, un cigarrillo de longitud invariable por la costumbre de funambulista que tiene de aguantar la ceniza en esa forma cilíndrica hasta que ya no puede más y debe depositarla, sin deshacer la figura ni aplastar el tabaco quemado y consumido, realizado, en el cenicero más cercano. Creo que ese esfuerzo de equilibrio, ese alarde de pulso firme le impide disfrutar realmente del acto. O quizá fumar ya no tenga sentido para él si no es a través de esa operación de precisión quirúrgica que realiza cada vez. Nunca se lo he preguntado. Y por sus gritos entiendo que ahora mismo no es el momento.
—Te juro que no sé qué voy a hacer. No sé cómo lo voy a aguantar.
Trato de tranquilizarle sin mucha convicción. Su enfado se me antoja artificial, ficticio. Si yo vivo instalado en una indiferencia sin la cual no seguiría adelante, Gómez despliega ante todo el mundo un cinismo estudiado y una brutalidad medida que me hacen sospechar que tampoco para él todo está perdido. Me le imagino fumando tranquilamente en el salón de su casa mientras habla conmigo, encendiendo un cigarrillo con la colilla candente del anterior, encadenándolos en una sucesión humeante que amenaza con abarrotar el cenicero. Se queja sin tomarse muy en serio ni sus lamentos ni a él mismo. Supongo que ambos desearíamos que las cosas fueran diferentes a como son en realidad. Eso es todo. Perdida en el camino la habilidad o la fe para cambiarlas, nos defendemos como buenamente podemos, cada uno con sus armas, panza arriba, conteniendo la respiración y escupiendo sangre de sabor metálico. Por el momento no queremos aceptar la derrota.
—Hasta enero todavía queda tiempo.
—¿Qué dices? Si mañana ya es septiembre. Septiembre. ¿Te das cuenta? Ya se huele el otoño.
Tiene razón. Y me doy cuenta. Me doy perfecta cuenta. Noto en mi cuerpo, en todo mi ser, que los días duran menos de veinticuatro horas, que las semanas se reducen a cinco días y todos los meses abarcan la misma extensión que febrero. Mañana ya es septiembre y enero está muy cerca, acechando a la vuelta de cuatro giros de calendario, insinuando un nuevo año que ya veremos en qué difiere del anterior. Probablemente en nada. Y aunque no quiera pensar en ello ni decírmelo a las claras, confesármelo, me doy perfecta cuenta. Los años van sucediéndose uno tras otro sin mucho ruido, transcurren quiera o no, sin mi consentimiento; no puedo controlar el tiempo, ni siquiera el mío, solamente administrarlo, malgastarlo en recuerdos reduciendo a unas pocas imágenes, a unas pocas palabras, la multitud innumerable de acontecimientos que tienen lugar o lo han tenido ya ante mis ojos de espectador sin entrada arrinconado en su butaca, intentando pasar desapercibido para evitar cualquier reproche por su mala acción. Quizá el resto se ha incorporado al espectáculo de la misma manera y se agazapan tras los asientos con idéntica mala conciencia y sentimiento indefinido de culpa. Pero el resto ahora no me importa. Solo puedo pensar en mí. Incluso me cuesta mantener el interés por esa voz quejumbrosa repleta de energía y mi atención se desliza lentamente resbalando hacia mi interior, encontrando ahí material suficiente para ocupar mi pensamiento toda la tarde y la noche entera. Dentro de mí empieza y acaba el mundo; por mí amanece y anochece cada día; la gente se aparta por mí, para dejarme paso, para abrir un hueco por el que yo pueda transitar, un espacio vacío en el que adentrarme y desde allí reconocer y proclamar mi individualidad. El ruido de la ciudad suena en mi cabeza y son mis oídos los que se atreven a escucharlo. Ahora también oigo a Gómez. Y porque le oigo, él existe.
