DANIEL MATAMALA
Matamala, Daniel
La ciudad de la furia / Daniel Matamala
Santiago de Chile: Catalonia, Periodismo UDP, 2019
ISBN: 978-956-324-755-8
ISBN Digital: 978-956-324-765-7
PERIODISMO
CH 070.4
Este libro forma parte de la colección de periodismo de investigación desarrollada al alero del Centro de Investigación y Publicaciones (CIP) de la Facultad de Comunicación y Letras UDP.
Foto de portada: Jorge Vargas | Migrar Photo
Retrato del autor: Mabel Maldonado
Diseño de portada: Trinidad Justiniano
Edición: Andrea Palet
Coordinación editorial: Andrea Insunza
Dirección editorial: Arturo Infante Reñasco
Diseño y diagramación: Sebastián Valdebenito M.
Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, en todo o en parte, ni registrada o transmitida por sistema alguno de recuperación de información, en ninguna forma o medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin permiso previo, por escrito, de la editorial.
Primera edición: noviembre 2019
ISBN: 978-956-324-755-8
ISBN Digital: 978-956-324-765-7
Registro de Propiedad Intelectual: Nº A-309890
© Daniel Matamala, 2019
© Catalonia Ltda., 2019
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Santiago de Chile
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Para Blanca, editora de cada una de estas columnas.
“La canción fue compuesta en una época muy tremenda de la Argentina”, comentó Gustavo Cerati acerca de una de sus obras maestras, “La ciudad de la furia”. “Era 1988, en plena hiperinflación y furia desatada, así que no resultó nada difícil escribir sobre una ciudad de la furia”. La canción de Soda Stereo de inmediato se convirtió, en palabras del crítico Ricardo Portman, en “el himno oficioso de cada urbe latinoamericana, donde se ha mantenido invariable el carácter violento/babilónico, sin atisbos de una humanización de los espacios, los derechos y las oportunidades. Cada ciudad del Río Bravo hacia abajo se convirtió en una Ciudad de la Furia”.
La furia. “El Bogotazo”. “El Caracazo”. En 2019 fue el turno de Santiago de Chile.
La canción resonó de inmediato en mi cabeza la noche del viernes 18 de octubre, mientras Santiago perdía su delgada capa de capital modelo con la misma rapidez con que se quita de un tirón un papel mural mal pegado a la pared.
Cuando salió el sol tras esa noche terrible en que el Metro fue quemado y los militares volvieron a las calles, las cicatrices de esa muralla, vieja, mal pintada y peor remendada, habían quedado expuestas.
“Con la luz del sol se derriten mis alas”, cantaba Cerati.
En los días posteriores, el estupor fue general en la clase dirigente. “Nadie lo vio venir”, fue la frase de moda, unida a una espiral de paranoia y malos diagnósticos que llegaron a su punto cúlmine con el Presidente de la República declarando la “guerra” a “un enemigo poderoso”.
Es que no lo veían. Nuestra élite tapó con ese papel mural colorido sus propios pecados, y también cubrió las grietas y erosiones de la vida cotidiana de los ciudadanos. Fue tal el esfuerzo que puso en esa maniobra de ocultación que terminó creyendo que de verdad no había nada más ante sus ojos que ese relieve prefabricado. Como un barón de Münchhausen moderno, acabaron por convencerse de la leyenda que ellos mismos habían inventado, para consumo propio y de los huéspedes que llegaban a maravillarse del “milagro chileno”.
Este libro no es una anticipación de los hechos de octubre, por cierto. Pero sí es la crónica de cómo se fue acumulando la furia que estalló incontenible en la primavera chilena. De cómo este 2019 las señales estaban allí, en los bordes despegados y los relieves decolorados de ese ilusorio papel mural.
El primer capítulo, “Octubre del 19”, agrupa crónicas urgentes de lo ocurrido en las primeras horas y los primeros días de la crisis. El lector juzgará qué tan (o tan poco) acertadas resultaron esas reflexiones sobre la marcha a la luz de los hechos posteriores.
