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Página de título
Ovidio intacto, Laura Emilia Pacheco
Libro primero
Libro segundo
Libro tercero
Notas
Cronología
Obras de Ovidio
Datos del autor
Página de créditos
Publio Ovidio Nasón (43 a.C.-17 d.C.) es uno de los autores más influyentes de la antigua Roma. Contemporáneo de Virgilio y Horacio, y poeta preferido del Imperio romano hasta su exilio en el año 8 d. C., fue leído con provecho por sus sucesores en la lírica occidental, desde Dante, Chaucer y el Arcipreste de Hita hasta Milton, Pushkin y Bob Dylan. Otras de sus obras notables son Cartas de las heroínas, Las metamorfosis y Epístolas desde el Ponto.
EL ARTE DE AMAR
Ilustración de portada: Carlos Aguirre
D. R. © 2020, Editorial Océano de México, S.A. de C.V.
Homero 1500 - 402, Col. Polanco
Miguel Hidalgo, 11560, Ciudad de México
info@oceano.com.mx
www.oceano.com.mx
Primera edición en libro electrónico: febrero, 2020
eISBN: 978-607-557-140-9
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LIBRO PRIMERO
¹ Auriga de Aquiles. Por extensión, todo aquel que desempeña el oficio de cochero.
² El más ilustre de los centauros. Preceptor de muchos héroes (Acteón, Eneas, Jasón, Medeo, entre otros), a quienes adiestró en la guerra, la caza y el arte.
³ Se alude aquí al poeta Hesíodo, a quien se le aparecieron Clío y sus hermanas, las musas, para inspirarlo.
⁴ Se refiere a los ritos celebrados en sus sinagogas por los judíos que vivían como prisioneros de guerra en Roma.
⁵ Diosa egipcia; existía en Roma un templo en su honor.
⁶ La arena era esparcida cuando había luchas de gladiadores, las cuales por aquella época se realizaban ocasionalmente en el foro, pues su sede habitual era el anfiteatro.
⁷ Dicho joven es Gayo César, nieto de Augusto, quien entonces contaba con veinte años.
⁸ Localidad cercana a Nápoles, célebre por su balneario.
⁹ Monte de Creta.
¹⁰ Baco.
¹¹ Se supo quién era el padre porque Pasífae parió al Minotauro, mitad humano y mitad toro.
¹² Se refiere a los diez años que duró la guerra de Troya.
¹³ Sitio donde se realizaban ejercicios deportivos, ubicado entre el Tíber y las siete colinas.
¹⁴ Nombre con el que también se conocía a la isla de Naxos.
¹⁵ Sátiro anciano, compañero habitual del dios Baco.
¹⁶ Es el idilio entre Aquiles y Deidamía, hija del rey Licomedes, surgido mientras el primero estaba oculto en la isla de Esciros, antes de participar en la guerra de Troya. El fruto de este amor fue Neptólemo.
LIBRO SEGUNDO
¹ Se refiere al rapto de Helena por Paris.
² Ciudad del sur de Lacedemonia.
³ Hipodamía se casó con Pélope cuando éste resultó vencedor en una carrera de carros. Su victoria era la condición impuesta para dicha boda.
⁴ Dédalo fue desterrado de Atenas por haber asesinado a su sobrino y se fue a vivir a la isla de Minos. Allí fue encerrado por el rey del lugar en el laberinto que el propio Dédalo había construido.
⁵ Hijo de Cáropo y de la ninfa Aglaye. Después de Aquiles, estaba considerado el más hermoso de los griegos que participaron en el sitio de Troya.
⁶ Diosas marinas.
⁷ Un centauro.
⁸ El arco de Cupido.
⁹ Una de las tres gorgonas a las que alude Hesíodo (las otras son Esteno y Euríale). Era un ser monstruoso con serpientes en lugar de cabellos y una mirada tan penetrante que, según la leyenda, convertía a los hombres en piedra. Fue degollada por Perseo.
