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MUSICALIA SCHERZO






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ALFRED BRENDEL




EL VELO DEL ORDEN

(Conversaciones con Alfred Brendel con Martin Meyer)




Traducción de Javier Alfaya McShane

MUSICALIA SCHERZO 3


Colección dirigida por

Javier Alfaya











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ISBN: 978-84-9114-310-9

Índice

Capítulo 1. Vida

Capítulo 2. Sobre la música

Capítulo 3. En torno a la interpretación

Capítulo 4. En torno a escribir

Epílogo

Agradecimientos

Capítulo 1

Vida

Usted es centroeuropeo tanto intelectual como geográficamente. ¿Hasta qué punto podría decirse lo mismo de sus antepasados?

–No me gusta que me cataloguen. Tengo ascendientes tanto alemanes como austríacos y una abuela que se llamaba Aloisia Guerra, procedente del norte de Italia. Pero en mi familia hay sangre eslava, dado que mi abuelo por el lado materno se apellidaba Wieltschnig, apellido, eso sí, completamente germanizado. Después de todo podría decirse que soy un austríaco con un poco de aquí y allí.


¿No es Brendel un apellido centroeuropeo?

–Probablemente sea bastante más frecuente en el norte de Alemania. Contaré una anécdota que lo confirma. En cierta ocasión, estaba cambiándome en la habitación de mi hotel, antes de dar un concierto en Hamburgo, cuando sonó el teléfono. «–Tío Alfred, soy Egon, das un concierto esta noche, ¿no es así? –Sí, así es, me estoy poniendo el frac. –¿Está la tía Jenny contigo? –¿A quién te refieres?, aquí no hay ninguna tía Jenny. En Bad Kissingen tengo un tío que se llama Alfred Brendel, es pianista, como usted.» –Luego bajé, me dirigí al vestíbulo del hotel y me encontré a mi agente, junto a su cuñada, la señora Brendel. Fuimos en coche hasta la sala de conciertos, y en las escaleras, fuera de la sala de artistas, un hombre de mediana edad se acercó a mí y me dijo que se llamaba Alfred Brendel. –Ya veo –dije–, el caballero de Bad Kissingen. –En absoluto –respondió–, vivo en Hamburgo. –Y todo aquello ocurrió en un lapso de media hora.


¿Suele ocurrir que se le acercan otros Brendel?

–En el comedor de mi casa londinense hay colgados dos retratos de familia. Uno de ellos es de seis hermanos y hermanas de Leipzig, que no son familia mía. Se pintó alrededor de 1840, en tiempos de Schumann. A la izquierda del cuadro se sienta al piano el más joven de estos Brendel. Por lo que parece se llamaba Alfred Brendel, igual que su padre, y da la impresión de que le encantaba interpretar a Beethoven. Me legó el cuadro una señora de la familia Brendel, ya entrada en años, que sabía que no estábamos emparentados. He apadrinado a esta familia. En mi propia familia no hay ni músicos, ni artistas, ni intelectuales, de modo que desde una perspectiva musical este Alfred Brendel es mi antepasado honorífico. El otro retrato en grupo muestra La Rueda del infierno, un cuadro manierista con trazos de Hieronymus Bosch, en él se ve a unos diablos torturando a seres humanos. Lo compré en una subasta en Viena, donde todo el mundo quedó espantado. Sólo unos cuantos años más tarde, un historiador me explicó que el apellido Brendel provenía de Brändli o Brendly, dependiendo de si se escribía al estilo suizo o al estilo inglés. Se trataba de uno de los nombres utilizados en la Edad Media y en la literatura de brujería del siglo XVI para designar al diablo. Ocurrió que de pronto mi familia empezó a resultarme interesante. Añadiré que no soy adorador del diablo. Ni tampoco soy como Stravinsky, a quien en cierta ocasión le oí decir por la radio que creía en la existencia de Dios y del Diablo. Pero un poco por casualidad, en mi estudio hay una máscara alpina con cuernos auténticos, y una inmensa figura ancestral, procedente de Nueva Guinea. Me ayudan a mantener contacto con la realidad mientras practico el piano. Así ocurre que un libro de mis poemas alemanes lleva por título Los Pequeños Diablos.


Me interesaría saber cómo se desarrolló su infancia en un estado tan multirracial. ¿Cuáles son sus primeros recuerdos?

–Uno de los primeros es auditivo. Lo cierto es que algunos de mis tempranos recuerdos están relacionados con la audición. Recuerdo un paseo por Weisenberg, donde yo nací, y a un perro que me ladraba de modo aterrador cerca de una valla. Fue mi primer trauma. También estaba la anciana niñera, de nombre Milli-Tant, que solía cantarme melodías populares, todas las cuales yo mismo aprendería a entonar poco después. Desde Weisenberg nos trasladamos a Yugoslavia, a la isla dálmata de Krk, donde mis padres invirtieron dos años tratando de regentar un hotel en Omisalj.


¿Cuándo ocurrió?

–Yo tenía entre tres y cuatro años. Recuerdo un tocadiscos que poníamos a veces para los clientes del hotel. A mí me dejaban darle a la manivela y poner los discos. Ese fue mi primer contacto con la música culta. Jan Kiepura y Joseph Schmidt cantaban cosas como Ob blond ob braun, ich liebe alle Fraun y Wenn du untreu bist. Yo me quedaba de pie junto al tocadiscos, canturreaba la melodía y pensaba: eso también lo puedo hacer yo.

También recuerdo ir a pasear a la playa con Berta, mi joven niñera, y acercársenos dos clientes del hotel. Uno de ellos me señaló y le dijo a su compañero: «¿Es ese un chico o una chica?», el otro caballero respondió. «¡Se ve que es un chico porque tiene los rasgos muy pronunciados, hombre!» Tras pasar ambos de largo, comenté: «¡–Berta, ese señor dice que eres una vaca estúpida!» (un juego de palabras imposible de traducir: - Energische Züge - ‘ närrische Ziege ’.) Fue la misma Berta quien veinte años más tarde me recordaría esta anécdota.


