Attilio Brilli
EL VIAJE A ORIENTE
Traducción de
Juan Antonio Méndez
EDITA A. Machado Libros
Labradores, 5. 28660 Boadilla del Monte (Madrid)
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Título original: Il viaggio in Oriente
© 2009 by Società editrice il Mulino, Bologna
© de la traducción: Juan Antonio Méndez
© de la presente edición: Machado Grupo de Distribución, S.L.
REALIZACIÓN: A. Machado Libros
ISBN: 978-84-9114-293-5
Introducción. El occidente desorientado
Capítulo 1. Los velos de Oriente
Capítulo 2. Estrategias, aventuras y espejismos de los viajeros
Capítulo 3. Los temas del orientalismo
Capítulo 4. La mirada del artista
Capítulo 5. La aventura del viaje
Capítulo 6. Historias de viajeros
Capítulo 7. Mitos del país de arena
Capítulo 8. El viaje entre ideología y literatura
Bibliografía esencial
Introducción
No lo pensemos más. Ese Cairo languidece bajo las cenizas y el polvo; el espíritu y el progreso modernos han triunfado, como la muerte […] El Oriente de antaño se precia de usar sus viejos atuendos, sus viejos palacios, sus viejas costumbres, pero ya ha llegado a sus últimos días y puedo decir, como uno de sus sultanes: “La muerte ha disparado su flecha, y me alcanzó. ¡Yo ya soy el pasado!”
Gérard de Nerval, Viaje a Oriente (1850)*
Referida al mundo Oriental, la palabra viaje adquiere para nosotros multitud de matices puesto que, en el lapso de tiempo que transcurre desde mediados del siglo XVIII hasta finales del XIX, puede referirse a iniciativas que poco tienen que ver entre sí, tanto por los objetivos perseguidos como por las maneras de llevarlo a cabo: la exploración efectuada en tierras desconocidas puede realizarse por motivos políticos, económicos, científicos o por espíritu de aventura; expediciones a lugares con grandes posibilidades arqueológicas, las taxonómicas realizadas a los reinos de la naturaleza, o las antropológicas para estudio de las poblaciones estables y de las tribus nómadas, y finalmente, el temerario desafío de lo desconocido o de lo prohibido y, por último, el viaje turístico más o menos organizado. Además, el viaje puede traducirse en un estímulo tanto para los sentidos como para la imaginación del viajero, o también en la regeneración del cuerpo y del espíritu. Regeneración que con frecuencia se consigue viajando hacia horizontes distintos de los habituales, pero que, por lo que se refiere al viaje a Oriente, tiene origen en una profunda exigencia que desemboca en una conmoción más prolongada e intensa. Una vez en contacto con culturas antiguas, profundamente enraizadas y absolutamente ajenas en sus costumbres y en su lenguaje, la identidad misma del viajero occidental puede experimentar una falsa vacilación, un momentáneo oscurecimiento de los parámetros racionales que le sirven normalmente de referencia, que ahora se hacen tanto más difusos cuanto más se retrasa la inmersión en esa alteridad ambiental y humana.
Además de mutar en función de los objetivos y de la época en que se efectúa, el sentido y las características del viaje mudan también de acuerdo con la meta que se propone el viajero y, naturalmente, en relación con su cultura y su nacionalidad. La cada vez más extendida difusión del viaje a Oriente está, en cualquier caso, fuera de toda discusión, cuando en 1835 Alexander William Kinglake, irónico viajero á la Sterne, da a entender que las metas levantinas ya van sustituyendo o, cuando menos, integrándose con una frecuencia cada vez mayor, en “los viajes por Europa”1. Para algunos, la idea de hacer del viaje al Levante una auténtica extensión del “Gran Tour”, se remonta al viaje oriental de John Montagu, cuarto conde de Sandwich, realizado en 1738-1739, aunque es bastante más verosímil localizar un concreto trampolín de lanzamiento hacia Oriente en la campaña napoleónica de Egipto y en la relación de viaje del barón Dominique Vivant Denon, publicada en 1802 y, al menos para los viajeros ingleses, en la ocupación británica de Malta de 1815. Por otro lado, la dispersión de ruinas clásicas y helenistas en los países de Oriente Medio establece un nexo de continuidad con esa nunca interrumpida práctica viajera, abriendo al mismo tiempo al viajero nuevos horizontes y civilizaciones desconocidas, al menos hasta que el viaje a Oriente se revela como una experiencia en sí misma, incluso alternativa a la del “tour” europeo. En cualquier caso, un dato es cierto: casi hasta el umbral de la moderna empresa turística, el viaje a Oriente se ha percibido por los occidentales como el descubrimiento de un universo desconocido y repleto de misterio que, por un lado, se presenta sensual, excitante, cargado de promesas y gratificaciones, pero por otro, poco fiable, hostil, feroz y cruel.
Este tipo de viaje también incorpora en sí el anhelo del hombre moderno en relación con sus propios orígenes, la búsqueda de la fase auroral de la civilización, la matriz genética de las lenguas, la cuna de las religiones monoteístas. En todos estos sentidos, el viaje a Oriente implica la violación del mundo cerrado, severamente prohibido, vedado a los occidentales por las barreras culturales, religiosas, lingüísticas y por la misma naturaleza de los lugares, tanto si se refieren en gran escala a los desiertos del Sinaí y de Arabia –las manchas blancas de las cartas geográficas de la época–, a las inviolables ciudades santas de la religión musulmana, como si, por el contrario, se piensa en la intrusión voyeurística en el Serrallo de corte, o en el harén de la normal y corriente intimidad doméstica. El mismo conocimiento arqueológico se traduce en la entrada a un mundo sepultado y en la apropiación de grandes testimonios que, en su cálido abrazo, las arenas del tiempo parecían haber confiado para siempre al olvido. Tanto en un caso como en el otro, se trata de un tipo de viaje peligroso, del que forma parte esencial la aventura individual, más que de grupo. Enfrentarse al riesgo del destino, así como a las prohibiciones más estrictas impuestas a los hombres, o los más férreos tabúes de sus culturas y, por si fuera poco, disfrazarse, hablar lenguas distintas de la materna, disimular la propia identidad, meterse en la piel de los nativos, convertirse durante un determinado período de tiempo en otra persona, ensimismarse en esa consustancial alteridad, todo ello confiere a la narración del viaje a Oriente una extraordinaria tensión imaginativa y al viajero el estatuto del último de los caballeros errantes –de los cruzados habrían dicho François-René de Chateaubriand y Benjamin Disraeli– o de los náufragos de la moderna civilización occidental fatalmente llegados a las orillas del sueño.
