Cuando tenía 13 años me gustaba dibujar cruces esvásticas en los cuadernos borradores. Cruces esvásticas y variaciones de las máscaras de Kiss. Empezaba desde la última página y avanzaba en sentido contrario hasta que los dibujos se superponían a los deberes escolares. La coincidencia siempre era extraña. Una levísima sensación de mareo, un parpadeo desorientado, una búsqueda en el vacío. Cuando me quedaba sin espacio para las cruces, levantaba los ojos del cuaderno, miraba alrededor con desconfianza, veía mis compañeros, veía las paredes pintadas a la cal, veía los ventanales que daban a un patio interior y, como si mirara desde la Luna, recién entonces me daba cuenta de que estaba en un aula del Liceo Militar. No sé si dibujar en las horas de clase era una forma de distracción o de concentración en mi rutina de estudiante. Por lo que recuerdo de las isobaras y las isotermas tacharía la segunda opción en Geografía. Pero como puedo recitar los nombres de los reyes de Francia desde el primer Ludovico hasta el último Luis, debería elegir la respuesta contraria en Historia. La verdad es que dibujaba sin pensar en el sentido de lo que estaba dibujando. No había ninguna conexión entre mi cabeza y la mano que sostenía la birome. A los 7 años, eran cohetes espaciales; a los 10, animales fantásticos, y a los 13, cruces nazis. Me gustaba verlas multiplicarse sobre el papel, una al lado de otra, como si expresaran en términos simbólicos en vez de porcentuales el avance de una infección o una enfermedad mental. Un dato relevante es que dibujaba más en el Liceo que en mi casa de Los Juncales. Cuando volvía a mi pueblo, los fines de semana, me olvidaba de las esvásticas y me dedicaba a las máscaras de Kiss. Era un acto de exclusión voluntaria. Me encerraba en una pieza para no ser acusado de perturbar la salud auditiva de los Staub y me aislaba del mundo toda una tarde. Siempre que encendía el tocadiscos, el efecto se repetía: los papeles se llenaban de dibujos espectrales. Una vez que logré imitar los rasgos del Gato, el Hombre del Espacio, el Chico Estrella y el Diablo, empecé a introducir variaciones en los modelos originales. Al principio se reducían a mínimos detalles, tan sutiles que nadie los hubiera notado en un juego de las cinco diferencias. Pero los mínimos detalles conducen a los máximos detalles. En poco tiempo, ya estaba diseñando mi propia serie de máscaras inspiradas en bestias provenientes de la zoología, la mitología o la astrología. Una sola cosa me frustraba: no podía superar el grado de malignidad de la máscara del Diablo. Intentaba con vampiros, zombies y calaveras, pero la comparación siempre me decepcionaba.
La ventaja de las esvásticas era la simplicidad. Dos trazos que al cruzarse adquirían una potencia negativa incomparable. Parecían perfectas desde el principio. Se completaban a sí mismas y a la vez no se terminaban nunca. Yo quería seguir dibujándolas hasta llenar mil cuadernos. Mil años de cuadernos. La eternidad del Reich se cumplía en sus formas. Generaban una inercia en mi mano, una continuidad infinita. Y aunque no tuvieran significados podían significar cualquier cosa. Por ejemplo: cruces en un cementerio. Si las proyectaba en tres dimensiones formaban largas filas que se dilataban más allá del horizonte. Hay que tener en cuenta que un espacio importante de mi vida lo ocupaban las fantasías fúnebres. Estaba pensando en las malas decisiones militares de Hitler (corregía la invasión a Rusia o alargaba los tiempos de prueba de los cohetes V2) y de pronto se moría mi madre. No es que imaginara una enfermedad fulminante, un accidente fatal o un asesinato, ni que abundara en detalles concretos sobre los huesos quebrados o los órganos lesionados, nunca veía la cara desfigurada o el cuerpo tapado con una sábana, lo único que registraba era la ausencia, el resultado final, la conclusión: no tenía madre. Ya no existía. Pero ni siquiera podía llorarla, ni siquiera podía velarla, porque junto con mi madre enseguida se moría mi padre, difuminado, borrado, chupado por el vacío, disuelto en el aire, y también era un muerto sin cadáver, una entidad imposible, un hueco mental. No quedaba nada. Ni polvo. Ni ceniza. Ni una losa con su nombre y apellido. Yo me convertía en un huérfano. Un hijo de nadie. Mis principales lazos de sangre se cortaban de un solo golpe, sin causarme dolor físico, tras una especie de amputación perfecta de la que sólo sentía la acción de la anestesia total. Si había algo saludable en las desapariciones de mis padres era que no me daban tiempo a reaccionar. Las muertes continuaban a un ritmo cada vez más urgente. Moría mi hermano, morían mis primas y mis primos, morían mis tías y mis tíos, moría mi abuela, morían mis parientes cercanos y lejanos, todos víctimas de muertes limpias, muertes no anticipadas por ninguna enfermedad. No había nada entre el momento en que aún respiraban y el momento en que dejaban de respirar. Sucedía tan rápido que ya no tenía familia. La había exterminado. Yo era el último de los Staub. Sin embargo, como la gente seguía muriendo, ser el último Staub implicaba ser la última persona del planeta. Todos estaban enterrados bajo las cruces que yo mismo había dibujado.