Todo el resto del libro corresponde a columnas publicadas en prensa antes de ese 18 de octubre que ha fracturado la historia reciente de Chile. En el segundo capítulo, “¿Es que no lo ven?”, dibujamos a esa élite hermética, cerrada en torno a sí misma, incapaz de juzgar sus privilegios y atrapada en un discurso autocomplaciente de meritocracia y libre competencia.
“Dueños de nada” cuenta la otra cara. La de esos millones de chilenos que, como en la célebre canción del Puma Rodríguez, descubren que en verdad no son dueños de nada y que las cartas del juego están marcadas en su contra. Que la ley del embudo se aplica a unos pocos, y la de Moraga, a todo el resto.
En “Chilenismos” se presenta a este país que mira con desdén a sus vecinos, aunque varios aspectos de nuestra pretendida superioridad no sean en verdad más que la tapadera de la impunidad de algunos privilegiados.
“Imbunches” entra en los aspectos menos felices de nuestra clase política y sus procesos de toma de decisiones, desde el incipiente trumpismo gubernamental hasta la soberbia tecnocracia que desprecia la política con el rótulo fácil del populismo.
En “Machos, huachos” hablamos de la sociedad chilena. De las jaurías de redes sociales, del machismo, el clasismo y también de los ejemplos alentadores que llegan desde áreas como la ciencia y el deporte.
“Lo maduro y lo podrido” suma crónicas sobre la tragedia de la dictadura venezolana, la ascensión del extremismo en Brasil, y cómo nuestras fuerzas políticas locales se han comportado frente a los hechos del vecindario.
Finalmente, “Viejo crack” describe la decadencia de un país que insiste en un modelo extractivo que ya está agotado y se resiste a dar el salto hacia una economía más compleja, que pueda producir más conocimiento y más riqueza para todos los chilenos.
Las señales estaban a la vista, no sólo en las calles, también en todos y cada uno de los informes que presentaban sobre Chile organizaciones como el Foro Económico Mundial, la ocde o el Banco Mundial. No verlo era un acto voluntarioso de ocultamiento de la realidad.
Son más que simples dolores del crecimiento. Son fracturas profundas que muestran cómo la modernización de Chile, tan exitosa en algunos aspectos (como el combate a la pobreza o la liberalización de la vida social), esconde puntos ciegos que nos condenan a sufrir elitismo donde debería haber meritocracia, rentismo donde supuestamente hay libre competencia, estancamiento donde debería haber desarrollo e impunidad donde debería haber justicia.
De esas fisuras, y de la furia que gatillaron, hablan las siguientes páginas.
D.M.
Santiago, noviembre de 2019
¡No podrán hacerles nada si están unidos! ¡Rebelión!
MAMPATO, en La rebelión de los mutantes
“El país prospera; el pueblo, aunque inmoral, es dócil”, escribía en 1829, contando sus primeras impresiones sobre Chile, Andrés Bello. Ese ha sido el contrato social implícito desde entonces: la clase dirigente hace prosperar el país, y el resto se mantiene dócil.
Las sociedades modernas se sostienen en un delicado equilibrio. Por más poderosos que parezcan el Estado y su fuerza represiva, dependen del respeto tácito al orden social. Si un día los ciudadanos deciden dejar de parar en las luces rojas, concurrir a sus trabajos o pagar el Metro, el sistema no se sostiene: no es posible tener a un carabinero en cada semáforo, cada cubículo y cada torniquete.
Para esa gestión existe la política: el sutil arte de escuchar las demandas ciudadanas y traducirlas en políticas públicas efectivas. Es la renuncia a esa gestión la que explica el “Santiagazo” que convirtió a la capital de Chile en una ciudad de la furia.
