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© 2000 Janice Davis Smith
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Con mucho amor, n.º 961 - febrero 2020
Título original: A Whole Lot of Love
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-1348-107-4
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Capítulo Quince
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
–No mostraría aversión a vender su cuerpo por una buena causa, ¿verdad?
El primer pensamiento de Ethan Winslow fue que esa mujer tenía la voz más sexy que jamás había oído. El segundo fue que si no prestaba atención, terminaría por seguir esa voz ronca, baja y erótica hasta quién sabía qué lío.
–Mire, señorita…
–Laraway.
–Señorita Laraway, aprecio su esfuerzo, pero preferiría hacerle un cheque.
Ella rio. Maldita sea, la risa aún era más sexy, profunda y sensual.
–Encantados lo aceptaríamos también. Pero realmente nos gustaría algo más… corpóreo, por decirlo de alguna manera.
–¿Mi trasero a subasta? –preguntó con ironía.
–Tengo entendido que es un trasero estupendo.
Lo dijo con tanto júbilo que él se encontró sonriendo a pesar de no quererlo. Estaba sentado discutiendo de su trasero y la subasta del mismo con una mujer a la que jamás había visto pero que tenía una voz que provocaba sueños eróticos en los hombres.
–¿Y quién se lo dijo?
–Oh, tiene muchas fans en la ciudad, señor Winslow. No querrá decepcionarlas, ¿verdad? Por lo que me han dicho, usted podría conseguir la mayor cantidad de la noche.
Como fuera igual que su voz, podría reconsiderar el hecho de hacer algo con su nula vida social.
–Veo que le han dicho mucho.
–Es un defecto –suspiró con exagerado dramatismo–. La gente habla conmigo.
Ethan rio. Le sonó extraño y se preguntó si su hermana menor tenía razón y se había vuelto demasiado serio.
–Entiendo por qué.
–También le resulta muy difícil darme un no. Verá, soy muy… persistente.
–También lo son los recaudadores.
–Algunas personas lo ven de esa manera, lo sé –volvió a emitir esa risa maravillosa–. Pero yo prefiero considerarlo más como un cachorrito que suplica a la mesa, con ojos grandes y tristes que es imposible ignorar. Entonces uno termina sintiéndose culpable y le da lo que quiere.
–¿De modo que reconoce que emplea la culpabilidad? –rio entre dientes.
–Decididamente. Es una de mis mejores armas. Además, en cuanto la gente da, se siente mejor.
–Así que termina siendo por su propio bien, ¿eh?
–Por supuesto. Y el nuestro, claro está, pero esa es la mejor parte. Todo el mundo termina feliz. Entonces, ¿puedo añadirlo a la lista?
Estuvo a punto de responder que sí. Pero en el último segundo recordó qué era lo que iba a aceptar. Jamás había asistido a una de esas subastas de caridad. Hmm. Imposible.
Dios, con esa voz casi lo había convencido.
–Escuche, señorita Laraway, tengo una reunión programada para dentro de diez minutos. Pensaré en su… petición, pero ahora he de irme.
–Por supuesto. Mi objetivo es convencerlo de que se presente voluntario, no interferir en su trabajo. Pero, por favor, piénselo. Volveré a ponerme en contacto con usted.
Y lo pensó. De hecho, cuando su secretaria asomó la cabeza por la puerta y le recordó que la reunión comenzaría en cuarenta y cinco segundos, se dio cuenta de que llevaba los diez minutos pensando en ello.
O, más bien, en la divertida y sexy señorita Laraway. No iba a participar en la subasta, desfilar no era su idea de diversión, pero resultaba tentador, aunque solo fuera por volver a verla.
Recogió los papeles y se dirigió a la sala de juntas, pero se detuvo cuando su secretaria giró para volver a su mesa.
–¿Karen?
Había heredado a Karen Yamato y esa oficina cuando Pete Collins le entregó las riendas y se jubiló. Su viejo mentor le había dicho que Karen era tanto el pegamento que unía las cosas como el aceite que las mantenía en marcha, y no tardó mucho en darse cuenta de que Pete había sido mesurado en su apreciación. La pequeña y al parecer sin edad mujer euroasiática, que estaba igual que la primera vez que él apareció por ahí de niño, era la única en West Coast Technologies que podía considerarse indispensable. Incluido él.
