JOSÉ RODRÍGUEZ ELIZONDO
Rodríguez Elizondo, José
El día que me mataron y otros capítulos de mi memoria / José Rodríguez Elizondo
Santiago de Chile: Catalonia, 2019
ISBN: 978-956-324-744-2
ISBN Digital: 978-956-324-762-6
AUTOBIOGRAFÍA
CH 920
Diseño de portada: Ximena Morales
Fotografías de portada e interior: José Rodríguez Elizondo en el muro de Berlín, revista Caretas y archivo del autor
Diseño y diagramación eBook: Sebastián Valdebenito M.
Dirección editorial: Arturo Infante Reñasco
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Primera edición: noviembre 2019
ISBN: 978-956-324-744-2
ISBN Digital: 978-956-324-762-6
Registro de Propiedad Intelectual: A-309435
© José Rodríguez Elizondo, 2019
© Catalonia Ltda., 2019
Santa Isabel 1235, Providencia
Santiago de Chile
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A Sebastián, a Macarena y a mi hija Paula, quien pagó el costo mayor de mi exilio.
ADVERTENCIA PARA LECTORES EXCESIVAMENTE JÓVENES:
todo lo que aquí se narra
sucedió en algún momento.
Desde comienzos del segundo milenio, y con solo un par de excepciones, vengo escribiendo libros sobre los conflictos de Chile con sus vecinos. Lo he hecho al compás de las coyunturas, porque me fascina lo secreta y reactiva que puede ser una política de Estado supuestamente pública.
Con base en esos trabajos, cancilleres y congresistas me han invitado a sus comisiones y mis lectores creen que soy un experto a tiempo completo. Más matizado es el juicio de los funcionarios que administran esos conflictos. Algunos me leen con el ceño fruncido; les carga que opine sobre temas que creen de su competencia exclusiva y les encantaría que me dedicara a otra cosa. Como los futbolistas malos, también hacen zancadillas.
¿Y a qué viene este preámbulo?
Pues me sirve para recordar que, en el milenio anterior, fui un experto reconocido en la teoría del acto administrativo, pero no quise dedicar mi vida a eso. También me motivaba opinar en los medios, dibujar a quien se me pusiera en la mira, hacer crítica de cine e inventar revistas artesanales. Tenía muy claro que las experticias ensimismadas generan esos sujetos que, según Ortega y Gasset, “conocen muy bien su mínimo rincón del universo, pero ignoran de raíz todo el resto”.
Por lo señalado, informo que con este libro trato de recuperar parte de esa vieja y buena diversidad. O, como dicen los presentadores de la televisión, cambio totalmente de tema.
Mi problema fue que, como esa diversidad era mucha, debí seleccionarla siguiendo un consejo de Jorge Luis Borges: “Hay que dejar a los temas que elijan”. Así saltó a mi computador Pablo Neruda, en trance de recibir el ingrato “pago de Chile”, y sentí la necesidad de mostrarlo tal como lo conocí. Ese primer tema me hizo desclasificar una añosa conversación con Jorge Edwards y ahí entró al escenario Fidel Castro y su fabulosa intromisión en nuestra historia. Pegadito a Castro asomó la nariz José Stalin y luego asomaron interlocutores como Milton Friedman, Paul Samuelson, Artur London, Volodia Teitelboim y Orlando Millas. Entre todos me ayudaron a procesar mis diez interrogantes políticas vitales:
- Por qué debí asilarme en 1973.
- Por qué Castro falsificó la muerte de Salvador Allende.
- Por qué la Stasi espiaba a los chilenos en la RDA.
- Por qué me fugué de aquel país desaparecido.
- Por qué atornillaban al revés los agentes de la DINA en el Perú.
- Por qué estuvimos dos veces y media en peligro de guerra vecinal.
- Por qué dejé de creer en las ideologías totales.
- Por qué el profesionalismo político dejó de ser garantía democrática.
- Por qué comunicar mis experiencias ayudaría a zafar de “los
empates”.
- Por qué sigo creyendo en lo que nos queda de democracia.
Desde este esquema parasocrático comprendí tres cosas. La primera, que estaba asumiendo al desafío que me planteó en 2014, por la prensa, el conocido internacionalista chileno Alberto Sepúlveda Almarza: “Le pedimos a Pepe que escriba sus memorias, ya que estuvo presente en lugares que hicieron historia”. La segunda, que estas no serían memorias cronológicamente estructuradas, sino de geometría variable, como la vida. La tercera y más complicada, que tendría que dejar en el tintero el equivalente a otro libro, con (por ejemplo) mis amigos del barrio Brasil, mis alegrías y tristezas de romántico bohemio de la Universidad de Chile, mis reporteos en dos guerras y mis trabajos en la Contraloría General, las Naciones Unidas y la Cancillería.
En definitiva, mi opción fue periodística: debía dejar de lado todo eso —y algo más— para un después, en la medida de lo posible. La historia del mundo no cabe en un reportaje y Borges (otra vez Borges) ya me había advertido contra Funes el memorioso.