¹⁰ En la antigua Roma las cartas y recados se escribían con un punzón sobre tablillas recubiertas de cera y podían utilizarse varias veces. Ovidio recomienda aquí revisar la cera para borrar las huellas de alguna carta anterior a otra mujer.
¹¹ Monte de Sicilia donde se alzaba un templo consagrado a Venus.
¹² Una de las nueve musas. Se la invoca al hablar de la poesía lírica, especialmente la amorosa.
¹³ Hijo de Asclepio y de Epíone. Junto con su hermano Podalirio, ejerció la función de médico del ejército griego durante el sitio de Troya. Con sus remedios curó a Menelao y a Filoctetes, entre otros.
¹⁴ Nombre de un monte y de una ciudad siciliana, célebre por su miel.
¹⁵ El olivo.
¹⁶ Pues cojeaba.
¹⁷ Uno de los sobrenombres de Venus y, según Homero, es también el de la madre de ésta.
¹⁸ El agua y el fuego eran ofrecidos durante la ceremonia nupcial por el novio como símbolo de la nueva vida que iniciarían los recién casados.
¹⁹ Alude al castigo impuesto a Tántalo por los dioses y que consistía en estar devorado por la sed y encontrarse sumergido hasta el cuello en un lago. Cuando intentaba beber, el agua desaparecía. Se encontraba también rodeado de árboles frutales, y cuando quería aplacar su hambre comiéndolos, las ramas se elevaban hasta quedar fuera de su alcance.
²⁰ Según el especialista Vicente Cristóbal López, no es que Venus fuera bizca, sino que “el bizqueo de la mujer en cuestión podía asemejarse en algo a la mirada furtiva y seductora de la diosa”.
²¹ Hija de Helena.
²² Hijo de Asclepio y de Epíone. Junto con su hermano Podalirio, ejerció la función de médico del ejército griego durante el sitio de Troya. Con sus remedios curó a Menelao y a Filoctetes, entre otros.
LIBRO TERCERO
¹ Mujeres guerreras que vivían a orillas del río Termondón, en la Capadocia.
² Reina de las amazonas.
³ Uno de los sobrenombres de Venus y, según Homero, es también el de la madre de ésta.
⁴ Cupido.
⁵ Agamenón.
⁶ Laodamía se suicidó tras conocer la muerte en Troya de su marido Protesilao, quien fue el primer griego que pereció en esta guerra.
⁷ Pastor del que se enamoró la Luna.
⁸ Héroe ateniense raptado por la Aurora, que se había enamorado de él.
⁹ Se refiere a Venus, quien tenía un templo en el monte Idalio, en Chipre.
¹⁰ Héctor.
¹¹ Tito Tacio, según la tradición, gobernó junto con Rómulo en la ciudad de Roma en los inicios de ésta.
¹² Nombre de un monte y de una ciudad siciliana, célebre por su miel.
¹³ Hija del rey de Escalia, Éurito. Hércules la raptó tras conquistar la ciudad.
¹⁴ Río que desemboca en el mar Egeo.
¹⁵ Se trata de Sobre la cosmética del rostro femenino.
¹⁶ A esta escultura se le conoce como la Venus Anadiomene.
¹⁷ Porque en el templo de esta diosa romana, cuyo culto estaba reservado a las mujeres, estaba prohibida la entrada a los hombres.
¹⁸ Monte de Tracia, patria de Orfeo.
¹⁹ Cancerbero.
²⁰ Sitio donde se realizaban ejercicios deportivos, ubicado entre el Tíber y las siete colinas.
²¹ Se refiere a la actual fuente de Trevi.
²² En la antigua Roma las cartas y recados se escribían con un punzón sobre tablillas recubiertas de cera y podían utilizarse varias veces. Ovidio recomienda aquí revisar la cera para borrar las huellas de alguna carta anterior a otra mujer.
²³ A Palas Atenea se le atribuye la invención de la flauta. Se dice que al ver su propio reflejo en el río Meandro mientras tocaba este instrumento, lo arrojó lejos de sí pues le deformaba los carrillos.
²⁴ Cupido.