Sueño de un mundo arcaico, regresivo, enigmático y precisamente por eso más escasamente fiable y peligroso que cualquier otro y, sin embargo, y al mismo tiempo, más libre y atrayente. En el mar del desierto, John Lewis Burckhardt se siente como un aprendiz de Robinson Crusoe que, para sobrevivir en esa insidiosa y cegadora inmensidad, en esa continua agitación de las dunas, solo puede contar con su propia tenacidad y sus propios recursos. Y está hasta tal punto identificado con ese héroe novelesco, que llega hasta traducir la historia al árabe para proponerla así a ese pueblo, amante como ningún otro de las narraciones, de las historias de amor, del nomadismo y de la aventura2. Por esa misma razón el gran explorador y aventurero Richard Francis Burton define el viaje a Oriente como la mejor manera de templar el metal de la propia naturaleza, y al final de la narración de su propio peregrinaje a Medina y a La Meca escribe el epitafio de un antiguo, pero no olvidado, “hermano viajero”, Fa- hian: “Me expuse a peligros de todo tipo y de todos ellos salí con bien; he atravesado mares y no cedí nunca ante las más grandes fatigas; y tengo el corazón repleto de emociones y de gratitud porque se me ha concedido alcanzar todos los objetivos que me propuse”3. Pero, se nos dirá, Burton era un hombre del Imperio británico, un explorador incansable y un individuo culto y políglota que creía ciegamente en la misión colonial.
Otros recorren el Oriente quizá con menor inquietud, de manera algo más cómoda y con frecuencia como turistas corrientes, salvo para lamentarse luego, llorando la irreparable pérdida del Oriente. Para estos últimos, que con frecuencia son grandes escritores y óptimos artistas franceses, el Oriente es sinónimo de excitación sexual, de seducción y de estímulo para la imaginación. Estos viajeros saborean, olfatean, tocan, palpan el Oriente como si se tratara de un cuerpo cálido, vivo, con la secreta esperanza, cuando no la consciencia, de que se trata de un cuerpo mercenario y puede que hasta tarado por la gangrena material y moral. Por otro lado, el artista que obtiene verdadero estímulo de Oriente para su propia renovación y su propia poética se llama Gérard de Nerval o Gustave Flaubert, se mueve, más que en un país real, en el ámbito de un sueño, busca una fuente de inspiración, un seductor repertorio de imágenes más que una frontera que cruzar o violar, un platónico gineceo y un burdel colonial. Teniendo en cuenta muchos de estos casos que están en flagrante contradicción entre sí, este libro quiere demostrar que el viaje a Oriente, siempre se ha basado en el sueño, un sueño que ha encantado durante mucho tiempo al mundo occidental, sin exclusión de países, de culturas y clases. Y mientras el sueño, como corresponde a su naturaleza, tiene que ver con restos y con fragmentos diurnos, el viaje se califica como sustracción y exención de la cotidianeidad, como transgresión de las barreras y de los tabús sexuales y como afirmación del sentido de omnipotencia. ¿Se presenta, entonces, el viaje a Oriente como un viaje al sueño? El Oriente es, en buena parte, la proyección onírica del Occidente y, tal y como sucede en los sueños, esta creación elabora con absoluta desinhibición libertades materiales concretamente reales y experiencias efectivamente vividas. Bien mirado, ¿acaso no es este el estatuto de la literatura de viaje?, ¿no es este el privilegio de un género híbrido, capaz de proporcionar observaciones directas y de primera mano, junto a la proyección de los propios miedos y de los propios fantasmas sobre los demás y los países de los demás? En nuestra reconstrucción del viaje a Oriente nos atenemos a este tipo de traslación aventurera, anterior a la empresa turística, anterior a este inquieto nomadismo del alma, a esta exploración de recónditos e inconfesables deseos, a este develar los rostros de la ciudad, a este desafío de lo desconocido, a esta nostalgia de los orígenes. Prescindiendo de los objetivos específicos que se propone el viajero, los textos a los que nos referimos y de los que hemos sacado los ejemplos que, a modo de teselas, componen el mosaico del Oriente imaginario, son principalmente las relaciones, los diarios, las cartas, los cuadernos de viaje. De manera que se excluyen aquí todas esas obras narrativas que de la experiencia oriental de su autor han extraído la savia imaginativa y los abundantes repertorios documentales, obras que, más que para interpretar el Oriente han sido utilizadas en esa interpretación. A veces no es fácil distinguir entre la narración del viaje y, al margen de su finalidad, la relación científica, la valoración política, el informe etnográfico. Con frecuencia unos, con parecida finalidad, están contenidos en el interior de otros. A quien pretenda documentarse, digamos, acerca de la configuración y de las condiciones de las ciudades santas de Medina y de La Meca sometidas al cataclismo del hajj, el peregrinaje anual de los musulmanes, le bastará con recurrir a Travels in Arabia de Burckhardt de 1829 (aunque el viaje es de 1814), un volumen que página tras página informa al lector, capturándole en la trama de una narración tan intensa como una novela de aventuras. En cualquier caso, hay una cosa cierta: más que en cualquier otra ocasión, la escritura se revela como un acto que identificándose total y absolutamente con el viaje, convirtiéndose ella misma en viaje por zonas impracticables del mundo exterior y en los laberintos del mundo interior, proporciona un sentido a la vida, la transforma y puede, incluso, llegar a traicionarla. “En una obra del género de este Itinéraire me he visto obligado a pasar con frecuencia de las más graves reflexiones a las narraciones más familiares: abandonándome unas veces a mis sueños sobre las ruinas de Grecia, otras a volver a mis intereses de viajero”, observa Chateaubriand en la apertura de su libro, para después seguir: “mi estilo ha seguido necesariamente el movimiento de mi pensamiento y de mi suerte”4. No todos los viajeros son capaces de trasvasar tranquilamente sus experiencias orientales a los cuadernos, a los diarios, a las narraciones o a los exóticos epistolarios. Los hay que rumian durante años las experiencias vividas en ese vasto rincón mediterráneo para destilar una obra de arte, y quien la forja casi al instante como si fuera un hierro candente, y hay quien, además, la transforma en una especie de muestrario de ocasiones, de imágenes y de figuras inquietantes y, de acuerdo con los códigos occidentales, rayando con la perversión.