Advierto que, mientras trabajaba en los temas seleccionados, debí repetirme que esto no sería un análisis politológico, sino una narración testimonial. Así pude superar mi recelo hacia la temible —en cuanto autorreferente— primera persona del singular. En mi subconsciente habitaba el temor a esas memorias que se escriben para defender tesis propias o para contarle el mundo lo importante que fue (o cree que fue) el autor.
Lo que viene, entonces, son capítulos escogidos, en tiempos que se cruzan. En cuanto a los temas rezagados, el tiempo y mi editor dirán si este libro termina en su última página o tiene un final tácito que dice “continuará”.
JRE, Santiago de Chile, agosto de 2019.
* * *
Esa mañana del 11 de septiembre de 1973, soldados pletóricamente armados irrumpieron en mi oficina de la Corporación de Fomento de la Producción (Corfo), como si estuvieran actuando en una película. Según mis secretarias Julieta Grimberg y Eliana Munita (Q.E.P.D), tras una ráfaga de disparos a través de la puerta, a la altura de un ser humano, entraron buscando las armas que nunca tuve. Luego levantaron la alfombra con sus yataganes, dispararon a las chapas de los muebles y se llevaron la caja de seguridad. Allí guardaba un artefacto muy peligroso: mis poesías secretas en busca de editor. Yo me salvé solamente porque, en una acción paralela, otros uniformados me impidieron llegar a ese destino. El oficial a cargo me ordenó volver a casa, tras verificar que yo portaba un carnet de la Contraloría General y conducía un automóvil sin distintivo fiscal. Eran precauciones que yo había tomado en la certeza de que golpe habría y tras descubrir que mi conductor funcionario tenía credenciales de la Fuerza Aérea. Una segunda y más grave notificación de malquerencia vino días después, estando yo a buen recaudo en el departamento de Carmen Peñailillo, académica de mi facultad y amiga corajuda. Un pariente suyo la llamó por teléfono para darle la noticia de mi muerte “en una balacera entre los militares y los extremistas”. Lamento agregar que para ese pariente no era una noticia triste. Como contrapartida, mi querida tía Lucrecia, de Rancagua, dispuso una misa de difuntos en la Iglesia de la Merced y una corona de caridad, por “el eterno descanso” de mi alma. El detalle simpático fue que, enterada por vía familiar de lo inexacto de la noticia, hizo un cambio a mano en la tarjeta impresa. En vez de orar por mi alma, amigos y feligreses debían rezar solo por mi salud.
Lo cierto es que alguien murió por cuenta mía y siempre he sospechado que se trataba de un trabajador de la Corfo, barbado como yo, a quien había regalado una chaqueta de cuero bastante vistosa. “El falso fiscal”, lo apodaban algunos.
Ese día o esos días de mi muerte comprendí que no debía desmentir nada. Si yo estaba fuera de juego, no me perseguiría nadie, y, de hecho, no figuraba en ninguna lista de buscados. Ignoraba, además, que mi amiga española Cristina Almeida, política destacada, ya había pedido a los militares explicaciones públicas por mi suerte. A mayor abundamiento, como dicen los abogados, si se descubría que mi cadáver no era auténtico, cualquiera podría matarme sin el debido proceso. Conclusión lógica: no podía seguir viviendo en Chile.
Mis padres celebraron en silencio mi resurrección secreta, mi tía —como ya dije— corrigió su convocatoria a misa de difuntos y mi suegro Héctor Gómez de la Torre, experto exiliado peruano, asumió el lado práctico de la situación e inició gestiones ante Arturo García, embajador del Perú, para que me asilara. Desafortunadamente, no se pudo. La embajada peruana rebosaba de políticos prominentes y tenía un fuerte cerco policial.
En subsidio, el embajador me consiguió un cupo en la embajada suiza. Sabía que su colega Charles Masset no quería dar asilo a nadie, pues simpatizaba demasiado con el golpe. Pero también sabía que su gobierno le había dado instrucciones de hacerlo. Si otros países europeos, con gobiernos de izquierda o de derecha, recibían chilenos en cantidades apreciables, la neutral Suiza debía imitarlos, abriendo su residencia diplomática, aunque con helvética moderación.
Mi suegro se encargó de hacer efectivo ese cupo. Acompañado por mi esposa Maricruz, debió enfrentar a un embajador que aprovechó para manifestarle su complacencia con lo sucedido. Allende se lo había buscado; socialistas y comunistas habían arruinado el país y quienes ahora pedían asilo (“como su yerno”) seguro que no eran blancas palomas. Maricruz quiso intervenir, indignada, pero un pellizco disimulado de mi suegro la retuvo; “llora”, le dijo, entre dientes. Ella, hija obediente, rompió en un llanto que era de rabia y, milagrosamente, el embajador se humanizó. Recordó que en Suiza tenía una hija de su misma edad, puso fin a su poco elegante acogida y pasó a los detalles prácticos. El cuándo y cómo.