Puedo definirle como lo más semejante a un amigo que tengo en la facultad, más que un simple compañero de trabajo. Congeniamos bien desde el principio a pesar, o puede que, a causa de llevarnos diez años; aunque parecen más por la vejez prematura acomodada en su cara arrugada y con ojeras permanentes que las gafas no disimulan. Que nuestros despachos estén pegados el uno al otro también ha contribuido a que nos viésemos más a menudo que el resto de compañeros, tanto de nuestro propio departamento como de los demás del edificio. Pero sobre todo nos llevamos bien porque hemos adivinado los respectivos trucos, descubierto las trampas en la forma de ser de cada uno y las hemos aceptado sin hacer preguntas ni dar respuestas, permitiendo así al otro desarrollar su carácter sin juzgarlo. También hay veces en que no nos soportamos y el pasar un rato en el mismo lugar se nos hace insufrible. Sin embargo somos conscientes de que en otro momento podemos volver a empezar. Nada nos ata. No nos rendimos cuentas. Podemos permanecer en silencio. Y también hablar durante horas. Así que él sabe que puede continuar quejándose, no voy a decirle nada, no voy a detenerle, no me importa; sé que al rato se le pasará y la vida seguirá fluyendo en torno nuestro como si nada hubiese ocurrido, yo en mi casa y él en la suya, yo preparándome mentalmente para afrontar un nuevo curso y él maquinando ardides y excusas para fumar donde se le antoje.
Porque todos, profesores y alumnos, sabemos que Gómez fuma en la facultad aunque no esté permitido. Lo hace sin esconderse, en su despacho y a veces en el mío; incluso en las clases, contraviniendo todas las normas, internas y externas, pasando por alto los comentarios a media voz que ni profesores ni alumnos se atreven a dirigirle en voz alta, los unos por la ausencia total y absoluta de trato que comparten con él y los otros por el miedo que les inspira, no vaya a ser que a la hora de corregir los exámenes y poner las notas se muestre más severo de lo que ya de por sí es al natural y todo se eche a perder por la denuncia chivata de un vicio. Al final resulta que acaba fumando donde le da la gana; no solamente en la cafetería de profesores, el único sitio, al menos hasta enero, estrictamente legal. Ahora echa pestes porque sobre el papel no le va a quedar ningún reducto franco donde cobijarse para dar rienda suelta a lo que ha convertido en necesidad. Pero ambos sabemos que sobre el terreno nada va a cambiar, todo seguirá siendo igual y nadie abrirá la boca para llevarle la contraria mientras le señala con el dedo, los unos porque les parece penoso mantener una conversación con él y los otros por un temor razonable y justificado a las represalias.
Cuando colgamos, su ira se ha diluido por completo en las palabras disolventes y no queda nada de ella en la despedida despreocupada y lacónica, casi seca, que me ofrece; ni siquiera menciona de pasada un breve comentario típico y educado sobre la marcha de las vacaciones. No fingimos. Llamaba para desahogarse y ya está. Parece que se ha despachado a gusto y le ha sentado bien. Actuando como actúa las cosas no le van tan mal. Yo me he quedado, sin saber muy bien por qué, algo intranquilo, con una sensación inexplicable de ligero malestar cuyo nacimiento no logro ubicar, tratando en vano de encontrar el punto exacto de la escasa conversación que hemos mantenido en el que ha comenzado toda esta inquieta agitación interior. A veces no me las apaño para comprender. Por eso no descarto que un día, sin aviso previo, tan de repente como un fogonazo eléctrico, me plante en medio de la clase y mientras demuestro un teorema mis manos movidas por un resorte, incontroladas y libres, inocentes se introduzcan en el bolsillo de mi chaqueta en busca de un cigarrillo para encenderlo delante de las caras atónitas de todos los alumnos presentes, que me imagino no sabrán reaccionar por lo inesperado de mi conducta, porque yo no soy así, porque eso no va conmigo, nadie lo espera de mí, ni siquiera yo mismo lo espero; pero no lo descarto, no descarto que un día, sin aviso previo, tan de repente como surge la llama del mechero, empiece a fumar durante las explicaciones y no preste atención a los murmullos de sorpresa que me rodean y me persiguen, o yo sueño que me rodean y me persiguen, y aunque no quiera escucho despierto. Cabe cualquier posibilidad; no estoy seguro de mí mismo, no puedo fiarme de lo que siento porque no puedo explicarlo por mucho que me esfuerce. Y juro que me esfuerzo, me esfuerzo cada día en entender las cosas y en buscar aquello que me falta o que he perdido por el camino en un descuido fortuito o quizá aposta, ya que al no confiar en nada ni en nadie me veo incapaz de asegurar que cuando me equivoco lo hago sin querer; a lo mejor actúo en contra de mi propia persona, mortificándome sádicamente, inculpándome en un crimen sin sangre ni víctimas, solo con castigo. Saber que siempre soy yo el que habla con mi voz, el que piensa lo que dice, no me sirve de ayuda. Los otros oyen mi voz distinta a como yo lo hago.