–¿Le dejó algún número la mujer que acaba de llamar?
–¿Layla? Desde luego.
¿Layla? ¿Se llamaba Layla? ¿Una voz así con el nombre de Layla Laraway? Su mente invocó todo tipo de imágenes encendidas y sudorosas.
–¿Ha cambiado de parecer y decidido asistir a la subasta?
–Yo… no. Solo quería saber cuándo iba a celebrarse. Olvidé preguntárselo –entonces frunció el ceño–. ¿Cómo sabía que no iba a aceptar?
Karen enarcó una ceja, recordándole en silencio que a pesar de que llevaban juntos cinco años, lo conocía casi tan bien como había conocido a Pete después de veinte años de trabajar con él.
–Si quiere, llamaré a Layla por usted mientras está en la reunión –ofreció ella.
–¿La conoce? –preguntó con curiosidad por la familiaridad con que la mencionó.
–Solo por su fama.
–¿Y cuál es?
–Inteligente. Dinámica. Entregada –tres cosas que garantizaban ganar la aprobación de Karen–. Lo que he oído de ella lo admiro –añadió.
Sabía muy bien que nadie conseguía la admiración de Karen Yamato con ligereza; si Layla Laraway la había obtenido sin siquiera conocerse personalmente, debía ser extraordinaria.
–¿Cree que debería ir?
–Creo –señaló hacia la puerta– que debería ir a la reunión.
Lo había vuelto a olvidar.
Aún sacudía la cabeza al entrar en la sala. Nunca estaba tan disperso. No quería pensar que una simple llamada telefónica de una mujer desconocida era la causa, porque eso significaría que sus dos hermanas tenían razón y que empezaba a perder lo que ellas habían bautizado como sus mínimas habilidades sociales.
–Comprendimos que necesitaras al menos un año después de romper con Gwen –le había dicho Margaret el día anterior–. Estuvisteis juntos mucho tiempo. Pero ya han pasado tres años. Es hora.
–¿Qué os pasa a las mujeres? –había preguntado él, pensando que la mejor defensa era la distracción–. ¿Siempre ponéis límites de tiempo en cosas así?
–Solo cuando nuestro hermano se convierte en un monje adicto al trabajo –había respondido su hermana mayor.
–Eres demasiado sexy para ser célibe –añadió Sarah.
Eso sí que lo había dispersado. Por el amor del cielo, era su hermana menor, no se suponía que pensara en cosas de ese estilo, y menos aún que las comentara en voz alta.
Claro está que tenía veintiocho años. Imaginó que ya no era la pequeña inocente que había abrazado en la oscuridad la noche en que su mundo se desmoronó. No obstante, a veces costaba no pensar en ella como aquella niña asustada de diez años.
–¿Ethan? ¿Estás listo para empezar?
Miró a su jefe de Investigación y Desarrollo, Mark Ayala, cuyo informe sobre el progreso del proyecto Collins era el motivo de la reunión. Hacía solo diez meses que lo había iniciado y esperaba que tardara años en finalizarse, pero consideraba que merecía el tiempo y el dinero que se invertirían en él.
–Lo siento, Mark –comentó mientras se sentaba a la cabecera de la larga mesa–. Empecemos.
Mark empezó, con ese tono monocorde que siempre le recordaba a Ethan las clases de teoría económica del profesor Kosell. No le gustaban ese tipo de reuniones. Había descubierto que el entorno formal intimidaba a la mayoría e impedía cualquier pensamiento original. Prefería mantenerse al corriente de los proyectos visitando a su gente en su propio entorno, donde realizaba el trabajo de verdad. Y para conseguir pensamientos originales era mejor invitar al grupo a pizza y cerveza, dejando que las ideas fluyeran.
Le gustaba el hecho de que West Coast Technologies aún era lo bastante pequeña como para poder hacer eso, y pensaba mantenerla así. Sabía que no podían competir con las grandes compañías, de modo que se centraba en la especialización, trabajando en cosas que tenían potencial para ser multifuncionales o altamente útiles para un grupo reducido de personas.
