CONFUCIO
LÚN YǓ
Analectas
Título: Lún Yǔ (Analectas)
Autor: Confucio
Título original: 論語 (Lún Yǔ)
Editorial: AMA Audiolibros
© De esta edición: 2019 AMA Audiolibros
Audiolibro, de esta misma versión, disponible en servicios de streaming, tiendas digitales y el canal AMA Audiolibros en YouTube.
Todos los derechos reservados, prohibida la reproducción total o parcial de la obra, salvo excepción prevista por la ley.
CUBIERTA
ÍNDICE
PRÓLOGO
INTRODUCCIÓN
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
CAPÍTULO 9
CAPÍTULO 10
CAPÍTULO 11
CAPÍTULO 12
CAPÍTULO 13
CAPÍTULO 14
CAPÍTULO 15
CAPÍTULO 16
CAPÍTULO 17
CAPÍTULO 18
CAPÍTULO 19
CAPÍTULO 20
Mientras en China transcurría la vida de Confucio y sus discípulos, en la India florecía el pensamiento budista y en Grecia se estaba desplegando el pensamiento de los filósofos presocráticos. Fue un periodo de grandes pensadores que parece extenderse de un lado a otro de ese continente único. Conforman la primera expresión de lo que se podría llamar pensamiento laico, y son los fundadores de un saber no sacralizado que se podía y se debía transmitir, a través de la enseñanza. Por eso, los filósofos tanto chinos como griegos de aquel momento solían fundar escuelas y Confucio (Kong Qiu) tras haber pasado años trabajando como administrador de un silo y más tarde como administrador agrario, también tuvo la suya.
Nacido en el 551 a.C. y muerto en el 479 a.C., se dice que fue un niño serio y pacífico y que a los diecisiete años tenía una gran reputación entre sus amigos. En Qufu, su ciudad natal, todos se consideran descendientes de Confucio y son muchos los que se apellidan Kong.
Confucio no ha sido un pensador correctamente valorado en los últimos cincuenta años, y buena culpa de ello la tuvo la visión que de Confucio daba el marxismo chino, que decidió aniquilarlo desde el primer momento, porque era muy fácil convertir a Confucio, pensador de los tiempos heroicos, en legitimador de una sociedad feudal y aristocrática.
Por eso, hasta en las historias de China de la época posmaoísta se refieren a él como a un filósofo de antepasados «nobles y esclavistas» que, a pesar de su buena fe, defendía una sociedad al servicio de «la nobleza esclavista». Es obvio que todas las antiguas noblezas eran esclavistas.
Hasta en esas historias oficiales y oficialistas reconocen que en la enseñanza de Confucio se reflejaba la intención de ennoblecer a la plebe, animándola a intervenir en política, por eso muchos de sus discípulos eran plebeyos.
Se suele anteponer habitualmente el confucionismo al taoísmo, que lo basó todo en la dialéctica binaria y en el principio de contradicción, pero tanto la lógica binaria como el principio de contradicción son también ampliamente utilizados por Confucio, amante de las paradojas.
Como pedagogo, Confucio prefirió ser «el que transmite, no el que crea; el que ama y tiene fe en los antiguos». Era un enamorado de la antigüedad, y ese amor tenía ya las características de la fascinación por el pasado que puede sentir un historiador, y, como los historiadores, Confucio pensaba que «debíamos estudiar la antigüedad para comprender el tiempo presente».
Su obra, como desenterrador del pasado, fue ejemplar, y en lugar de convertirse él mismo en un cronista, narrando cuanto había leído y oído desde un punto de vista personal, prefirió compilar documentos históricos y poéticos auténticos. Confucio no quiere darnos una visión personal del pasado, prefiere que juzguemos nosotros mismos el pasado, ateniendo a las palabras que empleaban y a las costumbres que eran comunes en esos tiempos.