Ahora la casa permanece en silencio, con las ventanas abiertas permitiendo entrar ruidos cotidianos que no extrañan ni molestan. También penetra una ligera brisa desde diferentes ángulos, convergiendo en algún punto impreciso, amagando una corriente que no llega. Nada tiene la fuerza suficiente. Yo tampoco. Estamos agotados, con un cansancio de fracaso por todos los intentos fallidos. Temo el día en que ni siquiera me apetezca volver a intentarlo, intentar lo que sea, cualquier cosa, la más absurda o trivial; temo el día en que, por saber que voy a perder, no mueva un dedo para actuar. Y lo temo con el pánico de la cercanía, de todo aquello que acecha dos pasos por detrás. Porque lo presiento muy cercano. Hay pistas, indicios. Noto que levantarme cuesta cada día un poco más; da igual que haya dormido bien o mal, no tiene nada que ver con el descanso. Porque si estuviera relacionado con el descanso nocturno, me echaría una noche y trataría de no despertar, de no levantarme de la cama hasta que mi cuerpo no soportase más esa postura horizontal recogida sobre sí misma, remedando un feto antiguo, con mucha edad; no me levantaría hasta que la espalda, una parte de mi cuerpo que ya empiezo a sentir como algo independiente de mí debido a sus dolores espontáneos y crueles, me dijese basta crujiendo y me obligase a ponerme recto, a volver a la verticalidad de animal evolucionado y triste. También noto que eludo enfrentarme a las cosas y a las personas, espero a que el tiempo arregle y ajuste el mecanismo de la vida para así yo poder acoplarme sin esfuerzo a la marcha de lo que viene y no sé muy bien dónde se dirige. No arriesgo. Quizá porque ya lo hice. Y aunque ese pasado debería demostrarme que avanzar es lo natural, ahora me quedo quieto, muy quieto y parado, temiendo hacer ruido y despertar a lo que duerme.
Pero es pronto todavía, nadie duerme y ahora la casa, después de la llamada telefónica, permanece en silencio. Por el tema de la conversación, me han entrado ganas de fumar. De la mochila pequeña saco el tabaco y el mechero de plástico de color neutro. Puedo ver sus entrañas y su sangre de gas. Le queda poca. Tiene suerte; es recargable y seguirá funcionando, que para él es sinónimo de vivir. Nosotros no lo entendemos porque ya sabemos demasiado. Enciendo un cigarrillo y me voy a mi estudio en busca de un cenicero, dejando el equipaje aún sin deshacer. No me apetece. Me da lo mismo que se arrugue.
Sobre la mesa del estudio, sujetando unos papeles que hasta que no los veo de cerca no los identifico, que había olvidado por completo, reposa un cenicero de porcelana. Son folletos doblados en tres de restaurantes chinos con servicio a domicilio. Por lo menos hay cinco. Y en el barrio, cinco veces más. Los conservo para las emergencias alimenticias. Hoy, por ejemplo. Pero ahora me concentro en fumar mirando a través de la ventana abierta que da al exterior, viendo desde el segundo piso cómo la calle desciende en una cuesta prolongada que me deja comprobar el crecimiento de la ciudad en distintos niveles, en escalones que el asfalto ha sepultado sin remedio y sin compasión y cuya existencia solo puede atestiguar una visión en perspectiva y desde lejos, objetiva.
He vuelto. Quería que pasaran las vacaciones y lo han hecho. Solo era cuestión de tiempo, de un mes exacto. Mañana regreso a la monotonía y la normalidad del trabajo. Debo ordenar algunas cosas. No es una forma de hablar. Mi mesa, en la que me apoyo, lo está y recuerdo que también dejé así el despacho en la facultad, los exámenes de septiembre encerrados bajo llave en un cajón del escritorio y con las soluciones en hojas aparte para luego corregirlos lo más rápido y tranquilamente posible. Sin dejar nada al azar. Solamente el resto de mi vida.
Termino de fumar y aplasto la colilla esponjosa contra los restos porosos de ceniza, ensañándome con ellos sin piedad, dejando únicamente un inerte polvo gris que alejo con precaución de la ventana abierta para que no se vuele. En la calle, la cuesta abajo continúa quieta, extendiéndose sin fin.