El jueves 17, cuando el malestar social arreciaba, el Presidente dio una entrevista al Financial Times, comparándose con Ulises por su estrategia para no escuchar los cantos de sirena: “Él se ató al mástil de un barco y se puso trozos de cera en las orejas para evitar caer en la trampa. La sirena llama. Estamos dispuestos a hacer todo por no caer en el populismo, en la demagogia”. Antes el ministro Monckeberg había sugerido entrar al trabajo a las 7:30 para llegar más rápido, y el ministro Fontaine, tomar el Metro a las 7:00 para evitar el alza de la tarifa del transporte. Cuando se registraban los primeros casos de evasión masiva, el Presidente Piñera calificaba a Chile como “un verdadero oasis en medio de esta América Latina convulsionada”.
Fue una protesta lenta, que subió gradualmente en intensidad, con muchos momentos para reaccionar. Pero no hubo más que dos respuestas: la tecnocracia y la represión. El panel de expertos define la tarifa, las Fuerzas Especiales la hacen cumplir. Planillas Excel y lumas, mientras la política permanece ciega, sorda y muda. A las 19:15 del viernes 18, el ministro Chadwick se limitó a amenazar con la Ley de Seguridad del Estado, sin una sola palabra sobre el fondo de las demandas. El día anterior, La Moneda ya había echado más combustible al fuego, al tratar la evasión de “delincuencia pura y dura”, y a quienes se manifestaban como “hordas” y “delincuentes”.
Esas palabras (“evasión”, “delincuentes”) tienen una carga pesada en Chile. La evasión surgió en 2007 como la primera grieta del contrato social ante el desastre del Transantiago. Miles de santiaguinos decidieron que, si la tecnocracia dirigente era incapaz de cumplir su deber (proveer transporte), ellos tampoco tenían por qué honrar su parte del contrato y pagar la tarifa.
Si el país no prospera, el pueblo se vuelve indócil.
La respuesta fue el Registro de Infractores, la mejor prueba del doble rasero de la clase dirigente, que publicaba una lista de la vergüenza con los evasores de pasajes y al mismo tiempo justificaba y amnistiaba sus propias evasiones: las empresas zombis, los perdonazos de impuestos, las boletas ilegales y los paraísos fiscales. Esas evasiones no entran en ningún registro, y se tratan con extremo cuidado en el lenguaje.
Desde el poder se cataloga de “delincuente” a quien evade un pasaje de 830 pesos, pero jamás se ocupará tamaña palabra para referirse a evasores como los estudiantes de ética Délano y Lavín, quienes evadieron impuestos por 857.084.267 pesos cada uno. Eso equivale a 1.032.631 pasajes; un trabajador que evadiera el Metro dos veces al día tendría que vivir 1.414 años para igualarlos.
Seamos claros: fue esa élite la que rompió el contrato social al consagrar su propia impunidad, y al hacerlo tapó la olla, subió el fuego al tope y se cubrió los oídos para no escuchar cómo el agua entraba en ebullición. Para peor, el desprestigio permeó a instituciones como la Confech, que en 2011 había servido como catalizador de una protesta social que superaba con mucho el tema educacional. Sin ese cauce, el resultados son explosiones inorgánicas, sin pliegos de peticiones, vocerías ni negociaciones.
Y que estallan con violencia irracional. Qué paradojal que sea una empresa pública, símbolo de integración social, como el Metro la que pague los platos rotos del pillaje de grupos de vándalos. Y qué lamentable que parte del Frente Amplio y el PC, presas de infantilismo revolucionario, no sean capaces de trazar una línea clara entre el legítimo malestar social y el inaceptable vandalismo del lumpen.