Así, mientras Maricruz viajaba a Lima, a casa de su tío Pancho, hermano de don Héctor, yo me disfrazaba de diplomático para entrar a la residencia de la embajada suiza, entonces ubicada en la calle Burgos. Por otra vía llegaría mi maleta con mi patrimonio mínimo. Fui el primer asilado y tuve la inspiración de acomodarme en un cuarto pequeño, en el cual no cabían dos camas. Después llegaron, con cuentagotas, un suizo de nacimiento con su pareja chilena, un matrimonio y una treintena de varones socialistas, mapucistas y miristas. Algunos salieron en cuestión de semanas, pues la autoridad militar les expidió salvoconductos de manera rápida. Pero, en algún momento, hubo sobrepoblación y algunos compañeros debieron dormir sobre colchones comprados previsoramente por la embajada.
Tuvimos una buena convivencia gracias a que el número era manejable, a que ignoramos al asilado suizo por antipático —alguien sugirió que era un infiltrado— y a que con el ingeniero electrónico Andrés Lagos Zamorano conformamos un liderazgo probo y respetable. Lo conquistamos literalmente a pulso, pues, a la hora de distribuir el escaso vino, en las comidas, teníamos el cálculo exacto para dar a cada cual lo suyo. También contribuyó el que con Alberto Duffei, nieto de suizos y estudiante de periodismo, inventamos El Refugiado, diario manuscrito en el cual nos reíamos de nosotros mismos, soslayábamos las alusiones políticas y, de paso, tratábamos de corregir algún déficit de higiene1.
Mientras estuvimos allí, el embajador no nos dirigió la palabra, pero su esposa, Lucrecia Batista, de origen cubano y religiosidad notoria, suplió ese faltante como una cristiana compasiva y generosa. Solíamos hablar largo sobre religión y ella pronto descubrió que su mejor gesto hacía mí sería abrirme la biblioteca de su esposo. Lo recuerdo, pues así pude releer y disfrutar El Quijote en una gran edición que, sintomáticamente (y a través de Lucrecia), Masset quiso cambiármela por una edición barata. No lo consiguió.
Cinco meses después, fui el último en abandonar la residencia, con mi maleta humilde. A la salida me esperaba Arturo García, conduciendo él mismo su automóvil diplomático, acompañado por Jaime Stiglich, su ministro consejero. En el aeropuerto me acompañaron hasta un recinto donde personal uniformado registraba los equipajes y requisaba lo que le parecía requisable. Alcancé a salvar la colección completa de El Refugiado, pasándosela a Stiglich con disimulo. Me despedí del embajador en una puerta de salida y su ministro me acompañó hasta la escalerilla del avión, ambos escoltados por dos soldados de la Fuerza Aérea, metralleta en ristre. Ahí me devolvió los preciosos documentos, envueltos en un abrazo de despedida.
Se cerró la puerta del aparato y el capitán empezó a carretear mientras yo avanzaba hacia mi asiento. Nunca olvidaré la cara de pregunta de los pasajeros que, desde sus ventanillas, me habían visto llegar de manera tan poco usual.
Sobre lo prolongado de mi permanencia como asilado, mi primera hipótesis fue la de un castigo por resurrección. Alguien del nuevo régimen quiso compensar mi falsa muerte con una prisión en sede diplomática. A ese efecto bastaba con retenerme el salvoconducto, documento indispensable para salir de la embajada y viajar al exterior. Recién en 2018, leyendo las memorias del almirante Ismael Huerta, primer canciller de la dictadura, conocí una versión más oficial. En mi calidad de fiscal de la Corfo, fui uno de “119 casos en estudio”. Eso solo podía deberse a una acusación política, formulada en 1971, contra quienes participamos en la estatización de la banca, siguiendo instrucciones del presidente Allende.
Como es falso que los últimos serán los primeros, la tardanza en salir me bloqueó el acceso a becas y otras posibilidades de buena emigración. De partida, Masset me notificó que Suiza no me recibiría, pues yo era una especie de franquicia del embajador del Perú. Aunque no lo quiso decir, era su revancha por los apremios de la Corfo a la empresa Nestlé, de alta estima en el mercado suizo de capitales. Simultáneamente, un amigo mexicano escribía a Maricruz que, a esa altura, era difícil conseguir acomodo en su país para los perseguidos sin galones políticos: “En un principio se abrieron muchas puertas para los chilenos, pero esto obedecía a alardes demagógicos que fueron abandonados unas cuantas semanas después del golpe”. Mi amigo Joë Nordman, prestigioso jurista francés, me ofrecía alojamiento y comida, pero advertía que los cupos solidarios de trabajo o para las universidades ya estaban copados. La española Cristina Almeida me ofrecía su casa y, siempre de buen humor, me recriminaba porque mi resurrección la había dejado como una política poco creíble ante sus amigos.
En esas circunstancias, viajé a Lima para reunirme con Maricruz y pronto descubrimos que, pese al cariño del tío Pancho y familia, tampoco estaban las condiciones para quedarnos en el Perú. En otros libros he contado cómo el general Juan Velasco Alvarado preparaba, entonces, una aventura bélica contra Chile y los peruanos bien informados discutían las opciones del caso. En paralelo, casi todos los políticos chilenos que ya estaban en Lima debieron irse. Entre ellos, el exembajador Luis Jerez Ramírez, con quien antes compartiera responsabilidades en la Corfo y quien escribiría un excelente libro sobre esos momentos… que prácticamente nadie conoce en Chile.