Y luego estaban sus proyectos mimados, como ese. Se obligó a volver a la sala, ya que el tono de Mark le indicó que al fin estaba a punto de terminar.
–… en conjunto, la situación parece muy prometedora. La diferencia entre el grupo de control y los que llevan el implante está marcada.
–¿Cuánto tiempo más van a durar tus pruebas? –inquirió Ethan.
–Otros dos meses antes de que pasemos a la siguiente fase –se reclinó en la silla y se rascó la barba–. En cuanto a eso, sería mucho más provechoso si pudiéramos…
Ethan alzó la mano, sabiendo lo que iba a decir.
–Lo siento. Tiene que haber una manera mejor de probarlo que realizar lobotomías a una docena de ratones. Eso lo dejaremos como último recurso. No me gusta la idea de destruir intencionada y permanentemente sus memorias para comprobar si podemos devolvérselas.
–Son ratones –indicó Mark–. Y además mimados. Reciben a diario la mejor comida en jaulas impecables… mi perro no vive tan bien como ellos.
—Tal vez deberías cuidar mejor a tu perro –comentó en tono de broma–. Piensa en otro modo, Mark. Sé que puedes. Quizá… ¿algo temporal?
El otro lo miró y suspiró.
–Lo intentaré. Estoy comprobando un producto químico que al parecer afecta temporalmente esa parte del cerebro, aunque desconozco cómo podrá influir en los resultados para nuestros objetivos –se encogió de hombros–. Tal vez debería emborracharlos.
–Mejor ratones con resaca que psicóticos –Ethan sonrió. Miró a Moira O’Donnell, la directora de producción–. ¿Estás al día, Moira?
La pelirroja asintió. Señaló su cuaderno de notas con una uña larga y roja.
–He seguido los cambios necesarios a medida que avanzamos. Podemos comenzar la producción en siete días y sacar suficientes al mercado para que nos proporcionen una buena ventaja sobre cualquier imitador.
Ethan comprendió su preocupación. Con cualquier producto semejante, sin importar lo complejo que fuera, tenías que esperar que en cuanto un competidor pudiera ponerle las manos encima, de forma legal o no, lo desmontaría para estudiar su construcción y luego fabricar uno propio. Los productos que pudieras introducir en el mercado antes de que eso sucediera apuntalaban tu posición. Aunque faltaran años, debían estar preparados.
–Gracias, Moira, pero aquí céntrate en la velocidad, no en frustrar el espionaje industrial. Si tenemos éxito, no pretendo ganar una fortuna. Solo quiero que esté disponible para la mayor cantidad de personas en el tiempo más breve posible.
Moira asintió, aunque no con expresión feliz. Ethan conjeturó que se debía a su naturaleza competitiva, lo que en casi todos los proyectos hacía que fuera tan buena.
Pasó su atención al representante del departamento legal.
–¿Cómo va la guerra en tu parcela, David?
–El Ministerio de Sanidad es el mayor obstáculo –anunció David Grayfox.
–Sí, lo sé –volvió a alzar una mano–. Podemos esperar su aprobación para probarlo con seres humanos dentro de dos mil años, ¿no?
–Más o menos –musitó David.
–Sigue insistiendo. Debemos determinar si lo que funciona en nuestros ratones mimados y bien alimentados lo hará también en el cerebro humano –supo que exponía lo obvio; después de todo, esa era la meta del proyecto Collins.
–Sí –añadió Mark mientras recogía sus papeles–, puede que algún día todos lo necesitemos.
–Reza para que no sea así –a pesar de que sabía que Mark lo había comentado como una broma, no pudo evitar el tono duro de su voz.
Sobresaltado, el otro lo miró, y pareció que en ese momento comprendía lo que había dicho.
–Sí, jefe –convino.
Ethan supo que en boca del anarquista Mark, el título de «jefe» representaba una disculpa.
Se levantó para indicar que la reunión había concluido. Los otros abandonaron la sala y él regresó a su despacho. Karen llamó su atención; tenía el auricular al oído, pero le indicó el teléfono de su mesa. Ethan vio que había dos líneas encendidas. En silencio ella pronunció un nombre.