¿Por qué ocurrió hoy, en octubre de 2019? Las planillas Excel otra vez quedan sin respuesta. Ni el costo del transporte, ni la inflación, ni el desempleo, ni los sueldos reales son peores que hace dos o tres años. Lo que ha desaparecido es el horizonte. Si Bachelet 1 y Piñera 1 fueron símbolos de cambio (la igualdad de géneros, la alternancia en el poder), Bachelet 2 y Piñera 2 agotaron el stock de esperanzas. Enterrada la retroexcavadora y sepultados los tiempos mejores, hace tiempo se incuba el ruido sordo de la falta de un proyecto de país, de un camino al desarrollo, de una meta compartida que dé sentido a las penurias cotidianas.
Si el país no prospera, el pueblo se vuelve indócil.
Y la imagen final llegó con la fotografía del Presidente de la República cenando en un restaurant de Vitacura mientras Santiago literalmente estaba en llamas. Que la pizzería en cuestión se llamara Romaria confirió al asunto un aire a lo Nerón.
A medianoche, el fracaso de la política le entregó el mando a los militares: vaya déjà vu. De hecho, el único vocero competente en la noche de furia fue el general Iturriaga. Tras un día en que los políticos se disfrazaron de un discurso militarizado, fue un militar el único que al menos trató de empatizar con la bronca y el miedo de la gente, y proveerles confianza y contención.
O sea, hacer política.
Volviendo a Andrés Bello. Cuando el país no prospera, cuando los horizontes en común se diluyen, cuando la clase dirigente se jacta de su impunidad, cuando el pacto social se rompe desde arriba, tal vez el pueblo deja de ser dócil.
Y cuando no hay política que encauce esa legítima indocilidad, el espíritu primitivo de la violencia se desata.
19 de octubre de 2019
Hace 99 años, la vieja república aristocrática crujía por los cuatro costados. Tras una tensa campaña electoral, el candidato populista a la Presidencia Arturo Alessandri estaba en las puertas de La Moneda. Un tribunal de honor debía ratificar su ajustada victoria en las elecciones. Entonces ocurrió una maniobra pintoresca, que pasó a la historia como “la guerra de don Ladislao”.
El ministro de Guerra, Ladislao Errázuriz, acusó un plan de Perú y Bolivia para cobrarse revancha de la Guerra del Pacífico. El gobierno movilizó las tropas hacia la frontera norte y el fervor patriótico llevó a muchos jóvenes, entre ellos al futuro santo Alberto Hurtado, a enrolarse. Pronto quedó claro que el plan no existía y que todo era una maniobra para sacar de la capital en esos días de ambiente golpista a la Guarnición Santiago, que se consideraba alessandrista. La Fech lideró los cuestionamientos y sufrió los costos. Una turba nacionalista atacó y destruyó su sede, y uno de sus líderes, el poeta José Domingo Gómez Rojas, murió tras ser arrestado y torturado. El mismo día de su funeral, y ya con don Ladislao al descubierto, el Congreso ratificó a Alessandri como Presidente.
La imaginaria “guerra de don Ladislao” había terminado; sin guerra, por cierto, pero sí con enfrentamientos, destrozos y un mártir.
Casi un siglo después, la palabra “guerra” vuelve a escucharse, ahora en boca del Presidente Sebastián Piñera. “Estamos en guerra contra un enemigo poderoso”, afirmó en el punto cúlmine de la seguidilla de errores que sepultaron en apenas unos días la agenda de su gobierno.
Piñera pasó de la complacencia extrema a la paranoia en apenas unas horas. El jueves 17 de octubre afirmaba que Chile era un “oasis”. El viernes 18 en la noche comía pizza en un restorán de Vitacura mientras Santiago ardía. A esa frívola placidez siguió la declaración de estado de emergencia, el despliegue militar, el toque de queda y finalmente la declaración de guerra.
Según la Constitución, en situación de guerra externa o interna el Presidente puede declarar estado de sitio, algo que ocurrió por última vez tras el atentado contra Pinochet, en 1986. Pero, más allá de ese extremo, la señal para los militares es peligrosísima. Se le dice a personal preparado para matar en una guerra que está precisamente en una, en un contexto lleno de roces e incidentes en los que basta una chispa para desatar una masacre. Ese peligro empujó al general Javier Iturriaga a ponerse al borde de la insubordinación con su ya célebre frase “Soy un hombre feliz, no estoy en guerra con nadie”. Contradecía así explícitamente al Presidente de la República, pero enviaba un mensaje claro a su gente en terreno. Aquí no hay ninguna guerra que pelear.
