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PAPELES DEL TIEMPO

Ant Machado Libros

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LA OTRA DINASTÍA


LOS REYES CARLISTAS EN LA ESPAÑA CONTEMPORÁNEA




Josep Carles Clemente




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Número 10

© Machado Grupo de Distribución, S.L.

C/ Labradores, 5

Parque Empresarial Prado del Espino

28660 Boadilla del Monte (MADRID)

machadolibros@machadolibros.com

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ISBN: 978-84-9114-305-5

Índice

Introducción

Capítulo I. Carlos V y los orígenes del conflicto carlista

Capítulo II. Carlos VI, el líder de los madrugadores

Capítulo III. Juan III, el príncipe demócrata

Capítulo IV. Carlos VII, el jefe del Estado carlista

Capítulo V. Jaime III, el príncipe aliadófilo y socialista

Capítulo VI. Alfonso Carlos I, el rey octogenario

Capítulo VII. Javier I, el «viejo rey» antifranquista

Capítulo VIII. Carlos Hugo I, el príncipe autogestionario

Antología de 10 documentos esenciales del Carlismo

Cronología carlista (1833-2004)

Bibliografía básica del Carlismo





Pido prudente consejo a los dos tiempos; al antiguo sobre lo que es mejor; al moderno sobre lo que es más oportuno.


Francis Bacon

Introducción

La historiografía oficial ha dedicado escaso eco a las personas que ostentaron la titularidad de la dinastía carlista, la otra dinastía, desde su emerger en 1833 hasta nuestros días.

Estos ocho monarcas se enfrentaron al poder constituido de turno, unas veces con las armas en la mano y otras con la comparecencia electoral. Las cuatro guerras civiles en que intervinieron se saldaron, de una forma u otra, con sendas derrotas. Pero en la lucha electoral obtuvieron ciertos éxitos, que asustaron a los dictadores de turno.

No me he limitado en este trabajo en ofrecer la simple narración biográfica, sino acompañándola de la acción política o militar desarrollada en cada momento, con lo cual se podrá señalar la labor realizada por cada uno de ellos.

Al texto le he añadido una antología de diez documentos que, en algunos aspectos concretos, han resultado esenciales para la evolución de este movimiento social, en sus aspectos políticos e ideológicos. Su elección ha sido puramente personal y desde luego el autor está convencido que otros hubieran escogido documentos distintos. Un célebre personaje de la tauromaquia española, al serle presentado sobre cierto intelectual, en este caso Ortega y Gasset, preguntó a qué se dedicaba. Al contestarle que era a la filosofía, respondió: «¡Hay gente pa tó!». Pues bien, en este de las antologías, la cosa discurre por estos pareceres.

El trabajo se completa con una cronología y una bibliografía básica, imprescindibles para conocer su identidad histórica.


El Espinar (Segovia), 2004

Capítulo I

Carlos V y los orígenes del conflicto carlista

LOS REYES DE LA DINASTÍA CARLISTA


Desde 1833 –fecha del inicio de la I Guerra Carlista– hasta la actualidad ocho son los titulares dinásticos carlistas. Todos ellos tuvieron que iniciar el camino del exilio y vivir la mayor parte de su vida en él. La oligarquía de cada momento instalada en el poder nunca les permitió volver a su patria. Algunos de ellos incluso se negaron a reconocerles la nacionalidad española, cuyo ejemplo más reciente fue el del general Franco. Esto fue subsanado tras acceder al trono don Juan Carlos de Borbón y aprobarse la Constitución de 1978. Mediante un Real Decreto se le reconoció a la Familia Borbón Parma su nacionalidad española.

La rama carlista de los Borbones españoles está emparentada con casi todas las Familias Reales europeas y constituye un pedazo de historia viviente del continente.

Veamos ahora quiénes fueron estos reyes de la Dinastía Carlista.



REYES CARLISTAS


Carlos V

Carlos M.ª Isidro de Borbón, conde de Molina.

1833-1845.

Carlos VI

Carlos Luis de Borbón y Braganza, conde de Montemolín.

1845-1861.

Juan III

Juan de Borbón, conde de Montizón.

1861-1868.

Carlos VII

Carlos M.ª de los Dolores de Borbón y Austria Este, duque de Madrid.

1868-1909.

Jaime III

Jaime de Borbón y Borbón Parma, duque de San Jaime.

1909-1931.

Alfonso Carlos I

Alfonso Carlos de Borbón y Austria Este.

1931-1936.

Javier I

Francisco Javier de Borbón Parma y Braganza, conde de Molina.

1936-1975.

Carlos Hugo I

Carlos Hugo de Borbón Parma y Borbón Bousset, duque de Parma y conde de Montemolín.

1975.