Voy al baño a lavarme las manos y refrescarme la cara y la nuca. Me suda la frente y la camisa se me pega húmeda al cuerpo, haciendo de segunda piel porque, a pesar del aire tímido que circula entre las habitaciones, el calor aprieta todavía en el ambiente y el sol sigue presente sin ocultarse del todo, recordando su redondez amarilla pero con menos violencia que al mediodía. Me miro en el espejo y veo mi cara mojada y resbaladiza, reluciente. Delante de él no hay escapatoria posible. Aunque mire de reojo, aunque trate de esconderme tras mis párpados, el reflejo me persigue, me obliga a enfrentarme con mi propia mirada en la que desde hace tiempo se ha hecho un hueco una oscuridad profunda de pupilas demasiado marrones, un vértigo opaco de abismo del que cuelgan, desafiando a la gravedad, unas ojeras que no puedo eliminar por mucho que duerma; al contrario, cuanto más duermo, más se agrandan, más se extienden bajo mis ojos; por eso no puedo eliminarlas por mucho que duerma, porque nada tienen que ver con el descanso, ya que si estuvieran relacionadas con el descanso nocturno, me echaría una noche y no me levantaría nunca más a menos que sonase el teléfono móvil encima de la mesa del salón, tratando de escapar de ella zumbando, temblando alterado a intervalos ruidosos, y ese sonido me forzase a cogerlo porque si espero a que alguien lo coja, me equivoco, no hay nadie que vaya a hacerlo. Y supongo que es culpa mía. Pero no creo que sea mala persona. Solo quiero que nadie conteste por mí.
Me despierta un ruido a las seis de la mañana. Lo he sentido primero dentro del sueño, distorsionado e ilocalizable, y mi cabeza ha tratado en vano de asimilarlo dándole un sentido preciso entre ese cúmulo de imágenes inconexas. Pero ha resultado un proyecto inútil, como tantos otros que chocan con la realidad rocosa, de una pieza. Por eso me he despertado a las seis de la mañana; tan solo un poco antes de que sonara el despertador.
Abro los ojos en la oscuridad clara de la madrugada que se cuela por la fina línea recta horizontal que la persiana dibuja en la ventana aún sin cerrar. Solamente cerré algunas la noche pasada. Me quedo todavía un rato en la cama, empapado en un sudor frío que ya no me molesta, al que ya me he acostumbrado de tanto padecerlo porque siempre me sucede lo mismo los días antes de incorporarme de nuevo al trabajo, es siempre igual cada domingo por la noche y el último día de agosto, todo forma parte de un ritual absurdo que se celebra sin remisión, un testimonio mojado de lo que debe empezar o de lo que se acaba. Entre las dos sábanas arrugadas, ignorando las gotas que se van solidificando sobre mi piel, me concentro en el silencio intentando volver a oír ese ruido que no sé qué es, que no sé con qué se corresponde. Tendría que escucharlo otra vez para asegurar que coincide con el de antes. Al poco tiempo de esperar me veo recompensado.
Varios golpes de tos seca cierran el círculo. Al principio pensé que el estruendo venía de la calle por su violencia animal que le ha hecho imponerse inesperadamente en mi sueño; sin embargo, tumbado en la cama, peleando con el sudor invisible que al tocarlo desaparece camuflándose, confundiéndose con la tonalidad neutra de mi piel que solo puedo intuir o recordar de memoria porque la luz no es suficiente para distinguir con nitidez los detalles, únicamente los contornos de los objetos y las fronteras de las paredes, vuelvo a oír de nuevo ese ruido que proviene del piso de abajo. Ahora lo reconozco. Uno de inmediato la tos con lo que he escuchado las dos veces. Sé que viene de abajo. El anciano que vive solo se ha desvelado y ya no volverá a cerrar los ojos en lo que queda de día, porque ha sobrevivido una noche más. Puedo imaginármelo sonriendo victorioso, mirando el reloj con calendario de la mesilla y sosteniendo inseguro en su cara una mueca de burla a la muerte, sumando minutos a partir de ahora, echando unas cuentas que no le cuadrarán nunca. Aunque no quiera aceptarlo, sabe de sobra el resultado final. Así que es como si en realidad hiciese trampas; pero solo para perder mucho más de lo que puede ganar, por mucho que se empeñe en otra cosa. En cualquier caso, sigue sumando en lugar de restar y eso significa algo. Tiene esperanza. En el último instante no le servirá de nada, pero todavía tiene esperanza. Y también está la tos seca, la misma que le molesta día y noche, la que le recuerda que existe. La misma que me ha despertado. La oigo una vez más. Ahora la acompaña una escolta fúnebre de pasos arrastrados. Todo su día promete desarrollarse de este mismo modo, el cuerpo agotado alternando sus pocas fuerzas entre los espasmos breves salidos del pecho y la lentitud reptante que apenas le sirve para avanzar unos metros.