Usted fue un hijo único muy mimado. ¿Era en algún modo consciente de ello?

–Es cierto que mis padres me mimaron y quizá demasiado. Lo que yo les debo fue su confianza, puntualidad, pasión por el orden y, en última instancia, amor paternal y maternal. Me transmitieron afecto y seguridad. Y aun así me convertí en lo que ellos no fueron. Todo lo que me interesaba especialmente tuve que explorarlo y analizarlo por mi cuenta. Y he conservado esa costumbre. Por otro lado me animaron poco musicalmente, aunque cuando yo era muy joven recuerdo a mi madre cantando Ich reiss mir eine Wimper aus und stech Dich damit tot (Me quitaré una pestaña y te la clavaré hasta la muerte), una canción de cabaret berlinés a lo Dada. «–¿Verdad que es una tontería?–», repetía después ella. Cuando nos mudamos a Zagreb y alcancé la edad escolar, tuve mi propio tocadiscos, una máquina pequeña de color amarillo de la que sobresalía una trompa. Recuerdo la melodía: «Was macht der Mayer am Himalaya? Rauf, ja das Kunnt’ er, aber wie kommt er wieder runter? Der macht ein’ Rutsch und ist futsch’.» («¿Qué hace Myers en el Himalaya? No tuvo problema en alcanzar la cima, pero ahora ¿cómo baja? Resbala y muere».) Eran como contribuciones tempranas a un modo de ver el mundo, fragmentos de un mundo absurdo, que ha permanecido en mi memoria.

A los seis años recibí clases de piano, que para mis padres eran el no va más de las buenas maneras. Recuerdo a mi profesora, Sofie Dezelic, quien desde la primera clase me explicó el valor de las notas, de un modo de lo más poético, arrancando flores primaverales. Con siete años compuse un vals que recordaba vagamente a la Marcha Radetzky, aunque en un compás de tres por cuatro. Vivíamos en una casa en Zagreb que daba al mercado y a través de la ventana, enfrente, a veces veía cómo unas niñas pequeñas subían y bajaban la cabeza. Se trataba de una escuela de ballet. En cierta ocasión, nos visitó junto a su madre una niña llamada Daria Gasteiger, que se puso unas zapatillas de ballet e improvisó un baile sobre las puntas a partir de mi Marcha Radetzky. Fue memorable.


¿Tenía usted la sensación de ir evolucionando?

–Fue una experiencia a la que no calificaría de absurda. La niña pertenecía a una escuela de ballet escolar, un grupo que participaba en las funciones del «Djecje Cartsvo», una organización infantil de cierto prestigio que una vez al año montaba espectáculos en el teatro de la ópera de Zagreb. Tuve el honor de interpretar un papel principal en el que yo hacía de un general con fez y sable. Fue mi primera aparición en escena y tenía que cantar dos viejos cuplés austríacos. Recuerdo que uno de ellos llevaba por título Das Wassergigerl y Am Wasser, am Wasser bin i z’Haus, que rimaba con Jedes Dampfschiff weicht mir aus. Pero el texto que yo debía cantar estaba en croata, que yo por entonces aún no entendía. En otra ocasión tuve que cantar en la radio –una experiencia de lo más comprometedora: comencé demasiado alto y erré la nota más aguda.


Por entonces ¿formaba la música ya una parte esencial de su vida?

–Lo cierto es que no, dado que en casa no se consideraba que la música fuese algo importante. Siendo niños, mis padres habían disfrutado, con bastante modestia, de clases de piano y tocaban a cuatro manos, quizá una vez al mes obras como la obertura «Zampa» de Louis Hérold. Aún conservo una vívida memoria –más visual que auditiva– de estas interpretaciones. Mi padre trataba de tocar de un modo desenfadado y con bravura, alzando las manos con un movimiento desigual y estirando un lado de su boca, casi hasta llegar al ojo. Mi madre hacía más bien lo contrario. Se sentaba muy tensa al piano, con una expresión de ansiedad y prácticamente aguijoneaba las notas como un pájaro carpintero. Bueno, el caso es que aquello sucedía cuando yo empecé a recibir clases de piano. Al trasladarnos a Graz y dejar a mi primer profesor, me dijeron que estaba demasiado tenso, por lo que debía tratar de relajarme.


Usted era un niño de lo más normal que recibía lecciones de piano. ¿Cómo era su vida escolar?

–Fui un alumno ejemplar durante un tiempo. Acudía a un colegio alemán de educación primaria, donde tenía que escribir en tres alfabetos diferentes –ya dominaba dos de ellos, las escrituras latina y gótica y debía aprender la tercera, cirílica–. Más adelante asistí a una escuela de educación secundaria, pero eso fue durante la guerra. Luego exigieron que completase dos cursos en uno. Y yo me pregunto, ¿fue una buena idea? Recuerdo bien al profesor de gimnasia, que vestía el uniforme del partido y echaba discursos nazis. Por otro lado estaba el director del colegio, que llamó Miguel a su hijo recién nacido, lo que resultaba ofensivo porque a los nazis no les gustaba. También estaba el cine Capitol, que dirigió mi padre durante un tiempo y proyectaba películas de la UFA, TOBIS y TERRA, especializadas en mera distracción, propaganda y el cine «artístico». Recuerdo bien la espantosa película Wen die Götter lieben (A quién quieren los dioses), con Hans Holt y la película sobre Schumann, Träumerei, con Matthias Wieman y Hilde Krahl. También se proyectó Rembrandt, interpretado por Ewald Balser.


¿Cómo reaccionó ante estas películas?

–Con emoción, puesto que a mis padres les tocaba la vena sensible. Ellos no eran pensadores sino creyentes en el sentido más convencional.


¿Era usted un buen estudiante?

–Sí, hasta acudir a la escuela secundaria. Cuando estalló la guerra me trasladé a Graz con mi madre, mientras que mi padre tuvo que incorporarse a filas y yo empecé a interesarme más y más por asuntos de estética y cada vez menos por las matemáticas y las ciencias.


¿Cuándo exactamente tomó usted conciencia de su talento musical y pianístico?