CUESTIÓN SUCESORIA Y MODELO LIBERAL BURGUÉS


El tema con el que se iba a producir la cota más alta de la crisis política sería el del problema sucesorio. Este intrincado tema está lleno de complejos y enrevesados razonamientos jurídicos, tanto de una parte como de la otra. Después de su cuarto matrimonio con María Cristina, Fernando VII tuvo descendencia femenina: la infanta Isabel. Don Carlos declaró que no la aceptaría como reina. Maniobras y contramaniobras palaciegas, así como importantes presiones de potencias extranjeras hacen dudar a Fernando que, finalmente, se decide por su hija. Don Carlos se exilia a Portugal y no tomará ninguna iniciativa importante mientras viva el rey. Al mismo tiempo, desde Madrid se toman las medidas necesarias para depurar el ejército regular, los ayuntamientos y los órganos administrativos, de elementos proclives a don Carlos. Los moderados se hacen con los resortes del poder. La noticia de la muerte del rey es la espoleta que pone en marcha la guerra civil, la llamada primera guerra carlista. La crisis política había tocado fondo.

El término burguesía proviene del francés «bourgeoisie», y los autores de la época lo entendían como la clase de ciudadanos que, poseedores de los instrumentos de trabajo o de un capital, trabajaban con sus propios recursos y no dependían de los demás.

El negocio colonial y el tráfico marítimo, fundamentados en las transacciones comerciales, fue la base de su enriquecimiento. La política de los «ilustrados» favoreció su expansión, pero al producirse la crisis colonial el monopolio se derrumbó. Su alianza tácita con el Antiguo Régimen se rompió, alianza que había dado sus frutos políticos hasta 1808. La burguesía se había mostrado indiferente ante la Revolución Francesa, hecho no tan sorprendente si nos atenemos a los resultados de su próspero monopolio del mercado colonial que le garantiza la monarquía absoluta. Al fallar y perder el mercado ultramarino, la burguesía comprendió que la solución de la crisis radicaba en orientar sus actividades en su propio país. Pero para ello se necesitaban hacer imperiosamente una serie de reformas que el Antiguo Régimen no aceptó. Pedían la eliminación de una serie de trabas institucionales que favorecieran la articulación de un mercado nacional, inexistente hasta la fecha, que fomentase un desarrollo económico integrado, agrario e industrial.

Fontana ha realizado un agudo análisis de este proceso y llega a la conclusión de que la crisis de la economía española, producida por la pérdida de los mercados coloniales, condujo a la burguesía a preocuparse de los problemas globales de desarrollo del país: «Hasta fines del siglo XVIII, gracias al disfrute del mercado colonial, pudo vivir al margen de estas preocupaciones, pero después de 1814 había llegado un momento en que, para proseguir su crecimiento, le era necesario asentarlo sobre el de España, y para ello necesitaba promover su transformación y, previamente, desbloquear los obstáculos que la supervivencia del Antiguo Régimen oponía al crecimiento general, liberando la fuerza productiva latente en una agricultura dominada por manos muertas y mayorazgos, por diezmos y rentas señoriales. Era perfectamente lógico, por tanto, que la burguesía se encontrase, a la vez que enfrentada con el aparato de gobierno del absolutismo, por su ineficiente política económica, enfrentada también al régimen señorial, cuya persistencia obstaculizaba al progreso general y, por ello, su propio progreso». Fontana, además, apunta perspicazmente que no es un azar que estos hombres tengan tras de sí al proletariado urbano que dependía de ellos (y que se opone más claramente al enemigo común que representa el Antiguo Régimen, engendrador de crisis y miseria, que a sus patronos) y se aproximen al campesinado, con el que se hallan de acuerdo en la lucha contra el régimen señorial.

La versatilidad de la burguesía y su pragmatismo le impulsó a realizar las alianzas de cada momento para alcanzar sus objetivos. Si primero prosperó a la sombra de la política de los «ilustrados», más tarde abandonaría esta táctica para iniciar el asalto al Antiguo Régimen enfrentándose al poder, aliada con el campesinado. Es la etapa que va de 1814 a 1820. Su lucha contra el absolutismo le confirió un papel de líder entre los sectores populares, un liderazgo sobre el papel de tipo revolucionario pero reformista en la práctica. La burguesía no llegaría nunca a consumar su proceso revolucionario. Política y socialmente se decantó hacia las actitudes conservadoras. Una vez instalada en el poder, se inclinaría a los viejos estamentos de tipo feudal, con tal de conservar sus propios intereses y, fundamentalmente, el «orden» social y económico del liberalismo. La resistencia al modelo de sociedad burguesa provino, entre otros, después de 1820, del pequeño campesinado español que en 1833 será uno de los sectores que definitivamente se inclinarán hacia el bando carlista.