No me cuesta mucho levantarme. La dureza incómoda y congelada, hostil de las sábanas y el peligro de quedarme dormido de repente acunado por el vaivén hipnótico de la tos y los pasos, hundiéndome en una pesadilla protagonizada por un viejo en bata que vive solo, me animan por rechazo a dejar la cama. Retiro la ropa hasta el final del colchón para que se ventile al máximo. Esta noche no quiero sudar. Ni tener miedo.
Voy hasta el baño dando tumbos, golpeándome con ángulos y esquinas cuya posición exacta he olvidado por un momento, o al menos eso parece, debido al sopor que todavía me invade. Me sitúo debajo de la ducha para quitármelo a base de chorros de agua. Lo que no se me va de encima es una acidez de estómago repetitiva que achaco razonablemente a la cena grasienta y pesada que encargué anoche a uno de los restaurantes chinos de los folletos y que engullí solo y en silencio, como una bestia acosada. Las dos cervezas que la ayudaron a pasar fluida por todo mi aparato digestivo y la ginebra de después no contribuyeron mucho a mejorar la cosa. Por no mencionar el tabaco. Así que esta mañana la tripa me pesa y me arde, castigándome por un exceso del que fui consciente mientras lo perpetraba; no me detuve ni un segundo a considerar el estado a la mañana siguiente, el futuro inmediato que me aguardaba unas horas más tarde. Por lo menos he dormido algo. A pesar de eso ahí continúan las ojeras. No se han retirado de mi rostro. Quiero engañarme un instante y creer que ellas en realidad no pertenecen a mi cara sino que un día las dibujé en broma sobre ese espejo en el que ahora me veo, en el que me vi ayer por la tarde y también antes de acostarme; las pinté para valorar cómo quedarían bajo mis ojos marrones, ahora mucho más oscuros que de costumbre o eso me parece a mí, y por ese motivo creo que puedo desprenderme de ambas moviéndome un poco, desplazándome tras el lavabo a derecha o izquierda, alejándome o acercándome, cambiando astutamente de posición para que no coincidan con mi cara. Pero solo me engaño. No sé de qué me sorprendo, por qué abro tanto mis ojos marrones, ahora mucho más grandes y oscuros que de costumbre o eso me parece a mí, de los que se descuelga sin caer nunca una oscuridad muy similar, una oscuridad triste e imprecisa, angustiosa que ni de broma se me habría ocurrido dibujar nunca. Quizá la haya invocado sin saberlo. Ahora ya es tarde.
Me lo tomo con calma. Dispongo de un margen bastante amplio. Preparo café y bebo uno solo que me sienta fatal; no ha sido la mejor opción, teniendo en cuenta el sabor amargo que lleva subiéndome toda la mañana desde las entrañas gelatinosas hasta la boca. Debe de formar parte de mi naturaleza fallar siempre al elegir de entre todas las opciones posibles. Aguanto como puedo. De una estantería de mi estudio saco, deslizándolo por entre los otros dos que lo aprietan y lo sostienen derecho, un libro para soportar el trayecto en metro. No es uno cualquiera; ha sido una decisión meditada. Solo espero que no me siente tan mal como la anterior. Lo meto con cuidado en la cartera de piel que llevo colgada a modo de bandolera y me encamino a sumergirme de nuevo en la vida.