Con frecuencia, la misma escritura se impregna del riesgo que envuelve al viaje, y quizá sea este uno de los aspectos más fascinantes de la narración. Quienes, haciéndose pasar por lo que no son, se aventuran en la Arabia Desierta con ocasión de las peregrinaciones rituales sienten la necesidad de anotar en cada momento todo lo que observan. Saben que sus experiencias son únicas e irrepetibles, pero igualmente saben que dejarse ver en el momento de escribir equivale a encontrarse con una muerte cierta. Burckhardt, Burton, Palgrave, Doughty y muchos otros han dejado páginas memorables sobre la acción de escribir, eludiendo la vigilancia de los compañeros: unas veces en la grupa del camello poniéndose la capucha en la cabeza, como para protegerse del sol, otras fingiendo dormir en el suelo, acurrucados bajo la manta, otras, en fin, agachándose a la manera árabe para una necesidad corporal y escondiendo el papel y la pluma bajo el manto. El viaje a Oriente es también, en muchos sentidos, una aventura en la que la práctica de la escritura da pie a poner en práctica las más astutas estrategias. Y es también la evidente demostración de que el viaje es escritura en sí mismo.
Forma parte del sueño también el hecho de que el viaje a Oriente, siempre y en cualquier caso, tiene que ver con un fascinante pretexto: literalmente, con el coloquio con uno o más de los textos que son, por distintas razones y de acuerdo con una escala diversificada de valores, los textos sagrados y profanos de una buena parte del saber occidental. Como nos enseña Chateaubriand, viajar en la esquilmada Grecia otomana llevando en el bolsillo a Herodoto o Estrabón significa redimir la miserable abulia del presente sobre la base de una trama de identidad cultural perdida. Cada viaje narrado se convierte en brújula para un nuevo viajero, como es el caso, por poner solo un ejemplo, de Lamartine, que dota a su propio bergantín de una bien provista biblioteca del americano John Lloyd Stephens, que recala en Alejandría en 1836 con una pequeña colección de libros que incluye los textos de Volney, Byron, Chateaubriand, Belzoni, Pococke y Diodoro Sículo; o como Gérard de Nerval, que unos años después integra los relatos de los viajeros con las descripciones históricas, políticas y sociológicas de los lugares visitados. Durante todo el siglo XIX y en particular coincidiendo con el revival espiritualista de la segunda mitad del siglo, se asume la Biblia como guía de Palestina y como vademécum del largo y arduo viaje a través del Sinaí inaugurado por el pueblo de Israel en busca de la tierra prometida. Por otro lado, tampoco existiría la más vaga idea del Oriente árabe, ni estímulo alguno para su exploración, sin los escenarios de Las mil y una noches y de su fantasmagórico mundo. Solo a los ingenuos puede asombrar el hecho de que, para ilustrar las costumbres amatorias de los orientales, viajeros que han permanecido mucho tiempo en Oriente, conviviendo con los nativos y adoptando sus costumbres, como Richard Francis Burton o Edward William Lane, hayan recurrido a los cuentos de Scherezade, a la literatura antes que a la realidad vivida. ¿Acaso no sucede siempre así? El viaje a Oriente, el metaviaje que incluye los más intrépidos viajes del siglo XVIII y XIX, forma parte de ese inmenso océano que se llama literatura de viaje, un género narrativo que obliga a quien lo cultiva a saberse orientar entre los asideros que otros han fijado para él y ser capaz de hacerse con el hilo que otros han dejado caer para el viandante desconocido. Una práctica esta que se convierte en necesidad efectiva cuando uno se aventura en los últimos reinos de lo desconocido, en las zonas vacías de los mapas, a lo largo de los ríos de fuentes desconocidas, en los mares sin ensenadas en las que recalar y en las tierras vírgenes de la imaginación.
Nacido primero como un sueño de Europa y luego del Nuevo Mundo, como recurso imaginativo para los náufragos y los desechos de Occidente, el viaje a Oriente asume una singular y profunda relevancia en el deslumbramiento del modelo occidental de razón, una razón entendida como principio universal que trata de imponer su propia primacía sobre el resto de las civilizaciones, que presume de comprender las diversidades más radicales, articulándolas en un sistema controlado de valores negativos o positivos y de juzgarlos de acuerdo con sus propios parámetros. Hay quien saquea materialmente el mundo oriental, como los administradores coloniales y los arqueólogos, y quien lo hace en sentido metafórico, como los escritores, los estetas, los pintores, los pornógrafos; pero a veces el Oriente se venga cegando a sus saqueadores, quitándoles –aunque sea por breves períodos de tiempo– la vista. Los médicos diagnostican estados más o menos graves y dolorosos de oftalmia a la mayoría de los orientalistas, tanto a Carsten Niebuhr como a Giovanni Battista Belzoni, a Dominique Vivant Denon y a Charles Gleyre o a Eugène Fromentin. En muchos casos existe la sospecha de que el síntoma pueda ser la señal de una desorientación existencial, de un momentáneo engaño en relación con los valores asumidos y en general compartidos por el occidental, un síntoma del desconcierto de quien se ha atrevido a levantar el velo de un mundo fabuloso y miserable, deslumbrante y esquivo. ¿Acaso no se trata de una crisis de la relevancia de la razón de Occidente, sino de un deslumbramiento temporal: una inquietante señal de su eventual falibilidad?