Al alumbrar el primer tercio del siglo XIX, la burguesía no formaba un cuerpo homogéneo. Existían diversas burguesías peninsulares: la periférica y la interior. Vicens Vives las ha detectado instaladas en algunos lugares característicos: «uno de ellos es Cádiz, emporio de los grandes comerciantes nacionales y extranjeros; otro es Barcelona, la única ciudad donde se asiste al desarrollo de una burguesía industrial específica. Detrás quedan Valencia, donde se combinan maestros gremiales y comerciantes; Madrid, cuya capitalidad comporta el estrato social de asentistas (o sea de arrendatarios de servicios públicos), comerciantes al por mayor y maestros agremiados, y los puertos del Norte (Bilbao, Gijón), donde sólo se dan atisbos de la nueva corriente social». El éxito económico de la burguesía ya había propiciado en época de Carlos IV la posibilidad de que la nobleza se incorpora a las actividades mercantiles e industriales, hecho que hasta entonces era legalmente incompatible. Una Real Cédula de 18 de marzo de 1783 señalaba que ningún oficio era valladar para obtener la hidalguía, y que la práctica honrada del mismo durante tres generaciones podía promover a la nobleza. Esta R. C. se había promovido a instancias de la Sociedad Matritense de Amigos del País y beneficiaba a ambos lados. A la nobleza, porque se incorporaba a la obtención de pingües beneficios que reportaban las especulaciones industriales y mercantiles, y a la burguesía, porque le posibilitaba el ascenso en la escala social.

De momento, mantengamos estos escuetos datos sobre la burguesía, o las burguesías, hispana. Más adelante veremos que la atomización de las burguesías españolas, producto de la no coincidencia de los ejes desarrollo económico-desarrollo político, periferia contra meseta, pacto tripartito entre la alta burguesía, cerealistas y terratenientes de Castilla, Andalucía y Extremadura y aristocracia absolutista, y polémica proteccionismo-librecambismo, van a señalar las contradicciones del movimiento burgués y liberal. Contradicciones que conducirán al fracaso de la revolución burguesa, producto de la no consolidación de la revolución industrial. Pero antes, la alianza burguesía liberal-aristocracia latifundista conseguiría derribar, con la monarquía como árbitro, el sistema del Antiguo Régimen. Y el lógico proceso de la revolución campesina no iba a cuajar. Fontana ha visto clara esta evolución y afirma que «los intereses del campesinado fueron sacrificados y amplias capas de labriegos españoles (que anteriormente vivían en una relativa prosperidad y vieron ahora afectada su situación por el doble juego de la liquidación del régimen señorial en beneficio de los señores y del aumento de los impuestos) se levantarían en armas contra una revolución burguesa y una reforma agraria que se hacían a sus expensas, y se encontrarían, lógicamente, del lado de los enemigos de estos cambios: del lado del Carlismo». Este es un tema que merece una mayor profundización, y que será abordado a su tiempo, para pasar a analizar antes las distintas fases de la crisis política que condujo en 1833 al primer levantamiento popular contra el modelo liberal-burgués.



LOS ÚLTIMOS AÑOS DE FERNANDO VII


La guerra civil, final lógico de una crisis que se venía arrastrando desde 1808, iba a dividir a la sociedad española en dos bandos irreconciliables. A un lado y a otro van a militar españoles cuya adherencia va a depender tanto de intereses propios y colectivos, como ideológicos, económicos, políticos y religiosos. En un bando y en otro van a haber católicos, la exclusiva espiritual no la van a tener sólo los carlistas, aunque vanamente se empeñen en demostrarlo la escuela histórica integrista. Ni siquiera el tema foral va a ser sostenido exclusivamente por los voluntarios de don Carlos: ciertos sectores liberales vascos fueron también foralistas. Lo que sí quedó claro es que los sacerdotes privilegiados estuvieron en el bando liberal. El ejército regular en pleno, también. La Iglesia jugó con dos barajas: las altas jerarquías eclesiales no se alienaron, salvo raras excepciones, con los carlistas; el clero más modesto, en cambio, combatió, incluso con las armas, al lado de don Carlos. Y, lo que fue decisivo, todo el aparato estatal, estuvo controlado por el bando liberal. Pero ¿y el pueblo qué? También está generalmente aceptado que las masas generalmente desheredadas desde tiempos inmemoriales fueron carlistas, fundamentalmente las campesinas.