Tanto el confucionismo como el taoísmo fueron filosofías de la prudencia, una precaución que parecía necesaria en tiempos de una imprudencia tan generalizada, jalonada de continuos derramamientos de sangre que dibujaban un panorama en el que desaparecía por doquier el tabú de matar y la vida humana se devaluaba hasta límites de pesadilla. Hablamos del periodo de los Reinos Combatientes, del que surgieron, como urgente y a la vez asentada oposición a la barbarie, el confucionismo y el taoísmo. Fueron tiempos en que la vida sólo era «agitación y oscuridad».
Los antiguos rituales de cohesión sólo eran caricaturas del pasado, y todos los Estados feudales que rodeaban la capital crecían cada vez más, alimentándose ya del corazón del imperio Zhou. Un periodo gobernado por los señores de la guerra, que habían olvidado todas las normas del espíritu caballeresco, dominados únicamente por la pasión por el poder.
Es en esa tesitura en la que hay que ubicar la importancia que Confucio dio a los ritos, y que luego ha servido como arma arrojadiza contra él, pues ha sido siempre mal interpretada. Y es que, más que intentar reglamentar de nuevo la conducta de los chinos con el objeto de poner los cimientos formales y morales de un nuevo imperio, poderoso, ordenado y cívico, lo que pretendía era crear elementos de cohesión, que a veces podían ser de carácter ritual. Y bien, un rito es siempre una ceremonia que sirve para conexionar. Esto es antropológicamente observable en todas las culturas.
Mientras el confucionismo iba extendiendo sus tentáculos por China, fundamentalmente debido a la labor docente del maestro, también se iba extendiendo el taoísmo, otra vía de oposición a la barbarie de carácter más naturalista que el confucionismo, que le daba poca importancia a los ritos, mas no hay que olvidar que con el tiempo también el taoísmo se llenó de ceremonias de cohesión y de fórmulas inmodificables en su expresión, si bien podían interpretarse de varias maneras.
La vía de Confucio era más voluntariosa. Exigía participar de verdad en el tejido social, y de muchos de sus textos se deduce que Confucio creía que el hombre es un ser social. La vida de Confucio es la prueba de que en todo momento encarnó esa creencia. Fue un hombre tremendamente sociable y comía moderadamente pero podía beber mucho, aunque nunca se emborrachaba, si nos fiamos de lo que más tarde dijeron sus discípulos.
Como muchos maestros de su época y hasta de otras culturas, la vida de Confucio estuvo presidida por la paradoja, y resulta que su obra más personal, y que más atañe a su persona, no la escribió él, lo hicieron sus discípulos. No escribir sobre su propia vida y su doctrina fue algo que también hizo Sócrates, dejando ese papel para Jenofonte y Platón. Y algo parecido hicieron Buda, Jesucristo y Mahoma.
Con Confucio ocurrió eso, y especialmente con las Analectas, redactadas por sus discípulos directos, y donde de una forma discontinua y relampagueante, asistimos a muchos momentos de la vida de Confucio y, sobre todo, a muchas reflexiones y conclusiones derivadas de esos momentos.
Muchos de los momentos de las Analectas tienen algo de diálogos platónicos de la primera época, y se observa el sistema de preguntas y respuestas que caracterizó a toda la filosofía antigua, tanto oriental como occidental. Las Analectas comienzan con dos preguntas, y las preguntas se van a ir sucediendo a lo largo de la obra. Al igual que Platón, Confucio pretendió una redefinición del mundo y, como vivió en un periodo rabiosamente aristocrático, su filosofía tiene en cuenta el poder de la nobleza y su capacidad para cohesionar hombres y lugares. Pero dignifica considerablemente la naturaleza humana y, por primera vez en China, vemos en él un intento claro y sereno de nivelación laica al postular que los hombres son iguales por naturaleza y sólo se diferencian por lo que aprenden, es decir, que sólo se diferencian por todo lo que les injerta la cultura en la que nacen y viven.