Tras un mes de descompresión, con los pocos dólares que obtuve por la venta rápida de mi Peugeot y sin otro horizonte a la vista, pensé en la República Democrática Alemana (RDA). Había estado allí en 1965, con un grupo variopinto de jóvenes, visitando campos de pioneros, campos de concentración nazis y las colecciones de arte de Dresden. Luego, en 1971, participé en una delegación oficial encabezada por el canciller Clodomiro Almeyda, preparatoria de las relaciones diplomáticas plenas. Me correspondió inaugurar el stand chileno en la Feria de Leipzig y, naturalmente, fui al histórico Auerbachs Keller, el bar subterráneo inmortalizado por Goethe en su Fausto. Me pareció un país de buen nivel de desarrollo, mejor aspectado que la Unión Soviética y con funcionarios muy profesionales. Obviamente, no tuve contacto con disidentes.
En esas circunstancias induje y acepté una invitación universitaria por intermedio de mi amigo el historiador Eberhard Hackethal, quien se había desempeñado como agregado científico de la RDA en Chile (de paso, colaboró en la fuga de Carlos Altamirano). Eberhard respondió de inmediato y actuó con eficiencia germana, consiguiendo ayuda del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) y del Comité Internacional para las Migraciones Europeas (CIME).
En cuestión de días estábamos volando a Berlín Este con escala en Ámsterdam, donde coincidimos con el exministro de Justicia Sergio Insunza y su esposa, Aída Figueroa, compañera académica en la Facultad de Derecho.
Llegamos a destino un día de febrero de 1974.
Según síntesis penal de mi jurídica esposa, vivimos tres años y un día en la RDA y ahí aprendí una lección importante: para dar testimonio pleno de una realidad complicada, uno debe esperar que la complicación se resuelva. Mientras ese país existió, sus penurias fueron un dato más de la Guerra Fría, que se licuaba entre eufemismos políticos, “empates” de conveniencia y mentiras ideológicas. Al respecto suelo recordar el comentario de un dirigente comunista de nivel medio, sobre el control a que se nos sometía: “Si hubiésemos tenido esa vigilancia en Chile, otro gallo nos cantaría”. Su opinión era pariente cercana de la que emitiría el jefe comunista Luis Corvalán, para descalificar a quienes expresaron su decepción con los países del sistema soviético: “no les dio el cuero para vivir en el socialismo real”. La hora de la verdad recién sonó con la perestroika de Mijaíl Gorbachov, el muro de Berlín derribado y el fin de la Guerra Fría. Fue la ratificación, irónica, de que se equivocan quienes tienen la razón y la cuentan demasiado temprano. Con todo, empecé a comprender a quienes siguieron mirando hacia otro lado cuando se aludía a la violación de los derechos humanos en la RDA. Temían renunciar a una fe, protegían la antigüedad de sus militancias o privilegiaban la gratitud personal. En síntesis, para mirarle el diente a un refugio regalado primero debían recuperar el habla. El problema para ellos fue que, en su gran mayoría, los dirigentes políticos nunca recuperaron el habla.
Llegados a Berlín Este fuimos destinados a un complejo residencial de Grünheide, localidad ubicada en Brandeburgo. Según mis investigaciones posteriores, fue la secreta escuela de cuadros Edgar-André del Partido Socialista Unificado de Alemania (PSUA o Partido Comunista de la RDA). En jerga para entendidos, se la denominaba Heim (hogar, casa o albergue).
Los dirigentes alemanes eligieron ese Heim con esmero. El edificio central, sólido y espacioso, estaba en pleno bosque y en las cercanías de un lago; un espacio muy disfrutable si hubiéramos sido turistas y no sobrevivientes de un naufragio. Aunque no tengo registro de cuántos estuvimos allí, recuerdo que llenábamos un comedor de unas quince mesas y nos distribuíamos en cuartos más o menos amplios, como en una residencial de tres estrellas.
Los primeros días fueron distendidos y demostraron la capacidad organizativa de los alemanes de cualquier lado. Una Leiterin (guía) nos llevó como niños de colegio al Kaufhaus (gran almacén relativamente cercano), para comprar ropa abrigadora. También recibimos las primeras lecciones de alemán. Como el profesor no podía decir “perro”, en castellano, bautizamos a su mascota como “aber”, que en su idioma corresponde a la preposición “pero”. Fue nuestro primer chiste alemán.
Sin embargo, pronto surgieron los problemas domésticos, propios de la convivencia forzada entre gente que, con algunas excepciones, no se conocía o tenía pautas de socialización diferenciadas. Allí hicimos nuevas amistades, pero también algunas enemistades. Mi esposa, sin militancia política, fue agriamente interpelada por mujeres militantes, porque su foto apareció en un periódico local, tras un acto de solidaridad con los “patriotas chilenos”. La foto debió ser para ellas. Fue una penosa manifestación de celos, mezclada con la acusación de que ese periódico era… ¡fascista!
Pero el problema principal estaba en las medidas de seguridad que comenzaron a aplicar los anfitriones. Mi primer recuerdo es el de una sala donde todos fuimos prolijamente interrogados por dos funcionarios de la Stasi, la policía política del régimen. Por carencia de pasaporte, debíamos demostrar que éramos quienes decíamos ser, que teníamos la ideología correcta y tanto mejor si lucíamos un árbol genealógico con obreros y campesinos. Por lo visto, la invitación universitaria que yo había recibido era un dato superfluo.