Los últimos años del reinado de Fernando VII vieron el ascenso al poder, aupada por el rey, de una burocracia ilustrada que contenía, por un lado, a los industriales algodoneros de Barcelona, grupos de emigrados liberales moderados y a los comerciantes de Cádiz; y, por el otro, a los banqueros afrancesados en el exilio. En una palabra, según Fontana: el liberalismo moderado, que era la fórmula «que apoyaban la burguesía de las ciudades del litoral y los hombres de negocio que empezaban a surgir en Madrid al compás del incipiente desarrollo de la economía nacional (...). La proclamación de Isabel como heredera de la Corona no fue, pues, el resultado de un mero cabildeo cortesano. La burguesía festejó en todas partes el acontecimiento con singular aplauso». El poder, pues, fue confiado a los llamados moderados. La reina-regente María Cristina se apoyó en este conglomerado de liberales doceañistas más burócratas ilustrados, que fueron los autores del Estatuto Real de 1837, una especie de Carta Magna otorgada que permitía la intervención de las clases adineradas, la burguesía, en el timón del país. Un autor de la época ha descrito muy significativamente a este partido moderado: «El Estatuto (se refiere al Real, de 1837) no había satisfecho al partido revolucionario, producto de un mal entendido eclecticismo político, ni aún había tenido aquel ministerio el acierto de ponerse en consonancia con las exigencias de los tiempos, con los nuevos intereses creados a la sombra de la Gran Constitución del 12. Tratándose de una lucha a muerte entre los partidos extremos, todo lo que no fuese esencialmente radical era perder tiempo, dinero y gente; mas la guerra debía continuar cada vez más ruda y sangrienta. El partido liberal estaba tan saturado de Estatuto, que pensó en echar abajo el ministerio; decimos partido liberal, porque el moderado nunca lo ha sido; este partido ha representado siempre en el poder un retroceso, la reacción misma, jamás un principio concreto de gobierno. Su constante aspiración ha sido vivir en esa especie de equilibrio constitucional que es un error de hecho, aprovecharse del presupuesto, y medrar a la sombra del orden, cuya bandera ha sido un escudo. Especie de fariseos, con un pie en la revolución y otro en la reacción; vueltos siempre de espaldas al progreso y a la libertad, y dispuestos en todas ocasiones a administrar la cosa pública, por lo que la gestión de la Hacienda pudiera prestarles, que en verdad no ha sido poco en todas las ocasiones que han sido gobierno: en una palabra, el monopolio, el privilegio y la inmoralidad han sido su brújula; la sospecha, su criterio de orden, y la hipocresía, su carácter».

Sociológicamente, el bando cristino o isabelino tuvo a su lado todos los resortes del poder administrativo, es decir, los altos cargos de la Administración estatal y la burocracia provincial y municipal. Palacio Atard remacha escribiendo que también contó «prácticamente con todo el ejército (...). La alta clase media de los banqueros y los hombres de negocios están inequívocamente a su lado. Lo mismo puede decirse de los títulos del Reino».

Pero ¿de dónde salían estos liberales?, ¿era un partido?, ¿eran un grupo homogéneo? Estas preguntas son importantes: su respuesta nos pondrá en la pista de entender las posibles contradicciones en que a menudo incurrieron, así como su futura división en moderados y exaltados, y estos últimos, a su vez, en progresistas y demócratas.

Se ha escrito con frecuencia que el liberalismo político nació en las Cortes de Cádiz, afirmación que nos parece algo precipitada. Está demostrado que en las Cortes gaditanas no existió, en sentido estricto, un partido liberal. No obstante, sí es detectable un consenso tácito en las minorías liberales e ilustradas en la evolución hacia un cambio radical del sistema, incluso en principios doctrinales fundamentales. M.ª Esther Martínez Quinteiro ha realizado un interesante estudio monográfico sobre este tema y habla de grupos ideológicos, así como que dentro de ellos cabían cierta variedad de matices, de posturas y aun de contradicciones en lo secundario. También señala que la carencia de una organización institucionalizada de las fuerzas del primer liberalismo español y la inexistencia de una disciplina de partido crea situaciones que le restan fuerza. Y añade: «... aun reconociendo esta realidad, disponemos de los elementos precisos para afirmar que la “relación” –o dimensión de “grupo”–, cuya existencia nosotros hemos apuntado entre ciertos partidarios de la ruptura con el Antiguo Régimen, no es una mera construcción teórica, hecha a posteriori, sobre la única base de su confluencia o coincidencia en unas mismas ideas. Tales grupos tuvieron una entidad real. Sus componentes poseyeron claro conocimiento de que no eran individuos aislados. Se sintieron unidos por encima de sus diferencias, por unos mismos intereses o identidad de miras. Se supieron bando aparte de los conservadores o meros reformistas». Aún afirma más Martínez Quinteiro en su documentado trabajo: «un rastreo minucioso de las fuentes nos permite establecer las estrechas interrelaciones materiales que unieron a los más destacados publicistas y pensadores de tendencia liberal, que nutren los grupos a los que estamos haciendo referencia, así como su tendencia progresiva, a través de una serie de conexiones, a la interacción, hasta el punto de que podríamos hablar de la existencia, antes de las Cortes de 1819, de un prepartido liberal». La autora, para detectar estos grupos políticos, acude a las tertulias, a los cafés, a las juntas ilegales o clandestinas y a determinadas ciudades, donde la opinión y el pensamiento rupturista se dio de pleno de una manera fehaciente.