Layla.
Para su sorpresa, ya que tenía que formularle una pregunta razonable, titubeó. Solo al darse cuenta de que Karen lo miraba de forma rara asintió y fue a su despacho. Se plantó detrás del escritorio y contempló el teléfono.
Era extraño cómo en cuestiones de negocios no le costaba decir que no, pero cuando se trataba de funciones benéficas le resultaba mucho más difícil. Disponía de tan poco tiempo, que había convertido en una costumbre responder que no a algo que requiriera algo más que un donativo económico.
No apartó la vista del teléfono.
No debería hacerla esperar. Después de todo, era él quien la había vuelto a llamar.
Simplemente le diría que no. No podía, ni quería, hacerlo.
Carraspeó y alzó el auricular.
–¿Cómo fue su reunión? –fueron las primeras palabras de ella después de saludarlo–. ¿Constructiva?
–No mucho progreso, pero tampoco malas noticias.
–A veces eso es una buena noticia.
–Sí, es cierto –descubrió que sonreía.
–Es positivo cuando no se avanza cuando eso tampoco significa que se retrocede hasta el pie de la montaña.
–Exacto –se parecía tanto a lo que él creía que le costó no soltar una risa.
–¿Por casualidad trataba sobre el chip de memoria?
El júbilo desapareció de su rostro. El proyecto Collins no era un secreto, pero tampoco algo de conocimiento general. Ciertamente, no fuera de la industria.
Ella pareció comprender su silencio súbito.
–Es el motivo por el que fue añadido a mi lista el año pasado, señor Winslow. Mantenemos contacto con la Asociación Nacional contra el Alzheimer, que sigue a las personas que realizan investigaciones en ese campo, incluso en el ámbito privado.
–Oh –se relajó–. Lo siento. Ha sido un acto reflejo.
–Imagino que uno que ha tenido que desarrollar. Debe frustrar poner mucho tiempo y dinero en algo para que otros se te adelanten.
–Lo es. Pero en este caso, lo celebraría si funcionara.
–Es… una actitud admirable.
De pronto Ethan se sintió incómodo. No le gustaba que lo consideraran un candidato a la santidad. O quizá no le gustaba que el mundo se hubiera convertido en un lugar en el que lo que acometía, algo que debía llevarse a cabo, lo volviera tan distinto a los ojos de tanta gente.
–Igual que lo que está haciendo –añadió Layla–. Si su chip funciona, podría ser vital para el tratamiento del Alzheimer.
–«Si» es una palabra muy amplia –repuso–. En especial en este caso. Mire, respecto a la subasta…
–Cuando le pedí que lo pensara –intervino, divertida–, me refería a algo más que una hora.
–Yo… solo quería saber cuándo se iba a celebrar.
–Ah. Para comprobar de cuánto tiempo disponía para negarse a presentarse voluntario.
–No –repuso avergonzado de que hubiera adivinado sus motivos.
–¿Oh?
–Para comprobar de cuánto tiempo dispondría para excusarme con elegancia.
Ella rio. No se había equivocado, esa voz baja y sexy emitió un sonido maravilloso, pleno y rico.
–Es mucho más fácil ceder con elegancia, señor Winslow. Además, no tiene por qué planear ahora mismo su «Velada para Recordar». Necesito saberlo con una semana de antelación, de modo que aún dispone de unos días.
–¿Así que es dentro de dos fines de semana?
–Sí, el sábado por la noche. No existen reglas para la velada que prepare, puede ser divertida, elegante o creativa, de manera que dispone de un amplio abanico para que sea bastante impersonal. Si requiere alguna ayuda, llámeme. Siempre dispongo de sugerencias.
Después de que ella prometiera volver a llamarlo y de que se despidiera de buen humor, Ethan colgó y contempló el teléfono. En su mente reverberaba el sonido de la voz de Layla y el de su propia risa. No supo el tiempo que transcurrió antes de recordarlo.
En ningún momento le había dado una negativa.
Tuvo la extraña impresión de que había sido allanado por una apisonadora de terciopelo.
–Cariño, por ti, cualquier cosa. ¿Tú estarás presente?