A partir de entonces, la palabra Sicherheit (seguridad) adquirió un nuevo sentido. Para comenzar, debíamos funcionar con “chapas” (nombres falsos) y ejercer la “vigilancia revolucionaria”, pues el enemigo podía estar en cualquier parte. Yo lo tomé como un juego y opté por llamarme Gonzalo Meléndez, en recuerdo de René Meléndez, un fino futbolista de Everton y la selección chilena de los años sesenta.
Sobre esa base, pronto se instaló el virus de la sospecha mutua y algunos comenzaron a actuar como policías por cuenta propia. Recuerdo mi sorpresa y malestar cuando descubrí a refugiados paritarios registrando el cuarto y la maleta de un recién llegado. Mientras hurgaban entre sus calzoncillos y calcetines, otro grupo paseaba con el investigado por el bosque, en una maniobra distractora. Motivo: alguien sospechó que se trataba de un infiltrado de Pinochet, pues llegó hablando maravillas de la muy capitalista Holanda.
A partir de entonces, todos comenzamos a detectar el espionaje de nuestra correspondencia, pues los cierres de sobres y encomiendas nos llegaban toscamente reengomados. Una advertencia burda, pero eficiente, de que estábamos bajo control. Además, sospechábamos que informantes chilenos colaboraban con los lectores de la Stasi para que estos descifraran modismos intraducibles o frases demasiado crípticas, ergo, sospechosas.
También debimos resignarnos a la furtiva inspección de nuestras viviendas. El resultado, al comienzo, fue una especie de juego: “ellos” nos espiaban y nosotros sospechábamos que nos espiaban. En Dresde, Enrique “Kiko” Forch inventó cerrar su departamento con una sola vuelta de llave los días pares y con dos, los impares. Algún día los inspectores tenían que equivocarse y dejarían cerrado de la manera equivocada. Y así nomás sucedió, convirtiendo en certeza lo que antes era simple sospecha.
Plataforma básica de ese tipo de seguridad era el aislamiento nacional aplicado a los chilenos. Dicho de otra manera, nos estaba prohibido salir de la RDA, en cuerpo o en pensamiento. Los exiliados rasos no podíamos adquirir prensa crítica de ninguna especie. Tras la emergencia del eurocomunismo cesó la llegada de los diarios L’Unitá, de los comunistas italianos, y L’Humanité, de los comunistas franceses. En las universidades, la prensa y los libros políticos de los países occidentales se guardaban bajo llave y solo se podían consultar con autorización especial. Tampoco podíamos acercarnos a “la frontera” (léase: el muro) ni viajar a otros países, aunque fueran del campo socialista.
De ese modo comenzamos a vivir en el mundo del disimulo, la criptografía y la desconfianza. Con el gran poeta Gonzalo Rojas solíamos recordar que nuestro primer diálogo, en el curso de un viaje interno, no fue una simple conversación, sino una exploración mutua, llena de subentendidos exploratorios. José Antonio Viera-Gallo me confesaría no haber entendido la razón que le di, por carta, para no trasladarse a la RDA. Según mi recuerdo, le dije que se quedara en Roma, donde estaba, porque el clima estealemán afectaría su asma. Enrique Silva Cimma, a la sazón exiliado en Venezuela, me comentaría cuánto le costaba descifrar mis cartas, debido al exceso de metáforas. A la inversa, Artur y Lise London, de cuya amistad había disfrutado en París en los años sesenta, entendían todo a la primera clave; habían sido víctimas emblemáticas del estalinismo checoslovaco.
Debo agregar que había método en esa paranoia. Doctrinariamente hablando, el proceso chileno había planteado a los gobernantes un problema de tanta envergadura como el que antes les planteara la Revolución cubana. Si esta fue la historia de un partido comunista prosoviético, engullido y deglutido por un nacionalista revolucionario, el proceso chileno era la historia de una vía al socialismo que no pasaba por la dictadura de un partido comunista. Dicho en corto, los jerarcas alemanes temían que un contacto demasiado estrecho con los exiliados chilenos introdujera, en su propia sociedad, los gérmenes de la prensa libre, el pluralismo ideológico y la representación política efectiva de “los otros”.
Y una nota de humor casi negro, en este rubro. Aún estábamos en Grünheide cuando las astucias de la realidad asestaron un rudo golpe a nuestros profesores de vigilancia. Supimos, vía rumor, que un dirigente chileno apodado “el Ronco” había sido retenido por policías de Berlín Occidental —al otro lado del muro, donde solamente ellos podían circular—, quienes le incautaron la nómina de todos los exiliados en la RDA. Dado que ese rumor nunca se desmintió, se convirtió en noticia consolidada y en un tiro por la culata respecto a la confianza de “las bases” en sus dirigentes.
Nadie supo quiénes ni cómo asignaron destino interno a los exiliados. Solo trascendió la consigna rectora: “Todos a la producción, debemos proletarizarnos”. Teníamos que aprender a ser obreros, en las distintas fábricas del país, con la obvia excepción de los dirigentes.