–Para empezar, yo practicaba delante de mi madre, quien, concienzuda como ella sola, se sentaba y cercioraba de que yo diese todas las notas correctamente. Luego, alrededor de los trece años, dejó el asunto en mis manos.


¿Cómo percibía la vida política y cultural de este período, entre 1936 y el estallido de la Segunda Guerra Mundial? ¿Existían claros indicios de lo que estaba por venir o la gente no era consciente de vivir al borde del abismo?

–En Zagreb no faltaron las experiencias extravagantes: había fascistas croatas, nazis, y luego la guerra. Oí a Hitler y a Goebbels por la radio, y sus voces aún chirrían en mis oídos. Algunos miembros de mi familia eran nazis. A un tío mío lo fusiló la Gestapo antes del final de la guerra, mientras que una tía mía lanzaba incendiarios discursos en nombre de los nazis en la Baja Estiria, donde nació mi madre y donde, siendo niño, siempre iba de vacaciones y me bañaba en agua mineral. Allí era donde veía las viejas películas que se sacaban de una caja. Había una que guardaba cierta relación con la opereta, Im weiBen Rössl. Recuerdo una escena en concreto, porque sobrepasaba con creces eso que normalmente se considera operístico. Un nuevo cliente llegaba a un hotel, se inscribía y alojaba. Al preguntarle por su profesión, él respondía: «Lachforscher» («experto en hacer reír»). La mujer contestaba «Lachsforscher» («experto en salmón»); él la corregía, después de lo cual el botones y la sirvienta llevaban el equipaje a su habitación, y comenzaban a flirtear y hacer el tonto. Al encontrar un gramófono entre sus pertenencias, decidían bailar un rato, poner un disco, y antes de que sonara la música, comenzaban a contonearse. De pronto resonaba una risa diabólica que salía del tocadiscos y huían asustados. Un golpe de efecto genial.

Al terminar la guerra yo contaba catorce años, pero esos recuerdos me afectaron mucho después. Estaba en la calle cuando Hitler entró en Graz en coche, y fui testigo de la histeria colectiva. En Zagreb durante la guerra oí rumores de que cerca de allí había un campo donde exterminaban a serbios, judíos y gitanos. Más tarde, poco después de la guerra, los partisanos tenían sus propios campos donde mataron a tantos croatas como pudieron.


Sus padres eran creyentes, mientras que usted disfrutaba leyendo literatura blasfema. ¿Era un intento de romper con los lazos familiares, de una declaración de independencia?

–Sí, y a mi madre le costaba mucho soportarlo porque por primera y única vez en su vida mi padre no estaba a su lado. Ya le habían llamado a filas cuando comencé a rebelarme. Ese fue el comienzo de mi propia identidad, aunque obviamente yo aún no estaba familiarizado con ese concepto. En Graz durante la guerra recuerdo haber compuesto una obra para piano que llevaba por título Wilde Jagd (La Caza salvaje). Ganó un premio de composición en un concurso juvenil. Luego los rusos entraron en Estiria y tuve que huir con mi madre hacia el sur del Tirol, donde mi padre permanecía acuartelado. Por fortuna, jamás tuvo que disparar un tiro y yo me libré por los pelos de ser llamado a filas. Tuve la increíble suerte de no tener que alistarme ni entonces ni más adelante. No pudimos volver a Estiria hasta que los británicos se hicieron con el control y se marcharon los rusos. Luego, para disgusto de mi madre, dejé la escuela a los dieciséis años para dedicarme al «arte».


¿Lo encontró difícil?

–A mi madre la entristeció mucho que yo no me convirtiese en un licenciado con un título y derecho a una pensión, pero mi padre me ayudó, y más tarde, en cierto modo, ambos se tranquilizaron cuando poco después, como estudiante por libre en la Escuela de Música de Viena, aprobé el examen estatal con mención honorífica. También fue un éxito mi primer recital para piano en Graz. Por lo que respecta a mi madre, supongo que lo cierto es que únicamente me perdonó cuando conseguí mi primer doctorado honoris causa. Fue por la Universidad de Londres. Mi madre viajó hasta allí y pudo hacer una reverencia ante la Reina Madre.


¿Puso fin aquello a las dudas y objeciones de sus padres?

–Casi. Mi padre era el eterno optimista e «idealista», como le gustaba definirse a sí mismo. Mi madre era escéptica por naturaleza y se convirtió en una completa pesimista por culpa de la actitud de mi padre. No la culpo. Ella quería que yo tuviese un futuro garantizado y obviamente eso no puede asegurarse si se escoge la música como profesión. Antes de decidirme definitivamente por la música, en Graz experimenté un breve «período de genialidad», donde, durante un par de días, me adentré en la pintura y la composición y escribí un tipo de poesía que no tenía nada que ver con mi verso actual.


¿Llegó en aquellos momentos a plantearse dedicarse seriamente a la pintura?

–Creo que conocía bien mis posibilidades. Y no pasó mucho tiempo antes de dejar la composición. Lo cierto es que resultó bastante ineludible que yo me convirtiese en pianista –gracias al éxito cosechado en mi primer concierto y al premio que recibí en el Concurso Busoni, de Bolzano, donde entré como participante por libre–. Aquello no sólo me ayudó en casa, sino también ante las autoridades austríacas. Mi carrera había tardado en despegar pero ahora llegaban los primeros compromisos. Gracias al peso de aquel premio, en Graz me invitaron a interpretar el Emperador de Beethoven –mi primera aparición pública junto a una orquesta, aunque en la radio ya había tocado en directo el Konzertstück de Weber–. Ya entonces yo tenía cierto grado de confianza en mí mismo y no me daba cuenta de los riesgos...


Volvamos a sus padres. ¿Sentía usted el mismo afecto tanto por su padre como su madre o tenía sus preferencias?

–Mi madre era de una naturaleza más artística y le habría gustado estudiar en una escuela de bellas arte pero eso no pudo ser por la situación en su casa. Siempre soñó con cosas más elevadas, y fruto de ello fue mi primera experiencia con lo kitsch, que tomó la forma de unos pequeños angelotes de Rafael, que colgaban sobre la pared encima de mi cama.