–Yo soy la coordinadora –Layla contuvo un suspiro–, de modo que sí, estaré. Aunque muy ocupada toda la velada.
–Pero no toda la noche, espero.
–Lo apuntaré, entonces, señor Humbert. Necesitaré su plan para la subasta el próximo viernes. Y gracias –colgó agradecida.
Se apartó un mechón de pelo rubio, apoyó los codos en la mesa y dejó que la cabeza descansara sobre las manos.
Siempre era lo mismo antes de la gala benéfica anual. Una locura interminable y agotadora. Pero se sentía así por Humbert y su falta de sutileza. No debió irritarla, ya que había oído cosas peores con anterioridad, aunque por algún motivo en esa ocasión había podido con ella. Quizá el efecto de toda esa lascivia era acumulativo. O quizá estaba harta de oírlo, sabiendo que el tono cambiaría en cuanto la vieran.
Sabía qué lo provocaba. Había sido su estigma desde que tuvo suficiente edad para notarlo. Tenía un nombre exótico y una voz que la gente asociaba con Lauren Bacall. Al menos para ella, esa combinación había sido más maldición que bendición. Para otra persona habría representado una ventaja.
–¿Qué tal ha ido?
Se echó para atrás en el sillón y miró a su jefe, de pie en el umbral de su pequeño despacho.
–El señor Humbert aceptó participar.
–¡Layla, eres una maravilla! –Harry Chandler meneó la cabeza–. Conseguirías que un hombre aterido te diera su último leño. En cuanto empleas esa voz con un hombre, está perdido.
Sabía que hasta cierto punto era verdad, lo cual no necesariamente la enorgullecía. Cierto es que producía excelentes resultados, y no se avergonzaba de emplearla en su trabajo. Aunque reconocía que era lo único que podía justificarlo.
–¿Hemos completado ya la lista?
–Casi. Martina Jennings aceptó, y Gloria Van Alden aún no me ha llamado, aunque afirmó que participaría.
–Lo hará –convino Harry–. Le encanta exhibirse con sus mejores diamantes y ofrecer un envoltorio que nadie más puede permitirse.
–Sí, pero también puja, y con generosidad.
–Amén. ¿Qué me dices de los hombres?
–Uno sin decidir. Ethan Winslow.
–No lo conozco –Harry frunció el ceño–. ¿Es nuevo?
–Figura desde el año pasado. Dirige West Coast Technologies. Fue incluido en la lista después de que los compiladores descubrieran que ha emprendido un proyecto sobre un chip que se podría emplear para activar el centro de memoria de los pacientes de Alzheimer.
–Recuerdo haber leído sobre ello –enarcó las cejas–. Si lo consiguen, sería un milagro.
Ella asintió. Había quedado impresionada por la información que leyó. Ethan Winslow había iniciado su proyecto sin alharacas, pero decidido a completarlo. Podría tardar años, pero en una entrevista que le habían hecho había comentado que estaba preparado para ello. Sin embargo, lo que más la impresionó fue la mención al final del artículo de que se trataba de un proyecto personal en el que invertía fondos particulares.
–Parece el tipo de persona afín a nosotros. ¿Crees que aceptará?
–No lo sé. Mañana volveré a llamarlo –lo que más la sorprendía era que deseaba hacerlo. Había disfrutado charlando con él, oyéndolo reír. Y hablando de voces sexys. Ethan Winslow tenía el tipo de voz que las mujeres guardaban en sus contestadores automáticos con el solo fin de volver a oírla. Era de esas voces que hacían que tus noches solitarias parecieran más largas… y ardientes.
–Lo convencerás. Siempre lo haces.
Regresó a su propio despacho, no mucho más grande que el de Layla, dejando que meditara en sus últimas palabras.
–Entregada. Inteligente. Dinámica… suena como si alguien intentara venderte una cita a ciegas –Bill Stanley rio mientras Ethan y él inspeccionaban los nuevos esquís que Bill quería comprar.
Ethan hizo una mueca; era verdad, aunque poco generoso. Aunque Bill jamás se había caracterizado por su sensibilidad, ni siquiera de niño.
–Si hubieras oído su voz no dirías eso.