Durante más de 2000 años, los emperadores chinos establecieron y promovieron el culto oficial a Confucio. El confucianismo se convirtió en una especie de religión del Estado. Hoy día los emperadores se han ido, pero el culto todavía está muy vivo: en octubre de 1994, las autoridades comunistas de Pekín organizaron un gran “symposium” para celebrar el 2545 aniversario del nacimiento de Confucio. El principal orador fue el primer ministro de Singapur, Lee Kuan-yew, invitado porque sus anfitriones deseaban aprender de él la receta mágica (supuestamente encontrada en Confucio) para conciliar la política autoritaria y la prosperidad capitalista.
El confucianismo imperial simplemente adoptó del Maestro aquellas afirmaciones que prescribían la sumisión a la autoridad establecida, ignorando oportunamente los conceptos más esenciales, como los preceptos sobre la justicia social, la disensión política y la obligación moral de los intelectuales de criticar a los gobernantes (incluso a riesgo de su vida), cuando este abusaba de su poder o cuando oprimía al pueblo.
Como consecuencia de estas manipulaciones ideológicas, en la época contemporánea muchos chinos cultos y de espíritu progresista llegaron a asociar espontáneamente el mismo nombre de Confucio a la tiranía feudal; su doctrina se convirtió en sinónimo de oscurantismo y opresión. Todos los grandes movimientos revolucionarios de la China del siglo XX han sido firmemente anti-confucianos.
A lo largo de la Historia ningún otro libro ha ejercido tanta influencia sobre tal número de personas y a lo largo de tanto tiempo como esta pequeña obra. Su afirmación de la ética humanista y de la fraternidad universal del ser humano ha inspirado a todos los países del Este asiático y se ha convertido en el fundamento espiritual de la civilización más populosa y antigua de la Tierra.
Si no leemos esta obra, si no apreciamos cómo fue entendida en cada época (y también malentendida), cómo fue utilizada (y también se abusó de ella), estamos perdiendo la clave más importante y única que puede hacernos acceder al mundo chino y cualquiera que permanezca ignorante de esta civilización, al final, sólo puede alcanzar una comprensión limitada de la experiencia humana.
Las Analectas constituyen el único texto en el que puede encontrarse al Confucio real y vivo. En este sentido, las Analectas son a Confucio lo que los Evangelios son a Jesús. El texto, que consiste en una serie discontinua de afirmaciones breves, diálogos y anécdotas cortas, fue recopilado por dos generaciones sucesivas de discípulos, a lo largo de unos 75 años tras la muerte de Confucio, lo cual significa que la recopilación fue completada alrededor, del año 400 a. de C.
El texto son fragmentos que han sido cosidos juntos por diferentes manos, con una habilidad desigual, por lo que a veces existen algunas repeticiones, interpolaciones y contradicciones; hay algunos enigmas e innumerables grietas; pero en conjunto, se dan muy pocos anacronismos estilísticos: el lenguaje y la sintaxis de la mayoría de los fragmentos son coherentes y pertenecen al mismo periodo.
En contraste con la imagen idealizada del erudito tradicional, frágil y delicado, que vive en medio de libros, las Analectas muestran que Confucio era aficionado a las actividades externas. Era un consumado deportista, experto en el manejo de caballos, practicaba el tiro con arco y era aficionado a la caza y a la pesca. Era también un audaz e incansable viajero, en una época en la que los viajes eran una aventura difícil y arriesgada; constantemente se desplazaba de un país a otro (la China pre-imperial era un mosaico de estados autónomos, en los que se hablaban dialectos diferentes, aunque compartían una cultura común; situación comparable de algún modo con la de la Europa de la Edad Moderna).
A veces, se vio sometido a grandes peligros físicos, y escapó por poco a emboscadas preparadas por sus enemigos políticos. Confucio fue un hombre de acción —audaz y heroico—, pero también fue esencialmente una figura trágica. Y esto no ha sido tal vez suficientemente percibido. El error fundamental que se ha desarrollado con respecto a Confucio se resume en la etiqueta con que la China imperial empezó a venerarlo y, al mismo tiempo, a neutralizar el potencial originalmente subversivo que contenía su mensaje político. Durante 2000 años, Confucio fue canonizado como el Primer Maestro Supremo (su fecha de nacimiento, 28 de septiembre, todavía se celebra en China como el Día de los Maestros).