Podría hacerse la pregunta a la inversa. ¿Cómo aceptaron sus padres a ese hijo bien parecido, listo y con talento, que a su vez era un joven decidido a seguir su propio camino?

–Aunque mis padres tendían a hiperprotegerme, está claro que hice las cosas a mi modo. Lo cierto es que eran mucho más sensibles de lo que yo imaginaba –cuando cumplí los diecinueve me mandaron a vivir a Viena con una tía abuela.


¿Su sólida educación burguesa le ha dejado alguna huella?

–En modo alguno en el sentido burgués. Pero considero la confianza una cualidad de gran importancia, también en el trato con la gente. Cuando en cierta ocasión le pregunté a Isaiah Berlin si existía algún rasgo común a todas las culturas, reflexionó durante un momento y respondió: la confianza, precisamente esta confianza que provocó el nacimiento de mi anárquico doppelgänger.


Vayamos a sus primeras clases de piano. ¿Qué recuerdos tiene de su primer profesor de piano?

–Se trataba de una mujer amable y enérgica que nunca me golpeó los dedos, porque no le fue necesario, pero que habría sido perfectamente capaz de hacerlo. Era alumna de Max von Pauer, procedía de Alemania, estaba casada con un yugoslavo, y robusteció mis pequeños dedos de un modo considerable.

Me enseñó un modo de apoyarlos, desarrollando el fortalecimiento del músculo en la parte exterior de la mano. Más adelante eso me resultó muy útil, aunque también me ponía más tenso, y Frau von Kaan, mi segunda profesora de piano, me pedía que me relajase, aunque no me explicó cómo debía hacerlo.


¿Cómo se estructuraban estas clases? ¿Tenía usted que tocar estudios? ¿Comenzó inmediatamente a interpretar piezas de repertorio? ¿Y esas obras iban desde Bach hasta los románticos?

–No. Para empezar toqué pequeñas piezas musicales inspiradas en canciones populares, a veces frente a un público reducido, y logré llevarlas a buen término, mientras que la niña cuyos dedos había golpeado el profesor, no lo consiguió. Recuerdo cómo se quedó atascada aquella pobre cría, y cómo su madre, que se encontraba a su lado, la había prometido un anillo si conseguía llegar hasta el final. A pesar de todo, con amarga expresión, le entregó el anillo.


¿Siempre conseguía llegar al final?

–Sí. Recuerdo haber tocado sin perderme la Fantasía en Do menor de Bach, en un concierto en el colegio. Durante unos cuantos años toqué las escalas, arpegios y estudios de costumbre, pero más adelante lo dejé. Me interesaba la técnica de las piezas, no imponer las recetas técnicas.


En Zagreb usted también siguió lecciones de armonía. ¿Cómo ocurrió?

–Gracias a mi profesor de piano, al que estoy eternamente agradecido. A los diez años me dirigí a Franjo Dugan, el organista de la catedral, que en cierta ocasión me subió hasta la parte alta del órgano. Era un hombre muy pequeño que mientras tocaba los pedales, se deslizaba de un extremo al otro del banco. Me dejaba tocar y escribir todas las cadencias en cualquier tonalidad y tesitura. Eso me ayudó muchísimo como músico.


¿Cuánto tiempo permaneció en Zagreb?

–La guerra seguía su curso y los aliados se iban acercando a Croacia. En 1944 me trasladé con mi madre a Tobelbad, cerca de Graz, en Esteria, a un antiguo balneario de estilo suizo con casas en un estado lamentable, que había estado de moda en 1910 durante un breve período de tiempo. Hacia el final de la guerra estuve sin piano durante unos cuantos meses. Fue después cuando experimenté algún avance significativo, mientras vivía con una tía abuela mía en una de las casas más antiguas y primitivas de Graz, en una habitación pequeña que compartía con un primo mío, estudiante de medicina, que se sumergía en sus libros, mientras yo practicaba y componía. Mi primo debía tener el oído más duro que una piedra.


¿Tenía usted ya claro que quería ser músico, pianista?

–Eso ya lo tuve claro desde mi primer concierto en Graz. Pero también continué escribiendo. Leía profusamente y la escritura, es decir la literatura, siempre ha sido mi segunda vida.


¿Tenía usted idea alguna por aquel entonces de lo que suponía estar de gira como pianista?

–En absoluto, aunque tenía un leve indicio de cómo podía ser la vida más allá de los confines de Graz. Mi profesora de piano procedía de una familia aristocrática, su casa estaba abierta a gente de Viena que de cuando en cuando la visitaba, y su marido era el presidente de la Asamblea Estiria.


¿Podría decirse que Frau von Kaan fue, en el sentido literal del término, su única profesora de piano?

–No debiera olvidar a mi profesora de Zagreb, Sofie Dezelic. Ella fue quien sentó las bases. Ludovika von Kann era una profesora afable, no un ogro, y desde luego no me perjudicó. Se dio cuenta que tenía talento, y cuando yo tenía dieciséis años me dejó continuar los estudios por mi cuenta, sin guardarme rencor alguno.


¿Quiere eso decir que desde muy joven eligió usted su repertorio, sin consejo de ningún profesor?

–Participar en el concurso de Bolzano fue importante, al igual que las clases magistrales de Edwin Fisher, en las que también pude oír a otros pianistas. A los veinticinco años ya me había aprendido diez programas completamente diferentes. Tuve tiempo suficiente para aprendérmelos porque mi carrera marchaba a ritmo pausado.


Pero ya a los quince, dieciséis años, debía usted tener predilección por ciertas obras.

–No estoy seguro de eso. Había muchas cosas que aún no había descubierto. Escuchaba obras por la radio y pensaba que podría echarlas un vistazo. Cada vez tocaba más Liszt, no sólo para superar dificultades técnicas sino por interés musical. Interpreté obras que han permanecido toda la vida conmigo.


Su primer concierto para piano se anunció como «La Fuga en el repertorio pianístico».