Muchos años después hice el ejercicio de descomponer la esvástica en sus dos trazos principales. Es una operación de exorcismo gráfico. Por un lado, en el eje vertical, se obtiene una S, inclinada y rígida, absolutamente inofensiva, una letra tan sola y aislada que parece sentirse excluida del abecedario. Por otro lado, en el eje horizontal, surge una línea quebrada que evoca el mínimo segmento reconocible de una escalera descendente. Así dividida, sin un punto de unión, sin un núcleo que la fije, la esvástica carece de poder, se desequilibra, se descompone, gira en falso, deja de presionar sobre sí misma, como si le faltara una tuerca y un tornillo, y lo que quedan son dos partes incongruentes de una pinza desarmada. Más o menos en la misma época descubrí que la inicial de mi apellido también conectaba símbolos que yo siempre había considerado distantes: la insignia de las SS con la doble S del logo de Kiss. Tengo un álbum editado en Alemania. En su cubierta salta a la vista una alteración tipográfica comparable a mi descomposición de la esvástica: las S son transformadas en Z invertidas, como si después de atravesar un espejo hubieran aparecido en un mundo al revés. A veces siento que entre el Lucas Staub que soy ahora y el Lucas Staub que era a los 13 años, se interpone el mismo espejo. Pero antes de volver a la versión adolescente de mí mismo, quisiera detenerme un instante en los sentimientos que me provoca hoy la cruz gamada. Siempre que pienso en ella no puedo separarla del círculo blanco que la rodea en la bandera del partido nacionalsocialista obrero alemán. Es una bandera roja, obsesivamente simétrica, bellísima, con esa belleza que resulta de la combinación de colores que evocan la sangre, la muerte y la pureza. Desde un punto de vista estético, es la obra más perenne de Hitler. ¿Cuántas horas de su vida pasó diseñando esa bandera? ¿Cuántas variantes descartó hasta encontrar la definitiva? ¿Cuántas veces volvió a dibujarla sólo para confirmar que era perfecta? Ahora su silueta inclinada sobre los papeles se superpone a otra silueta que ya he presentado al comienzo de esta historia.
La diferencia es que yo no le mostraba a nadie mis dibujos en el Liceo. Me sentaba al lado del más estúpido o el más estudioso de la clase (que a veces coincidían en la misma persona) y así evitaba las miradas oblicuas y las preguntas directas. Cuando por azar un compañero descubría el contenido de los cuadernos, no le daba tiempo a reaccionar, lo agarraba de un brazo, lo atraía con fuerza hacia mi pecho y le preguntaba al oído:
—¿De qué signo sos?
A cada figura del Horóscopo le correspondía un castigo especial. Si la víctima contestaba:
—Tauro.
La sentencia era:
—Vas a chillar como un ternero.
Si contestaba:
—Escorpio.
—Vas a tragarte tu propia meada.
Esa ciencia de disuasión astrológica había sido elaborada en las horas de ocio mientras mi mano dibujaba desconectada de mi mente y todas mis ideas se volvían fúnebres. No siempre daba buenos resultados, aunque sirvió para espantar a más de un curioso. El cuerpo ya crecido, las uñas largas y el mal aliento combinados con las cruces esvásticas y las máscaras de Kiss me investían de un halo de demencia satánica. Era otra persona cuando me enojaba. Era un animal. Nada en el ecosistema masculino del Liceo podía oponerse a mi involución. No digo que mis compañeros me tuvieran miedo. Sólo me clasificaban como un espécimen desconocido. Nunca me acusaron de nazi en la cara. Sin embargo yo estaba convencido de que Alemania habría ganado la guerra si Hitler no hubiera invadido Rusia en invierno y si hubiera esperado el desarrollo de los cohetes V2.