²⁵ Tecmesa era la mujer de Áyax.
²⁶ Andrómaca era la mujer de Héctor.
²⁷ Cada una de estas mujeres fue cantada por un poeta elegiaco célebre: Némesis por Tibulo, Cintia por Propercio, Licoris por Galo, y Corina por el propio Ovidio.
²⁸ En la antigua Roma no se empleaban cubiertos en la mesa y, según parece, era signo de refinamiento tomar los alimentos con los dedos, mientras que resultaba de mala educación hacerlo con las manos.
²⁹ Deidad romana identificada muy pronto con Ilitía, diosa de los alumbramientos.
³⁰ Ruda cazadora y atleta que fue derrotada en una carrera por Melanión y, a causa de ello, tuvo que casarse con él.
Leo en romano viejo cada amanecer a mi Ovidio intacto...
GONZALO ROJAS,
Diálogo con Ovidio [2000]
Hace más de dos mil quinientos años Heráclito afirmó que la permanencia no es sino un espejismo de los sentidos. Todo fluye, todo cambia sin tregua. Necesitamos creer que los días son y serán iguales para forjarnos la ilusión de un mundo coherente y habitable. Pero basta un segundo para que una cultura quede en ruinas. Sólo se necesita el talento o la ignominiosa ineptitud de un grupo de poder para cambiar el rumbo de la historia. Es suficiente la confluencia de una serie de eventos, en apariencia inconexos, para que la vida de hombres y mujeres quede atrapada en una red sobre la que no tienen ninguna decisión.
El surgimiento y la caída del imperio romano parecen un ejemplo lejano de esto pero, entre más las estudiamos, más actual se vuelve la frase de Heráclito, y más se agudiza la noción de lo frágil e impredecible que es la existencia. Tal vez la fuerza de la literatura radique en su capacidad para hacernos sentir que otros han pasado por lo mismo; para proporcionarnos una ventana al espíritu y la mente humanas; para construir la fotografía de instantes que de otro modo no recuperaríamos jamás.
En este contexto, la historia y la obra de Publio Ovidio Nasón (43 a.C.-17 d.C.), el gran poeta de tiempos del emperador Augusto, nos remiten al mundo de hace dos mil años, que hoy se vuelve un reflejo de la vida moderna.
El arte de amar, una de las obras más populares y polémicas de Ovidio, es un relato de las costumbres de Roma en los albores de la era cristiana, pero bien podría ser una crónica de fines del siglo veinte.
Quizá Ovidio nos contemple desde la distancia, pero su testimonio comprueba que, a pesar de nuestro delirio de progreso y metamorfosis, la condición humana permanece inalterada y las palabras del poeta, intactas.
La última tarde de Ovidio en Roma
Bajo el cielo invernal del año ocho de nuestra era, suaves remolinos de papiro incandescente o ya carbonizado, resaltaron contra los mosaicos que adornaban pisos y paredes, y contra la aterradora palidez de Ovidio, el más grande poeta romano de su tiempo. La fría brisa de la mañana precipitó las escamas de ceniza que cayeron en espiral por la ventana. Al tocar el suelo las palabras manuscritas se volvieron polvo.
El olor a papiro quemado invadió la villa, ubicada en la esquina de las vías Clodia y Flaminia. Nadie allí pudo descifrar qué ocurría. ¿Ardían documentos? ¿La biblioteca? En los pasillos se escuchaba el rumor de que Ovidio había prendido fuego a las Metamorfosis, su obra maestra, que resumía el trabajo de toda una vida; pero no se descartaba que las llamas se avivaran con El arte de amar, el volumen que —casi diez años antes— había escandalizado a Roma.
Aquella fría mañana de diciembre la mujer del poeta, su tercera esposa, lloró desconsolada al pie de la escalera. Los sirvientes observaron cómo Publio Ovidio Nasón decía adiós; se despedía del mundo conocido: el emperador Augusto desterraba al último de los “nuevos poetas” sin que nadie hasta hoy conozca con certeza los motivos del exilio. Entonces era pronto para adivinarlo, pero Ovidio no volvería jamás de su sórdido destierro en Tomis, un pueblo en el Ponto Euxino, en los confines del imperio, al borde del Mar Negro, en la actual Rumania.