En el Ejército entienden que están sometidos a una situación explosiva, y que ellos pagarán los costos por cualquier desborde. Porque la responsabilidad por eventuales violaciones a los derechos humanos recaerá en ellos, no en las autoridades civiles que prenden la mecha. Al momento de escribir esta nota, ya hay al menos cuatro muertes en que estaría involucrado personal militar.
¿Por qué el gobierno llegó a este extremo?
La Moneda está lastrada por la uniformidad de un gabinete que más parece un club de amigos que proceden de los mismos seis colegios del barrio alto de Santiago. Desconectados del Chile real, convencidos de que la opinión pública se mide a punta de hashtags y encuestas con preguntas dirigidas, lo que ocurrió esta semana fue una sorpresa traumática para ellos.
Los ambientes claustrofóbicos favorecen la paranoia. El angustiado audio de Cecilia Morel (“estamos absolutamente sobrepasados, es como una invasión extranjera, alienígena”) lo muestra a las claras. Pero hay también intereses en juego. El más influyente orejero del Presidente, su primo Andrés Chadwick, ministro del Interior, es el primer responsable del clamoroso error de cálculo que impidió al gobierno desactivar la explosión social a tiempo. Extremar la apuesta es una válvula para no retroceder y para que una ciudadanía asustada se vuelque hacia quien prometa orden.
Porque las guerras imaginarias tienen efectos reales. Aunque se recuerda como una anécdota chapucera, la “guerra de don Ladislao” indignó a la oficialidad joven, que se sintió utilizada por el poder político, y fue el primer paso en los acontecimientos que llevarían al “ruido de sables” en 1924 y el consiguiente derrumbe de la república parlamentaria.
Usar a los militares en juegos políticos nunca es gratis. Es de esperar que, un siglo después, la guerra de don Sebastián quede solo como una frase desafortunada.
22 de octubre de 2019
“No necesitamos banderas”, cantaban Los Prisioneros en esa canción en que declaraban “romper de forma oficial / los lazos que nos pudieron atar alguna vez / a alguna institución / o forma de representación / que nos declare parte de su total”. Esa es la emoción que se tomó Chile en octubre.
Es un contraste radical con la anterior marcha del millón: la previa a la votación del plebiscito del No. Si la de octubre de 1988 fue una multitud organizada por una dirigencia política bajo su discurso y sus banderas (las rojas del PS, las azules de la DC, el arcoíris…), la de octubre de 2019 es una masa autoconvocada, definida desde las identidades: banderas de pueblos originarios, equipos de fútbol, diversidad sexual, etc. Si el momento generacional de 1988 tenía liderazgos, metas y plazos claros (la Concertación, el fin de la dictadura y el 5 de octubre), el de 2019 carece de todo ello. Por eso, pretender domesticarlo con una lista de supermercado es, de nuevo, no entender nada.
Esta no es una huelga de empleados descontentos, y no se acaba con un bono de término de conflicto. No es un movimiento reivindicativo. Es una energía. Una pulsión. Es un momento populista, en la correcta definición del término: la percepción de una división de la sociedad entre una élite corrupta y un pueblo virtuoso. Los chilenos que se abrazan en las calles con sus camisetas de Colo-Colo, la U y la UC expresan el ideal de borrar las diferencias cotidianas para sumergirse en un colectivo que se define por oposición a todo lo que representa la clase dirigente.
Es ser parte de un horizontal, alegre y colorido millón de amigos.