A simple vista, parece ser que los «ilustrados» del reinado de Carlos III fueron los precursores del liberalismo español. Fueron esto, precursores, pero no fundadores. Lo mismo cabe decir de los realistas del reinado de Fernando VII, que en cierto modo fueron los precursores del Carlismo, pero no los fundadores exclusivos del partido carlista. Los liberales de comienzos del XIX fueron en muchos aspectos herederos de la ideología ilustrada. Sánchez Agesta ha dado en el clavo al afirmar que la diferenciación entre ilustrados y liberales, cómo los primeros, para todas las empresas de reforma, «se apoyó en la autoridad, a la que exaltó, como instrumento, hasta los límites». Para los liberales, las reformas debían decidirlas la nación y no el rey.

En cierto sentido, los herederos de los ilustrados del siglo XVIII fueron los liberales moderados, los auténticos reformistas. Y los liberales exaltados lo fueron de los rupturistas o liberales puros.

Uno de los elementos diferenciadores, pues, entre liberales o ilustrados será el principio de la soberanía nacional, que se convertirá en el carácter central y definitivo en la doctrina liberal. Otros lo fueron el de la promulgación de una nueva Constitución y el de la libertad de imprenta. De todos modos es necesario señalar –con esto estamos de acuerdo con las tesis de Martínez Quinteiro en el trabajo ya citado– que las pretensiones de reforma entre liberales e ilustrados parecerá con frecuencia idénticas, ya que a fines del XVIII estaban sentadas las bases de lo que sería el liberalismo económico, la reforma de la Hacienda, la supresión de la Inquisición, la organización gremial, la Mesta, mayorazgos, vinculaciones, bienes acumulados en manos muertas, etc.

Una de estas concomitancias entre ilustrados y liberales fue el tema de la desamortización. En efecto, uno de los hechos más importantes de la revolución liberal burguesa, que tanta trascendencia llegaría a tener, fue el de la política desamortizadora que llevaría a cabo en 1836 el ministro cristino Juan Álvarez Mendizábal. Los burócratas ilustrados de Carlos III y Carlos IV ya habían albergado este proyecto, iniciado legislativamente en las Cortes de Cádiz y proseguido en el Trienio liberal de 1820-1823. Pero lo que pudo ser una auténtica reforma agraria que favoreciera la lamentable situación de las masas campesinas españolas, se convirtió en transferir los bienes eclesiásticos y comunales a las clases más favorecidas económicamente, es decir, a los aristócratas, burgueses y grandes propietarios. Vicens Vives señala que las consecuencias de esta medida «fueron la consolidación del régimen liberal por el apoyo de la aristocracia de la tierra y del dinero, pero no del campesino (...), y la expansión del latifundismo, mucho más poderoso, y sobre todo más egoísta, que el creado por los grandes repartos de tierra de los siglos XII y XIII». Incluso un líder republicano, Pi y Margall, haría notar bastantes más años después que «la falta de visión de los liberales respecto a la política agraria y la realización de la desamortización, vincularía a numerosos sectores campesinos a la causa de don Carlos, entendida como movimiento campesino frente a la “ciudad”, que les oprimía con sus contribuciones en metálico (más difíciles de soportar que los antiguos diezmos en especie)». Pero sobre este tema ya tendremos oportunidad más adelante de realizar las matizaciones pertinentes, así como sus resultados.



CONFIGURACIÓN DEL BANDO CARLISTA


Veamos ahora quiénes llegaron a configurar el otro bando, el carlista.

El bando carlista tampoco era un grupo ideológicamente homogéneo. En primer lugar, tenemos a los realistas exaltados o absolutistas puros, los herederos de los Voluntarios Realistas de la última década fernandina; son los que en lenguaje actual denominaríamos integristas. Este sector se movilizó tras la reivindicación de la vuelta pura y simple del Antiguo Régimen, la unión indisoluble del Altar y el Trono, el retorno del Tribunal del Santo Oficio (la Inquisición) y la intransigencia religiosa como bandera. Eran la reacción pura. Ideológicamente cabe situarlos en la órbita del Manifiesto de la Federación de Realistas Puros, de 1826.

En segundo lugar, a los realistas moderados, partidarios de tenues reformas en el sistema absolutista y legitimistas dinásticos de pro. Eran, en cierto modo, los herederos del Manifiesto de los Persas, de 1814. También con lenguaje de hoy se podrían denominar tradicionalistas.

Y, por fin, el sector popular, que se alistaron en las filas de don Carlos tras las promesas de los jerifaltes carlistas de la realización de una reforma agraria que les permitiera el acceso a la tierra y la conservación en el Norte de la peculiar democracia: los Fueros.