¿Se trató de un capricho del emperador? ¿En qué forma pudo haberlo ofendido el poeta? ¿Ovidio fue testigo de algo que no debió presenciar? ¿Qué habrá desatado la crueldad de Augusto, Primer Ciudadano de la República, poder supremo del imperio romano?
La rueda de la fortuna
La desgracia que fulminó a Ovidio comenzó a gestarse casi medio siglo antes, cuando en el año 44 a.C. el joven Octaviano, después llamado Augusto (63 a.C.-14 d.C.), se enteró en los idus de marzo* del asesinato de su tío Julio César quien, poco antes, lo había designado hijo adoptivo y sucesor: una herencia peligrosa. En vano la madre de Octaviano trató de convencerlo de que no aceptara el cargo. Para vengar la muerte de César, Octaviano se alió con Marco Antonio, entonces cónsul, el cargo más alto dentro del gobierno pero, como era inevitable, estalló entre ellos la lucha por el poder.
La figura de Julio César (100[?]-44 a.C.) resulta fundamental para acercarnos a estos acontecimientos. Su genio militar logró la unificación del Estado romano tras un siglo de guerras continuas y sustituyó a la oligarquía por una autocracia. Cuando se nombró a sí mismo dictador vitalicio, sus colaboradores más cercanos decidieron asesinarlo “por el bien de la República”. Gran escritor, Julio César nos legó sus Comentarios a la guerra de las Galias, ejemplo de concisión y claridad, en siete libros que cubren cada uno de los años que duró esa guerra. La grandeza de su nombre sobrevivió hasta el siglo veinte en las palabras káiser y zar, que denotan un grado de poder casi indescriptible.
Octaviano era un niño cuando cayó la República. El desorden político se reflejaba en una sociedad igualmente caótica que, según un refrán de la época, amaba demasiado el dinero y demasiado poco la disciplina. La sed de riqueza llevó a los romanos a buscar la satisfacción inmediata de sus ambiciones; a saciar su afán de lujo a cualquier costo. La mayoría gastaba con extravagancia y aun los más acaudalados quedaban sumidos en deudas impagables. Para generar recursos, el Estado se dedicó a ordeñar impuestos y a saquear a las provincias que abastecían a la capital. La institución del matrimonio se limitaba a un mero arreglo comercial que nada tenía que ver con el amor. El divorcio se volvió un asunto cotidiano.
A pesar de todo, desde el punto de vista cultural, se trató de un periodo extraordinario. La influencia helenística “globalizó” al mundo romano, al grado que, cuando en el año 81 a.C. unos enviados del puerto de Rodas se presentaron en el senado, no necesitaron la ayuda de intérpretes o traductores: hablar griego era algo tan cosmopolita como hoy lo es hablar en inglés o español.
Los hijos de los nobles viajaban al extranjero —a Grecia— a terminar sus estudios. El vacío espiritual dio paso a la proliferación de todo tipo de cultos misteriosos y a religiones importadas por los veteranos de las guerras de Oriente, de donde provenían casi todos los artistas que embellecieron Roma. La influencia oriental en las artes se explica por el saqueo artístico de Asia por parte de los romanos, sobre todo Sulla y Pompeyo.
La literatura sólo imitaba modelos griegos y, tal vez por esto, se produjeron grandes obras como De la naturaleza de las cosas de Lucrecio (poema didáctico que expresa con claridad aun las doctrinas filosóficas más oscuras), y los epitalamios y las elegías de Catulo que, con la sinceridad y fluidez de su lenguaje, se apartó de la artificialidad que imperaba. La fundación de la primera biblioteca pública —dirigida por Marco Terencio Varro, “el más culto de los romanos”— resultó de gran importancia. Además de organizaría, la enriqueció con su propio acervo de enciclopedias sobre todos los temas. Gracias en buena medida a Julio César, empezó a surgir un estilo romano, inspirado ya no en Alejandría, sino en la Atenas clásica, cuya austera dignidad reflejaba mejor la magnificencia que César deseaba para Roma.