Mientras bajo andando los dos pisos, sobre todo en el rellano del primero, soy capaz de oír todavía a través del tabique de grosor ridículo la tos escandalosa y los pasos dirigidos en horizontal y hacia delante. La vida del viejo se reduce a esas dos acciones, la una explosiva y la otra monótona, ambas terminales, que no le conducen a ningún lugar por más que la segunda le proporcione la ilusión de movimiento. Sé que siempre sale a la calle por la mañana, me lo chivan sus dos habilidades de hospital, cuanto más pronto mejor, a dar su paseo acostumbrado, higiénico y no me apetece lo más mínimo encontrarme con él en la escalera. Tendría que adelantarle por el estrecho hueco en el que no caben dos cuerpos adultos, obligándole a apartarse un poco y pegar su espalda curvada y desgastada, erosionada por el tiempo excesivo, contra la pared de azulejos para no caerse al sentir a su lado mi velocidad, mi energía que no es mucha, pero sí más que la suya y suficiente para dejarle atrás mirando con odio en la dirección de mi escapada hacia abajo. Envidia mi soltura por comparación con la que le falta. Es lo mismo que yo siento por mis alumnos. Percibimos que algo se esfumó por el rastro pringoso que ha dejado en los otros.
Ando despacio hacia la boca de metro más cercana. Ya no me acosa ningún peligro. Camino a lo largo de las fachadas de las casas bajas de dos plantas similares a la que acabo de abandonar encontrándome cada cinco pasos con árboles raquíticos de tronco endeble sin ánimo para soportar su propio peso. Entristece esa naturaleza artificial implantada en la ciudad a la fuerza, de cuajo. La plazoleta de estilo romano que hay delante de mi casa también resulta absurda y anacrónica. Confieso que siento alivio al descender al territorio subterráneo del metro, plagado de caprichosas escaleras mecánicas que funcionan cuando no se piensa mucho en su utilidad, y recorrer sus interminables pasillos indistintos iluminados por el neón translúcido de los fluorescentes alargados. Comienza septiembre para todos y el andén está lleno de caras medio dormidas e indiferentes. Solo me fijo un segundo en algunas de ellas porque en cuanto llega el convoy a la estación, deteniéndose con parsimonia, y consigo sentarme en uno de los escasos asientos libres del vagón que no abandonaré hasta alcanzar mi destino en una de las paradas de esa línea gris circular, saco el libro elegido de la cartera de piel y me concentro en devorar palabras, frases, líneas, párrafos y capítulos sin levantar la vista; no quiero ver a nadie, no deseo fijarme en ellos, no vaya a ser que sus miradas soñolientas de animal de matadero me irriten y me hagan sentir algo más que cansancio y tedio por todos ellos y por sus vidas, casi asco y una náusea difícil de borrar desde el momento mismo en que aparezca instalándose tenaz dentro del ser. No quiero valorar durante el trayecto la existencia real, ni la suya ni la mía. Sentiría sin duda que la mayoría se encuentra desplazada de su centro, de su punto de equilibrio. Ninguna puede colocarse donde debe. Se balancean en la cuerda floja. Y la mía la presiento como el ruido del sueño de esta mañana; deseo encajarla en algo superior y redondo pero me veo incapaz. No dispongo de los atributos necesarios para hacerlo. Si me paro a pensar mucho en ello, creo que al final me convenceré sin esfuerzo de que lo único que quedará resonando como un eco antes del último salto será una tos quejumbrosa con su picor recurrente de quemadura de sol.
En media hora llego a Ciudad Universitaria. En este andén, como en el de partida, los rostros que ascienden por las escaleras mecánicas sin hacer uso del cuerpo que los sostiene perpetúan la misma expresión aburrida a pesar de estar rejuvenecidos. Quizá en estos se puede percibir un punto más de tensión por lo que se supone se juegan en los exámenes del mes extraordinario y vergonzoso, fatídico. Prefiero no mirarlos. Su futuro no depende en absoluto de mí. La decisión siempre será suya y todavía están a tiempo de echarse atrás. Yo no puedo hacer otra cosa que continuar, llegue a donde llegue. Y siempre en línea recta, que es la distancia más corta.
Después de pasar por facultades mucho más antiguas, la de Matemáticas tiene por fuera el aspecto de un ambulatorio del extrarradio de la ciudad. Eso por fuera. Porque por dentro el silencio y la desinfección de la falta de compromiso con nada tangible la asemejan a una morgue. A partir del tercer piso, en la puerta de cada despacho figura enmarcado en una plaquita de fondo azul el nombre de cada profesor, aventurando por comodidad más que por conocimiento e interés que el propietario del cubículo aislado continúa vivo y en perfecto estado. Lo primero puede saberse nada más abrir la puerta. Lo segundo es de todo punto imposible.