Si la literatura de viaje es el espacio narrativo privilegiado en el que se enfrentan las civilizaciones y en el que se cruzan los saberes más informes, en la reconstrucción del contacto entre dos mundos que de esa literatura se deriva, los grandes temas del orientalismo se transmiten casi exclusivamente, como consecuencia natural, a partir de las voces de los viajeros, es decir, a partir de aquellos mensajeros que, en el transcurso de más de un siglo, difundieron en Occidente la compleja imagen del Cercano Oriente con todas sus seducciones, sus deformaciones imaginativas, sus poderosos y recurrentes lugares comunes. Voces que, de vez en cuando, se acreditan entre sí o que se niegan y contradicen, pero en relación con las cuales somos en cualquier caso deudores del nacimiento y la desaparición de un sueño. La campaña napoleónica de Egipto de 1798 empujó a toda Europa a desplegar los mapas de los países del Mediterráneo oriental, y no precisamente para hacer con ellos un juego de guerra, sino para localizar en su interior algunas maravillas hasta ese momento desconocidas y ahora desenterradas, dibujadas y reveladas al mundo por la compacta tropa de savants guiada por el matemático Gaspard Monge y el químico Claude- Louis Bertollet. Durante la campaña, Napoleón llevaba en el bolsillo un ejemplar personalmente anotado del Voyage en Syrie et en Égipte de Constantin-François Volney, publicado en 1787, o sea, el libro de un viajero y, además, de la época de la Ilustración, una época, una atmósfera cultural y un acontecimiento a partir del cual iniciar el viaje nosotros mismos en compañía de los primeros y grandes protagonistas de este largo viaje.
Para Occidente, entendida como aventura, como estímulo cultural, como recurso del imaginario, como proyección onírica que se alimenta de sus propias represiones, la experiencia orientalista podría considerarse concluida en 1869, con la apertura del Canal de Suez, con la impetuosa irrupción del vapor en los caminos de hierro y en las ruedas navales y con la llegada de los primeros grupos de turistas bajo el estandarte de Thomas Cook. Los viajeros de la primera mitad del siglo XIX la habían previsto y patentado y estaban unánimemente de acuerdo en considerar que los procesos de modernización y la progresiva adaptación a Occidente acabarían matando al Oriente. Al menos a ese Oriente que había aparecido como un inmenso, caótico e inmóvil depósito de diferencias, de anomalías, de extravagancias a los ojos de un Occidente que estaba prosaicamente planificando sus propias ciudades y armonizando o, mejor dicho, normalizando el modo de vida en todos sus estados. En 1854 el pintor prerrafaelita William Holman Hunt escribía desde Sidón que pretendía hacer todavía más visibles y palpables los recuerdos históricos de aquella tierra a través de su pintura, a pesar de que las costumbres tradicionales estaban desapareciendo a tal velocidad que en el curso de una nueva generación sería ya demasiado tarde para reconstruir el pasado. En el imaginario de Occidente el eco de las narraciones orientales de los viajeros continuará escuchándose durante mucho tiempo después de las celebraciones por la apertura del canal, estimulando a otros viajeros a emprender la búsqueda de un Oriente que, sin que ninguno de ellos fuera plenamente consciente, ya se había perdido para siempre, desplazándose cada vez más hacia el este, hacia los inhóspitos desiertos de Arabia, última frontera de la seducción y de lo desconocido, o fingiendo abandonarse a un sueño que, en realidad, se estaba transformando en mercancía, esto hasta casi la desintegración del Imperio otomano y la irrupción de los primeros chorros del oro negro en las arenas del desierto.
Notas al pie
* Con ligeras modificaciones, se ha utilizado aquí la versión de El viaje a Oriente, de G. de Nerval, realizada por Esmeralda de Luis, accesible en archivodelafrontera.com, p. 99 [n. del t.].
1 Alexander William Kinglake, Eothen, or Traces of Travel Brought Home from the East, London, Dent, 1844; trad. cast. de Elena García Ortiz, Eothen, un viaje a través del oriente mítico, Madrid, Valdemar, 1997.
2 Nigel Leask, Curiosity and the Aesthetics of Travel Writing, 1770-1840, Oxford, Oxford University Press, 2002, p. 132.
3 Richard Francis Burton, Personal narrative of a Pilgrimage to Al-Medinah and Mecca (1855), Memorial Edition, 2 vol., London, Tylston and Edwards, 1893, vol. II, p. 276. Ed. en cast., Mi peregrinación a Medina y a la Meca, 3 vol., Ed. Laertes, Barcelona, 1989 (vol. I), 1984 (vol. II), 1993 (vol. III). Traducción de Alberto Cardín. El libro, en el original inglés, se encuentra accesible en http://www.gutenberg.org/ebooks/4657.
4 François René de Chateaubriand, Itinéraire de Paris à Jérusalem et de Jérusalem à Paris (1811), edición al cuidado de Jean-Claude Berchet, Paris, Gallimard, 2005, p. 56. [Ed. cast.: De París a Jerusalén: y de Jerusalén a París, yendo por Grecia y volviendo por Egipto, Berbería y España, Ediciones del Viento, La Coruña, 2005.]