Sin duda el prosista más sobresaliente del periodo file Cicerón, no sólo por su capacidad oratoria, sino por sus trabajos filosóficos y morales que fundaron el auténtico clasicismo grecolatino de influencia universal. Así como los escritores de Grecia reciclaron sus mitos para construir su propia visión del mundo, los escritores y oradores romanos crearon una ortodoxia basada en el padre de familia, eslabón indispensable de la civilización romana.
Roma era un mundo de hombres. Las mujeres apenas recibían educación completa. No tenían derecho al voto ni podían ocupar puestos de autoridad. Las casadas estudiaban “economía doméstica” y se dedicaban al hogar; las ricas tenían esclavos como sirvientes; las viudas podían gobernar sus propiedades. Pero se beneficiaron de la nueva libertad que trajo el fin de la República y el inicio del imperio de Augusto. Por irónico que parezca, durante este periodo de austeridad se decía que las exponentes más renombradas del desorden y la lujuria fueron la hija y la nieta del propio emperador. Ambas se llamaban Julia y ambas fueron exiliadas. Hasta ahora creíamos que Augusto las desterró por libertinas, para sentar un ejemplo ante el resto de la sociedad pero, como se verá, nuevas investigaciones sugieren que tanto ellas como el propio Ovidio, jugaron un papel clave (involuntario en el caso del poeta) en una conspiración para derrocar al emperador.
Todos los caminos llevan a Roma
Durante su niñez, Octaviano Augusto debe de haber escuchado historias incendiarias sobre el devastador efecto familiar de los amoríos de Julio César con Cleopatra (y después de Marco Antonio con la misma reina egipcia), un tema que ha inspirado a grandes autores de la literatura universal, como William Shakespeare y George Bernard Shaw, por mencionar sólo a dos.
Augusto creció para odiar la inmoralidad y el desorden social. Tuvo una sola esposa, Livia. Ella y el general Marco Vipsanio Agripa (62-12 a.C.) —gran héroe de la batalla de Accio y después el encargado de embellecer la ciudad de Roma—, fueron sus más cercanos aliados y consejeros. La fidelidad de Agripa fue incuestionable, la de Livia se vio empañada por la ambición. Quería asegurarse de que su hijo Tiberio sucediera a Augusto. Al parecer, ella también formó parte del complot contra su marido en la primera década de nuestra era.
La obsesión de Augusto por sanear la moral pública llegó a tal grado que, en el año 18 a.C., estableció las leges juliae, una serie de mandatos que imponían severas penas a los adúlteros, e incluso se atrevió a reglamentar el vestido de los ciudadanos, sobre todo el de las mujeres, que debían sustituir las hermosas telas transparentes de sus vestidos por una especie de blusa de tela gruesa y una discreta cinta de lana en el cabello. “Entre peor es un Estado, más leyes tiene”, observaría el historiador Tácito (55-117 d.C.) mucho después.
La batalla de Accio
Veinte años más joven que el emperador Augusto, Ovidio (43 a.C.-17 d.C.) era un niño de doce años cuando Octaviano por fin derrotó en la famosa batalla de Accio (31 a.C.) a Marco Antonio y a Cleopatra, quienes no tuvieron otra salida que suicidarse (véase la cronología). Marco Antonio había dedicado los cinco años anteriores a campañas inútiles y a su relación amorosa —y posterior matrimonio— con Cleopatra, enlace que causó un gran escándalo entre la opinión pública romana. Por un lado, Marco Antonio no había obtenido el divorcio de Octavia, hermana de Octaviano Augusto y, por otro, la sola posibilidad de que Cleopatra gobernara el imperio resultaba inadmisible. En cambio, durante ese lapso, el futuro Augusto se dedicó a reforzar su poder y, sobre todo, su papel como único posible salvador del mundo romano.