No puedo decirle abuelo al padre de mi padre. Nunca lo conocí. Murió dos años antes de que yo naciera. Se llamaba Adolfo Rodolfo Staub. Comparto su apellido y su primer nombre, pero no nos parecemos en nada. Tengo otros ojos. Tengo otra cara. Cuando murió, a los 60 años, mi abuelo conservaba todo el pelo en su cabeza, en cambio yo empecé a raparme antes de cumplir 30. El padre de mi padre era ingeniero. Ingeniero mecánico. Además de algunas fotos en blanco y negro, donde siempre aparece peinado hacia atrás y vestido con camisas de mangas cortas abotonadas hasta el cuello, sólo queda de él un cuaderno de anotaciones. No es un diario íntimo, sino el borrador de un ingeniero, escrito con la caligrafía más perfecta que he visto en un hombre, letras simples y claras, sin adornos, tan geométricas que se adaptan a las coordenadas del papel cuadriculado como si fueran insectos modelados por una mente divina. También hay números, fórmulas, ecuaciones y diagramas que representan el funcionamiento de los motores de combustión interna. Mi abuelo era un experto en el tema, una autoridad internacional, y entre sus invenciones patentadas figura un motor que transforma el movimiento circular uniforme en movimiento rectilíneo alterno. Los planos de ese motor están enmarcados y expuestos junto a las fotos de nuestros antepasados. Lo más interesante que contiene el cuaderno es un recorte de diario, fechado en 1941 y titulado Alemania desarrolla una peligrosa arma secreta. El arma era el cohete A1, un prototipo de los misiles V2 que caerían sobre Londres en 1944. El jefe del proyecto era el mismo ingeniero que lanzaría el Apolo 11 a la Luna.
Nunca me importó lo que hacían los otros chicos de mi edad. Supongo que volaban con un puño alzado, reptaban por las paredes o proyectaban sombras con forma de murciélago. Mi hermano y yo, en cambio, experimentábamos una gama de mutaciones mucho más amplia. Podíamos ser cualquier cosa viva o muerta. Podíamos dividirnos y multiplicarnos. Podíamos volvernos naturales o sobrenaturales. Nos escoltaban legiones de criaturas extrañas, muchas de las cuales dibujé en mis cuadernos antes de especializarme en cruces esvásticas y máscaras de Kiss. Hubo una fase de nuestra infancia en la que Claus se creía extraterrestre y pensaba que los astronautas lo habían traído de un planeta desconocido del sistema solar. Miraba las estrellas como alguien que busca su mundo perdido. Inspirados en la moda de los cohetes, diseñamos nuestras propias naves e intentamos ponerlas en órbita. La estratosfera nos parecía tan cerca que pretendíamos alcanzarla con una tabla de planchar propulsada por aerosoles o con una palangana alimentada con alcohol etílico. Claus no era el único que tenía una relación íntima con el cielo. Mi prima Luciana Sismondi, por ejemplo, nació el mismo día en que el hombre llegó a la Luna. Pero esa es otra historia. La cito solo para exponer la clase de relaciones que nos unían con las expediciones espaciales. No importaba cuánta sangre prusiana o piamontesa corriera por nuestras venas, descendíamos de las nebulosas. Nuestra estirpe se remontaba a la vía láctea. No es raro que uno de los máximos héroes de los Staub fuera Wernher von Braun, el ingeniero de la V2 y del Saturno 5. El hombre que depositó a Armstrong, Aldrin y Collins en el Mar de la Tranquilidad.