A sabiendas de que mi posición no caería simpática en las alturas, reivindiqué mi invitación universitaria. Dejé claro que no me entusiasmaba la idea de dejar de hacer lo que yo sabía, para reconvertirme en un pésimo trabajador manual. Notablemente, tuve oídos receptivos. Quizás mi alegato, más la inquietud de otros exiliados con excelentes calificaciones profesionales, influyó en los jefes menos dogmáticos para matizar su agenda con una pincelada de pragmatismo.
Así fue como un puñado de “trabajadores intelectuales” fuimos destinados a la Universidad Karl Marx, de Leipzig, para inaugurar el Latinamerikan Seminar, en la sección Geschichte (historia). La autoridad estealemana —académica y de partido— nos puso bajo la dirección del sabio profesor Manfred Kossok y la codirección de mi amigo Eberhard Hackethal.
Se dijo, para la exportación, que gracias a un convenio entre el gobierno de la RDA y el PC chileno se había creado un espacio académico destinado a pensar lo que nos había sucedido y lo que queríamos que sucediera. Pero, de hecho, nadie en la dirigencia chilena tenía proyectos intelectuales elaborados. Únicamente se nos reiteró que todo lo que hiciéramos debía ser reservado y bajo “chapa”. El enemigo acechaba.
Esa mezcla de indefinición con secretismo estuvo en la base del clásico “chaqueteo” chileno, mezcla de envidia con anomia. Para algunos militantes rasos éramos el privilegiado “grupo de Leipzig” o “el Olimpo”, exento de penurias fabriles y ajenos a las necesidades reales del proletariado. Por eso, formando masa crítica con los intelectuales menos calificados, trataban de llenarnos el tiempo libre con actividades edificantes. Para los varones, trabajos voluntarios más o menos rudos, como sacar escombros de algún sitio eriazo. Para las mujeres, fabricar muñecas de trapo —se llamaban “soporopos”, no recuerdo por qué— para enviar a las niñas chilenas de hogares proletarios.
Pero también nuestro estatus intelectual fue la base de algunas fantasías. Autores que confían demasiado en los memos burocráticos creyeron que hubo una especie de “Tarea Teórica” (con rituales mayúsculas) asignada al grupo. Habría consistido en “pensar las Fuerzas Armadas”, para elaborar una estrategia que acabara con la dictadura. Incluso citaron textos de Kossok informando sobre tesis, proyectos y asignaciones de trabajo.
La verdad escueta —al menos durante mis tres años y un día— es que nuestro hábitat universitario fue muy confortable, pero también extremadamente confuso. Los dirigentes chilenos no atinaron a aprovecharlo y me consta que Kossok se quejaba de ello. Sin duda era importante “pensar las Fuerzas Armadas” y, más ampliamente, la relación civil-militar en Chile. No obstante, el único trabajo concreto que nos pidieron en ese período surgió en el marco de la gran campaña Freiheit für Luis Corvalán (Libertad para Luis Corvalán).
Los dirigentes querían una motivante biografía política del jefe comunista, entonces prisionero en Chile. Quizás una especie de “vida ejemplar”, con el modelo tácito de Pavel Korchagin, el personaje de la novela Así se templó el acero, de Nikolái Ostrovski. Yo alcancé a elaborar un borrador que no habría pasado la censura, pues, en vez de ese paradigma, mostraba a Corvalán como un eurocomunista avant la lettre, un jefe político para quien, de hecho, los dogmas estalinianos fueron incompatibles con la mantención del sistema democrático chileno. Pero, como al poco tiempo fue canjeado por Vladímir Bukovski, disidente-prisionero en la URSS, ese proyecto caducó de manera automática.
Dicho sea de paso, ese canje fue una experiencia notable sobre las distintas maneras de informar en el contexto de la Guerra Fría. La televisión de Alemania Federal siguió la noticia en vivo y en directo, mostrando a Corvalán y a Bukovski en primeros planos, con los comentarios políticos pertinentes de los periodistas. Explicable, pues no había precedentes de que el poder soviético reconociera públicamente la existencia de prisioneros políticos. La televisión de la RDA, por su parte, solo mostró a Corvalán saludando a las cámaras y abrazándose con Brezhnev, mientras los comentaristas aludían al triunfo rotundo de la campaña de solidaridad. Ocultaban, así, la existencia del canje, a sabiendas de que todos en la RDA tenían adaptadores para ver la televisión de “el otro lado”.
Coletazos de esa campaña fueron la ironía disidente y los celos internacionalistas. Mi buen vecino Joachim Hemmerling, biólogo universitario, vino a saludarme con una botella de Sekt (espumante) para festejar, irónico, “el fin de la campaña de solidaridad”. Dio a entender que esta suponía un descuento por planilla de sus remuneraciones. Por su parte, exiliados y becarios de otros países latinoamericanos reaccionaron con resentimiento. Decodificaban la campaña por Corvalán como una política discriminatoria, en favor de los exiliados chilenos. “Ustedes se creen exiliados especiales y son tan derrotados como todos”, me dijo, amargo, un sociólogo colombiano. El jefe comunista francés Georges Marchais dio un sorprendente espaldarazo a esos críticos al calificar el canje como un “marchandage lamentable”.