En la marcha más grande de la historia de Chile brillaron los extraterrestres. Marcianos de todos los colores y diseños tocando cacerolas, en referencia al célebre audio filtrado de Cecilia Morel (“es como una invasión extranjera, alienígena”). “Es increíble”, dice sobre esa frase el académico de la Universidad de Chicago James Robinson. “Es un reflejo de que la élite chilena está muy desconectada de la gente, el hecho de que uses ese tipo de lenguaje es indicativo de la brecha entre la élite y las masas chilenas”.
Los chilenos se cansaron de ser considerados alienígenas en su propio país.
En esta columna se ha repetido una y otra vez –majaderamente, es verdad– el hecho de que una clase dirigente que ve el país atrincherada junto a sus compañeros de colegio en los directorios de las grandes empresas (53% viene de 9 colegios) y en el gabinete (67% de 6 colegios) es una bomba de tiempo. La respuesta estándar de esa élite fue desestimar la alerta como monserga de “odiosos” y “resentidos”. Para Juan Ignacio Brito, decano de Comunicación de la Universidad de los Andes, una “machacona insistencia por identificar únicamente un odioso sesgo de clase (…) prejuicios profundos y resentimientos jamás confesados”. Para el director de empresas César Barros, el acceso al club del poder es “puro esfuerzo, riesgo y habilidad” y “cero amiguismo”. Para el empresario Jorge Errázuriz, la solución al peso de los apellidos es simple: “Bastaría con cambiarse a Errázuriz para tener éxito. ¡Te llamaría primo!”.
La realidad estaba disponible para quien quisiera verla, en cada reporte de la OCDE, cada estudio del Banco Mundial, cada ranking de competitividad, cada reflexión de economistas y sociólogos que, al mirar a Chile, advertían un país fracturado. De hecho, los gritos de la calle y los informes de la OCDE dicen básicamente lo mismo: demasiada desigualdad, demasiado nepotismo, demasiados abusos.
“Lo estamos pasando muy bien”, contestaban desde el poder. ¿Se pegarán, al fin, el alcachofazo? ¿Escucharán ahora a las voces lúcidas que venían advirtiendo de la crisis desde adentro? Como la del fundador de Cornershop, Daniel Undurraga: “Basta contar las empresas del IPSA que tienen gerentes generales mujeres, homosexuales, mapuches o incluso que fueron a colegios públicos para entender lo enquistado que está todo el poder del sistema en un grupo cerrado y homogéneo”. O de la directora de la Bolsa de Comercio Jeannette von Wolffersdorff: “Hay narcisismo de una élite a la que le cuesta conversar con voces críticas”.
Ahora la alcaldesa Evelyn Matthei pide un gabinete con “gente que venga de la clase media, que ojalá se haya educado en educación pública, que no veraneen en Zapallar o en Pucón”. Andrónico Luksic se allana a “pagar la cuenta” y a discutir un impuesto al patrimonio de los súper ricos. Mario Desbordes habla de pasar a una economía como la de “los países del norte de Europa”. Ideas constructivas como los cabildos constituyentes o tributos más progresivos, que hace una semana eran tachadas de resentidas, populistas o chavistas, hoy son súbitamente razonables.
El Congreso legisla bajo el ruido de las cacerolas. Si hace un siglo el ruido de sables obligó a los parlamentarios a aprobar en unas horas los proyectos sociales que habían bloqueado por años, hoy el eco de la calle opera un milagro similar. Claro: 40 horas. Rebaja de dieta parlamentaria, por supuesto. ¿Regular precios de los medicamentos? Lógico. Las sesiones del Congreso son transmitidas en vivo por la televisión abierta, con alto rating. ¿Será que, al fin, lo que debaten los representantes tiene sentido para los representados?
Es un mar sin orillas que da para todo, por cierto. El gobierno anuncia un paquete de medidas totalmente desfinanciado, y grupos de presión como los camioneros presionan para sacar una tajada más de sus ya generosas prebendas.