–Le diré cuál fue el programa. La Fantasía y Fuga Cromática de Bach, a la que siguieron las Variaciones sobre un tema de Händel, de Brahms. Tras el descanso toqué una de mis propias composiciones, una sonata para piano, por supuesto con una doble fuga. Luego una obra de Malipiero, Tre preludi e una fuga, y por último la Fantasía B-A-C-H de Liszt. Las cuatro propinas incluyeron fugas, entre ellas la Fantasía y Fuga para órgano en Sol menor, de Bach en el arreglo de Liszt. Hubo dos críticas entusiastas que agradaron a mis padres. Durante aquel período básicamente todas mis composiciones eran polifónicas, lo cual se lo debo a mi profesor de composición, Arthur Milch. Gracias a sus enseñanzas, mi interpretación pianística también estaba esencialmente impregnada de polifonía.


¿Este interés por la música polifónica surgió muy tempranamente en usted?

–No tanto por mi profesor de piano como por lo que yo componía y se intensificó con el paso de los años. En mi vida no he tocado mucho Bach por una serie de razones, pero el no haberlo hecho, al menos en parte, ha quedado compensado por mi propensión a escuchar y pensar polifónicamente.


¿Podríamos decir que desde esta perspectiva usted no dedicó a Bach todo lo que se merecía?

–Yo no iría tan lejos. Puede que en mi próxima vida cambie mi modo de proceder.


Usted ha interpretado gran cantidad de música polifónica, y no sólo obras brillantes y vacías de contenido, como tienden a hacer tantos niños prodigio.

–Lo cierto es que yo no fui un niño prodigio ni contaba con ninguno de los ingredientes necesarios para forjarme una carrera de éxito. No soy de Europa Oriental y por lo que sé tampoco judío, aunque de cuando en cuando me llegan cartas de familias Brendel judías, que me preguntan si estoy emparentado con ellos. Desde luego había Brendel en Czernowitz y en Tel Aviv, y eso me hace muy feliz. Y también sé que en su juventud, a Dorotea Mendelssohn la llamaban Brendel Mendelssohn, lo que estuvo a punto de inducirme llamar a mi hijo Adrian Brendelssohn... El año de mi primer recital, expuse unos «collage» en un almacén de Graz. Poco después dejé de pintar.


¿Por qué?

–Porque me di cuenta de que no se podía hacerlo todo. Me centré en tocar el piano, en la lectura, y luego, a su debido tiempo, en escribir. Me planteé el resto de mis actividades como un observador interesado.


Su carrera no parece haber seguido las pautas tradicionales que suelen relacionarse con los concertistas de piano. ¿Podría decirse que su interpretación pianística y modo de hacer música han sido influidos por su vivo interés en otras artes?

–Sin lugar a dudas, lo que no quiere decir que se requiera una amplia base cultural para hacer buena música, existen varias notables excepciones. Pero a mí me parece que no hace ningún daño. Para mí era necesario e importante desde cualquier punto de vista. En cierta ocasión me preguntaron por lo que leo y por el origen de mi interés por la literatura. Bueno, sólo puedo decir que a los trece o catorce años, hacia el final de la guerra, leí Fausto plenamente orgulloso y sin entender absolutamente nada. Pero una obra fundamental para mí fue El Diccionario de la música de Hermann Abert. Me lo recomendó en Zagreb mi profesor de piano y mis padres lo compraron en una tienda de libros de lance. Me lo leí de la A a la Z y utilicé cuatro colores para mis anotaciones. Antes de eso, en Zagreb, devoré los sesenta y cinco tomos de la obra completa de Karl May. Era uno de esos escritores que nunca viajó pero capaz de describir en sus libros de aventuras, que tenían mis primos, los lugares más remotos del planeta. Y luego vino Erich Kästner y sus libros para niños. Aún hay uno por el que sigo teniendo gran debilidad: Der 35. Mai oder Konrad reitet in die Südsee, que me introdujo en el mundo de la fantasía-ficción. Y luego, claro, había una colección de relatos anticlericales, y entre los quince y los veinte años, leí todo aquello que caía en mis manos en la biblioteca que se encontraba al otro lado de la carretera de Graz. En el sótano tenían una cantidad impresionante de libros que no habrían sido del agrado de los nazis: literatura de pre-guerra.


¿Cómo definiría la influencia de la literatura en su modo de ver la vida en aquellos momentos?

–Para mí la literatura siempre fue una herramienta importante para comprender el mundo e incluso hoy en día creo que es más fácil de entenderlo leyendo grandes novelas que observando a la gente. Al menos de un modo más condensado. También leo mucha poesía. Luego estaba la literatura para adolescentes, como el Jean-Christophe de Romain Rolland, ahora olvidado casi por completo pero que gustaba mucho entre los jóvenes. Y luego estaban el Lobo estepario y Demian, de Hermann Hesse, que hoy en día aún lee la gente joven. A éstos les siguió en el mismo año El Doctor Fausto, de Thomas Mann, y El Juego de abalorios, de Hesse. Ambas novelas las leí de inmediato y en una residencia para estudiantes llegué a dar una conferencia sobre los capítulos musicales, mientras una atractiva pianista interpretaba piezas de música contemporánea.


Por entonces, ¿qué opinión le merecían Hesse y Thomas Mann?

–Sus libros me impresionaron mucho. No podría decir que les sacase gran partido, pero muchos críticos consideraron que ambas novelas se situaban en la cumbre de la literatura contemporánea. En aquel momento yo también lo pensaba. Aunque con el paso del tiempo mi opinión ha cambiado al respecto, aún recuerdo intensamente un capítulo de Fausto, el entierro del chiquillo. No lo he vuelto a leer pero me causó una honda impresión. En Graz, también ocurrió otra cosa importante. Justo después de la guerra, cuando la gente apenas tenía nada, había un establecimiento al que se llevaban cosas para tasarlas y te entregaban a cambio unos resguardos con los que se podían adquirir artículos del mismo valor que se exhibían allí mismo. Lo que yo adquirí fue un temprano documento Dadaísta, El Almanaque Dadaísta, en el que aparecía un Beethoven bigotudo en la cubierta. Aquello fue, y lo sigue siendo, un acontecimiento. También adquirí una primera edición de la compilación de los escritos de Busoni, que leí con avidez –poco antes del Concurso Busoni de Bolzano donde a los dieciocho años de edad obtuve uno de los premios con la interpretación de la Fantasía Wanderer y que tuvo lugar a las once en punto de la noche–. Recientemente he releído los escritos de Busoni y he descubierto que de buena gana aún suscribo mucho de lo que dice, aunque haya otras cosas que ya no consigo comprender.