El nombre completo de Von Braun suena como una declaración jurada de sus ambiciones: Wernher Magnus Maximilian Freiherr von Braun. Era grande mucho antes de mirar hacia arriba por primera vez. Claus y yo nos sentíamos reflejados en sus aventuras juveniles. Wernher y su hermano también habían lanzado una nave espacial doméstica cuando eran chicos. En vez de una tabla de planchar o una palangana, utilizaron un carro de madera. El material de ignición y propulsión consistió en media docena de bengalas, las más grandes que encontraron en el mercado de fuegos artificiales. Ataron la carga en la parte trasera del carro, que estaba montado en una rampa, y prendieron las seis mechas al mismo tiempo. El carro salió disparado a toda velocidad seguido por una larga cola de fuego, como si fuera un cometa (dicho con la misma imagen que emplea Von Braun en sus memorias). Una vez que los cohetes se quemaron, tras dejar una estela de chispas a su paso y emitir una especie de trueno final, la improvisada nave quedó suspendida en el aire durante un momento deliciosamente antigravitatorio, después sintió la resistencia de la atmósfera, se desvió de su trayectoria vertical y empezó a caer hacia la Tierra. Tras el impacto lo único que quedó del carro fueron las ruedas. Von Braun no las interpreta como un símbolo, y yo debería imitarlo, pero las veo rodar en mi mente y las figuras que trazan me recuerdan el principio rotatorio de las cruces esvásticas. La aventura termina con Wernher y su hermano detenidos por la policía y llevados ante su padre que era ministro de Agricultura de Alemania. ¿Los habrá retado o felicitado? Da igual. Estoy convencido de que no había premios ni castigos para Von Braun más que llegar adonde quería llegar, a la Luna, y por eso era el mismo chico, ahora con cuerpo de hombre, el que caminaba por los pasillos subterráneos de los laboratorios de Peenemünde, con la cabeza desbordada de cálculos de balística y fórmulas de combustión controlada, porque antes de la Luna, naturalmente, estaba Londres, y había miles de personas con estrellas bordadas en los brazaletes dispuestas a trabajar día y noche para que, una vez aniquilado Londres, la Luna fuera posible.
Mi padre nos contaba que su padre había mantenido una amistad epistolar con Von Braun desde antes de la guerra. No sé por qué razón el recorte del diario doblado dentro del cuaderno de anotaciones era para mí un testimonio indudable de esa amistad. Sin embargo el relato de mi padre no se agotaba en las cartas. Incluía un episodio digno de figurar en una novela de espionaje: Von Braun, Wernher von Braun, el pionero de la astronáutica, el ingeniero más respetado del siglo XX, el científico salvado del juicio de Núremberg por los norteamericanos, había visitado de incógnito a mi abuelo a mediados de la década de 1950. En plena guerra fría, durante los años de la carrera espacial entre los Estados Unidos y la Unión Soviética, ese viaje era una proeza, un peligroso capricho que sólo podía permitirse un genio. Von Braun se exponía a que lo raptara una célula de espías comunistas o a que lo ajusticiara un escuadrón de judíos insensibles al progreso tecnológico. Claus y yo suponíamos que había viajado de Buenos Aires a Los Juncales por caminos de tierra secundarios, a bordo de un auto negro y enorme parecido a un coche fúnebre, custodiado por personal de los servicios secretos de varios países occidentales. La falta de información no nos impedía retroceder hasta el principio del trayecto y postular la partida desde un aeródromo clandestino de los Estados Unidos. Era el único pasajero de un avión camuflado cuyo vuelo dibujábamos con una línea de puntos sobre un mapa del continente. No pasaba por la aduana. No mostraba su pasaporte. Y usaba anteojos oscuros para ocultar su cara. El exceso de detalles imaginarios formaba una niebla perfectamente adecuada a las nubes de polvo que levantaba la limusina de Von Braun mientras avanzaba por nuestras subrutas nacionales.
Mi padre nunca mencionaba detalles específicos de ese encuentro que en la historia de Los Juncales equivalía a la visita de un Papa. Simplemente contaba que Von Braun había almorzado con mi abuelo en la casa familiar y que se habían entendido un poco en inglés, un poco en alemán y otro poco en español. No recordaba ni una sola palabra de la conversación, aunque todo indicaba que había estado presente y que la había escuchado con la misma devoción con que nosotros lo escuchábamos a él. Describía a Von Braun como un hombre alto y delgado, de ojos celestes y cabello canoso, que aparentaba ser más viejo de lo que era porque usaba un traje gris y una corbata oscura. La narración de la famosa visita siempre degeneraba en una intrincada reflexión sobre la convergencia de la matemática, la física de expansión de gases y la química en la tecnología astronáutica. Cuando se enteró de que Claus quería escribir un relato sobre ese episodio para que su hijo y los futuros descendientes de los Staub conocieran la historia, mi padre lo llamó por teléfono y le dijo que la persona que se había encontrado con su padre era Wernher von Braun, sí, Wernher von Braun, pero no el verdadero Wernher von Braun. Se llamaba igual, Wer-nher-von-Bra-un, era ingeniero también, sólo que no trabajaba para la N.A.S.A sino para la Otto Deutz, la fábrica de tractores y máquinas agrícolas. Mi abuelo Adolfo le mandaba cartas a Alemania para conocer detalles de los motores de combustión interna. Escribía en español y Von Braun le contestaba en alemán. Cuando el gobierno argentino decidió nacionalizar las corporaciones extranjeras, este Von Braun viajó al país y visitó a mi abuelo en Los Juncales. Según mi padre, era un hombre de estatura mediana, morrudo y cuadrado, como los típicos alemanes del sur que visten trajes tiroleses, usan sombreros con plumas y tienen la nariz colorada, lo que en términos anatómicos significaba que no se parecía en nada al esbelto inventor de los cohetes espaciales. Sin embargo, desde ese día, mi padre empezó a decir que Wernher von Braun había viajado de incógnito a Los Juncales para ver a su padre. Era su mitología personal, su conexión directa con las constelaciones. Tantas veces lo contó que al final terminó creyéndoselo él mismo.