Capítulo 1
¿Son estas las hannum y las misteriosas odaliscas que, a los veinte años, leyendo las baladas de Victor Hugo en la sombra de un jardín, soñamos tantas veces como criaturas de otro mundo, de las cuales un solo abrazo habría consumido todas las fuerzas de nuestra juventud? ¿Son estas las bellas infelices, ocultas tras las celosías, vigiladas por eunucos, separadas del mundo, las que pasan sobre la tierra, como larvas, lanzando un grito de voluptuosidad y un grito de dolor?
Edmondo de Amicis, Costantinopoli, 1878
1. LOS MERCADERES DE SUEÑOS
Incomparables mercaderes de sueños, debido a una larga tradición, los viajeros nos han acercado desde Oriente paisajes de cegadora luz, arquitecturas exóticas y grandiosas, inhabituales y pintorescos deslumbramientos, fragancias de rarísimas especies, perfumes de gomas y resinas y, por encima de cualquier otra cosa, voluptuosas imágenes femeninas. Han atiborrado el imaginario occidental de representaciones de un modo exótico e intensamente erótico, despótico y cruel, elusivo y enigmático. En palabras de Herodoto, el aire de este mundo legendario estaría saturado de intensos aromas, del incienso que destilan plantas protegidas por serpientes aladas, de canela que se esconde en los nidos de pájaros inmensos, del betún de Judea predilecto por los embalsamadores. No son solo los lugares imaginarios los que fascinan a los viajeros, porque en Oriente hasta un humilde elemento de la naturaleza, como el árbol de bálsamo de La Meca, puede representar el encanto de una inhabitual maravilla, o convertirse en señal de un sorprendente acontecimiento, como las rosas de Jericó que florecen en las noches de Navidad, o incluso convertirse en metáfora del amargo desencanto, como la pesca en el mar Muerto que se pulveriza al contacto con los dientes llenando la boca de cenizas. ¿Qué decir, en fin, del polvo de momia, al cual, de acuerdo con sir Thomas Browne, reyes y cortesanos le atribuían efectos portentosos?
Caso único en la tradición de los viajes, Oriente –o lo que podríamos llamar la idea occidental del Oriente– ha determinado, junto a una imponente y variada producción científica y literaria, y a la creación de un género específico como la “narración oriental” o “narración turca”, el nacimiento de una escuela de peintres orientalistes, los cuales, más allá de localizaciones topográficas de extraordinaria sedimentación histórica y de infrecuente seducción imaginativa, están interesados en acontecimientos y situaciones en los que la mujer desempeña, por activa o por pasiva, un papel protagonista. A partir de finales del siglo XVIII y a lo largo de todo el período siguiente, afortunados diarios de viaje traducidos a varias lenguas difunden en Occidente, en donde no hay país que no lo haya tejido previamente, el imaginativo eco de su propio sueño de Oriente. Pero se trata de un largo sueño que, en esta época o, si se prefiere, en esta primera fase de su historia de la edad moderna, se desarrolla a través de ambientaciones suntuosamente escenográficas y con frecuencia inventadas, a través de representaciones hiperbólicas y maravillosas, un sueño que solo en parte elabora elementos extraídos de testimonios directos de la realidad. Una proyección del deseo por un fabuloso otro lugar y, por tanto, que permite contraponer la observación real llevada a cabo sobre el terreno o la rigurosa especulación científica, con la sugestión fantástica y el regusto por lo literario.
De cualquier manera, en los casos no excesivamente numerosos dictados por la experiencia directa de los lugares y también a través de las narraciones de los más fantasiosos viajeros del siglo XVII, Europa declara abiertamente su propia vitalidad y su propia superioridad, la primacía del saber moderno yendo a visitar y a confrontarse con un mundo que ha permanecido sin cambios a través del tiempo. En el Oriente, en el “cercano” Oriente, esa Europa ve, observa, escucha –en una palabra, percibe– lo que en cualquier otro lugar es imposible percibir, las esporas de una identidad perdida, la fragancia del pasado, el espectáculo cotidiano de una historia cristalizada ofrecida al viajero curioso y lleno de atrevimiento, un viajero que se mueve en el espacio –un espacio indeterminado– para retroceder en el tiempo. Tomando conciencia de la inmovilidad de este mundo, calmada por un instante la, a pesar de todo, seducción que de ello emana, el estupor, el desconcierto y la sorpresa de la visión, Occidente se ha visto precisamente obligado por la confrontación a poner de relieve, para sí y para los demás, el imparable paso del progreso que le es propio, a definir y a declarar su propia superior modernidad. Los pueblos orientales han podido elaborar conocimientos en el campo de la astronomía, han podido interpretar un complejo cuerpo jurídico, cultivar la poesía, transmitir los hitos de la filosofía griega, pueden incluso haberse aventurado en campos de incierta definición como la magia, por ejemplo, pero todas estas iniciativas pertenecen al pasado y, sobre todo, como ya intuían Jean de Thévenot, Jean- Baptiste Tavernier y sir Pail Ricaut, carecen de sistematicidad y de método en la elaboración del saber. Dicho de otra manera, carecen de los elementos básicos de esa ciencia experimental y de ese discurso del método que convierten a Europa en la civilización moderna de Bacon y de Descartes, la Europa de los descubrimientos geográficos, de las rutas mercantiles del Mediterráneo, de las transatlánticas y de la creación de los imperios coloniales.