En lo que se refiere al tema de la tierra, es pausible la afirmación citada. Un panfleto de la época señalaba que los voluntarios vascongados se batían «... no menos por la casi seguridad que creen tener de que se quedarán con las propiedades de los que han emigrado de aquel país». Lo mismo asegura F. Bacón, al escribir que curas y frailes aseguraron a los inquilinos que su adhesión a la causa carlista sería premiada «con el ascenso desde el rango de colono a la esfera de hacendado».

Y en cuanto al tema de los Fueros, no se dieron efectivamente en las primeras proclamas carlistas, sino casi un año después de estallar la guerra. No obstante, el problema foral estaba tan arraigado en las masas populares del Norte y del Este que los jefes carlistas, con el objeto de atraerse a los sectores populares anticentralistas, enarbolaron táctica y un tanto oportunista la defensa de los Fueros. No obstante, hubieron jefes que se adelantaron a la actitud oficial del Carlismo, concretamente el coronel Verastegui, que el 7 de octubre de 1833 aducía como una de las razones del alzamiento «a la abolición de nuestros fueros y privilegios, y la continuidad de nuestras libertades patrias». Otro jefe carlista, el guipuzcoano José Francisco de Alzaá, en manifiesto de 8 de octubre del mismo año, señalaba como objetivo principal de la rebelión la defensa de «nuestros fueros». También son numerosos estos ejemplos de «indisciplina» oficial. Tanto es así que a la vista de los buenos resultados de esta táctica, don Carlos el 19 de marzo de 1834 se refiere en un manifiesto a los aragoneses: «al derecho de agnación en la sucesión del trono tan solemnemente proclamada en los antiguos Fueros de Aragón, que siempre ha sido el numen tutelar de esta parte tan precisos de mis dominios, y que hoy os quiere arrancar la usurpación». Por fin, el 7 de septiembre de 1834 lanza por vez primera un manifiesto netamente foral por el que confirma los Fueros de Vizcaya. Con ello se conseguía la adhesión masiva de las clases populares a los presupuestos del bando carlista.

Al bando carlista afluyeron los fueristas más decididos. Así lo han podido constatar, tras un exhaustivo estudio de las guerras carlistas, el catedrático vasco-francés José Extramiana: «Se puede afirmar, sin correr el riesgo de equivocarse, que los fueristas más decididos se hallan en el campo carlista mientras que los liberales más entusiastas, sin ser abiertamente hostiles al fuero, desean modificarlos; son éstos más liberales que fueristas y particularmente numerosos en San Sebastián». La importancia del tema foral como uno de los ingredientes de la guerra, y concretamente en el bando carlista, es un asunto del que también participa el profesor Artola: «La interpretación que hace de la guerra carlista una lucha en defensa del régimen foral es sin duda alguna la que tiene mayor valor por cuanto el tema de los fueros pesó decisivamente en el desenlace del conflicto aun cuando no figure en los momentos iniciales, evolución que merecería mayores y sobre todo mejor orientados estudios que los que constituyen la interpretación clásica».

De todos modos, la simplificación sociológica es harto más compleja. No puede asegurarse totalmente que el mundo rural estaba con los carlistas y el urbano con los liberales. La realidad era más complicada y variaba según el ámbito regional.

Ya hemos visto cómo dos de los poderes fácticos, la Iglesia y el Ejército, se inclinaron hacia el campo isabelino. Añadamos a esto los grandes financieros, la nobleza y las clases comerciantes, que también se pasaron al bando liberal. Por último, queda por conocer lo que pasó con los funcionarios públicos y las instituciones político- administrativas.

Los aparatos estatales también habían sido «purificados» antes de la muerte de Fernando VII y se adueñaron de ellos la burocracia ilustrada fernandina, que, como era de esperar, colaboró con la nueva situación de los moderados en el poder.

Las consecuencias para el bando carlista y el significado de todas estas defecciones las ha visto claras el profesor Artola: «La defección del ejército a la causa carlista no es más que un aspecto del fenómeno, más amplio y decisivo, que significó el mantenimiento de la jerarquía eclesiástica y de las instituciones político-administrativas del lado de Isabel, circunstancia que privó al Carlismo, en el territorio que quedó bajo su control militar, de cualquier tipo de aparato de gobierno que pudiese pretender una continuidad con las instituciones preexistentes».

Pero sí hubo un tipo muy específico y concreto de instituciones que, en su mayoría, tomaron partido por los carlistas: nos estamos refiriendo a las instituciones forales, concretamente las vascas, incluyendo en ellas a las navarras. Esta actitud fue lógica, ya que los liberales habían dado sobradas muestras de su talante centralista, empujados por la burguesía liberal vasca en el asunto del traslado de las aduanas, entre otras cosas.