Una leyenda de los pueblos de La Pampa gringa dice que donde viven piamonteses los judíos se mueren de hambre. El argumento racial sostiene que los piamonteses son mucho más avaros que los judíos. Todo lo que puedo agregar a favor o en contra de la leyenda es que en Los Juncales sólo había dos judíos: Natalio Glasberg y Simón Radinsky. Ambos eran descendientes de familias expulsadas de Rusia durante los pogroms causados por el asesinato del zar Alejandro II. No conocí muy bien al viejo Glasberg, nunca lo vi fuera de las cuatro paredes de su cigarrería (era el único lugar del pueblo donde se conseguían cigarrillos importados). Cuando lo nombro me viene a la memoria la figura de un hombre pequeño, nervioso y malhumorado, con la cara medio oculta tras unos enormes lentes bifocales que le agrandaban los ojos y le daban el aspecto de un genio loco de historieta. En cambio, Radinsky era un amigo de la familia, y no importa qué lejos retroceda en mis recuerdos él siempre aparece en algún rincón de la escena. Simón también era pequeño, demasiado pequeño comparado con los gringos de la zona, pero sus rasgos se diferenciaban completamente del otro judío de Los Juncales, como si encarnaran ejemplos contrarios en una lección de anatomía moral. La cabeza pelada y redonda, la nariz breve, las mejillas rosadas y el labio inferior grueso, caído y levemente despellejado no intimidaban a nadie o por lo menos no me intimidaban a mí ni siquiera cuando se enojaba porque uno de mis perros le meaba la vereda o le destrozaba las plantas. Su estatura parecía destinarlo a un limbo ubicado en un punto intermedio entre los hombres y las mujeres, y la versión terrenal de ese limbo no podía ser otra más que una peluquería unisex. Si bien conservaba la navaja del barbero que había sido en su juventud en Santa Fe (donde aprendió el oficio durante el servicio militar), su negocio se sostenía gracias a las tinturas, las permanentes y los peinados de la sección femenina del local. Mi madre fue su empleada durante unos meses, y del empleo surgió una amistad que duró treinta años.
No me interesa indagar las razones de esa amistad. ¿Fueron mis padres los hijos que el peluquero no tuvo con su esposa rica y depresiva? ¿Fuimos yo y mi hermano sus nietos adoptivos? Sé que hubo altibajos en la relación con mi familia y que se mezclaron sentimientos y negocios en proporciones desiguales. Pero prefiero idealizar el pasado en este momento. Hay mil maneras de recordar a un hombre que murió. El peluquero judío de Los Juncales tenía más de un defecto. Antes de resumirlos en los dos párrafos siguientes, quiero fijar la presencia (o la ausencia) de Simón Radinsky en una espléndida tarde de domingo de mediados de los años 70. Estamos todos sentados alrededor de la mesa del comedor a la hora de la siesta. Jugamos a las cartas. Es el turno de Simón. Hace una pausa, abre en abanico los naipes y los vuelve a cerrar, mira a los otros jugadores con una mezcla de picardía impostada y falsa resignación en los ojos, comenta su repetida mala suerte, analiza las posibles variantes de su derrota, calcula los puntos que tendrá que contar si juega de una manera o de otra, se queja del rey de trébol y de la reina de corazones que le tocaron de mano y, finalmente, apurado por mi padre, acerca despacio los dedos hacia el mazo mientras susurra al dios del azar una plegaria de una sola palabra: ¡un menelik, un menelik, un menelik! Nunca me pregunté lo que significaba esa palabra porque su significado saltaba a la vista: un menelik era un mono, un jóker, un comodín, y yo pensaba que esa era la forma en que se decía en idish. Estaba equivocado. Si no existiera Internet nunca me habría enterado de que Menelik fue el primer monarca de los judíos en Etiopía. Voy a permitirme ser directo para que no queden dudas: el peluquero identificaba al rey de los judíos negros con un mono. Me siento mejor después de aclararlo.