En la Era de las Luces, es decir, en la era de la primacía de la razón, del placer y de la didáctica de los viajes, cuando Voltaire trata acerca de la uniformidad de la naturaleza humana que en todos los climas y en todas las latitudes subyace al variado imperio de las costumbres, cuando se clasifican los reinos de la naturaleza y todas y cada una de las especies y se las representa a través de su forma media, cuando se reducen a tipos clases enteras de seres vivientes y de objetos, de manera que puedan ser debidamente ordenados y descritos, la idea consolidada de un Oriente fabuloso, indolente y sensual, despótico y cruel, parece desafiar el racionalismo de los filósofos y la sistematicidad taxonómica de los hombres de ciencia, entregándose a las fantasías de aquellos imaginativos testimonios que son los viajeros. Le corresponde ahora a una mujer de talento y dotada de sutil ironía como fue lady Mary Wortley Montagu, consorte del embajador británico en el Imperio otomano en 1717, verificar in situ y con sus propios ojos las increíbles y fantásticas descripciones de tantos de sus predecesores en los siglos XVI y XVII: “Constituye para mí motivo placentero dedicarme en este lugar a la literatura de viajes a Levante, tan alejados de la verdad y tan llenos de cosas absurdas, que acaban por divertirme”1. El hecho es que los autores de estos viajes, sigue diciendo lady Montagu, no dejan de hablar de mujeres que no han visto nunca, de contar cosas de hombres de alto rango que jamás tuvieron oportunidad de frecuentar, de describir mezquitas en las que nunca osaron poner los pies. La privilegiada condición de huésped acreditada en la corte imperial, en la Constantinopla otomana le permite a la aristócrata inglesa –que no por casualidad recurre al diplomático y mercantilista nombre de Levante, en vez al de Oriente– desacreditar a los viajeros que a pesar de todo son siempre el ojo que indaga y la voz narrante de la civilización occidental, una civilización que una y otra vez se define a sí misma en contraposición a ese otro mundo fabuloso, profundamente distinto que es el Oriente. Los estereotipos a partir de los cuales nos son presentadas las mujeres turcas, y en particular las mujeres del Serrallo –indolentes, lascivas, socarronas, astutas, caprichosas– se convierten en el objetivo principal de lady Montagu. Admitida en el baño femenino del palacio del sultán –el hammam es un topos privilegiado de la literatura de viaje en el Oriente Próximo– la escritora inglesa ve directamente todo aquello de lo que otros apenas si han podido fantasear y, tras haber descrito el abarrotado baño, compara la belleza de aquellos desnudos indolentes con las divinidades femeninas pintadas por Guido Reni, por Tiziano y Rafael. En otras palabras, sublima la supuesta sensualidad en la estudiada postura ritual y la neutra ambientación mitológica del arte occidental. Lady Montagu ironiza sobre las fantasías eróticas de muchos de sus predecesores visionarios y mentirosos, aunque su mirada esté condicionada por cánones y referencias de la propia cultura de origen que solo parcialmente le consienten ver y juzgar más allá de esquemas preconcebidos.
Precisamente en 1717, el año en que lady Montagu inicia el envío desde la capital otomana de las cartas que desacralizan la imagen de un Oriente inventado y artificioso, se publica en París el duodécimo y último volumen de Las mil y una noches –el primero había aparecido en 1704– en la libre traducción, realmente casi una adaptación al gusto occidental, de Antoine Galland2. Con la invitación al viaje a través de paisajes exóticos y fabulosos y la fascinación sensual de los lugares prohibidos, doblemente prohibidos al europeo, los contes agréables de Sherezade despiertan un extraordinario interés entre literatos y artistas y someten a los mismos ilustrados a los irresistibles halagos de lo imaginario. Hay cuentos que hasta parecen adecuarse a temas y modas de la época, como la exaltación de la naturaleza inocente de la que acabaría siendo heraldo Jean-Jacques Rousseau, y responder al deseo de conocimiento y de búsqueda propios de una cultura cosmopolita, deseosa de superar el horizonte de los países cristianos o, incluso, desafiar el racionalismo ilustrado con el propio bagaje de magias y portentos. La mismísima lady Montagu se queda tan fascinada por la versión de Galland como para acreditar con su propia autoridad de testigo ocular la veracidad de las costumbres que allí aparecen descritas, expresando sus propias reservas de exponente del espíritu de la Ilustración solo por cuanto concierne a las referencias acerca de las prácticas de magia y de los encantamientos. Por otro lado, el prefacio de la obra demuestra que Galland tenía la pretensión de ofrecer al lector cuadros de civilizaciones exóticas que, más que dejarse penetrar y reflejar por las miradas de los viajeros, se abren y se manifiestan a partir de su interior, y al mismo tiempo promueven el nacimiento de un gusto inédito.
Los cuentos no pueden sino gustar por los usos y costumbres de los orientales –empieza diciendo Galland– por los ritos de su religión, ya se trate de la pagana o la mahometana, de hecho, las cosas se perfilan allí de manera mucho más incisiva de cuanto lo sean en los escritores que han hablado de ellas y de los relatos de los viajeros. Todos los orientales, los persas, los tártaros y los indios se distinguen y se aparecen por cómo son, desde los soberanos a los individuos de más baja condición. Con lo que el lector disfrutará viéndoles actuar y oyendo hablar a estos pueblos, sin el esfuerzo que supone irlos a buscar en sus países3.
Con estas palabras Galland no se limita solo hacer un guiño al carácter sedentario del viajero, sino que, además, impone la supremacía de la invención narrativa por encima del testimonio directo. Los cuentos de Sherezade se adecúan perfectamente al tiempo detenido del mundo oriental, mejor dicho, lo representan, contribuyendo así a abolir la distancia entre la realidad y la ficción. Por otro lado, solo una civilización estática, carente de la apariencia de un dinamismo interior propio, puede dejarse interpretar por el rasero de un mundo de fábulas. La herencia de esta singular inversión, de una realidad aparente generada a partir de su ficción, se prolongará durante mucho tiempo y, como tendremos ocasión de observar, con provechosos resultados. A esa herencia le debemos la paradoja, empezando por lady Montagu, de acuerdo con la cual la ficción literaria resulta más probatoria que el ojo que escudriña. El hecho es que, aun desarrollándose en ambientes y situaciones absolutamente irreales para una óptica occidental, connotados, además, por una inédita desinhibición erótica, los cuentos de Galland alardean de un gusto tan marcado por el detalle y por los objetos en particular, como para favorecer la visión microrrealista de un universo imaginario.