Los vascos habían llegado al siglo XIX conservando, más o menos, un sistema de gobierno interno autónomo. La administración provincial corría a cargo de una diputación que representaba a una junta provincial a la que asisten delegados de los municipios, que no se distinguían por pertenecer a una clase o a un estamento, gozando de igualdad de derechos. Era la que se ha venido en denominar democracia vasca. En estos territorios no contaban los títulos castellanos, ya que todos los vascos eran hidalgos, es decir, nobles: la llamada «hidalguía universal».

En lo que se refiere al sistema fiscal, los vascos sólo estuvieron sometidos a la alcabala. En el terreno militar, en tiempos de paz los vascos estaban exentos de cumplir el servicio en el ejército, y en tiempos de guerra lo cumplían gratuitamente cuando éste se efectuaba en sus propios territorios, pero cuando iban más allá de sus fronteras tenían derecho a percibir una soldada. El sistema navarro tenía otras peculiaridades, como el de tener Cortes propias, pero en el fondo era casi idéntico al de los demás vascos.

A todo este sistema democrático y autónomo, sus enemigos le han tildado de «privilegiado», ya que veían en él un impedimento para la extensión de sus propios intereses. Naturalmente, estos enemigos no eran otros que los liberales. Por eso, al estallar la guerra carlista, la mayor parte de las diputaciones y juntas provinciales apoyaron a don Carlos, hecho que va a resultar importante en el País Vasco para la organización de una mínima estructura administrativa en el terreno dominado por el ejército carlista.

Pero este hecho va a ser la excepción. En las demás provincias del Estado español, las instituciones político- administrativas van a permanecer fieles al gobierno de Madrid. Cabe, pues, hacer una pregunta: ¿de gozar las demás provincias de regímenes autonómicos se hubiera producido esta fidelidad en bloque al sistema isabelino?

Que los sectores populares, y concretamente el campesinado medio y pobre, así como los jornaleros y pequeños artesanos, formaron masivamente en las filas carlistas es algo aceptado por todos los historiadores, incluso los liberales y conservadores (Pirala, Pabón, Seco Serrano, por ejemplo). Cabría preguntarse ¿por qué sucedió así? Probablemente porque las nuevas estructuras que proponía el sistema liberal no mejoraban su situación. Si en el Antiguo Régimen esta situación era precaria, en las nuevas formulaciones sólo podían optar a la ruina total o a la emigración. Una segunda pregunta, ¿por qué esta rebelión triunfó en regiones de regímenes forales-autonómicos y no se extendió al resto del Estado? La explicación quizá estaría en que la propiedad estaba en ellas algo mejor distribuida y en la existencia de una clase de pequeños propietarios y baja nobleza sin recursos económicos, que también veían peligrar su propia existencia.

La adhesión de estas masas campesinas, fundamentalmente las vascas, al sistema foral es comprensible. Los fueros establecían la negativa al cumplimiento del servicio militar, exención de impuestos, administración autóctona municipal y tierras comunales al servicio de todo el pueblo, etc.; todo esto se lo negaba el sistema liberal.

Ambos ingredientes, rebelión campesina y reivindicación autonomista, han hecho ver a diferentes autores el carácter de guerra nacionalista en el País Vasco. Augustin Chaho, republicano y liberal suletino, así lo vio al realizar un viaje al frente vasco y tomar contacto con los jefes y voluntarios carlistas. La guerra, para este autor, no es otra cosa que una lucha entre Castilla y el País Vasco: «Los castellanos –me decía el marqués de Valdespina– quisieron aniquilar los títulos gloriosos de nuestra independencia y de nuestra nacionalidad, excitados por despóticas miras y por la arraigada envidia que alientan contra los vascos»... «Se trata de saber hasta qué punto los revolucionarios castellanos pueden, sin atentar contra el derecho humano y la justicia, obligar a los vascos a una fusión vergonzosa, que supondría, para estos montañeses, la pérdida de la independencia nacional y de la libertad civil.» Así opinaba también Jesús de Galíndez, al ensalzar el papel y la figura del general carlista Zumalacárregui: «No fue un caudillo absolutista; fue un héroe de la independencia vasca. Le faltó un ideal claro, pero en el fondo de su mente y de su corazón ardía la llama del patriotismo; luchó por sus fueros, por su libertad, por su raza... Bajo su mando supremo se volvieron a unir todos los vascos como en los buenos días de Sancho III. Nabarros, bizkainos, arabarras y guipuzkoanos. Sus tropas llegaron al Ebro y no pasaron de allí. Era la raza que despertaba en defensa de su libertad».