Confucio dedicó mucha atención a la educación, pero nunca consideró que la enseñanza fuera su primera y verdadera vocación. Su verdadera vocación fue la política, y durante toda su vida conservó una fe mística en su misión política.
Confucio vivió en una época de transición histórica, en una época de aguda crisis cultural. En un aspecto fundamental, existe una cierta similitud entre su época y la nuestra: él estaba siendo testigo del colapso de una civilización, veía cómo se hundía su mundo en la violencia y en la barbarie. Quinientos años antes se había establecido un orden feudal universal que había unificado todo el mundo civilizado. Esa había sido la hazaña de unos de los mayores héroes culturales de China, el Duque de Zhou. Pero en los tiempos de Confucio, la tradición Zhou ya no era operativa, y el mundo Zhou se estaba desmoronando. Confucio creía que el Cielo lo había escogido para convertirse en el heredero espiritual del Duque de Zhou, y que era él quien debía revivir su gran proyecto, restaurando el orden del mundo basándose en una nueva ética y salvando a toda la civilización.
Las Analectas están impregnadas de la inquebrantable creencia que Confucio tenía en su misión celestial. Constantemente se preparaba para ella y, de hecho, el reclutamiento y formación de sus discípulos formaban parte de su plan político. Pasó prácticamente toda su vida viajando de un estado a otro, con la esperanza de encontrar a un gobernante ilustrado que le diera una oportunidad y lo emplease a él y a su equipo: que le confiase un territorio en el que pudiera establecer un modelo de gobierno. Pero todos sus esfuerzos fueron en vano. El problema no consistía en que él fuese políticamente ineficaz o poco práctico, sino todo lo contrario. Sus mejores discípulos poseían competencias y talentos superiores y formaban alrededor de él una especie de gabinete en la sombra.
Confucio representaba un formidable desafío para las autoridades establecidas, duques y príncipes se sentían incapaces de actuar según sus pautas, y sus respectivos ministros sabían que si Confucio y sus discípulos conseguían introducirse en la corte, ellos se quedarían muy pronto sin empleo.
Confucio era habitualmente recibido con mucho respeto y mucha cortesía al principio allí donde iba; sin embargo, en la práctica, no sólo no encontró ninguna apertura política, sino que las camarillas le obligaban después a irse. Incluso, a veces, se desarrollaba rápidamente una hostilidad local y, literalmente, tenía que huir para salvar la vida.
Al principio de su carrera, Confucio ocupó brevemente un cargo de rango inferior; después de eso, ya nunca más ocupó ningún cargo oficial. Desde este punto de vista, puede afirmarse realmente que la carrera de Confucio fue un total y colosal fracaso. Una posteridad formada por admiradores y discípulos fue reacia a contemplar esta dura realidad. El fracaso humillante de un líder espiritual es siempre una paradoja de lo más perturbadora que difícilmente puede afrontar la fe ordinaria. Así pues, la trágica realidad de Confucio como político fracasado fue sustituida por el mito glorioso de Confucio el Maestro Supremo.
La política fue el primer y principal interés de Confucio; pero, en general, esto también puede aplicarse a la antigua filosofía china. En su conjunto (con la única excepción sublime del taoísta Zhuang Zi), el pensamiento primitivo chino giró esencialmente alrededor de dos cuestiones: la armonía del universo y la armonía de la sociedad, es decir, la cosmología y la política.
El gobierno es de los hombres, no de las leyes (hasta hoy día, esto sigue siendo una de las grietas más peligrosas de la tradición política china).
Confucio desconfiaba profundamente de las leyes: las leyes invitan a las personas a volverse tramposas, y sacan lo peor de ellas. La verdadera cohesión de una sociedad se asegura, no mediante normas legales, sino a través de la observancia del ritual. La importancia central de los ritos