Por decirlo de alguna manera, Galland había encontrado el Oriente en 1673, después de Charles-François Olivier, marqués de Nointel, que en su papel de cónsul, había llevado a Constantinopla un numeroso equipo de talentos y de pintores, como Jacques Carrey y Blois de Picard, contribuyendo así de manera decisiva a la difusión del gusto por el Oriente en el mundo europeo. Según una nota posterior, de 1697, de Charles Nodier, Galland, que por lo demás era un conocido coleccionista de antigüedades, realizó su tercer viaje a Oriente con el fin de recoger objetos y elementos decorativos para amueblar el pequeño estudio y la biblioteca de Colbert, dando así inicio a la moda de “las turcas”. Si, por un lado, el viajero occidental permanece estupefacto por la ausencia de representaciones figurativas orientales en las arquitecturas sacras y profanas, por otro, observamos que la creatividad y la fantasía visual orientales se aplican en la decoración de objetos de la vida cotidiana y que el gusto ornamental, más que conjugarse con la arquitectura y responder a criterios de funcionalidad, tiende a un ser fin en sí mismo. En las descripciones y representaciones de interiores, los objetos adquieren efectivamente –como ya había intuido Galland– una función traidora; atraen al observador a un mundo de percepciones inmediatas, de sensaciones táctiles y olfativas, de exigencias cotidianas que, en su ilusoria disponibilidad, disuelven la pantalla de la incredulidad. Lo que hace particularmente conturbador la aparición de la figura humana en el cuadro, especialmente cuando se trata de la figura femenina a la que se le ofrece una escenografía de intensa evocación que no por eso se revela menos esperable.
A partir de la traducción de Las mil y una noches la fascinación por el Oriente, tan exótico y misterioso como extenso e indefinido en sus límites geográficos, étnicos, culturales y en su separación temporal –el nombre mismo, en su propia fascinación, se alimenta de esta labilidad de conjunto–, trasluce los testimonios artísticos más diversos y, como ya hemos apuntado, estimula la creación de auténticos géneros literarios. Géneros que, a su vez, se dejan plasmar por las instancias de diferentes épocas, tanto si se habla de ficciones alegóricas setecentistas que utilizan los escenarios orientales para provocar la exposición extrañada de las costumbres europeas, desde las Lettres persanes del barón de Montesquieu, al Zadig de Voltaire, al Resselas de Samuel Johnson, como si se refieren a la novela Vathek, del “califa” Beckford, que, con su complejo cargamento de temas y personajes, anuncia ya el giro hacia la narración romántica en verso y hacia la fijación y la reiteración de los lugares comunes; como si, en fin, hubiera alguien que se remitiera al Westöstlicher Divan de Wolfgang Goethe inspirado en las traducciones del orientalista y diplomático austríaco barón Josef von Hammer-Purgstall. Pero para el viajero del siglo XVIII, más vinculante se revela la versión francesa de Las mil y una noches, porque nunca como en este caso un conjunto de acontecimientos, de situaciones y de imágenes ha sido capaz de condicionar tanto la mirada, prefigurándoles la idea de los países que se disponía a visitar. El conde Joseph-Arthur de Gobineau solía decir que, viajando a Oriente, uno se da cuenta, a cada paso, de que el libro más variado, preciso y completo que tiene que ver con los países de esta parte del mundo es Las mil y una noches. Un gran orientalista y viajero inglés de mediados del siglo XIX, sir Richard Francis Burton, que es dueño de un amplio conocimiento de primera mano de los idiomas, de los usos y de las costumbres del mundo indio y del mundo árabe en cualquiera de sus manifestaciones, recurre a los cuentos de Las mil y una noches para ilustrar prácticas y comportamientos sexuales de los países orientales. Prácticas y comportamientos que también había experimentado personalmente confundiéndose con los nativos, es decir, con sus mujeres, auténtica fuente de conocimiento. Esta visión erótica y aventurera del Oriente es el fruto de una persistente chaladura por los cuentos de Sherezade que, al menos en la lengua inglesa, se tradujeron una y otra vez con una frecuencia sorprendente y significativa, empezando por la versión de Jonathan Scott en 1811, y siguiendo por la parcial de Henry Torrens en 1838, por la del egiptólogo Edward William Lane, que publica su traducción en 1839, por John Payne en 1882-1884 y finalmente por Burton, que entre 1885 y 1888 entrega a la imprenta su Plain and Literal Translation of the Arabian Nights’ Entertainments en diecisiete volúmenes, con profusión de notas. Refiriéndose a las cuales Borges llegó a decir que a los cincuenta años todos los hombres han imaginado caricias, ironías, obscenidades y muchas anécdotas de las que, en sus notas a Las mil y una noches, el capitán Burton se había librado de ellas.
Proyectando sobre la pantalla occidental la imagen de un Oriente inmutable e indefinido en sus márgenes, sustraído al flujo del tiempo y, por tanto, siempre igual a sí mismo, Las mil y una noches han contribuido de manera determinante a la creación de la idea de un Oriente sensual, despótico y fabuloso, predilecta de los occidentales englobando en una ficticia homogeneidad narrativa las diferencias de los pueblos con sus etnias, sus lenguas, sus culturas, haciendo de la corte otomana, de su despotismo, de sus arrogantes castas militares, de su rígida pirámide feudal la yesca exclusiva del imaginario y reduciendo a una igualmente ficticia esquematización la estructura institucional, los comportamientos políticos, las tipologías y las costumbres de aquellas sociedades. La indeterminación del contexto histórico y geográfico del Oriente puede adquirir voz propia y expresarse solo en la ficción narrativa de Sherezade que, femenina metáfora, se convierte así en lo unificador de ese proteiforme contexto.