Es indudable que existen fuertes contrastes en los escritos de estética de Busoni.

–Sí, él tenía un lado muy progresista. Reconciliaba los polos opuestos: por un lado, era partidario de las formas bellas y definidas, y, por el otro, quería abandonar la idea de la composición temática e insistía en que la música fuese libre para corretear como un chiquillo.


Pero corretear de un modo bello.

–Sí, una idea poética, pero aun así, una extraña contradicción que, sin embargo, tendría un efecto estimulante en su música posterior.


Por otro lado, lo que a usted le fascinó del Dadaísmo fue la agresividad con que subvertía el orden. Resulta interesante que usted descubriese el Dadaísmo al final de la Segunda Guerra Mundial, tras el desastre europeo.

–Cierto. La anarquía se ajustaba bien a las circunstancias. Pero en Zurich y en Colonia, el Dadaísmo era una anarquía socarrona (al contrario que en Berlín con Baader y Hausmann), más jovial que el resto de los movimientos que rompieron con la tradición. El expresionismo carecía totalmente de humor.


Pero también estaban los surrealistas franceses.

–Se hicieron más dogmáticos que los Dadaístas. El Dadaísmo era verdaderamente insumiso.


¿Se correspondía eso con su propia situación?

–Desde luego me dio a conocer el sin sentido. Aunque yo nunca lo habría descrito de ese modo. Es innegable que el Dadaísmo no es sólo el sin sentido. También supone siempre lo contrario. Raoul Hausmann dijo que quien sea Dadaísta va en contra del Dadá.


Ciertamente sin-sentido debería escribirse con un guión.

–Recuerdo haber leído una cita de Schwitters: si tuviese que elegir entre el sin sentido y la cordura, preferiría el sin sentido.


Afortunadamente no estamos obligados a ser tan drásticos en la elección.

–No, pero la mezcla puede resultar bastante atractiva. No al tocar el piano, donde uno espera interpretar sin maltratar las obras maestras, sino en otros casos. A través de estas variadas experiencias de juventud y de un modo subconsciente, me hice consciente del absurdo del mundo. Los existencialistas, que hicieron su aparición tras la guerra, no hicieron más que confirmar ese absurdo, y yo le di un nombre. Obviamente esta idea del absurdo puede parecer completamente deprimente, pero también se puede intentar ver desde su vertiente más burlesca, y así saborear los aspectos más divertidos de su incongruencia.


Distanciándose uno mismo del contacto directo con la realidad, y con la ayuda de dichas teorías y opiniones estéticas.

–Eso nos lleva a un terreno difícil. Si buscamos definiciones del absurdo, hay una del filósofo norteamericano Thomas Nagel, el cual escribe que entre otras cosas significa estar «simultáneamente comprometido y aislado». Lo que por supuesto tipifica la absurda profesión de pianista. Me recuerda lo que dijeron Goethe y Zelter en su extraordinaria nota necrológica a la muerte de Haydn: que una característica del genio es la combinación de la ironía y de la ingenuidad. Lo que en esencia viene a ser lo mismo.


Antes de hablar de estas cosas, me gustaría insistir un poco en su propia evolución personal. Ha mencionado usted el Concurso Busoni y su primer recital como solista, en Graz. ¿Cuándo se dio cuenta de que había un solo camino a seguir, el de pianista o para ser más genérico, el de intérprete?

–Surgió por sí solo, por la época en la que di el recital de Graz, y con la gran ayuda que me dio la muy positiva acogida de la crítica.


¿Pero recibió usted también el estímulo de su familia, el beneplácito del público y de sus amigos?

–No tengo ni la más remota idea. Cuando mi profesor de piano me dijo que era hora de dar un recital, yo hice lo que me dijo, mi padre alquiló un frac para mí y me ajustó una rígida golilla alrededor del cuello. Luego me ajustó una corbata de lazo y me dirigí al escenario.


¿Lo preparó usted solo?

–Sí.


¿Pero no le parece que es algo bastante infrecuente, hasta hoy en día?

–Sí, estoy de acuerdo. También es atípico que con posterioridad a mi dieciséis cumpleaños no tuviese ningún profesor. Me limité a acudir a algunas clases magistrales, incluidas dos con Edwin Fischer entre 1949 y 1950 y otra en 1958, cuando ya estaba enfermo. Después conocí a la pianista Katja Andy, que había estudiado con Fischer en Berlín hasta 1933, y que, al ser judía, tuvo que emigrar. Llegó a ser para mí una amiga de toda la vida. Luego, en Basilea y gracias a unos amigos comunes, hice dos breves visitas a Paul Baumgartner. Por entonces yo no tenía dinero y Baumgartner tuvo la gentileza de escucharme y alojarme en casa de una encantadora anciana, una tal Frau Senn, que poseía una colección de instrumentos de cuerda.


Al margen de todo esto, ¿no le influyeron grandes maestros o grandes autoridades?

–No debo olvidar a Eduard Steuermann. Eso fue durante un verano en Salzburgo, cuando toqué para él en una clase magistral, una vez más por recomendación de conocidos con los que yo guardaba una estrecha relación, incluido el sobrino de Steuermann, Michael Gielen. Luego volví a visitar a Steuermann en Nueva York y en diversas ocasiones vi a Rudolf Kolisch en Boston.


Pero no fueron más que encuentros fortuitos.

–Así es. No se trataba de un aprendizaje disciplinado. En lo que respecta a la técnica fui fundamentalmente autodidacta y tras los primeros años nunca la trabajé por sí sola sino que siempre fue a través de las obras.