Corvalán, entrevistado entonces por Le Nouvel Observateur, completó ese cuadro por fuera, negando que Bukovski fuera un prisionero político, porque… ¡había sido condenado conforme a la ley soviética!
Con los años asumí que la perplejidad sobre las posibilidades de nuestro trabajo reflejaba un fenómeno muy bien procesado por Max Weber: la incompatibilidad entre los intelectuales y los políticos, especialmente los que representan “ideologías totales”. Luego lo confirmé, respecto al socialismo real, leyendo los libros de disidentes, expulsados y “renegados” célebres, como Kautsky, Bernstein, Fast, Haveman, Garaudy, Semprún, Claudín y Petkoff.
Tal incompatibilidad era expresión física de la desconfianza solapada de los dirigentes de formación estaliniana respecto a los militantes de formación intelectual libre. Es lo que descubrió Gramsci, cuando formuló su tesis paliativa del Partido Comunista como “un intelectual orgánico”. Una fórmula incompleta, a mi juicio, pues omitía su correlato. En homenaje a Marx, Engels, Lenin, Trotsky y tantos otros intelectuales fundadores de origen “burgués”, también debió definir al partido como “el proletario orgánico”.
En el caso chileno, la desconfianza se incrementaba por la inseguridad ideológica en que quedaron los dirigentes tras el golpe de 1973. Nunca verbalizaron algo realmente crítico o autocrítico sobre su rol en lo sucedido. Por cierto, tampoco podían exteriorizar una posición que contradijera la interpretación soviética. Con excepción de Orlando Millas y Volodia Teitelboim, dirigentes intelectuales que optaron por el silencio, la precaria elaboración colectiva se reducía a demostrar la ilegalidad del golpe, el carácter “solo militar” de la derrota, la perfidia del imperialismo, la imposible consolidación del “fascismo” y la connivencia de la ultraizquierda con la ultraderecha. Como si esa retórica bastara para configurar un “frente antifascista” y derribar al gobierno de Pinochet.
En lo que sí concordaban todos —aunque se cuidaban mucho de expresarlo— era en lo desconsiderado —por decir lo menos— de la crítica soviética. Sobre esa base, en alguna instancia se pusieron de acuerdo para tramitarnos una invitación a Moscú, con el fin de participar en un seminario con los académicos del Instituto América Latina (IAL) de la Academia de Ciencias de la Unión Soviética.
Turísticamente fue un tiempo disfrutado, pues estuvimos en Leningrado, donde aprecié por segunda vez la colección secreta de pintores impresionistas del Hermitage. Pero, intelectualmente, fue un tiempo masacrado. En Moscú, todos los académicos del IAL repitieron lo que Brezhnev ya había dicho urbi et orbi: el golpe triunfó, porque los comunistas chilenos estaban desprevenidos y no supieron defender su revolución2. Ante una réplica nuestra sobre la rica complejidad del proyecto de Allende y su visión de futuro, Víctor Volski, director del IAL y héroe de la Gran Guerra Patria (la Segunda Guerra Mundial en nomenclatura soviética), respondió con una pachotada: “¿Planes napoleónicos y hechuras de zapatero?... pues zapatero a tus zapatos”.
Ratifiqué, entonces, que nuestro horizonte científico-político estaba bloqueado ab initio por la sujeción al centralismo dogmático de los soviéticos. En especial, por la categorización de “fascista”, asignada por los mismos soviéticos a la dictadura de Pinochet. En esto último yo concordaba con Kossok y Hackethal, quienes, víctimas del nazi-fascismo original, se esmeraban en relativizar el término. Había que tener cuidado, decían, con la ampliación acrítica de esa categoría siniestra. Preferían hablar de “fascismo dependiente”, que era otra cosa… o no era ninguna.
Después de esa experiencia “académica” me fue imposible pensar en una evolución del “intelectual orgánico” hacia un pensamiento razonablemente crítico… y eficiente. Entonces, de vuelta en Leipzig, decidí trabajar “por la libre”. Aprovechando el tiempo y las facilidades que me daba la universidad, comencé a investigar por mi cuenta, para escribir el libro que me motivaba la realidad.
Haciéndolo, ejercí mi libertad intelectual en el estrecho espacio que me dejaba la situación. Tratando de no romper del todo la vajilla, adherí a la categoría kossokiana del fascismo dependiente y planteé una conducta que ha estado presente en todos mis trabajos: ante cualquier catástrofe política, lo primero es un diagnóstico certero, que permita reconocer los errores propios. Para cuidar mis espaldas, apoyé ese principio en una imprescindible cita de Lenin: “A la derrota hay que mirarla cara a cara”.
Así llegué a explicar el respeto político de Allende a la institucionalidad de las Fuerzas Armadas, el sabotaje fáctico de Fidel Castro al proceso chileno y la interrelación entre el sectarismo de izquierdas y el alejamiento de la Democracia Cristiana. Sobre esa base, vinculé el fascismo dependiente con el Estado franquista español.