2. LOS LÍMITES DEL DESEO
El Oriente del que estamos hablando, es decir, la heterogénea meta de los viajeros orientalistas entre la segunda mitad del siglo XVIII y todo el XIX, es un universo demasiado vasto y multiforme como para que no haya que circunscribirlo a un solo espacio y a un solo tiempo. La concepción que se tiene en Occidente de una tierra ilimitada y de un lapso de tiempo de muchos siglos ha producido y asociado la idea de Oriente con el sentido de un universo indefinido e inmóvil, reacio al cambio, y con ello, y a modo de consecuencia natural, el ejercicio y el gusto ilimitado de la imaginación. De modo que Oriente como sueño de Europa y luego, a partir de la tercera década del siglo XIX, en términos algo diferentes, también como sueño del Nuevo Mundo. ¿Cómo no estar de acuerdo con Ohran Pamuk, cuando, en su biográfico Estambul, afirma que en el siglo XIX cada uno creó su propio sueño de Oriente y que “A Byron le interesaba ‘el Oriente turco, el del puñal, el de los vestidos albaneses, el de las ventanas enrejadas que daban al mar’, mientras que Flaubert prefería ‘el Oriente de los beduinos, de los desiertos, el de las profundidades de África, con cocodrilos, camellos y jirafas’”?
Empezando por la terminología de uso corriente, consideramos, en primer lugar, que la locución “viaje a Oriente” – el título o casi de nuestro libro– apareció por primera vez en el testimonio del creador de una auténtica y utópica visión oriental, como fue Alphonse de Lamartine, en sus Souvenirs, impressions, pensées et impressions pendant un voyage en Orient (1835), aunque la expresión viajes a Oriente –Voyages en Orient– ya había aparecido en plural en 1772 en la traducción francesa del volumen de Richard Pococke originalmente titulado A Description of the East (1743- 1745). Mientras que, desde un punto de vista estrictamente filológico, parece que la voz orientalista apareció en un número del “Magazin Encyclopédique” de 17994, el término ha adquirido un sentido moderno de trasposición hacia el este del interés antes reservado a la antigüedad clásica con el célebre aforismo de Victor Hugo en la introducción a Les Orientales de 1829: “Hoy nos ocupamos del Oriente mucho más de cuanto lo hicimos con anterioridad. Los estudios de orientalismo nunca avanzaron tanto. En el siglo de Luis XIV éramos helenistas, hoy somos orientalistas. Nunca antes tantos individuos inteligentes han profundizado en este gran abismo que es Asia. Tanto por lo que se refiere a su imagen como a su pensamiento, Oriente se ha convertido para la inteligencia y para la imaginación en una especie de preocupación general”5. En su acepción común la palabra orientalista se refiere más genéricamente a quien se dedica al estudio de los países y de las culturas orientales y transmite de alguna manera las imágenes, pero también a quien sufre fascinación por ellos y los considera como meta de su propio desahogo fantástico o de su propia fuga existencial o, en fin, como el lugar por antonomasia en el que proyecta el deseo de lo imposible. En un sentido todavía más amplio podemos recordar la irónica definición de Gustavo Flaubert en su Dictionnaire des idées reçues, de acuerdo con la cual es orientalista “quien ha viajado mucho”.
Por tanto, ahora, nosotros, a lo que nos referimos es, aunque indeterminado en los límites espaciales y temporales, a un Oriente relativamente específico en la visión occidental, es decir, a ese conjunto de lugares incluidos en el Imperio otomano que el viajero de los siglos XVIII y XIX, y más tarde el turista protegido por las agencias Cook, recorren como si se tratara de un “grand tour” por los países que en buena parte se asoman al Mediterráneo: desde Grecia a Constantinopla, a la Siria –incluida entonces Jordania, Líbano y Palestina–, a Egipto y a la península arábiga. Túnez, Argelia y Marruecos también entran en ese viaje, casi podríamos decir que constituyen las etapas finales. Incidentalmente recordamos que el nombre se da a muchas entidades políticas nacidas del desmembramiento del Imperio otomano, presuponiendo que el moderno estado nacional tenga sus propias raíces y cohesión propia en la lengua y en las tradiciones históricas y culturales de un pueblo, con frecuencia es creación artificial de las potencias europeas, con todos los problemas que de todo ello se derivan.
Nuestro itinerario en pos de las huellas de los viajeros puede a veces limitar con Mesopotamia y llegar casi hasta rozar los límites de las fronteras con Persia, como sucede con el arqueólogo romántico Austen Henry Layard, o con Wilfrid Scawen Blunt y su mujer, lady Blunt, que llegan más allá de los desiertos de Arabia en busca de incorruptas tribus beduinas y de la preciada raza árabe de caballos. Incluso si en el conjunto el viaje tiene lugar, como ya se ha dicho, en la forma de un auténtico “tour” a través de los países del Oriente Próximo, con frecuencia puede marcarse como meta y, por tanto, desarrollarse íntegramente en uno solo de los países que hemos enumerado (piénsese en la referencia postnapoleónica de Egipto y de su recorrido fluvial hacia las grandes áreas monumentales o en la penetración exploratoria de la entonces desconocida península arábiga), país que, en cuanto parte de un todo imaginariamente homogéneo, encarna y representa la idea misma de Oriente y se convierte en su sinécdoque. Sin embargo, este papel dominante y representativo se desarrolla en primera instancia, cuando menos por razones políticas, por la entonces capital Constantinopla, corazón del imperio.
En lugar del común y genérico término OrienteCercano Oriente 6 de los italianos, de los franceses, el de los alemanes, el de Kinglake [es decir, los países del Oriente británico] son otras tantas variantes del ”7.