Pero resulta asombroso que utilizando este método para ese primer concierto en Graz, usted hubiese conseguido aprenderse algunas de las obras más difíciles del repertorio pianístico, tales como la fuga de las Variaciones de Brahms sobre un tema de Haendel o la Fantasía para órgano en Sol menor de Bach-Liszt.

–Mirando hacia atrás diría que técnicamente me encontraba extraordinariamente dotado, pero eso iría manifestándose poco a poco. Con un profesor exigente que me hubiese disciplinado, se habría evidenciado mucho antes.


Así es que usted adquirió la técnica paso a paso.

–Sí. Afortunadamente disfrutaba interpretando a Liszt, lo que por entonces casi era una rareza. De este modo avancé como pianista virtuoso. Mi repertorio de Liszt era bastante completo.


¿Siempre ha tocado usted Liszt?

–Sí. Había estudiado la Sonata en Si menor muy al principio, creo que a los diecinueve años, y poco después la sonata Dante. Luego llegaron la Appassionata de Beethoven y El Carnaval de Schumann. A los veintidós años estudiaba La Hammerklavier de Beethoven.


Usted era quien decidía el repertorio, pero ¿con qué criterio?

–¡Yo simplemente escogía un poco de aquí y otro poco de allí! Cuando era muy joven, escuché a Horowitz tocar por la radio los Funérailles de Liszt. Nunca antes había oído esa obra. Me causó una honda impresión, y sobre todo las octavas rápidas. Yo ya había interpretado La Polonesa en La bemol mayor, de Chopin, donde las octavas no me dieron problemas. Así es que pensé: veamos si puedo enfrentarme a las octavas de Liszt. Funcionó. No hay más que darle un impulso a tu brazo.


De modo que no tenía en mente al público al establecer el repertorio, sino simplemente interpretaba aquello que le interesaba y por decirlo de alguna manera creaba usted su propio mundo.

–Sin lugar a dudas. En términos musicales y virtuosísticos, yo quería medir fuerzas con estas obras.


¿Siendo joven, y entre los compositores a los que interpretaba, distinguía usted entre las obras buenas y las más mediocres?

–Sí. Creo que este talento lo desarrollé bastante pronto, seguramente a los veintitantos años, el de poder reconocer obras con las que podía vivir, excepto en muy contadas ocasiones. Por lo que se refiere a la literatura pianística, hay que elegir. Hay muchísimas obras, y es que con la mejor voluntad del mundo, no puedes tocarlo todo. Por tanto, es importante decidir lo antes posible aquellas piezas con las que quieres cohabitar. En otras palabras, ver cuáles son las obras que están constantemente renovándose, cuáles son las que te rejuvenecen. No es que me lo plantease así exactamente, pero en gran medida estudié obras que pertenecían al repertorio centroeuropeo. Quizá influido por mis lecturas, yo opinaba de que la mayoría de las más grandes composiciones procedían de Europa Central. Lo cual en la realidad era lo cierto. Al decir esto, no pretendo menospreciar los más bellos logros de otras tradiciones musicales. Simplemente me parece que se trata de un hecho consumado. Lo mire por donde lo mire, lo que a mí siempre me importó fue la calidad.


¿Tiene la impresión de que le influyó vivir en Europa Central?

–Aunque detesto que me cataloguen, en lo que a literatura se refiere quizá pudiera decirse que Europa Central era mi patria, y con ello hablo de la literatura que se escribía en Viena en los años veinte. Musil formó mi experiencia literaria, al igual que para otros de mi generación, la formaron Kafka, Joyce o Proust.


¿Qué edad tenía usted cuando leyó a Musil?

–Yo debía tener unos veintitantos años cuando leí El Hombre sin atributos. Llegué a hacer un índice de las palabras clave. Pero también me impresionaron otros autores como Elias Canetti. Mucho después me topé con Los Sonámbulos de Hermann Broch y el Diccionario Filosófico, de Fritz Mauthner. Lo que más interesaba a Musil era la experiencia mística, aunque considerada a través de una mente científica, observando los límites cognoscitivos y examinando lo que puede verificarse. A Thomas Mann nunca se le habría ocurrido un enfoque de ese estilo.


Por un lado el misticismo y por el otro el absurdo y el existencialismo. Dos modos polarizados de verse a uno mismo en el mundo. ¿Cómo le atrajeron ambos? ¿Después de la guerra era usted más un existencialista que un místico irónico?

–Uno de los dadaístas, Hugo Ball, era una especie de místico. Me interesé por la ironía desde una etapa temprana. También leí mucho Thomas Mann, y desde entonces he leído varias veces La Montaña Mágica –el único libro de Thomas Mann que me ha gustado siempre...


Supongo que también el músico debe crearse sus referencias de orientación literaria.

–Cierto, aunque Musil carecía del más mínimo oído musical, pero eso no me importaba. Después de todo nunca me dediqué exclusivamente a la música. Cuando conozco a gente, siempre estoy dispuesto a abandonar mi territorio. Por lo general prefiero la compañía de figuras literarias, filósofos y artistas, que la de los músicos.


Sin embargo, de joven, usted tuvo que o quiso participar en un concurso para piano –lo que iba en contra de ese modo más profundo que tenía de entender la música.

–Yo no tenía ni idea de lo que eso significaba y debía comenzar de algún modo. Este único concierto que di en Graz no sirvió para mucho. Después de todo tuvo lugar en Graz y no en Viena, ciudad en la que nunca estudié, ni estudiaría en el futuro. Yo era un espíritu completamente independiente, viajé a Bolzano por iniciativa propia y no a instancias del conservatorio ni del estado.


–¿Así es que fue usted quien decidió presentarse? ¿Y por qué precisamente a este concurso?, ¿tenía que ver con los escritos de Busoni?

–Ya no lo recuerdo. Quizá me lo recomendase mi profesora de piano, Ludovika von Kann.


¿Se consideraba difícil el Concorso Busoni?

–Aún era bastante reciente.


Ginebra también habría sido una buena opción.

–Yo estuve en Ginebra más adelante pero no pasé de la primera fase.


¿El Concurso Busoni le daba mayor confianza?