Fue una catarsis rigurosamente controlada, en parte porque ya iniciábamos con Maricruz el diseño de una estrategia de fuga y, en parte, para no alarmar a algunos colegas del “Olimpo”. Estos, pendientes de instrucciones que nunca llegaban y de reuniones con dirigentes que “estaban en otra”, veían con inquietud las fichas y las fuentes que se acumulaban en mi escritorio.
Hoy no deja de asombrarme que, mientras yo investigaba, Francisco Franco comenzaba a desaparecer y Jorge Semprún escribía su Autobiografía de Federico Sánchez, con su apabullante experiencia como dirigente expulsado del PC español. Al mismo tiempo, mis amigos de Madrid hablaban del viraje eurocomunista del antes estaliniano Santiago Carrillo y hasta se permitían chistes sobre Dolores Ibárruri, la mítica Pasionaria.
Puesto el siempre difícil punto final, decidí mostrar mi trabajo a Orlando Millas, quien solía leer casi todo lo que yo publicaba en Chile, incluyendo mi tesis de licenciatura. Además, yo conocía su juicio realista sobre sobre la autonomía social de los militares y sobre el funesto rol de Castro durante el gobierno de Allende. Esperaba que hiciera llegar mi texto a un importante editor francés, quien se había comprometido a publicarlo, según correspondencia críptica con mis amigos de París.
Millas no solamente aprobó mi libro; lo entusiasmó tanto que pasó por alto mi compromiso con el editor francés y pactó su edición en México con una editorial desconocida, a través de un contacto descrito como “amigo del partido”. Solo después me pidió un poder amplio, para que su contacto mexicano pudiera actuar contractualmente, y, con olfato periodístico, me sugirió cambiar el título original. En lugar de Introducción al Estado franquista de Pinochet, aparecería como Introducción al fascismo chileno. Menos exacto, pero más golpeador.
Como gajes de mi enclaustramiento estealemán, no conocí el contrato de edición, no supe quién corrigió el manuscrito y nunca recibí derechos de autor. El libro impreso me llegó a domicilio, en octubre o noviembre de 1976, con una portada horrible, empastelamientos sospechosos y ¡más de cuatrocientas erratas!... Aquello no me hizo gracia y Millas no me dio explicaciones. Por eso, durante mucho tiempo recordé su gestión como un flagrante abuso de confianza.
Solo décadas después, tras investigar y entrevistar a importantes actores de la época, concluí que ese resentimiento era apenas el pelo de una cola larga. En síntesis periodística, tras bambalinas se había dado una lucha silente entre los dos panzers intelectuales del PC: Millas, con residencia en Berlín Este, y Volodia Teitelboim, con residencia en Moscú.
El primero, de talante hiperasertivo y crítico abierto de Castro, ponía el énfasis en la necesidad de un enfoque histórico y autocritico, con una revisión de los dogmas —la dictadura proletaria ya no resistía la prueba de la realidad—, un compromiso con los militares institucionalistas y una política de alianzas que incluyera a la Democracia Cristiana. Teitelboim, de talante enigmático, ya había iniciado una buena relación con Castro, aprobaba la formación de cuadros militares en Cuba y apuntaba a un objetivo de apariencia ecléctica: dividir a las Fuerzas Armadas con el apoyo en los militares institucionalistas, pero sin cuestionar los principios del marxismo-leninismo.
Como en las querellas teológicas, ambos panzers patrocinaban manuscritos que favorecían sus posiciones ante el resto de los dirigentes. Sin yo saberlo, Millas defendía el mío y Teitelboim tenía bajo el poncho una “fake news” espectacular: ¡las memorias apócrifas del general Carlos Prats! Estas mostraban al general como un admirador de Allende que reconocía el buen manejo de los comunistas, daba orientación a los militares y denostaba crudamente a Pinochet.
En el curso de esa pugna, Teitelboim debió conseguir la aprobación de otros miembros de la dirección partidaria, el visto bueno de algún jerarca soviético y el contacto necesario para acceder a una editorial de prestigio. Este habría sido Marcos Colodro, militante comunista hasta el golpe y ejecutivo a la sazón del Fondo de Cultura Económica (FCE), la más importante editorial de México, con sucursales en distintos países del mundo.
La obra apareció bajo ese sello en los mercados internacionales, en diciembre de 1976, con el título Una vida por la legalidad. Tuvo un gran éxito comercial, con diez ediciones sucesivas, y sirvió como fuente a otros autores, entre ellos, el exembajador de los Estados Unidos en Chile, Nathaniel Davis. En su libro Los últimos dos años de Salvador Allende, dice que esas memorias reflejan “la inteligencia y sofisticación de Prats”.
Por lo visto, se ignoraba que las memorias auténticas existían y que, por obvios motivos de seguridad, las tres hijas del general las mantenían a buen recaudo. Por tanto, bastó su silencio para frustrar el impacto político de las apócrifas en el Ejército de Pinochet. Para cualquier experto en inteligencia el razonamiento era claro: si no había reacción de la familia, algo raro sucedía con ese libro del FCE. Recién en 1985, con las memorias auténticas publicadas por la editorial Pehuén, las hijas dijeron que, cualquiera haya sido el objetivo de las falsas, “deriva del compromiso con intereses particulares y no con la verdad”.