Pero el apoyo de las clases populares no se dieron exclusivamente en el País Vasco. Con motivo de la entrada en Oviedo de la expedición carlista del general Gómez, la prensa madrileña contaba así quiénes fueron los que más se alegraron de su llegada: «La ciudad quedó desierta de toda la gente honrada y sólo recibieron los facciosos el aplauso de la pillería de los mercados y el sanculotismo (...). Una porción de pillería zapateril, sastres, carniceros y albañiles (...). Las p... de la calle del Estanco, Rosal y otros barrios de su clase y chusma son los que hicieron el gasto de recibirles con panderetas y flores». Con toda esta «chusma» –el desprecio de los liberales por las gentes del pueblo ha sido siempre espectacular– el general Gómez formó el primer batallón de Asturias, incorporado a la brigada del coronel José Durán. Lo mismo ocurrió en Santiago, según lo atestigua un parte de Latre, capitán general de Galicia, al dar cuenta de la vida de esa ciudad bajo el dominio carlista: «En esta ciudad no cometieron desórdenes de consideración (...). Hubo una manifestación de alegría, hasta inconsiderada, especialmente en el populacho...». Córdoba pudo ser tomada por el ejército carlista gracias a la connivencia de todo el vecindario, que le abrió las puertas de la ciudad. Existen abundantes ejemplos como los citados.

Ya tenemos, pues, a los bandos en lucha bien delimitados.

La guerra civil la iniciaría un personaje imprevisto, Manuel María González, un funcionario de Correos de Talavera de la Reina: él sería quien encendería la mecha de la I Guerra Carlista.



INFANTE DON CARLOS, EL INTEGRISTA DISIDENTE


Carlos María Isidro de Borbón y Borbón, hijo segundo de Carlos IV y hermano del rey Fernando VII, fue el primer titular de la Dinastía Carlista. Nació el 28 de marzo de 1788 en el Palacio Real de Madrid. Su padrino de bautismo fue el rey Carlos III.

Durante la Guerra de la Independencia estuvo preso en Francia, con toda la Familia Real, regresando a España el año 1814.

Al acceder al trono su hermano mayor Fernando VII le nombró primer coronel de la Brigada de Carabineros y dos meses más tarde capitán general y generalísimo del Ejército.

Al no tener Fernando VII descendencia masculina, el trono debía pasar a su hermano don Carlos y por ello sus partidarios intentaron proclamarle regente del Reino. El Gobierno de María Cristina lo desterró a Portugal, en unión de su esposa, de sus hijos, de la princesa de Beira y del infante don Sebastián Gabriel de Borbón y Braganza.

A la muerte de su hermano, y viendo que la usurpación del trono se había consumado en la persona de su sobrina Isabel, acaudilló a sus partidarios en la I Guerra Carlista, conocida como la de los Siete Años.

De Portugal pasó a Inglaterra y de allí a España, entrando clandestinamente por el Norte, el 1 de julio de 1834, para ponerse al frente de sus ejércitos.

El ya titulado Carlos V perdió la guerra y emigró a Francia, seguido de más de 10.000 voluntarios. El rey de Francia, Luis Felipe, le señaló Bourges como lugar de confinamiento.

Después de un período de incipiente actividad política, los carlistas reciben proposiciones para unir las dos ramas dinásticas. Propugna esta solución Pedro de la Hoz y el filósofo Jaime Balmes. La Santa Sede aconsejó a don Carlos la reconciliación.

Se trataba del matrimonio de su hijo Carlos Luis de Borbón y Braganza, futuro Carlos VI, con doña Isabel, la hija de Fernando VII y María Cristina de Borbón.

Carlos V, de mentalidad integrista, accedió al deseo del Papa y para favorecer la unión abdicó en su hijo en mayo de 1845, tomando el título de conde de Molina y retirándose a Trieste, donde falleció el 10 de marzo de 1855. Dieron guardia de honor al cadáver la nobleza carlista y los granaderos austríacos. El entierro en la catedral de Trieste fue presidido por el conde de Chambord, jefe de la Casa de Borbón, siendo escoltado el féretro por el regimiento de infantería de Hohenlohe y un escuadrón de gendarmes.

No obstante, los militares y políticos cortesanos que rodeaban a doña Isabel impidieron esta boda, que, de celebrarse, hubiera acabado con la disidencia carlista.



LA I GUERRA CARLISTA


El 29 de septiembre de 1833 fallece Fernando VII. Su última esposa, María Cristina, actuará como regente hasta la mayoría de edad de Isabel II. Don Carlos María Isidro de Borbón, hermano del rey y amparándose en la llamada Ley Sálica, no había admitido la sucesión en la persona de su sobrina Isabel y se proclamó con mejor derecho para acceder al trono. En vida del rey, don Carlos no se levantó contra Fernando VII, pero sus partidarios ya venían preparándose para tal evento en caso de que el rey falleciera sin dejar sucesión masculina directa. En esa fecha, don Carlos y su familia se encontraban repatriados en Portugal. La muerte del rey será la señal para el inicio de la guerra civil.

La guerra no sólo iba a dividir al país en dos bandos irreconciliables, sino que también iba a dividir a las potencias extranjeras.