Es un minuto de catarsis. Del “no vamos a esperar / la idea nunca nos gustó / ellos no están haciendo lo que al comienzo se pactó”.
Es la revancha de los alienígenas.
28 de octubre de 2019
“Chile no va a cambiar mientras las élites no suelten la teta”. Esa frase cumplió catorce años en 2019. Su autor es uno de los miembros más connotados de esa misma élite: Felipe Lamarca, expresidente de la patronal de los grandes empresarios, la Sofofa, y hombre fuerte del grupo Angelini, uno de los titanes que dominan la economía chilena, con un patrimonio familiar de 3.900 millones de dólares según Forbes.
“Tengo demasiado claro que aquí hay un problema de desigualdad que no da para más y hay que corregirlo”, decía en 2005 Lamarca, para más señas exdirector del Servicio de Impuestos Internos bajo la dictadura de Pinochet, y uno de los llamados Chicago Boys que implementaron, con fe de cruzados, el modelo neoliberal de Milton Friedman en la economía chilena. “No da para más”, decía Lamarca. Recuerden, en 2005. En los años siguientes, las alertas se fueron sumando. En el invierno de 2011, una gran protesta nacional paralizó al país bajo el lema de “No al lucro”, gatillada por asuntos como el fraude de la empresa de retail La Polar y el endeudamiento estudiantil debido al CAE (Crédito con Aval del Estado), una ley ruinosa para el fisco chileno y para los universitarios, pero que aseguró pingües ganancias a la banca gracias al financiamiento de los créditos estudiantiles.
En 2016, cientos de miles de personas protestaron bajo el lema “No+AFP”, en contra del sistema privatizado de jubilaciones que está a cargo de empresas con fines de lucro, las AFP.
Entre estos eventos, Michelle Bachelet fue elegida Presidenta con un programa que contemplaba cambios a la educación y redistribución tributaria. Sin embargo, su gobierno renunció pronto a su proyecto de nuevos impuestos, aceptando una tímida reforma en la “cumbre de las galletitas”, un encuentro informal del ministro de Hacienda en casa de negociadores que fungían al mismo tiempo como directores de empresas de los principales grupos económicos.
No era para sorprenderse. Poco después saldría a la luz que el equipo programático de Bachelet, que proclamaba que sus reformas iban contra los intereses de “los poderosos de siempre”, había sido financiado, por métodos ilegales, por varios de los principales grupos económicos de Chile. Entre los mecenas estaba la empresa de Julio Ponce, que fue yerno de Augusto Pinochet. Ponce emergió de la dictadura de su suegro como dueño de SQM, una empresa previamente estatal que maneja hasta hoy el negocio del litio, considerado uno de los tesoros más prometedores para el futuro de la economía chilena. El patrimonio del yernísimo llega a los 3.800 millones de dólares.
Cuando los escándalos de dineros ilegales alcanzaron a toda la élite política, la solución fue sumaria: derecha, centro e izquierda estuvieron de acuerdo en bloquear la investigación judicial, usando como escudo al Servicio de Impuestos Internos, negociando la designación de un fiscal nacional comprensivo, y finalmente marginando hasta obligar a renunciar a los persecutores que lideraban la investigación. Mientras, el gobierno de Bachelet había terminado de derrumbarse políticamente con un escándalo de tráfico de favores protagonizado por su hijo, Sebastián Dávalos, quien recibió un millonario crédito tras una reunión con otro de los billonarios del país, Andrónico Luksic (patrimonio familiar de 15.400 millones de dólares).
La élite política no soltó la teta. Se aferró a ella y varios parlamentarios involucrados en el escándalo de dineros ilegales son hasta hoy miembros del Congreso. La élite económica también se mantuvo firme, con los dientes bien apretados. El grupo Angelini y otros obtuvieron derechos monopólicos gracias a una ley de pesca en que, según se descubrió luego, varios parlamentarios fueron coimeados. Pese a ello, la ley sigue en pie.