–Me proporcionó un par de conciertos en Viena.


¿Fueron estos sus primeros conciertos vieneses?

–Sí. Fue en 1950. Luego me trasladé a Viena y viví con una tía abuela en una casa en la que para empezar ni siquiera había espacio para un piano. Fuera de su piso, en el pasillo, había una bassena, desde donde tenías que ir a buscar agua con un cubo. Practiqué durante años en las casas de otras personas. Pero tenía tiempo suficiente para leer.


¿Qué obras interpretó en su primer concierto como solista en Viena?

–Yo no elegí el programa, sino la Gesellschaft der Musikfreunde. Constaba de cuatro apartados: La Fantasía y Fuga Cromática de Bach, Las Variaciones sobre un tema de Haendel, El Carnaval de Brahms y La Fantasía Wanderer de Schubert. Un programa colosal. Aquella noche tuve una buena acogida pero mi carrera despegaba lentamente –y no lo lamento–. No pasó mucho tiempo antes de que llegasen todas esas pequeñas discográficas norteamericanas a Viena, y había gran número de ellas ya que la ciudad era muy barata. Los músicos vieneses se alegraban de conseguir un poco de trabajo en ese período de posguerra, las salas de conciertos resultaban bastante económicas, las orquestas tenían bastante trabajo dando conciertos bajo distintos nombres, y la orquesta de la Volksoper tenía que tocar obras audaces que nunca había interpretado antes. Fue entonces cuando me pidieron grabar el Concierto N.º 5 para piano y orquesta, de Prokofiev.


¿Fue ese su primer disco?

–Sí, y esto es lo que ocurrió: yo estaba en Graz visitando a mis padres un mes de diciembre, cuando llegó un telegrama –¿Que si me gustaría interpretar a finales de enero el Concierto N.º 5 para piano y orquesta de Prokofiev? Sí –respondí: –¡Envíenme la partitura!


¿No había interpretado usted a Prokovief anteriormente?

–Ni una nota. Mi colega era muy agradable, un director de orquesta extraordinariamente dotado y teníamos muy poco tiempo. De algún modo conseguimos superar la prueba. También hubo otros compromisos. Un hombre llamado Charles Adler, que dirigía por aquí y por allá y ensayaba lo menos posible, apareció más tarde. Adler era dueño de una pequeña agrupación llamada La Sociedad de los Artistas Participantes, para la que efectué cinco grabaciones. Me pidieron una lista de obras que yo podría interpretar, entre las que incluí la Fantasía Contrappuntistica de Busoni. La eligió Adler, luego me la aprendí y la grabé. También la toqué en un concierto en Viena, a los veinticuatro años.


¿Cuáles eran sus planes por aquella época? ¿Hubo éxitos y decepciones?

–Yo era diferente a otros jóvenes músicos, porque no me impacientaba. Se lo diré de este modo: sabía que tenía talento.


¿Y no tenía usted la arrogancia del genio?

–Para nada. Quise ver lo que podía obtener de ese talento y me lo planteé como un proyecto a largo plazo. No tenía idea de lo que quería hacer a los cincuenta años.


¿Lo tuvo siempre presente?

–Hasta cierto punto. Se hablaba con odio de unos cuantos viejos pianistas, tales como Fischer y Kempff, que estaban en su momento culminante, así es que pensé que debería proceder sin una prisa excesiva, paso a paso. Y fue así como ocurrió.


Tengo curiosidad por oír cómo imaginaba a un artista de cincuenta años, hace tanto tiempo.

–Cuando alcancé los cincuenta vi que había logrado con creces aquello a lo que aspiraba. Y, sin embargo, había una cosa de gran importancia en la que fracasé ignominiosamente: aprender francés, lo que nunca he conseguido. Mi memoria no estaba preparada para hacerse con ese idioma. Por desgracia no lo aprendí en el colegio.


Esta idea suya de lo que suponía tener cincuenta años, ¿se manifestaba en otros aspectos de la vida, independientes de la música?

–No, únicamente en el ámbito musical. Entonces todavía no pensaba ser escritor, no era más que una idea. Para lograr una carrera de éxito se necesita algo más que talento: paciencia, constancia, vista y destreza para planificar lo que está por llegar. Y por supuesto, complexión física, que es de importancia capital. Cortot dijo en cierta ocasión, exagerando un poco, que ser un gran pianista era una cuestión de complexión.


¿Ha tenido usted problemas en eso?

–Nada serio. Lo que se necesita es un poco de suerte, y yo la he tenido. Dado que no tengo una memoria fotográfica, no fui niño prodigio, no puedo tocar más rápido o más fuerte que otros pianistas, sólo cancelo conciertos cuando estoy enfermo, y me he metido en bastantes cosas aparte de la música. Me resulta imposible explicar por qué he tenido y tengo éxito.


Bueno, de joven, en Viena, usted era físicamente robusto y ya poseía cierto grado de juicio. Como acaba de decir, tenía paciencia y no se precipitó en su carrera. Y tenía visión de futuro.

–Yo no era de esos que siempre están inquietos. Era tranquilo, ligeramente irónico y me gustaba pensar. Por entonces ya me fascinaban los contrastes. Sin haber leído a ningún filósofo, poseía una peculiar percepción filosófica: la idea de una esfera que contenía antagonismos, con el Dios que imaginamos en el centro.


¿O más bien el propio ser?

–No. Yo no sabía si se le había ocurrido esa idea a alguien más, pero por entonces a mí me resultaba original. En cualquier caso, ya se evidenciaban los contrastes.


Por supuesto existe una gran tradición en el misticismo, que presenta una imagen semejante de Dios. Los contrastes ya se evidenciaban pero se apreciaban con una calma relativa. Y lo que era evidentemente beneficioso: le permitía hacer muchas cosas que mejoraban su propia educación.

–Sí. Y debo añadir que luego me las arreglé muy bien sin una noción de Dios.


¿Pero qué sentía al tocar? ¿Sentía necesidad de aparecer en público? A fin de cuentas también existe el elemento de promocionarse a uno mismo. ¿Cómo se veía a sí mismo?