Cuando Octaviano volvió a Roma tras la victoria en Accio fue recibido como el vencedor de la guerra civil y como el hombre que había recuperado la dignidad romana y acabado con toda posibilidad de que una egipcia fuera emperatriz. Cuatro años después, en el 27 a.C., Octaviano se proclamó Augusto (del latín augeo, venerable, majestuoso). Este nombramiento, acompañado de otro título, el de princeps, “Primer Ciudadano de la República”, reconocía los inmensos poderes ejercidos por Octaviano.
Julio César había rebautizado el mes quintilio con su nombre —julio—, y en las monedas había sustituido con su efigie la imagen de los dioses. Augusto no quiso quedarse atrás. Llamó agosto al mes sixtilio y le robó un día a febrero para que su mes no fuera más corto que el de César. Al igual que su tío, Octaviano Augusto gobernó a través de una multiplicidad de oficinas. Era cónsul único, gobernador de todas las provincias, comandante en jefe del ejército. Era objeto de tal adoración que el gran poeta Horacio llegó al extremo de compararlo con Júpiter en el firmamento y se refirió a él como “una deidad entre nosotros”. Así, no es difícil entender que, en medio del aplauso y del servilismo generalizados, un espíritu crítico e independiente como el de Ovidio causara desconfianza, incomodidad y recelo; era alguien a quien había que tener cerca —como un fenómeno que fascina e incomoda a la vez— pero de quien era necesario cuidarse.
Una ciudad multicultural y pluriétnica
Ovidio no tenía ningún motivo emocional para compartir la gratitud de una generación mayor hacia el jefe del imperio romano por haber logrado la paz augusta, como se le llamó a este periodo que dio mayor libertad a los ciudadanos de Roma; mucha más de la que habían tenido durante todas las dictaduras y guerras civiles de los últimos cincuenta años. De seguro inspirado por Ovidio, el poeta W. H. Auden (1907-73) escribió:
We were the tail, a sort of poor relation
To that debauched, eccentric generation
That grew up with their fathers at war
And made new glosses on the noun Amor.
[Fuimos la cola, los parientes pobres
de esa generación libertina, excéntrica,
crecida mientras sus padres luchaban en la guerra
y daban nuevos lustres a la palabra Amor.]
Como nunca antes, hubo tiempo para reflexionar y contemplar la vida; tiempo para un ocio que generó otros escándalos y desenfrenos. En este nuevo mundo de prosperidad y estabilidad política, el tiempo libre se volvió parte de la vida cotidiana y convirtió a Roma en una ciudad cosmopolita, abierta a las múltiples influencias que llegaban de todas las regiones del imperio.
A diferencia de poetas anteriores a él, como Virgilio (70-19 a.C.) y Horacio (65-8 a.C.), Ovidio no conoció la guerra ni sus desastres. Presenció la consolidación del imperio, sus triunfos, el embellecimiento de la ciudad, los lujos y la gigantesca campaña de propaganda que rodeó al emperador, pero también conoció los conflictos, locura, misoginia, brutalidad, racismo, esclavitud, persecuciones, epidemias, frivolidad y corrupción que conformaban la otra cara de la moneda.
No compartió el afán casi absurdo de glorificar al emperador y el estilo de vida que intentaba imponer, a pesar de que todos los caminos llevaban a Roma, porque se construyeron así: un imperio de semejante magnitud (que en su cima —hacia el siglo dos de nuestra era—, comprendió una sociedad multirracial de cincuenta millones de habitantes), tenía que cimentarse a partir de pequeños núcleos y vías de comunicación. El sistema de carreteras romano fue el más grande del mundo y muchas de ellas aún se utilizan modernizadas. Cada cierto trecho un letrero foliado informaba la distancia hasta el siguiente poblado o qué batallón había construido el camino.
Roma estaba llena de hermosas fuentes que inspiraban a poetas y artistas. El mismo Ovidio comenta en El arte de amar. “La fuente Apia, dominada por el contiguo templo de Venus, hecho de mármol, desgrana sus aguas saltarinas en el aire”.