Tengo dos recuerdos persistentes relacionados con Simón Radinsky, dos recuerdos que me acompañan como sombras. El primer recuerdo se remonta a una Navidad que pasamos en la casona de su cuñada. Ninguna fiesta de mi vida se pareció tanto a un velorio. Cenamos en una sala enorme iluminada por las luces de una araña cuyos cristales temblaban con las corrientes de aire y proyectaban reflejos acuáticos en las paredes empapeladas. La cuñada se llamaba Vilma. Era vieja. Era vieja de la manera en que son viejas las personas que no se resignan a ser viejas. Se maquillaba y se vestía como una soprano, con collares de perlas, anillos de esmeralda y telas de color pastel. La esposa de Simón, Lidia, también se inspiraba en una torta de casamiento para vestirse, pero era menos vistosa a los ojos de un niño. El apellido de las hermanas evocaba un cementerio en ruinas: Monteferrario. Le decían las Monteferrario y poseían una fortuna incalculable, repartida en cuentas bancarias y propiedades alquiladas. Lo único que me atraía de ellas era la historia de sus antepasados. Se contaba que en la época de la fundación de Los Juncales, el padre de Vilma y Lidia, Primo Monteferrario, se divertía disparándoles con una escopeta a los linyeras que pasaban por la colonia. Los hacía bailar a los tiros. Primo era dueño de una hostería que con los años se graduó de hotel y que ahora cambió de rubro y se volvió una clínica privada. Cuando demolieron el viejo edificio y cavaron en el sótano para hacer los cimientos de la clínica, encontraron miles de huesos enterrados bajo los escombros. Algunos cráneos tenían agujeros de balas. Por más ricas que fueran, Vilma y Lidia no salían nunca de sus dormitorios, no habían tenido hijos, y esa Navidad se pusieron a llorar cuando sonaron las campanadas de medianoche. Había algo incongruente en que un peluquero judío criado en Entre Ríos, tan vital y tan sociable como Simón Radinsky, conviviera con esas mujeres embalsamadas en vida. Yo no lo entendía, ni siquiera trataba de entenderlo, y tal vez por eso aceptaba la opinión general de que estaba con ellas por interés o por algo peor que interés.
El otro recuerdo empieza con un paseo en un Mercury descapotable por las calles de Los Juncales. El Mercury es un auto que mide siete metros y ese Mercury en particular está pintado de celeste (como un cielo metalizado) y brilla desde los faros delanteros a los traseros. Lo maneja el comisario Lucas Nicola, un hombre alto, simpático y seductor, que se cubre la calvicie con un mechón de pelo rubio estirado desde la oreja izquierda hasta la oreja derecha, usa pantalones claros y camisas hawaianas. En el asiento trasero tapizado de cuero rojo voy yo, Luquitas, tengo 7 u 8 años, y es evidente que estoy viviendo un momento inolvidable. La brisa me da en la cara, quiere tocarme, y todos los niños del pueblo me miran con una envidia que les va a durar para siempre. El comisario Nicola era amigo de Radinsky (quien tenía la rara vocación de ser presidente de la cooperadora policial) y por carácter transitivo se hizo amigo de mis padres. Durante mucho tiempo le agradecí a Simón ese paseo triunfal en el Mercury. Hace unos años me enteré de que Nicola había sido torturador cuando se desempeñaba como comisario jefe de la policía de Santa Fe. Leí la noticia en los titulares de los diarios, sin prestarle demasiada atención y sin pasar del primer párrafo. Me bastaba con saber que la misma persona que me había acariciado la cabeza tenía las manos manchadas de sangre. Les conté el episodio a mi hermano y a dos o tres amigos. Me sentía eufórico por haber paseado en el descapotable de un asesino. Hace unos días busqué Lucas Nicola en Google. No figuraba ni como policía ni como torturador en ninguna página. Lo más parecido a Nicola que encontré fue Nicolás Correa, apodado el Tío, un suboficial mayor del ejército, ya muerto, que integró las fuerzas represivas de Santa Fe y fue asesor en seguridad del gobernador Obeid entre 1996 y 1999. Se lo comenté por teléfono a mi madre y ella me dijo que de todas maneras Lucas Nicola era un canalla: se acostaba con mujeres casadas en la comisaría, grababa las conversaciones, y después las chantajeaba.